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Authors: Marie Darrieussecq

Tags: #Realismo Mágico, Relato

Chanchadas (5 page)

BOOK: Chanchadas
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manejo de la casa
. Comprendí que decididamente nuestra pareja se iba a pique. Aullando le dije que si tocaba un cabello de la cabeza de mi chanchito, era él, Honoré, el que iba a salir por la ventana. Esa mañana no fui a la perfumería. O más bien, fui furtivamente a levantar la cortina y robé perfumes y productos de belleza. Sé que no está bien, pero estaba un poco desorientada, en mi estado normal no hubiera hecho eso. Me embarqué en el operativo de la última oportunidad. Vendí los productos en la calle y fui a ver a una dermatóloga. Era absolutamente necesario que estuviera hermosa para cuando Honoré volviera. La dermatóloga pegó unos tremendos gritos cuando me auscultó. Me dijo que jamás había visto una piel en ese estado. Se puede decir que encontró las palabras justas para consolarme. Le dije que todo lo que quería era poder maquillarme un poco esa noche y oler menos mal. La dermatóloga me dijo que ella no era especialista en belleza. La dermatóloga era una mujer verdaderamente muy elegante, me sentía una calamidad frente a ella. De todos modos me inyectó una especie de suero, me dijo que hay enfermedades que se contraen sobre todo en las plazas, con todas esas palomas. A continuación me preguntó, con aire de sospecha, si había tenido relaciones sexuales en los últimos tiempos. No me atreví a responderle. La dermatóloga levantó los ojos al cielo y me inyectó una segunda dosis de suero. Me dio un terrible dolor de cabeza y náuseas. La dermatóloga me rogó que no vomitara en su alfombra. Todo eso me costó muy caro. Pero esa noche pude maquillarme sin alergias demasiado importantes y la afeitada pareció durar un poco más que de costumbre. Ese mismo día también cometí una locura: compré un vestido de mi talle. La vendedora me dijo que en 48 no encontraría más que ese modelo. El vestido sin embargo era lindo, amplio, por cierto, con talle princesa y cuello alto, pero vaporoso y ligero y, en síntesis, muy femenino. Cuando regresé a casa no me quedaba un solo peso. Pero encontré como un momento de respiro. Pude tomar un café sin vomitar todo y descansar un poco en un sillón.

Cuando Honoré volvió, me dijo que olía bien. Me había inundado de Yerling. Honoré me besó en la frente y me dijo que, dado que esa noche estaba tan bonita, me invitaba al Aqualand como recuerdo de nuestro encuentro. Yo hubiera llorado de alegría. Había una cabina reservada a nombre de Honoré cuando llegamos. Eso me dio un inmenso placer y me pareció de buen augurio que hubiera organizado todo por su cuenta. En la cabina, Honoré se forzó a sí mismo y me sodomizó. Creo que ni siquiera podía pensar en mi vagina. Indinada hacia adelante tenía, por así decirlo, una visión privilegiada de mi vulva y me pareció que sobresalía extrañamente; no quisiera infligirles demasiados detalles pero en cierta manera los labios mayores colgaban un poco más que lo normal y por eso podía verlos bien. En
Mujer mujer
o
Mi belleza mi salud
, ya no me acuerdo, había leído que el plato preferido de los romanos, y el más refinado, era la vulva de chancha rellena. La revista se rebelaba contra esa práctica culinaria tan cruel como machista hacia los animales. Yo no tenía ninguna opinión sobre el asunto, nunca tuve opiniones muy claras en política. Honoré acabó. Salimos de la cabina. Yo había insistido en volver a ponerme el vestido para la cena. Un vestido tan lindo, habría sido una lástima no aprovecharlo un poco más, un vestido de mi talle, en el cual podía respirar. Tuvimos una cena muy agradable. Había una selección de ensaladas exóticas. Honoré me dejó comer todo lo que quería, y sin embargo costaba un ojo de la cara. La única cosa que me fastidiaba un poco es que había dejado el chanchito de la India en casa, ya lo extrañaba. Por suerte, Honoré estaba tan encantador que hacía que lo olvidara. Era un animalito verdaderamente adorable. Estuve a punto de sentirme mal cuando Honoré se empeñó en hacerme probar su pécari al ananá, pero logré tragarlo. Sentía que mi maquillaje se corría, tenía mucho calor. Por suerte ahora no sentía ninguna de las comezones que anunciaban las alergias. Bajo las palmeras, ante los ventiladores que imitaban los vientos alisios, uno casi podía creer que estaba en una isla feliz, todo era maravilloso. A Honoré todo eso lo ponía en forma. No me caía tan mal porque sentía que volvían mis calenturas. Honoré se levantó antes del postre y me dijo que lo acompañara a la cabina. Me sentía un poco molesta frente a todos esos negros con taparrabos que nos abanicaban, pero era evidente que habían visto a otros haciendo lo mismo. Honoré, en el camarote, me dio un paquete de regalo con los célebres escudos de la casa
Lobo–Ahí–Estás
, el gran nudo de peluche plateado y todo. Me puse a llorar. Honoré me retó por ser tan sentimental. En el paquete había una malla de baño de lujo, muy escotada. El propio Honoré me sacó el vestido y lo arrojó hecho una pelota a un rincón, me dolió un poco que tuviera tan poco cuidado. A continuación me hizo poner la malla. Yo no quería; pero ¿cómo negarme? La malla de inmediato se rompió. Honoré estaba tan furioso que me forzó a salir de la cabina con ese atuendo. Por suerte los negros ni pestañearon. Honoré me empujó al agua. Era el momento de las grandes olas. El contacto del agua de inmediato me produjo una especie de onda de terror. Advertí que apenas flotaba y que casi no sabía nadar. Estaba obligada a mover las manos y los pies debajo de mí, era de nuevo como si mis articulaciones se bloquearan en ángulo recto. Yo, que antes disfrutaba tanto del agua; yo, que siempre encontraba un delicioso consuelo aquí, en el Aqualand, en todo ese líquido azul y cálido, hete aquí que me sofocaba, el corazón me latía a toda velocidad en medio del agua, sentía pánico, no lograba salir. Honoré se quedó consternado al ver eso. No tuvo más remedio que admitir las cosas como eran. No era para nada aquella que había conocido. Un muchacho joven me tendió la mano, se la aferré, pero el sinvergüenza me soltó riéndose a carcajadas, me trató de vaca torpe. Me puse a llorar. Honoré se fue sin darse vuelta, debía estar muerto de vergüenza. Cuando volvió, venía del brazo de una de esas negras con tanga que reciben a los clientes. Ya se sabe quiénes son las negras del Aqualand. Honoré apestaba a vino de palmera. Yo de todos modos estaba contenta de volver a verlo, porque era él quien tenía la llave de la cabina y todas mis cosas estaban adentro. Me cubrí como pude bajo un mangle de vinilo rosa, pero había toda una banda de chiquilines que me tomaban el pelo, encabezados por el que me había insultado. Tiraban del último bretel de mi malla y querían forzarme a soltar los andrajos que todavía cubrían mi trasero. Se había formado un flor de lío alrededor de mí, se lo juro. Honoré no tenía aspecto de que eso le hiciera gracia. Despidió a la negra, no quería ningún tipo de testigo, y me dijo que verdaderamente yo estaba más allá de todo, que lo había engañado, que era una sucia perdida. Ésas son sus palabras. Honoré lloraba. Habría dado todo por poder consolarlo, se me estrujaba el corazón de verlo así. Pero no podía salir de mi mangle, por decencia. La cretina de la negra volvió a buscar a Honoré y yo no soy tonta, sin duda bien que lo consoló. La última palabra de Honoré al partir fue decirle a los chiquilines que había que darme una lección. Los chiquilines me arrojaron al agua. Estuve a punto de ahogarme. Eran una buena media docena, la malla no resistió más. Cuando tuvieron suficiente de mí, les supliqué que me trajeran el vestido, o una toalla por lo menos, pero, piénsenlo, ya no quedan niños. Me dejaron ahí, en el agua. No podía más. El Aqualand cerraba sus puertas y yo me quedaba ahí, desnuda como una idiota. Uno de los fornidos negros que actuaban como maestros de natación vino y me dijo que si seguía haciendo desorden llamaría a la policía. Con todo lo que ocurre en el Aqualand, yo sabía muy bien que no iba a hacerlo. Le supliqué que me diera algo que ponerme. Se echó a reír como la ballena disecada que decora el fondo del salón. Pasado un momento, de todos modos, me arrojó una especie de bata, pero demasiado pequeña. Salí del agua como pude. En ese momento vi llegar a unos gendarmes y me dije que era el fin, que por primera vez en mi vida, a mí, que siempre había llevado una existencia honesta, iban a llevarme presa. Me eché a llorar. Pero los gendarmes no venían por mí. Acompañaban a un montón señores muy bien que desembarcaban al borde de la piscina. Y sin embargo el Aqualand ya estaba cerrado. Las negras con tanga ponían collares de flores alrededor del cuello de los señores, los señores les ponían billetes en la tanga. De pronto, se formaron parejas entre los señores y las negras, y entre los señores y los negros también, se ve cada cosa. Además, algunas no esperaron mucho tiempo para hacer sus cositas y se tiraron vestidos al agua con sus negro o su negra, yo me quedé patitiesa al ver eso.

Sin embargo, sabía que en las veladas privadas del Aqualand no se la pasaba mal, sobre todo en el agua. Después alguien habló por micrófono y una gran mesa cargada de comida y de bebida avanzó sola hasta el borde de la piscina. Los señores se abalanzaron sobre ella, otros abrieron botellas de champagne en el agua y chorreó por todas partes, con lo que cuesta. Una patinadora vino a hacer
strip–tease
en la pasarela que había sobre el agua. Yo temblaba de que me descubrieran, sobre todo porque los señores empezaban a estar seriamente borrachos y, lo sabía por Honoré, el alcohol desnaturaliza totalmente a la gente. Un hombre que ha bebido, lo digo para las jovencitas a quienes les permitan leer este testimonio, un hombre que ha bebido olvida su amabilidad natural. Sin duda lo mejor para las jovencitas de hoy, me permito expresar esta opinión después de todo lo que he vivido, es encontrar un buen marido, que no beba, porque la vida es dura y una mujer no funciona como un hombre, y además no son los hombres quienes van a ocuparse de los niños, y todos los gobiernos lo dicen, no hay suficientes niños. La patinadora terminó su número trepándose desnuda a una palmera para desplegar un anuncio inmenso y entonces todo el mundo aplaudió. Decía:
Edgar
algo,
por un mundo más sano
. Intenté escuchar el discurso que siguió, pero siempre me ha costado concentrarme en esas cosas porque no he hecho demasiados estudios. Lo que comprendí es que el señor decía que todo iría mejor; que estábamos en un período de transformación muy sucio pero que con él se superaría. Me enteré de que habría elecciones. Edgar tenía aspecto agradable, me dije que no me arriesgaba a nada después de todo, que si las cosas se ponían feas siempre podría prometerle mi voto. Salí lo más discretamente que pude de mi mangle. Todo el mundo estaba borracho. Había una música atronadora ahora, las luces se apagaron, me dije que eso protegería mi huida. Rayos láser que salían de no sé dónde empezaron a dar vueltas y a girar en el salón, todos se zarandeaban y se empujaban al agua, a mí me costaba un poco orientarme. Caí de lleno en las garras de un tipo que no estaba borracho. Me metió un gran revólver contra la sien. Creí morir. Me empujó a una piecita del costado. Unos señores con chalecos antibalas me hicieron un montón de preguntas. Les dije que había venido a cenar con Honoré, que me había regalado una malla, que mi malla se había roto, pero eso no pareció satisfacerlos. El que tenía el revólver más grande habló por un teléfono portátil y preguntó qué había que hacer conmigo. Me miró y dijo: «No, nada del otro mundo». Eso me dolió. Entonces cortó y se volvió hacia sus hombres y dijo esta otra frase:

«Los jefes no nos dejan más que las morcillas», dijo. Eso me dolió todavía más. Pero los hombres me miraron como si eso les hubiera dolido más a ellos. Tuve mucho miedo. Al final no me mataron. Sólo se divirtieron un poco con sus perros. Y después adoptaron un aire por así decirlo asqueado y nos detuvieron justo en el mejor momento. Uno de los hombres aferró su revólver y dijo: «Hay que abatir a esta perra», yo no había visto más que machos. Ahora comprendo el sentido de la frase. En ese momento entró un señor con traje. Preguntó qué ocurría, y me liberó con bastante galantería. Los hombres con chaleco antibalas no dijeron nada y el tipo excitado guardó su arma. El señor dijo que había oído gritos, como cuando se degüella a un chancho. Me miró con una especie de piedad. Me sacó de allí y me ofreció un vaso de ron. Se veía que reflexionaba mientras me miraba. Me preguntó cómo me sentía y todo eso. Y entonces me arrojó una toalla para que me limpiara y le pidió a una negra que fuera a buscarme un vestido. Imagínense un poco, dos vestidos nuevos el mismo día. Y lindos además. El señor llamó a alguien por su teléfono portátil y vi llegar, no me van a creer, a una de mis antiguas compañeras vendedoras. No dijo nada al verme, pero saltaba a los ojos que se preguntaba qué podían ver en mí y por qué era yo quien estaba allí y no ella. Me peinó tirándome de los cabellos, dijo que no se podía hacer nada, el señor dijo que no era grave. «Cuanto más aspecto de zopenca tenga, mejor será», dijo. No me atreví a protestar. La vendedora me maquilló. Fue como si acentuara el aspecto de granjera rubicunda de mis mejillas, veía con claridad que lo hacía a propósito, pues ahora sabía de maquillaje. No tenía más que un temor, que el suero de la dermatóloga no tuviera efecto el tiempo suficiente. La vendedora me asperjó con
Lobo–Ahí–Estás
frunciendo la nariz. El señor despidió a la vendedora y me hizo subir con él a una oficina donde estaban el señor Edgar y otros dos señores muy bien más dos o tres chicas. «Encontré la perla», dijo el señor con aire triunfal. Entonces Edgar y los dos señores me miraron con aire extasiado. Eso me levantó la moral, qué quieren que les diga. Me pellizcaron por todas partes, me miraron el blanco del ojo y los dientes, me hicieron dar vueltas, sonreír y despidieron a las otras chicas. Ya me veía haciendo una gran carrera en el cine, y bueno... no estuve demasiado lejos de la verdad. Figúrense que dos minutos después apareció un fotógrafo con una Polaroid que empezó a ametrallarme. Entonces los señores no se ocuparon más de mí, estaban los tres inclinados sobre las fotos. Yo tenía grandes esperanzas, me preguntaba qué me podían ver. «¡Por un mundo más sano!», se puso a bramar uno de los señores, y se echaron a reír muy fuerte. Creí que se burlaban de mí. El fotógrafo me llevó a su casa. Toda la noche tuve que posar para sus fotos, y vamos que te cambio la luz, y vamos que te vuelvo a empolvar el hocico. El suero de la dermatóloga se mantenía bien, pero yo estaba reventada. Todas esas emociones, me parecía que había tenido suficiente por ese día. Bostezaba y el fotógrafo me insultaba, era preciso que sonriera y que me pusiera de tal y tal forma, díganme un poco. El fotógrafo me echó a la calle tras meterme un fajo de billetes en la mano. Eso me pareció correcto. Lo único que lamentaba era no haber visto el fin de la fiesta en el Aqualand, yo que jamás en la vida había sido invitada a festicholas de esa clase.

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