Causa de muerte (28 page)

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Authors: Patricia Cornwell

BOOK: Causa de muerte
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Noté en su cara la vergüenza que sentía.

—No sé qué me pasa —murmuró, con la mirada perdida tras la ventanilla.

—¿Todavía estás irritado por lo de Doris?

—No sé si te he contado una de las últimas peleas que tuvimos antes de que se marchara. —Se volvió a secar la cara—. Fue por esos malditos platos que compró en una subasta. Verás, Doris llevaba mucho tiempo pensando en comprar platos nuevos, ¿comprendes? Y una noche llego a casa y me encuentro ese enorme juego de platos anaranjado intenso esparcido sobre la mesa del comedor. —Marino me miró—. ¿Has oído hablar de la vajilla Fiesta?

—Vagamente.

—Pues resulta que en el abrillantador de ese modelo hay algo que, según me enteré, dispararía un contador Geiger.

—No se precisa mucha radiactividad para disparar un contador Geiger —insistí una vez más, para dejarlo bien sentado.

—Bueno, en la prensa hubo artículos sobre el asunto y esas vajillas fueron retiradas del mercado —continuó él—. Pero Doris no quiso saber nada. Pensaba que mi reacción era exagerada.

—Probablemente sí.

—Mira, hay gente que tiene fobia a las serpientes o a las arañas. Yo la tengo a la radiación. Ya sabes cuánto me disgusta entrar en la sala de radiología contigo, y cuando pongo en marcha el microondas dejo la cocina. Así que recogí todos los platos, me deshice de ellos y no le dije dónde estaban.

Se quedó callado y una vez más volvió a limpiarse el rostro. Luego carraspeó varias veces.

—Un mes más tarde —dijo por fin—, Doris se marchó.

—Escucha —suavicé el tono—, yo tampoco habría querido comer en esos platos, aunque supiera que no sucedía nada. Entiendo lo que es el miedo y que no siempre es racional.

—Sí, doctora. Bueno, en mi caso tal vez lo sea. —Abrió un poco la ventanilla—. Tengo miedo de morir. Si quieres saberlo, cada mañana me levanto con ese pensamiento. Cada día pienso que voy a tener un ataque o que me dirán que tengo cáncer. Me aterra meterme en la cama porque tengo miedo a morirme mientras duermo. —Hizo una pausa y añadió con gran esfuerzo—: Ésta es la auténtica razón de que Molly dejara de verme, si quieres saberlo.

—No es una razón muy elegante... —Lo que acababa de decir Marino me había dolido.

—Bueno... —lo noté más incómodo—, Molly es mucho más joven que yo. Y lo que me pasa estos días, en parte, es que no quiero hacer nada que pueda fatigarme.

—Tienes miedo de hacer el amor, ¿no es eso?

—¡Mierda! —exclamó él—. ¿Por qué no lo pregonas a gritos?

—Pete, yo soy médica. Lo único que quiero es ayudar, si puedo.

—Molly decía que la hacía sentirse rechazada —continuó.

—Y probablemente tenía razón. ¿Cuánto tiempo llevas con ese problema?

—No lo sé. Desde Acción de Gracias.

—¿Sucedió algo entonces?

Marino titubeó de nuevo.

—Bueno, ya sabes que he dejado la medicación...

—¿Cuál, el bloqueante adrenérgico o el finasterido?

—Los dos.

—¿Y por qué has cometido esa tontería?

—Porque cuando la tomo no funciona nada —farfulló él—. Dejé las pastillas cuando empecé a salir con Molly. Luego volvía a tomarlas después de un chequeo, más o menos por Acción de Gracias, porque me volvieron a encontrar la presión sanguínea muy alta y la próstata mal. Me asusté.

—Ninguna mujer merece que uno muera por ella —dije—. Y todo esto es un asunto de depresiones... a las que por cierto tú eres el candidato perfecto.

—Sí, resulta deprimente cuando uno no puede. Tú no lo entiendes.

—Pues claro que lo entiendo. Resulta deprimente que a uno le falle el cuerpo, que uno se haga mayor y tenga otros elementos de tensión en la vida, como los cambios. Y tú has tenido un montón de cambios en tu vida estos últimos años.

—No, lo que resulta deprimente —replicó Marino y su tono de voz se hizo más potente por momentos— es que no se te levante. O que a veces se te levante y no quiera volver a bajar. Y que no puedas mear cuando tienes ganas, y en cambio otras veces tengas que ir cuando no te urge. Y además el problema de no estar de humor cuando uno tiene una novia que casi podría ser su hija. —Marino me miraba con furia y vi que le sobresalían las venas del cuello—. Sí, estoy deprimido. ¡Tienes toda la razón, maldita sea!

—No te enfades conmigo, por favor. —Pete apartó la mirada, resoplando—. Quiero que conciertes una visita con el cardiólogo y otra con el urólogo —añadí.

—No, no. De eso, nada. —Acompañó la negativa con un gesto de cabeza—. Ese maldito nuevo plan de asistencia en el que estoy me ha asignado una mujer uróloga. No puedo presentarme allí y contarle todo esto a una mujer.

—¿Por qué no? Acabas de contármelo a mí.

Se quedó callado y su mirada se perdió tras la ventanilla. Después miró por el retrovisor de su lado y comentó:

—Por cierto, un moscón en un Lexus dorado viene siguiéndonos desde Richmond.

Miré por el retrovisor interior. El coche era de un modelo más nuevo que el nuestro y el hombre que conducía estaba hablando por teléfono.

—¿Crees que nos siguen? —pregunté.

—Cualquiera lo sabe, pero no querría tener que pagarle la factura del teléfono.

Estábamos cerca de Charlottesville, y el suave paisaje que habíamos dejado atrás había dado paso a las escarpadas montañas occidentales, teñidas de un gris invernal entre los árboles de hoja perenne. El aire era más frío y había más nieve, aunque la interestatal estaba seca. Pregunté a Marino si podíamos desconectar la radio porque estaba harta de oír la cháchara policial y tomé la 29 Norte hacia la Universidad de Virginia.

Durante un trecho, el paisaje fue una sucesión de laderas rocosas cortadas a pico, intercaladas de arboledas que se extendían desde los bosques hasta las cunetas. Pronto llegamos a los límites externos del campus, junto al que se sucedían los locales de pizzas y de bocadillos, las tiendas y las estaciones de servicio. La universidad aún estaba cerrada por las vacaciones navideñas, pero mi sobrina no era la única persona del mundo que hacía caso omiso de ello. En el estadio Scott tomé por Maury Avenue, donde había estudiantes sentados en los bancos o circulando en bicicleta con mochilas a la espalda o macutos al hombro, que parecían cargados de trabajo. También había muchos coches.

—¿Nunca has visto un partido aquí? —Marino se había reanimado un poco.

—No puedo decir que sí.

—¡Pues eso debería estar prohibido por la ley! ¿Tenías a tu sobrina estudiando aquí y nunca fuiste a ver a los Hoos? ¿Qué hacías entonces cuando venías a verla? Quiero decir, ¿qué hacíais Lucy y tú?

En realidad, hacíamos muy poco. Normalmente las horas que estábamos juntas las pasábamos en el campus, dando largos paseos, o hablando en su habitación. Por supuesto, salíamos mucho a cenar a restaurantes como The Ivy and Boar's Head, y había conocido a sus profesores e incluso había asistido a alguna clase. Pero nunca había visto a sus amigos, los pocos que tuviera. Sus amigos, igual que los lugares donde se reunía con ellos, no los compartía conmigo.

Me di cuenta de que Marino aún estaba hablando.

—Nunca olvidaré el día que lo vi jugar —decía.

—Lo siento... —murmuré.

—¿Te imaginas medir dos metros diez? Ahora vive en Richmond, ¿sabes?

—Veamos... —Estudié los edificios ante los que pasábamos—. Buscamos la Escuela de Ingeniería, que empieza justo ahí. Pero tenernos que encontrar Ingeniería Mecánica, Aero-espacial y Nuclear.

Cuando apareció a la vista un edificio de ladrillo con acabados encalados, reduje la marcha y vi el rótulo. No me costó encontrar aparcamiento pero sí localizar al doctor Alfred Matthews. Había prometido esperarme en su despacho a las once y media, pero al parecer lo había olvidado.

—Entonces, ¿dónde cono está? —preguntó Marino, todavía preocupado por lo que llevábamos en el portaequipajes.

—En el recinto del reactor. —Subí de nuevo al coche.

—¡Oh, magnífico!

En realidad se llamaba Laboratorio de Física de Altas Energías y estaba en lo alto de una montaña que compartía con un observatorio. El reactor nuclear de la universidad era un gran silo de ladrillo, rodeado de un bosque cerrado mediante vallas, y Marino empezó a dar nuevas muestras de su fobia.

—Verás cómo te resultará interesante —le dije mientras abría la puerta del coche.

—Nada de esto me interesa lo más mínimo.

—Está bien. Entonces quédate aquí y entraré yo.

—Sobre eso no me vas a tener que convencer —fue su respuesta.

Saqué la muestra del portaequipajes, y al llegar a la entrada principal de la instalación pulsé un timbre. Alguien abrió la cerradura. Dentro había un pequeño vestíbulo donde encontré a un joven situado tras un cristal y le dije que buscaba al doctor Matthews. El muchacho repasó una lista y me informó de que el jefe del departamento de Física, a quien apenas conocía, estaba en aquel momento junto a la piscina del reactor. Seguidamente el joven descolgó un teléfono de comunicaciones interiores mientras me deslizaba por debajo del cristal una tarjeta de visitante y un detector de radiación. Los prendí en la chaqueta y el recepcionista dejó su puesto para acompañarme hasta una pesada puerta de acero, sobre la que un piloto rojo indicaba que el reactor estaba en funcionamiento.

Todos los objetos que vi en la sala, de altas paredes de baldosas sin ventanas, estaban marcados como radiactivos con una etiqueta amarillo intenso. En un extremo de la piscina iluminada, la radiación de Cerenkov hacía que el agua despidiera un resplandor mortecino en un fantástico color azul cuando los átomos inestables se desintegraban espontáneamente, siete metros más abajo, en la masa de combustible. El doctor Matthews cambiaba impresiones con un alumno que, según deduje al oírlos hablar, estaba utilizando cobalto en lugar de un autoclave para esterilizar micro tubos de ensayo utilizados para la fecundación in vitro.

—Pensaba que vendría mañana —me dijo el físico nuclear con expresión afligida.

—No, era hoy. Pero de todos modos le agradezco que me reciba. Traigo la muestra. —Le mostré la bolsa.

—Muy bien. George —se volvió hacia el muchacho—, ¿lo ha entendido bien?

—Sí, señor. Gracias.

—Vamos —me dijo Matthews—. Lo llevaremos ahí abajo y nos pondremos manos a la obra. ¿Sabe cuánto hay ahí?

—No con exactitud.

—Si hay suficiente, podemos hacerlo mientras espera.

Dejamos atrás otra puerta pesada, doblamos a la izquierda y nos detuvimos en una casilla que medía la radiación de las manos y de los pies. Se encendió una luz verde radiante y continuamos hasta una escalera que conducía al laboratorio de radiografía de neutrones, situado en un sótano entre toros de levantar cargas, un taller mecánico y unos grandes barriles negros que contenían residuos nucleares de baja intensidad a la espera de ser trasladados. En casi todas partes había equipos de emergencia y distinguí una cámara de control cerrada dentro de una sala estanca. Muy distinto de todo ello era la sala de conteo, una zona de techo bajo al fondo de la instalación. Tras sus gruesas paredes de hormigón sin ventanas se acumulaban gran número de vasijas de doscientos litros de nitrógeno líquido, detectores de germanio, amplificadores de señales y ladrillos de plomo.

El proceso de identificar la muestra resultó de una sencillez sorprendente. Matthews, sin más protección que la bata de laboratorio y unos guantes, colocó el fragmento de cinta adhesiva en un tubo que a continuación introdujo en un recipiente de aluminio de medio metro de longitud que contenía cristal de germanio. Por último apiló ladrillos de plomo por todos los lados para proteger la muestra de la radiación de fondo.

Para poner en marcha el proceso sólo se precisaba una orden del sistema informático. Inmediatamente un contador situado en la vasija empezó a medir la radiactividad para decirnos de qué isótopo se trataba. Todo aquello resultaba bastante extraño de observar, pese a que estaba acostumbrada a instrumentos casi mágicos como los microscopios electrónicos de barrido y los cromatógrafos de gases. Aquel detector, por el contrario, era una especie de casita de plomo bastante informe, enfriada con nitrógeno líquido, y no parecía capaz de pensamientos inteligentes.

—Ahora —dije—, si me firma el recibo de la entrega de la prueba me marcharé enseguida.

—Puede llevarme un par de horas. No es fácil precisarlo —contestó el físico. Firmó el impreso y le di una copia.

—Pasaré por aquí cuando haya visto a Lucy.

—Venga, la acompañaré para asegurarme de que no dispara ninguna alarma. ¿Qué tal su sobrina? —me preguntó mientras pasábamos diversos detectores sin una queja—. ¿Entró por fin en el MIT?

—Hizo un internado allí el otoño pasado —dije—. En robótica. Lucy vuelve a estar aquí, en la universidad, ¿sabe? Durante un mes por lo menos.

—Qué bien, no lo sabía. ¿Y qué estudia?

—Realidad virtual, creo que dijo.

Matthews mostró cierta perplejidad.

—¿No estudió ya eso cuando estuvo aquí?

—Supongo que será un curso más avanzado.

—Sí, tiene que serlo —comentó con una sonrisa—. Ojalá tuviera por lo menos un alumno como ella en cada clase.

Lucy debía de ser la única alumna de licenciatura de la Universidad de Virginia que sin estudiar físicas se había apuntado a un curso de diseño nuclear por gusto. Cuando salí de la instalación, Marino me estaba esperando apoyado en el coche y fumando.

—¿Y ahora, qué? —preguntó, todavía con aire sombrío.

—Creo que daré una sorpresa a mi sobrina y la llevaré a almorzar. Si quieres apuntarte, estás más que invitado.

—Yo me acercaré a la gasolinera Exxon del final de la calle para llamar desde el teléfono público —dijo él—. Tengo que hacer unas gestiones...

12

M
arino me llevó hasta la Rotonda, cuyas formas blancas brillaban al sol. De todos los edificios proyectados por Thomas Jefferson era mi favorito. Seguí los paseos junto a las antiguas columnatas de ladrillo bajo unos árboles añejos, donde los pabellones federales formaban dos hileras de alojamientos privilegiados conocidos como The Lawn.

Vivir allí era un premio a los merecimientos académicos, pero algunos lo considerarían un honor bastante dudoso. Duchas y aseos estaban situados en otro edificio, en la parte de atrás, y las habitaciones con su escaso mobiliario no estaban pensadas, precisamente, para la comodidad de sus ocupantes. Sin embargo, jamás había oído una queja de Lucy, que había disfrutado intensamente de su vida universitaria.

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