Authors: Patricia Cornwell
—Eddings tuvo que contar por lo menos con una fuente interna para su artículo —fue el comentario de Wesley—. Alguien le filtraba información y sospecho que ese mismo tipo le tendió la trampa, o al menos colaboró en ello. Y sabemos por sus facturas de teléfono de los últimos meses —al decir esto, me miró— que Eddings mantuvo frecuentes comunicaciones con Green, por fax y por teléfono. Al parecer se iniciaron el otoño pasado, cuando Eddings publicó un artículo bastante inofensivo sobre el varadero.
—Eso quiere decir que había empezado a hurgar demasiado... —comenté.
—Su curiosidad nos ha resultado provechosa, hay que reconocerlo —asintió el general Sessions—. Nosotros también empezamos a hurgar más hondo. Llevamos investigando esta situación más tiempo del que imaginan. —Hizo una pausa y sonrió levemente—. De hecho, doctora Scarpetta, en ciertos momentos no ha estado tan sola como creía...
—Espero sinceramente que dé las gracias en mi nombre a Jerod y Ki Soo —respondí, dando por sentado que eran miembros del SEAL.
—Se las daré yo —intervino Wesley—, o quizá puedas hacerlo tú misma la próxima vez que visites la unidad de Rescate de Rehenes.
Pasé a otro tema que parecía bastante más anecdótico.
—General, ¿sabe usted por casualidad si las ratas son un problema en los barcos decomisados y retirados?
—Las ratas son un problema en cualquier barco, siempre.
—Uno de los usos del cianuro es exterminar los roedores en los cascos de embarcaciones —continué—. En el varadero debe de guardarse una buena provisión.
—El capitán Green nos ha ocasionado una gran preocupación, ya se lo he dicho. —El general sabía a qué me refería.
—¿Por su pulso con los Nuevos Sionistas? —pregunté.
—No —respondió Wesley—. Más que oponerse, estaba de acuerdo con ellos. Mi teoría es que Green es el vínculo directo de los neosionistas con todo lo militar, como el varadero de la Marina. Roche no es más que su lacayo, el hombre encargado de acosar, espiar e informar.
—Pero no mató a Danny... —apunté.
—A Danny lo mató un psicópata que pasa bastante desapercibido en la sociedad normal, tanto que no atrajo la atención mientras esperaba a la puerta del Hill Café. Yo aventuraría que el individuo es un varón blanco, de treinta y tantos a cuarenta y algo, experto en caza y en armas.
—Esa descripción es la viva imagen de los zánganos que han tomado Oíd Point —señaló Marino.
Wesley asintió.
—Matar a Danny, fuese o no el objetivo señalado, era una tarea de caza, como sacrificar a un perro. Quien lo hizo, probablemente compró la Sig del cuarenta y cinco en la misma feria de armas donde adquirió las Black Talón.
—Creía haberle oído decir que la pistola había pertenecido a un policía —le recordó el general.
—Exacto. Termina en la calle y acaba vendida de segunda mano —respondió Wesley.
—A uno de los seguidores de Hand —terció Marino—. El mismo tipo de individuo que se cargó a Shapiro en Maryland.
—Exactamente, el mismo tipo de individuo.
—La gran cuestión es qué creen que sabe usted. —El general se volvió hacia mí.
—Le he dado muchas vueltas y no se me ocurre nada —repliqué.
—Tienes que pensar como ellos —me recomendó Wesley—. ¿Qué es lo que creen que tú sabes y que los demás no saben?
—Tal vez piensen que tengo el Libro —apunté, a falta de cualquier otra idea—. Me parece que para ellos es tan sagrado como el cementerio de la tribu para un indio.
—¿Qué hay en ese libro que no quieren que nadie más conozca? —preguntó Sessions.
—Yo diría que la revelación más peligrosa para el grupo sería la del plan que ya han puesto en marcha —señalé.
—Por supuesto. No habrían podido hacerlo si alguien los hubiera delatado. —Wesley me miró con un millar de pensamientos en sus ojos—. ¿Qué sabe el doctor Mant?
—No he tenido ocasión de preguntárselo. No responde a mis llamadas, aunque le he dejado numerosos mensajes.
—¿No te parece bastante extraño?
—Totalmente extraño —afirmé—, pero no creo que haya sucedido nada grave porque ya nos habríamos enterado. Más bien pienso que está asustado.
—Hablamos del forense encargado del distrito de Tidewater —explicó Wesley al general.
—Bien, entonces tal vez debería usted ir a verlo —me sugirió el general.
—Dadas las circunstancias, no parece el mejor momento.
—Al contrario —insistió—. Creo que precisamente es el momento ideal.
—Quizá tenga razón —asintió Wesley—. En realidad nuestra única esperanza es meternos en la cabeza de esa gente. Quizá Mant tenga información que nos resulte útil. Tal vez se esconde por eso.
El general Sessions cambió de posición en su silla.
—Bien, yo voto que vaya —dijo—. Tenemos que preocuparnos de que allí no vaya a suceder algo parecido. Ya lo hemos hablado con Benton. De todas formas, le espera más trabajo, ¿no se da cuenta? No será difícil encontrar un pasaje, siempre que British Airways no ponga problemas, por la premura de tiempo y tal. —Me pareció que la situación le producía un cierto y retorcido regocijo—. Si encuentra dificultades, supongo que sólo tendré que hacer una llamada al Pentágono...
—Kay —me explicó Wesley mientras Marino asistía al comentario con expresión irritada—, no nos consta que lo de Old Plain no esté sucediendo ya en Europa, porque lo que acaba de suceder en Virginia no se produce de la noche a la mañana. Nos preocupan las grandes ciudades de allí.
—¿Pretendes decirnos que esos chiflados neosionistas también están en Inglaterra? —preguntó Pete a punto de estallar.
—No que sepamos, pero por desgracia hay muchos otros grupos para ocupar su lugar —respondió Wesley.
—Pues yo tengo mi opinión. —Marino me miró con aire acusador—. Tenemos entre manos un posible desastre nuclear. ¿No crees que deberíamos quedarnos aquí?
—Eso es lo que yo preferiría —le secundé.
El general hizo entonces un comentario que me sorprendió mucho:
—Si colaboran, y si todo sale bien, no habrá necesidad de que se quede porque no habrá nada que hacer.
—Eso también lo entiendo —asentí—. Nadie cree en la prevención como yo.
—¿Puedes organizado? —me preguntó Wesley.
—Mis oficinas ya están movilizadas para afrontar lo que pueda suceder. Los demás doctores saben qué hay que hacer. Yo colaboraré de la mejor manera que pueda.
En cambio Marino no era tan fácil de conformar.
—No es seguro —protestó, vuelto hacia Wesley—. No puedes enviar a la doctora a recorrer aeropuertos y ciudades cuando no sabemos quién anda ahí fuera ni qué quiere.
—Tienes razón, Pete —respondió Wesley, pensativo—. Y no lo vamos a hacer.
E
sa noche volví a casa porque necesitaba ropa y porque tenía el pasaporte en la caja fuerte. Preparé el equipaje con manos nerviosas mientras esperaba a que sonara el busca. Fielding me había estado llamando cada hora para conocer las novedades y para expresar sus preocupaciones. Por lo que sabíamos, los muertos de Oíd Point seguían donde los habían dejado los pistoleros y aún desconocíamos cuántos trabajadores de la central seguían retenidos.
Pasé la noche agitada bajo la vigilancia de un coche de policía aparcado en la calle. Cuando sonó el despertador a las cinco de la madrugada, me incorporé en la cama con un sobresalto. Hora y media más tarde, un Learjet me esperaba en Millionaire Terminal, en el condado de Henrico, donde los hombres de negocios más ricos de la zona aparcaban sus helicópteros y aviones de empresa. Wesley y yo nos saludamos con cortesía aunque con cierta prevención. Me costaba creer que estuviéramos a punto de volar juntos al extranjero, pero Wesley ya tenía prevista una visita a la embajada antes de que se planteara la conveniencia de que yo también volara a Londres, y por otra parte el general Sessions no estaba al corriente de nuestra relación. Así pues decidí optar por una situación que no estaba en mis manos cambiar.
—No me fío mucho de tus motivos —le dije a Wesley mientras el reactor despegaba como un coche de carreras con alas—. ¿Y qué significa esto? —añadí, mirando a mi alrededor—. ¿Desde cuándo el FBI utiliza Learjets? ¿O esto también es cosa del Pentágono?
—Utilizamos lo que sea necesario —respondió Benton—. La CP&L ha puesto a nuestra disposición todos sus recursos para ayudarnos a resolver esta crisis y el Learjet es propiedad suya.
El reactor, pintado de blanco, con maderas nudosas y asientos de piel de color verde, era muy cómodo y lujoso pero resultaba bastante ruidoso y no podíamos hablar en voz baja.
—¿Y no te inquieta utilizar un aparato propiedad de esa gente?—le dije.
—La empresa está tan preocupada por todo esto como nosotros. Por lo que sabemos, con excepción de un par de manzanas podridas, la CP&L no tiene responsabilidad en lo sucedido. En realidad la empresa y los trabajadores son los más afectados.
Benton fijó la mirada en la cabina y en los pilotos, dos hombres de complexión robusta vestidos de calle.
—Además, esos hombres son nuestros y hemos revisado cada tornillo de este aparato antes de despegar. No te preocupes. En cuanto a lo de viajar contigo —añadió, volviéndose hacia mí—, te lo voy a repetir. Lo que suceda en adelante es una cuestión operativa. Ahora la pelota está en manos del equipo de Rescate de Rehenes. A mí volverán a necesitarme cuando los terroristas empiecen a comunicarse con nosotros, o al menos cuando los hayamos identificado, pero creo que aún pasarán varios días para que eso ocurra.
—¿Cómo puedes saberlo? —Le serví un café. Benton cogió la taza que le ofrecía y nuestros dedos se rozaron.
—Lo sé porque están ocupados. Quieren esas barras y sólo pueden recuperar unas cuantas cada día.
—¿Han apagado los reactores?
—Según la empresa, los terroristas cerraron los reactores inmediatamente después de irrumpir en la central. O sea que saben lo que quieren y se han puesto manos a la obra.
—Y son veinte, ¿no?
—Ésos son los que entraron para el presunto seminario en la sala de control simulada, pero en realidad no podemos estar seguros de cuántos hay ahí dentro en este momento.
—Ese seminario... ¿Cuándo se programó? —pregunté.
—La empresa dice que en principio se programó a primeros de diciembre para finales de febrero.
—Eso quiere decir que lo adelantaron... —No me sorprendía, a la vista de lo que había sucedido últimamente.
—Sí —dijo Benton—. La fecha se cambió de improviso, un par de días antes de que mataran a Eddings.
—Da la impresión de que están desesperados, Benton.
—Y probablemente no tan preparados. Eso les hará actuar con más precipitación —pronosticó—, lo cual para nosotros tiene sus ventajas y sus inconvenientes.
—¿Y qué hay de los rehenes? ¿Tú que crees? ¿Los soltarán a todos?
—A todos no lo sé —respondió Benton, y desvió la mirada hacia la ventanilla. Bajo las suaves luces del aparato vi su expresión ceñuda.
—¡Dios mío! —exclamé—. Si intentan sacar esas barras, podríamos encontrarnos ante una catástrofe nacional. Y no veo cómo piensan salir de ésta. Las piezas deben de pesar varias toneladas cada una y son tan radiactivas que pueden causar la muerte inmediata a quien se acerque. ¿Cómo van a sacarlas de Oíd Point?
—La central está rodeada de agua que se utiliza para refrigerar los reactores, y cerca de ella, en el James, estamos vigilando una barcaza que podría pertenecer a esa gente. —Recordé que Marino me había hablado de unas barcazas que transportaban grandes fardos a la finca de los neosionistas.
—¿Podemos asaltarla?
—No —respondió Wesley—. En este momento no podemos asaltar barcazas, ni submarinos ni nada de nada. Hasta que saquemos a esos rehenes, no podemos actuar.
Tomó un sorbo de café. El horizonte se estaba tiñendo de un dorado pálido.
—En tal caso, lo mejor que puede suceder es que se lleven lo que quieren y que se marchen sin matar a nadie más.
—No. Lo mejor que puede suceder es que los detengamos allí. —Me miró fijamente—. No nos interesa tener una barcaza cargada de material altamente radiactivo navegando por los ríos de Virginia hacia el mar. ¿Qué haríamos en ese caso, amenazar con hundirla? Además, imagino que llevarían con ellos a los rehenes. —Hizo una pausa—. Al final los matarán a todos.
No pude evitar un pensamiento hacia aquella pobre gente, que en aquel momento sentiría una punzada paralizante de miedo cada vez que respirara.
Yo conocía las manifestaciones físicas y psíquicas del miedo y las imágenes eran terribles. Me sentí rabiosa y me recorrió una oleada de odio hacia aquellos tipos que se llamaban a sí mismos los Nuevos Sionistas.
Apreté los puños. Cuando Wesley vio los nudillos blancos sobre el reposabrazos pensó que me daba miedo volar.
—Sólo serán unos minutos más —me dijo—. Ya empezamos a descender.
Tomamos tierra en el aeropuerto Kennedy, donde nos esperaba un coche a pie de pista. En el vehículo había otros dos hombres corpulentos con traje y no pregunté a Wesley de dónde habían salido porque ya lo sabía. Uno de ellos nos acompañó a la terminal de British Airways, que había tenido la amabilidad de colaborar con el FBI, o quizá con el Pentágono, reservando dos asientos en el siguiente vuelo del Concorde a Londres. Enseñamos discretamente nuestras credenciales en el mostrador y manifestamos que no llevábamos armas en el equipaje. El agente encargado de nuestra seguridad nos acompañó a la sala de embarque, y cuando volví a verlo estaba hojeando unas pilas de periódicos extranjeros.
Nos sentamos ante la enorme cristalera con vistas a la pista donde el avión supersónico, una especie de garza gigantesca, cargaba carburante a través de una gruesa manguera encajada en un costado. El Concorde era el avión comercial más parecido a un cohete que había visto, pero parecía que la mayor parte de los pasajeros había perdido ya la capacidad de asombrarse del aparato o de cualquier otra cosa. Estaban ocupados sirviéndose pastelillos y fruta, y algunos ya combinaban bloody marys y mimosas.
Wesley y yo apenas cruzamos palabra y nos dedicamos a observar a los viajeros desde detrás de sendos periódicos, como los típicos espías o fugitivos de la ley. Advertí que él se fijaba especialmente en los individuos del Próximo Oriente, mientras que a mí me preocupaba más la gente de nuestras características físicas, pues recordaba que el día que vi a Joel Hand en los juzgados me pareció atractivo y elegante. Si se hubiera sentado a mi lado en aquel momento y yo no hubiera sabido quién era, habría pensado que encajaba en aquella sala de embarque mucho más que nosotros.