Causa de muerte (34 page)

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Authors: Patricia Cornwell

BOOK: Causa de muerte
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—¿Qué tal va? —Wesley bajó el periódico.

—No lo sé. —Me sentía inquieta—. Dímelo tú. ¿Estamos solos o tu amigo aún sigue ahí? —Advertí una sonrisa en sus ojos—. No veo qué tiene de divertido.

—De modo que pensabas que el Servicio Secreto estaría cerca, o agentes encubiertos...

—Ya. Supongo que el hombre del traje que nos ha acompañado hasta aquí es agente de los servicios especiales de la British Airways, ¿no?

—Deja que responda así a tu pregunta: Kay, no te voy a decir si estamos solos.

Nos miramos a los ojos. No habíamos viajado nunca juntos al extranjero y no parecía un buen comienzo. Benton llevaba un traje azul oscuro, casi negro, con la habitual camisa blanca y una corbata clásica. Yo me había vestido con parecido comedimiento y los dos llevábamos puestas las gafas. Pensé que parecíamos socios de un bufete de abogados. Al fijarme en otras mujeres de la sala, pensé que si algo no parecía era una esposa y ama de casa.

Benton dobló el
London Times
con un crujido del papel y echó un vistazo al reloj.

—Creo que ése es el nuestro —me dijo y se puso en pie al oír la nueva llamada al vuelo dos.

El Concorde acogía un centenar de pasajeros en dos cabinas, con dos hileras de asientos a cada lado del pasillo. La decoración constaba de moqueta y asientos de cuero de color gris mate y unas ventanillas de nave espacial demasiado pequeñas para observar el exterior. Los auxiliares de vuelo eran británicos, actuaban con su típica corrección, y aunque sabían que éramos del FBI, de la Marina, de la CÍA o de lo que fuera, no lo demostraron en ningún momento. Al parecer, su única preocupación era saber qué nos apetecía beber. Pedí un whisky.

—Un poco temprano, ¿no? —comentó Wesley.

—En Londres no —respondí—. Allí es cinco horas más tarde.

—Gracias, adelantaré el reloj —dijo secamente, como si fuera la primera vez que viajaba en su vida—. Yo tomaré una cerveza —indicó a la azafata.

—Bueno, ahora que estamos en la zona horaria adecuada es más fácil tomar una copa —apunté, y no pude borrar de mi voz el tono mordaz. Benton se volvió y me miró a los ojos.

—Te noto enfadada.

—Por eso eres experto en análisis de personalidad, porque puedes distinguir esas cosas.

Miró con disimulo en torno a nosotros, pero estábamos detrás de la mampara, no había nadie en los asientos del otro lado del pasillo y a mí casi me daba igual quién tuviéramos detrás.

—¿Podemos hablar de un modo razonable? —preguntó sin alzar la voz.

—Resulta difícil, Benton. Tú siempre quieres que hablemos cuando ya has actuado.

—No sé muy bien a qué te refieres. Me parece que te has dejado alguna frase...

Pero yo estaba a punto de soltarle una:

—Todo el mundo sabía lo de tu separación menos yo. Lucy me lo contó porque lo había oído a otros agentes. Me gustaría que alguna vez contaras conmigo en nuestra relación.

—Ah, ojalá no te pusieras tan furiosa.

—¡Más me gustaría a mí no tener que hacerlo! —repliqué.

—No te lo dije porque no quería que me influyeras.

Hablábamos en voz baja, inclinados hacia delante y el uno hacia el otro de modo que nuestros hombros se rozaban. Pese a las desagradables circunstancias, notaba sus menores movimientos y la ligera presión del contacto. Me llegó el aroma de su chaqueta de lana y de la colonia que le gustaba llevar.

—En la decisión sobre mi matrimonio, cualquiera que sea, no puedo tenerte en cuenta —continuó Benton mientras llegaban las bebidas—. Estoy seguro de que lo comprendes.

Mi cuerpo no estaba acostumbrado a tomar un whisky a esa hora y el trago tuvo unos efectos fuertes y rápidos. Enseguida empecé a relajarme y cerré los ojos durante el rugido del despegue y cuando el reactor se inclinó hacia arriba y traqueteó, surcando el aire con un ruido atronador. Unos minutos después, si una era capaz de ver algo por las ventanillas, el mundo se había convertido en apenas un horizonte difuso, allá abajo. El ruido de los motores se mantuvo tan fuerte como antes y nos obligó a seguir muy pegados el uno al otro para continuar nuestra acalorada conversación.

—Yo sé lo que siento por ti —declaró Wesley—. Lo sé desde hace mucho tiempo.

—No tienes derecho —respondí—. Nunca lo has tenido.

—¿Y tú, qué? ¿Tenías derecho a hacer lo que hiciste, Kay? ¿O acaso yo era el único en la sala?

—Por lo menos yo no estoy casada ni comprometida con nadie. Pero tienes
razón
—admití—, no hubiera debido...

Benton siguió bebiendo cerveza y ninguno de los dos mostró interés por los canapés ni por el caviar que, sospeché, sería el primer entrante de una larga degustación de platos. Permanecimos callados un buen rato y nos dedicamos a hojear revistas y periódicos profesionales, como casi todo el mundo. Observé que los pasajeros apenas hablaban entre sí y llegué a la conclusión de que ser rico y famoso o miembro de la realeza debía de resultar bastante aburrido.

Benton volvió sobre el tema, inclinándose hacia mí en el momento en que ensartaba un espárrago en el tenedor.

—Supongo por tanto que podemos dar por zanjado el asunto.

—¿Qué asunto? —pregunté, dejando el tenedor en la bandeja pues era zurda y Benton se interponía.

—Ya sabes, lo que debemos o no debemos hacer.

Su antebrazo me rozó el pecho y allí lo dejó Benton, como si todo lo que acabábamos de decir hubiese quedado atrás a Mach dos.

—Sí.

—¿Sí? ¿Qué significa ese sí? —Su voz tenía un tonillo de curiosidad.

—Significa que estoy de acuerdo contigo. —Cada vez que tomaba aire, mi cuerpo se apretaba contra él—. Sobre lo de zanjar las cosas.

—Pues entonces eso será lo que haremos —asintió él.

—Por supuesto —le dije yo, no muy segura de lo que acabábamos de acordar—. Una cosa más —añadí—: si llegas a divorciarte y luego tenemos ganas de vernos, empezamos otra vez.

—De acuerdo. Me parece de lo más sensato.

—Mientras tanto quedamos como amigos y colegas.

—Es exactamente lo que yo también quiero —me dijo Benton.

A las seis y media avanzábamos por Park Lañe, silenciosos, en el asiento trasero de un Rover conducido por un agente de la Policía Metropolitana. Vi pasar en la oscuridad las luces de Londres y me sentí desorientada y llena de vigorosa vitalidad. Hyde Park era un mar de sombras, y las farolas borrones de luz que salpicaban los senderos sinuosos.

El piso que ocuparíamos estaba muy cerca del Dorchester Hotel, y aquella noche muchos paquistaníes rondaban el espléndido viejo hotel para protestar enérgicamente por la visita de su primer ministro. Había policía antidisturbios y muchos perros, pero el conductor del coche no dio muestras de inquietud.

—Hay un conserje —dijo tras detenerse frente a un alto edificio que parecía relativamente nuevo—. Entren e identifíquense. El los llevará a su apartamento. ¿Quieren que les ayude con el equipaje?

—No, gracias. —Wesley abrió la puerta—. No es necesario.

Entramos con las maletas en la pequeña zona de recepción. Un hombre avispado, ya mayor, nos sonrió efusivamente tras un pulido mostrador.

—¡Ah, sí! Los esperaba. —Se levantó de su taburete y se encargó de nuestras maletas—. Si hacen el favor de seguirme al ascensor...

Subimos a la quinta planta y nos condujo a un apartamento de tres dormitorios, con amplias ventanas, telas brillantes y obras de arte africano. Mi habitación era espaciosa y cómoda, y el baño tenía la típica bañera inglesa donde una podía perecer ahogada, y un retrete cuyo depósito se vaciaba tirando de una cadena. El mobiliario era Victoriano, con suelos de madera cubiertos de alfombras turcas desgastadas. Me acerqué a la ventana y conecté el radiador a la máxima potencia. Cerré las luces y contemplé el tráfico y los árboles en sombras del parque, mecidos por el viento.

Wesley tenía su habitación al fondo del pasillo y no lo oí acercarse hasta que rompió el silencio.

—¿Kay? —me dijo desde la puerta, y capté el suave tintineo de unos cubitos de hielo—. Quien viva aquí normalmente tiene un whisky muy bueno, y me han dicho que podemos servirnos todo lo que queramos...

Entró y dejó unos vasos en la repisa.

—¿Pretendes emborracharme? —le dije.

—Hasta ahora nunca ha sido necesario.

Se sentó a mi lado. Bebimos y contemplamos juntos la panorámica, apoyados el uno en el otro. Durante mucho rato hablamos con frases cortas, en susurros, y luego él me acarició el pelo y me besó en la oreja y en la barbilla. Yo también lo acaricié, y nuestro amor se hizo más hondo con los besos y las caricias.

—Te he echado tanto de menos... —susurró Benton mientras nuestras ropas se aflojaban y desprendían.

Hicimos el amor porque no pudimos evitarlo. Era nuestra única excusa y sé que no nos valdría ante ningún tribunal. La separación había sido muy dura y por ello nos pasamos la noche hambrientos el uno del otro. Luego, ya al alba, me sumí en sueños el tiempo suficiente para descubrir al despertar que Benton ya no estaba, como si todo hubiera sido un sueño. Me quedé bajo el edredón de plumas y mi mente revivió unas imágenes pausadas y llenas de lirismo. Las luces danzaban bajo mis párpados y me sentía como si me mecieran en una cuna, como si volviera a ser una niña pequeña y mi padre no estuviera muriéndose de una enfermedad que entonces me resultó incomprensible.

No me había recuperado nunca de aquello. Reflexioné que mis relaciones con los hombres habían revivido, tristemente, el hecho de que mi padre me dejara. Era una danza a la que me lanzaba sin esfuerzo, y al final me encontraba en silencio en la habitación vacía de mi vida más privada. Me di cuenta de lo muy parecidas que éramos Lucy y yo. Las dos amábamos en secreto y no hablábamos del dolor.

Me vestí, salí al pasillo y encontré a Wesley en el salón, con un café en la mano, observando el día nublado. Iba vestido con traje y corbata y no parecía nada cansado.

—Hay café hecho —me dijo—. ¿Te pongo una taza?

—Gracias, me lo serviré yo. —Pasé a la cocina—. ¿Llevas mucho rato despierto?

—Bastante.

El café estaba muy fuerte y me sorprendió pensar en los muchos detalles domésticos que ignoraba de él. Nunca cocinábamos juntos, ni íbamos de vacaciones ni practicábamos deportes, cuando sabía que los dos disfrutábamos con las mismas cosas. Entré en el salón y dejé la taza y el platillo en el alféizar de una ventana porque quería contemplar el parque.

—¿Cómo estás? —Su mirada no se apartó de mis ojos.

—Bien. ¿Y tú?

—No tienes buen aspecto.

—Siempre sabes decir lo más oportuno.

—Haces cara de no haber dormido mucho. Me refiero a eso.

—Prácticamente, no he pegado ojo. Y tú tienes la culpa.

—Yo... y
el jet lag
—precisó Benton con una sonrisa.

—El que causas tú es el peor, agente especial Wesley.

El tráfico se iba haciendo cada vez más ruidoso e intenso, y de vez en cuando sonaba la extraña cacofonía de las sirenas británicas. Bajo las primeras luces, con el frío, la gente caminaba apresuradamente por las aceras. También se veían algunos corredores enfundados en ropa deportiva. Wesley se levantó de la silla.

—Tenemos que irnos pronto. —Me acarició la nuca y la besó—. Tenemos que comer algo. Nos espera un día muy largo.

—No me gusta vivir así, Benton —le dije mientras él cerraba la puerta.

Seguimos Park Lañe y dejamos atrás el hotel Dorchester, ante el que aún había unos cuantos paquistaníes. Después tomamos Mount Street hasta South Audley, donde encontramos abierto un pequeño restaurante llamado Richoux. Tenían exóticas pastas francesas y cajas de bombones tan bonitas que parecían auténticas obras de arte. Los clientes vestían ropas de negocios y leían periódicos en las mesillas. Tomé un zumo de naranja natural y me entró hambre. Nuestra camarera filipina se quedó perpleja porque Wesley sólo quería una tostada, y en cambio yo pedía huevos con jamón, champiñones y tomate.

—¿Querrán compartirlo? —preguntó la chica.

—No, gracias —respondí con una sonrisa.

Aún no eran las diez cuando reemprendimos la marcha por South Audley hasta Grosvenor Square, donde se hallaba la embajada de Estados Unidos, un desgarbado bloque de granito de arquitectura de los años cincuenta rematado por un águila de bronce erguida que guardaba el lugar desde lo alto de la fachada. La seguridad era extrema y había guardias de torvo aspecto por todas partes. Presentamos los pasaportes y las credenciales y nos tomaron fotografías. Finalmente fuimos escoltados hasta el segundo piso, donde teníamos que reunimos con el agregado principal del FBI para Gran Bretaña. El despacho de Chuck Olson, en una esquina, permitía una visión perfecta de la gente que aguardaba en largas colas los visados y cartas verdes. Olson era un hombre rechoncho que vestía traje oscuro y llevaba los cabellos tan plateados como los de Wesley, pulcramente cortados y peinados.

—Es un placer —dijo al tiempo que nos estrechaba la mano—. Hagan el favor de sentarse. ¿Les apetece un café?

Wesley y yo escogimos un sofá situado ante un escritorio sobre el que sólo había un bloc de notas y unos expedientes. Detrás de la cabeza de Olson, en un tablero de corcho sujeto en la pared, se veían unos dibujos que imaginé eran obra de sus hijos; más arriba, colgado de la pared, presidiendo la estancia, había un gran escudo del Departamento de Justicia. Aparte de estanterías de libros y de varios galardones, el despacho era el sencillo espacio de trabajo de un hombre al que no impresionaba su cargo ni su situación.

Wesley rompió el silencio:

—Chuck, sin duda ya le habrán puesto al corriente de que la doctora Scarpetta es nuestra consejera en patología forense y, aunque ella tiene su propio trabajo del que ocuparse, podríamos convocarla aquí más tarde.

—Dios no quiera que sea necesario —comentó Olson, porque si había alguna catástrofe nuclear en Inglaterra o en alguna parte de Europa era más que probable que yo fuera reclutada para colaborar en el asunto de los muertos.

—En tal caso no sé si podría usted proporcionarle una visión más clara de todas nuestras preocupaciones —continuó Wesley.

—Bien, son muy evidentes —me dijo Olson—. Casi un tercio de la electricidad de Inglaterra se genera mediante energía nuclear. Nos preocupa que pueda darse un golpe terrorista parecido, y en realidad no sabemos si la misma gente lo tiene ya preparado.

—La base de los Nuevos Sionistas está en Virginia —repliqué—. ¿Insinúa que tienen conexiones internacionales?

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