Catalina la fugitiva de San Benito (89 page)

BOOK: Catalina la fugitiva de San Benito
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Preparativos (miércoles)

Alonso estaba sentado en un cómodo sillón de mimbre frente a Diego de Cárdenas, en la glorieta del jardín de su mansión y sorbiendo, con un canutillo, una deliciosa y refrescante naranjada. Llevaba a cabo una delicadísima doble misión.

—Os puedo decir dónde vive Clara Arnedillo, y añadiré por mi cuenta que mañana por la tarde estará en casa ya que por el momento ha dejado la compañía del Corral del Príncipe por motivos que a mí se me escapan, y también os diré que vuestra presencia sería gustosamente aceptada.

—Me hacéis el más feliz de los mortales, pero ¿cómo podéis aseverar lo que decís?

—Al día siguiente de vuestra cita hablé con su dueña y, conocedora de la parte que yo había tenido en ella, vino a mi encuentro y me dijo que erais un gentil caballero y añadió que generoso. Tal aseveración no sería de esta naturaleza si su ama no opinara lo mismo y, como dejándolo caer, añadió que estos días no iban a salir de casa debido a pequeños problemas de su garganta que le impedían actuar; sin venir a cuento me comunicó que moraban en la calle de la Flor, número 24, al lado mismo de una famosa casa de conversación
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que allí se ubica, y que ella acostumbraba dar una vuelta por el barrio de cinco a ocho de la noche. Como podéis observar las indicaciones no pudieron ser más claras; es evidente que vuestros dineros le causaron un explicable entusiasmo.

—No sé si voy a ser capaz de reaccionar, Alonso, amigo; siempre estaré en deuda con vos. ¿Creéis que este mensaje parte de la dueña o de la misma Clara?

—Qué queréis que os diga yo, ¡pobre de mí! Lo que sí es palmario es que si a su ama no le complaciera vuestra compañía, creo yo que la dueña no iba a atreverse a citaros de una forma tan evidente.

—¿Eso quiere decir que cabe la posibilidad de que esta añagaza haya partido de ella?

—Interpretadlo como creáis más conveniente.

—Alonso, ¡soy el más venturoso de los mortales! No viviré hasta el jueves.

—Pues es posible que yo no lo haga a partir del domingo.

Diego cambió de cara.

—No os comprendo. ¿Qué queréis decir?

—Don Diego, la otra noche, por defender a una dama fui retado a duelo por un caballero, y temo que el hecho sea irreversible.

—Pero, contadme. ¿Cómo fue tal cosa?

Catalina tuvo que variar la escena y la dama:

—Veréis, señor, fue a la salida del teatro cuando el tal ofendió a una dama conocida mía que vive en el barrio y no tuve otro remedio que salir en su defensa.

—¿Y entonces?

—Me desafió ante testigos y no pude evitar el envite.

—Imagino que por una nimiedad semejante sería a primera sangre.

—Tal parecería que debiera ser, pero el acompañante que iba a ejercer de padrino dijo que él no se prestaba a gedeonadas y que debía ser a muerte.

—Me dejáis atónito. Y ¿dónde va a ser el duelo?

—Junto a la tapia del cementerio que hay lindante a la ermita del Ángel de la Guardia, en la ribera derecha del Manzanares; el domingo al anochecer.

—Me parece un dislate. ¿Creéis que una gestión por mi parte sería inútil?

—No perdáis el tiempo. Se sintió humillado en público y esto no se perdona.

—Y ¿se puede saber quién es tan quisquilloso caballero?

—No lo conoceréis; su nombre es Cristóbal López Dóriga y su acompañante se llama Matías Campuzano; y tengo entendido que fue expulsado del Tercio siendo alférez, por un feo asunto.

La expresión del rostro de Diego cambió de repente.

—Los conozco bien a ambos; son pendencieros y enredadores, y desde este momento os digo que sin duda tuvisteis buenas razones para pararles los pies. Y decidme, ¿no iba con ellos un joven discreto y timorato que sin duda nada tuvo que ver con el asunto?

—En efecto, pero ignoro su nombre —mintió Catalina.

—Yo os lo diré, se llama Álvaro de Rojo y es hijo de un hidalgo de provincias que mora en Quintanar del Castillo; su nombre es Martín de Rojo.

Catalina quedóse en silencio un instante. La primera vez que vio a Álvaro la noche que ella llegó a casa de María Cordero no lo asoció a su tutor en San Benito, y ahora resultaba que era su hijo. La voz de Diego la sacó de su ensimismamiento.

—Acuden a mi curso en la Casa de los Pajes y son la única piedra que tengo en mi bota aquí en la Corte. Y decidme, Alonso, ¿quién va a ser vuestro padrino en este lance?

—Nadie. No tengo ni conozco lo suficiente a nadie para pedírselo.

—Pues desde este momento ya lo tenéis, y por muchas razones. En primer lugar, porque os lo debo; en segundo, porque siendo quien es vuestro oponente me consta que la razón está de vuestra parte, y en tercero porque me pagáis lo mal que me porté con vos siendo mensajero de mi felicidad. Creo que son suficientes motivos.

—No sé qué deciros. Os lo agradezco infinitamente. Me humillaba comparecer en trance tan comprometido sin los requisitos que exigen estas situaciones.

—No me deis las gracias. Sé que no es grato el asunto y os sugiero que lo dejéis a la primera sangre. Pero la lección que va a recibir ese insolente no me la perdería por nada del mundo.

La semana trascendental

Era miércoles noche y Catalina acudía a la dirección que le había dado María en la calle de la Flor, directamente desde la mansión de Cárdenas. Su cabeza iba a explotar de tantos aconteceres pasados y probablemente futuros que en ella se amontonaban. Al día siguiente sin duda acudiría Diego, y ella estaba dispuesta a consumar los más íntimos deseos que su enamorado corazón guardaba desde que vio su amado rostro aparecer en el tragaluz de la celda donde la madre Teresa la había recluido tras la aventura de los gallos en los lejanos días de San Benito, que aparecían en su memoria envueltos en las lejanas brumas del pasado y sin embargo nítidos y presentes. Si el domingo la suerte le era adversa y recibía una herida mortal en el duelo que la aguardaba, podría partir de este mundo pensando que su paso por él había valido la pena.

La casa de la calle de la Flor no se diferenciaba de sus vecinas. Era de un solo piso y tenía a su costado una pequeña cuadra para alojar a las cabalgaduras, dos puertas de color verde daban al exterior, la primera para las personas y la segunda para los animales; el tejado era plano y una balaustrada lo rodeaba; a él se ascendía por una escalera interior y servía, además de para tender la ropa de la colada, también en las noches de calor del estío para ligar el hilorio
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después de la cena bajo un cañizo que se ubicaba en una de las esquinas que daban a la calle. Catalina echó pie a tierra y llevando a
Boabdil
de la brida, empujó la puerta de la cuadra y se introdujo en ella teniendo que vencer la ligera reluctancia del animal, que al desconocer el lugar se resistía a entrar y arrimarse a un pesebre que no era el suyo. La muchacha palmeó su cuello con la enguantada mano y hablándole cariñosa y susurrante consiguió colocarlo en su sitio. Luego procedió a retirarle los arreos y tras fregotearlo con montones de paja seca y cepillarlo con una bruza de cerdas duras llenó el pesebre de forraje; recordó a
Afrodita,
que pese a ser una mula era de carácter mucho más acomodaticio y conforme, y partió para la casa a través de una puertecilla que se abría en la pared del costado.

María Cordero trajinaba en la cocina y al oír el ruido de la falleba de la puerta de la cuadra salió al salón, restregando sus regordetas manos en un amplio delantal que se había colocado para proteger sus recargadas ropas de las posibles salpicaduras que el prosaico oficio de las cazuelas llevaba consigo.

—¡Bienvenida a casa, Catalina! Decidme, ¿tenéis ya padrino?

—Estad tranquila. El domingo no estaré sola, Diego será mi valedor.

—¡Mi vela a san Pascual Bailón ha tenido respuesta! ¡Loado sea Dios! —Y la mujer, señalando el entorno con un amplio gesto, indagó—: ¿Qué os parece vuestra nueva morada?

—Ni tiempo me dais para que me ubique, pero sin duda me parecerá maravillosa.

Y adelantándose estampó dos besos en los rellenos mofletes de la dueña, que al olería arrugó la nariz.

—¡Por Dios, apestáis a mozo de cuadra! En cuanto os muestre vuestras posesiones os meteré en la bañera y os voy a arrancar la piel a tiras, a ver si consigo que oláis como una dama; nada hay que asuste más a un caballero que el tufo de una moza de taberna.

La buena mujer enseñó a la muchacha las habitaciones de la casa con el mismo orgullo que hubiera mostrado caso de ser ella la propietaria; un despacho, el comedor y un saloncito adjunto constituían las piezas principales, que daban a la calle de la Flor, y tres dormitorios, el cuarto de servidores y la cocina abrían sus ventanas a un jardincillo posterior desde el que asimismo se podía acceder a la cuadra y en cuyo fondo se adivinaba un lavadero. Todo el mobiliario era de buena calidad, sin lujo ni ostentaciones pero denotaba que la persona que la decoró amaba las comodidades y gozaba de una desahogada posición económica.

—Sois un amor de amiga y pienso que os voy a deber, además de lo que ya os debo, algo muy importante. Pero mientras me arreglo y me acicalo para cenar quiero consultaros cosas que vuestra experiencia y conocimiento de la vida hace que seáis la persona indicada para aconsejarme.

—Contad con ello si está en mi mano, pero que en asuntos tan personales cada mujer debe resolver por sí misma. Y ahora vamos a prepararos un baño en cuya agua verteré un aceite cuyo aroma atrae a los hombres igual que la bosta de caballo al escarabajo pelotero.

—No me acaba vuestra comparación, y además ya puedo sola.

—Pues como las moscas a la miel, si es que os place más... pero os voy a preparar la piel, que os quedará perfumada como el jazmín en noche de verano y suave como la seda misma, y no seáis pacata, que si algo ha abundado en mi vida han sido mozas en cueros vivos; que no ha entrado ni una en mi casa que no haya revisado, ni el físico ha hecho una inspección de mis chicas en la que yo no haya estado presente. O sea que no se hable más. Pasad al cuarto de servidores, que ya estoy calentando el agua para llenar la bañera de asiento.

Catalina recordó en aquel instante la vez que ella ayudó a Diego sustituyendo a su ayuda de cámara, y le pareció que había transcurrido un siglo. Se adelantó hacia el dormitorio grande y comenzó, no sin cierta aprensión, a desvestirse; María trajinaba yendo y viniendo, llenando la bañera de cinc de agua caliente que transportaba desde la cocina. Cuando se halló desnuda, se echó sobre los hombros una gran toalla de un tejido suave y esponjoso que la Cordero había dejado sobre la cama y se sentó en ella pensativa y ensimismada, esperando. María, al ver que no acudía, entró en el dormitorio.

—¿Qué esperáis? Se va a enfriar el agua.

—María, vos sois una mujer de experiencia y conocéis todos los avatares de mi vida desde que he llegado a la Corte. Sé que jamás podré aspirar a que Diego se fije en mí si no es como su mantenida. ¿Creéis que me debo entregar a él sabiendo que el domingo tal vez sea el último día de mi vida? ¿Debo decirle quién soy realmente? ¿Debo explicarle quién es Alonso Díaz?

La mujer se sentó a su lado y le pasó por los hombros su amorcillado brazo.

—Catalina, soy una mujer de pocas luces y todos mis conocimientos se deben a la vida. Me preguntáis muchas cosas a la vez y voy a tratar de responderos. Una mujer sabe a qué hombre ha de entregar su doncellez cuando tiene la merced de poder escoger, cosa que es un auténtico privilegio harto improbable en esta España de nuestros días. Únicamente os debo decir que ese instante es el último pensamiento que vendrá a vuestra mente el día que abandonéis este mundo, que quiera Dios sea dentro de muchos años.

Vuestra intuición de mujer os dirá mañana qué es lo que debéis hacer. Mi único consejo es que os hagáis con el más maravilloso de los recuerdos y que ése sea el instante más hermoso de vuestra vida. En cuanto a decirle quién sois realmente y teniendo en cuenta que os va a apadrinar en un duelo el domingo por la noche, creo que realmente no debéis meterle en la cabeza una confusión de tal envergadura, que pueda influir negativamente en situación tan peligrosa y comprometida. Dejad que Catalina sea Catalina y Alonso Díaz sea Alonso Díaz.

La muchacha quedó ensimismada. La Cordero retirando de su cuerpo la toalla, añadió:

—Vamos a bañaros. Se va a enfriar el agua.

La luz del candelabro que estaba colocado sobre la cómoda iluminó la tersa piel de Catalina cuando ésta se puso en pie. La mujer la tomó de la mano para conducirla, ya que en aquel instante estaba como ida, y al ir hacia la puerta que daba al baño la acercó a la luz.

—¡Válgame la soledad! ¿Qué es lo que ven mis ojos?

Catalina pareció volver en sí y al darse cuanta de su desnudez intentó taparse los senos y el vientre con sus brazos.

—¡Dejaos de vergüenzas, criatura! —Y al esto decir le retiró el antebrazo que le cubría el pecho—. ¡Acercaos a la luz, dejadme ver!

—¿Qué es lo que tanta curiosidad despierta en vos?

—¡Por los cuernos de Belcebú! ¡Esta mancha, Catalina! Es inconfundible; yo la he visto hace muchos años.

La buena mujer indicaba con su índice la señal que la muchacha tenía bajo el seno.

—Ved que es como un ojo diminuto del que lloran tres lágrimas.

—Toda la vida estuvo ahí y creció conmigo.

—¡Pero no es un lunar común y yo lo tengo presentísimo en mi memoria!

—¿Qué me estáis diciendo? ¿Insinuáis que ya habíais visto una marca así?

—Efectivamente. Dejadme que os cuente.

—Soy toda oídos.

Catalina se volvió a cubrir con la gran toalla y se sentó en un banco que había en el cuarto en tanto la dueña metía su mano en el agua de la bañera para tentar la temperatura.

—No importa, luego añadiré agua caliente. Atendedme.

La mujer se sentó a su lado y comenzó su historia.

—Era yo muy joven, no tendría más de dieciséis años cuando me autorizó el alguacil para ejercer de iza
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en casa de una tundidora de gustos
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que se iba a ocupar de mí a cambio de que yo le rindiera cuenta de mis ganancias y le diera parte de ellas. Después de Corpus era costumbre que todas aquellas que nos dedicábamos a tan antiguo oficio acudiéramos a la iglesia de la Encarnación, donde un dominico nos fustigaría desde el púlpito con el fin de reconducirnos al buen camino. Ni que decir tiene que no lograba grandes éxitos y por tanto las conversiones no eran muchas; casi todas habíamos cogido gusto al oficio y era menos trabajoso abrir las piernas que mendigar por las calles con incierto final y arriesgándonos a salir mal paradas en cualquier episodio. De cualquier manera, algunas, rememorando los consejos y enseñanzas de sus madres, y otras por aquello de que era bien visto el hacerlo, el caso es que era costumbre en aquellos días el acercarse a la rejilla del confesionario y expiar las culpas para dejar la página en blanco y, claro es, comenzar de nuevo partiendo de cero.

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