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Authors: Patricia Cornwell

Causa de muerte (32 page)

BOOK: Causa de muerte
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—¿Paso a paso? —repitió Marino cuando el ascensor se detuvo—. Aquí no hay paso ni carrera que valga. Llegamos un día tarde. Hemos empezado a juntar las piezas cuando la partida ya había acabado.

—No ha acabado todavía —repliqué.

Pasamos ante la recepcionista y tomamos un pasillo que nos condujo al despacho del jefe de la unidad.

—Bueno, esperemos que no termine con una explosión —dijo Pete—. ¡Mierda, ojalá hubiéramos caído antes en la cuenta! —Alargó la zancada, furioso.

—No teníamos manera de saberlo, Marino. No podíamos.

—Bueno, creo que deberíamos haber imaginado algo hace días. Tal vez en Sandbridge, cuando recibiste esa extraña llamada telefónica.

—¡Por el amor de Dios! —exclamé—. ¿Crees que una llamada telefónica nos hubiera podido poner sobre la pista de un grupo terrorista que se disponía a capturar una central nuclear?

La secretaria de Wesley era nueva y no logré recordar su nombre.

—Buenas tardes —la saludé—. ¿Está ahí dentro?

—¿A quién anuncio, por favor? —preguntó ella con una sonrisa.

Le dimos los nombres y esperamos pacientemente mientras llamaba. No hablaron mucho. Cuando la secretaria nos miró de nuevo, se limitó a decir:

—Ya pueden entrar.

Wesley estaba tras su escritorio y se puso en pie cuando cruzamos la puerta. Tenía su habitual expresión preocupada y sombría, con un traje gris de punta de espina y corbata negra y gris.

—Pasemos a la sala de reuniones —indicó.

—¿Por qué? —Marino ocupó una silla—. ¿Has convocado a más gente?

—Efectivamente —asintió Benton.

Yo me quedé de pie donde estaba, y sólo crucé la mirada con él lo imprescindible.

—Podemos quedarnos aquí —reflexionó. Se acercó a la puerta y la abrió—. Emily, ¿podría traer otra silla?

Nos instalamos mientras la secretaria cumplía el encargo y vi que Wesley tenía dificultades para concentrar sus pensamientos y tomar decisiones. Yo sabía cómo se ponía cuando lo abrumaba una situación. Lo conocía cuando estaba abatido.

—Ya sabéis lo que sucede... —dijo como si lo diera por hecho.

—Sabemos lo mismo que todo el mundo —respondí—. Hemos oído las mismas noticias por la radio un centenar de veces.

—¿Por qué no empiezas por el principio? —añadió Marino.

—La CP&L tiene una oficina de distrito en Suffolk —expuso Wesley—. Esta tarde, unas veinte personas salieron de allí en un autobús para efectuar, supuestamente, trabajos de mantenimiento en la sala de control simulada de la central de Oíd Point. Eran hombres blancos de unos treinta a cuarenta años que se hacían pasar por trabajadores, lo cual no son, evidentemente. Y han conseguido entrar en el edificio principal, donde se encuentra la sala de control.

—Iban armados —apunté.

—Sí. Cuando llegó el momento de pasar por las máquinas de rayos X y demás detectores, sacaron armas semiautomáticas. Ha habido muertos, como sabéis, por lo menos tres empleados de la CP&L, entre ellos un físico nuclear que estaba de visita en la instalación y que se encontraba en el vestíbulo en el peor momento.

—¿Cuáles son sus exigencias? —le dije, y me pregunté qué más sabría Wesley y desde cuándo—. ¿Han dicho lo que quieren?

—Eso es lo que más nos preocupa. —Me miró a los ojos—. No sabemos qué quieren.

—Pero están soltando a la gente —intervino Marino.

—Ya lo sé. Y eso también me preocupa —continuó Wesley—. Los terroristas no suelen actuar así. Esto es diferente.

Sonó el teléfono y Benton descolgó el aparato.

—¿Sí? Bien. Dígale que pase.

Entró en el despacho el general de división Lynwood Sessions, vestido con el uniforme de la Marina, y estrechó la mano de cada uno de nosotros. El general, un hombre negro de unos cuarenta y cinco años, tenía un atractivo que no pasaba por alto. No se quitó la chaqueta ni se aflojó tan siquiera un botón cuando tomó asiento, con gesto ceremonioso, y dejó junto a él una cartera repleta.

—Gracias porvenir, general —dijo Wesley.

—Ojalá estuviera aquí por otro motivo más alegre —dijo mientras se inclinaba para sacar un expediente y un bloc de la cartera.

—Eso nos gustaría a todos —dijo Wesley—. Le presento al capitán Pete Marino, de Richmond, y a la doctora Kay Scarpetta, forense jefe de Virginia. —El general me miró fijamente—. Los dos trabajan para nosotros. De hecho, la doctora Scarpetta es la forense de los casos que a nuestro parecer están relacionados con lo que sucede en estos momentos.

El general Sessions asintió sin hacer comentarios, y Wesley se dirigió a Marino y a mí:

—Si me permitís —dijo— os explicaré lo que sabemos más allá de esta crisis inmediata. Tenemos razones para pensar que las embarcaciones del varadero de buques fuera de servicio de la Marina están siendo vendidas a países que no deberían tenerlas, entre ellos Irán, Irak, Libia, Corea del Norte y Argelia.

—¿Qué clase de embarcaciones? —preguntó Marino.

—Sobre todo submarinos. También sospechamos que ese centro compra barcos de países como Rusia para revenderlos.

—¿Y cómo es que no se nos ha informado hasta ahora de todo eso?

—No había pruebas —respondió Wesley tras un ligero titubeo.

—Ted Eddings buceaba en ese lugar cuando murió —apunté—. Y estaba cerca de un submarino.

Nadie dijo nada.

El general rompió por fin el silencio:

—Era periodista. Se ha especulado con la idea de que quizá buscaba restos de la Guerra de Secesión.

—¿Y qué hacía Danny? —Medí las palabras porque estaba cada vez más irritada—. ¿Explorar un túnel de tren que era parte de la historia de Richmond?

—Es difícil saber en qué andaba metido Danny —fue su respuesta—, pero tengo entendido que la policía de Chesapeake encontró una bayoneta en el maletero de su coche y que el arma encaja con las marcas que dejó el instrumento empleado para pincharle las ruedas, doctora.

Lo miré fijamente.

—No sé de dónde ha sacado esta información pero, si lo que dice es cierto, sospecho que esa prueba la encontró el detective Roche.

—Sí, creo que fue él.

—En fin... Me parece que todos los presentes somos de confianza. —No aparté la vista de los ojos del general—. Si se produce un desastre nuclear, la ley me ordena ocuparme de los muertos. Ya hay demasiados en Oíd Point. General Sessions —añadí tras una pausa—, éste es un momento excelente para que nos cuente la verdad.

Todos volvieron a guardar silencio.

—El NAVSEA lleva tiempo preocupado con ese varadero —dijo por fin el general.

—¿Qué cono es eso del NAVSEA? —preguntó Marino.

—El Mando de Sistemas Náuticos de la Marina —explicó Sessions—. Los responsables de comprobar que las instalaciones como ésa de la que hablamos cumplen los requisitos establecidos.

—Eddings tenía la dirección N-V—S-E programada en su máquina de fax —dije—. ¿Estaba en comunicación con ellos?

—Les había consultado cosas —asintió el general—. Sabíamos que Eddings andaba tras el asunto, pero no podíamos darle las respuestas que quería, como no podíamos dárselas a usted, doctora, cuando nos envió aquel fax pidiéndonos que nos identificáramos. —Su expresión era inescrutable—. Estoy seguro de que lo entiende.

—¿Qué es D-R—M-S, de Memphis? —quise saber.

—Otro número de fax al que llamó Eddings, como usted. Corresponde al Servicio de Reutilización y Comercialización de la Defensa, que se ocupa de todas las ventas de saldo, las cuales han de ser aprobadas por el NAVSEA.

—Eso encaja —señalé—. Ya entiendo por qué Eddings se pondría en contacto con esos números. Estaba enterado de lo que sucedía en el varadero y de que las normas de la Marina estaban siendo quebrantadas de forma alarmante. Y pretendía ahondar en la historia.

—Hábleme con más detalle de esas normas —intervino Pete—. ¿Cuáles tenía que cumplir ese varadero, exactamente?

—Le pondré un ejemplo. Si Jacksonville quiere el
Saratoga
o algún otro portaaeronaves, el NAVSEA se asegura de que todos los esfuerzos dedicados a ello cumplen con los requisitos de la Marina.

—¿En qué sentido?

—Por ejemplo, la ciudad debe tener los cinco millones que costará reacondicionarlo y los dos millones anuales para mantenimiento. Y el agua del puerto debe tener diez metros de profundidad, por lo menos. Por otra parte, cuando el barco quede amarrado, alguien del NAVSEA, probablemente un civil, aparecerá una vez al mes, más o menos, para inspeccionar los trabajos que se efectúan al buque.

—¿Y el varadero ha incumplido todo eso? —pregunté.

El general me miró fijamente.

—Bien, ahora mismo no estamos seguros del civil que se encarga del tema.

—Ahí está el problema —intervino Wesley—. Hay civiles en todas partes y algunos de ellos son mercenarios que comprarían o venderían cualquier cosa con un desprecio absoluto por la seguridad nacional. Una empresa civil dirige el varadero e inspecciona las naves que se venden a ciudades o que van al desguace, como ya sabe.

—¿Qué me dice del submarino que tienen ahí ahora, el
Exploiter?
—pregunté—. El que vi cuando recuperé el cuerpo de Eddings.

—Un submarino de la clase Zulú V con misiles balísticos. Diez tubos de torpedos más dos de misiles. Construido entre 1955 y 1957 —dijo el general Sessions—. Desde los años sesenta, todos los submarinos construidos en Estados Unidos funcionan con energía atómica.

—Eso quiere decir que ese del que hablamos es viejo —apuntó Marino—. No es nuclear.

—No puede llevar motores nucleares, pero se puede acoplar cualquier clase de cabeza atómica al misil o al torpedo que uno quiera.

—General, ¿eso significa que el submarino junto al que me sumergí podría ser readaptado para lanzar armas nucleares? —pregunté mientras tan espeluznante posibilidad crecía por momentos.

—Doctora Scarpetta —respondió el general Sessions, inclinándose hacia mí—, no creemos que el submarino haya sido reacondicionado aquí, en el país. Pero lo único que necesitaría es una reparación para ponerlo en marcha y enviarlo mar adentro, donde podría interceptarlo alguien que no debiera tenerlo. El trabajo podría hacerse entonces en otra parte. Pero lo que Irak o Argelia no pueden hacer por sí solos y en su propio suelo es producir plutonio para armamento.

—¿Y de dónde va a salir eso? —preguntó Marino—. Eso no se puede conseguir en una central nuclear, y si esos terroristas creen otra cosa es que se trata de un puñado de ultras tarados.

—Sería sumamente difícil, casi imposible, obtener plutonio de Oíd Point —asentí.

—Un anarquista como Joel Hand no tiene en cuenta lo difícil que pueda ser —dijo Wesley.

—Y es posible hacerlo —añadió Sessions—. Durante los dos primeros meses después de la colocación de barras nuevas de combustible en el reactor, existe una ventana en la que se puede obtener plutonio.

—¿Con qué frecuencia se reemplazan las barras? —preguntó Marino.

—En Oíd Point se cambia un tercio de ellas cada quince meses. Son ochenta piezas, suficiente para tres bombas atómicas si se apaga el reactor y se extraen las barras durante esos dos meses.

—Eso quiere decir que Hand conocía el programa... —murmuré.

—Sí, desde luego.

Pensé en los datos de teléfonos de ejecutivos del CP&L a los que alguien como Eddings podía haber accedido ilegalmente.

—Entonces había alguien implicado... —añadí.

—Creemos saber quién. Un funcionario de alto rango, en realidad —indicó el general—. Alguien que tenía mucho que ver en la decisión de ubicar la sucursal del CP&L en una propiedad contigua a la finca de Hand.

—¿Unas tierras que pertenecían a Joshua Hay es?

—Sí.

—¡Mierda! —masculló Marino—. Hand ha tenido que planificar todo esto durante años, y seguro que le llegaba un montón de dinero de alguna parte.

—De eso tampoco hay duda —asintió Sessions—. Algo así requiere años de preparación y alguien que lo financie.

—Deben recordar que para un fanático como Hand, su empresa es una guerra religiosa de significado eterno —apuntó Wesley—. Puede permitirse tener paciencia.

Me volví hacia el militar.

—General Sessions, si el submarino del que hablamos estuviera destinado en un puerto lejano, ¿el NAVSEA podría detectar que lo habían manipulado?

—Rotundamente, sí.

—¿Cómo? —quiso saber Marino.

—Por varios detalles. Por ejemplo, cuando se retira una nave al varadero, los tubos lanzatorpedos y lanzamisiles se cubren con planchas de acero por el exterior del casco, y se coloca otra plancha sobre el eje por el interior del barco para que la hélice quede fija. Como es lógico, se retira todo el armamento y el equipo de comunicaciones.

—Lo cual significa que desde el exterior podría detectarse la violación de alguna de tales normas, por lo menos —reflexioné—. Si el observador inspeccionara el casco desde cerca, bajo el agua...

El general captó perfectamente a qué me refería.

—Sí, se puede detectar.

—Se puede bucear en torno al casco y descubrir, por ejemplo, que los tubos lanzatorpedos no están sellados. Incluso se puede comprobar que la hélice no está fijada.

—Sí-repitió el general—. Todo eso se puede comprobar.

—Y es lo que hacía Eddings.

—Me temo que sí. —Fue Wesley quien lo dijo—. Los submarinistas han recuperado la cámara y hemos revelado el carrete, que sólo tenía tres fotos. Todas ellas, imágenes borrosas de la hélice del
Exploiter.
Parece que no llevaba mucho tiempo en el agua cuando murió.

—¿Y dónde está ahora el submarino?

El general hizo una pausa antes de responder.

—Podría decirse que llevamos a cabo una discreta búsqueda para dar con él.

—¿Ha desaparecido?

—Me temo que abandonó puerto a la misma hora en que esa gente irrumpía en la central nuclear.

—Bueno —dije mirando a los tres hombres—, ahora estoy segura de que todos entendemos por qué Eddings se mostraba cada vez más paranoico en lo de autoprotegerse.

—Alguien debió de tenderle una trampa —apuntó Marino—. Envenenar a alguien con gas de cianuro no es algo que se decida sobre la marcha.

—Sí, fue un asesinato premeditado, cometido por alguien en quien debía de confiar —dijo Wesley—. No le contaría a cualquiera lo que se proponía hacer esa noche.

Pensé en otras siglas de la máquina de fax de Eddings.

CPT podía significar «capitán» y les mencioné el nombre del capitán Green.

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