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Authors: Marie Darrieussecq

Tags: #Realismo Mágico, Relato

Chanchadas (7 page)

BOOK: Chanchadas
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Tuve muchas ganas de ir a tomar una ducha en alguna parte. La llave de la casa de Honoré la había perdido junto con mis bolsas en la iglesia. Hasta al amanecer me arriesgaba a encontrar ocupado el pequeño baño de la perfumería, con jacuzzi y aceites aromáticos, pues a menudo servía para
extras
. También uno se podía encontrar con inconvenientes en ese oficio, seguro: el cansancio, el exceso de trabajo. Tenía la extraña sensación de flotar. En la calle había barro por todas partes a raíz de las lluvias de la víspera y de la
degradación crónica de las arterias públicas
. Caminaba penosamente intentando evitar los charcos para no ensuciar más mi pobre vestido, y reflexionaba sobre buscar un posible hotel, no demasiado caro, en la periferia tal vez. Pero el barro, no sé, me trastornaba, por así decirlo. Hice varios cientos de metros y me senté en un banco, en una placita junto a un estacionamiento. Había una mujer bastante joven que trataba de plegar un cochecito para hacerlo entrar en el baúl de su automóvil.

El bebé estaba en el suelo en un asientito para auto, en medio de un montón de cosas, valijas, bandejas, una palangana, juguetes, paquetes de pañales. Me acerqué. La mujer tenía aspecto de estar muy cansada, tenía el rostro hinchado, con manchas rojas bajo los ojos. El bebé pegaba gritos agudos. Quise trabar conversación pero no pude articular nada. Es que hacía días y días que no hablaba, desde que no había encontrado nada que decirle al cura. Abrí la boca, pero no logré más que pegar una especie de gruñido. El bebé me miro con extrañeza y redobló sus sollozos. La mujer fue como si sintiera miedo al verme. Cerró el baúl del automóvil aplastando a medias el cochecito y tomó el asientito para bebés en sus brazos, casi no se la veía detrás. Me incliné sobre el bebé. Lo olfateé. Olía rico, a leche y almendras. No sé, me habría hecho bien restregarme contra las piernas de la mujer y que me hablara cariñosamente, y quizás acompañar a esas dos personas a donde fueran. Empujé al bebé con la nariz y la mujer se puso a gritar, en cuanto al bebé no sé si se reía o si lloraba. Me parecía, cómo decirlo, que me habría resultado fácil comérmelo, clavar mis dientes en esa carne tan rosada, o que la mujer me lo diera y llevármelo conmigo. Olía tan bien, tenía aspecto de rodar tan fácilmente por el suelo, como una gran voltereta. La mujer aulló y salió a toda velocidad con el asientito para bebés en los brazos. Dejó todas las cosas en el suelo. Me puse a hozar con la nariz. Había un biberón cerca, me lo tomé en dos segundos, estaba tibio y dulce. Al gran paquete de pañales limpios lo hice trizas con el hocico, y en una bandeja encontré unas manzanas deliciosas que me dieron un gran placer. Destrocé las valijas pero no había más que ropas adentro. Mastiqué algunos juguetes de plástico para afilarme los dientes y luego rompí unos potecitos para ver si eran ricos. No eran feos, me dieron proteínas. Me corté un poco la lengua al lamer las astillas de vidrio y también tuve que tragarme algunas, sentía que se pulverizaban con mis muelas. Eructé y me senté en el suelo. Al ver delante de mí ese automóvil y todas esas cosas abandonadas, tuve como un relámpago de comprensión y me dije que esa mujer tenía que dejar su casa para siempre llevándose a su bebé y sus cosas y dejando tras de sí Dios sabe qué marido. Me dio pena haberle complicado las cosas. Me acerqué al auto y traté de poner un poco de orden, pero no funcionaba. Desesperada, pisoteé todo y tiré con los dientes un vestido que salía de una valija, me dije que me vendría bien para reemplazar mi vestido sucio. Arrastré el vestido hacia el banco. Lo puse encima con el mayor cuidado que pude. Y entonces vi un charco bajo el banco. Un lindo charco con barro bien tibio bajo el sol y agua de lluvia recién caída. Me extendí en el charco y estiré las patas, me hacía un bien increíble a las articulaciones. Entonces me revolqué muchas veces ahí abajo, era delicioso, me refrescaba la piel irritada y me distendía todos los músculos, me masajeaba la espalda y las caderas. Me adormecí a medias. Estaba toda perfumada de barro y de humus y tenía la nariz en sentido contrario al viento, un gran error. No olí que venía gente. Por suerte, fueron ellos quienes se detuvieron. Percibí su presencia a tiempo y me di vuelta. Eran la mujer, el bebé y un gendarme. «¡Es monstruoso!», dijo el gendarme. Y sacó su arma temblando. Eso me salvó, que temblara. Tuve el tiempo justo para tomar el vestido entre mis dientes y correr, correr, atravesar el bulevar entre los autos que tocaban la bocina. Me escondí bajo la puerta de una cochera. Me costó como la gran flauta salir de ese barrio porque habían cerrado las calles y organizado una batida con los perros. Por suerte vi ratas muy grandes saliendo de una tapa de cloaca mal cerrada, la empujé con la nariz y pude entrar bajo tierra. No sé cuánto tiempo pasé en las cloacas. No se estaba mal allí. Hacía calor, había buen barro que cubría todo. Volví a salir una noche. Quería irme al campo, sentía que estaría mejor allí. Comenzaba a tener hambre bajo tierra, al fin y al cabo no como lo mismo que las ratas. La calle a donde salí estaba llena de anuncios electorales pegados en las paredes. Estaban los de
mi
candidato, si puedo llamarlo así, sonriendo en medallón junto a mí, y esa noche bajo el resplandor de los faroles no me encontré para nada mal, fresca y rosada. Era el maquillaje sin duda, y los
spotlights
, pero me levantó la moral ver que de todos modos era fotogénica con mi vestidito, y que se me veía guapa y sana.
Por un mundo más sano
, estaba escrito bien grande entre Edgar y yo. Me dije que era un slogan de
circonstancias
; quiero decir, salía de las cloacas. No había perdido todo sentido moral. Vamos, me dije, vamos a hacer un esfuerzo. Encontré en el fondo de mi cabeza esa vieja idea de ir a tomar una ducha y en el fondo de mis bolsillos el fajo de billetes, un poco húmedo pero intacto. Hice una profunda inspiración. Pegué un grito como los karatecas y ¡upa! me enderecé. El dolor de los riñones me cortó el aliento. Cuando vi mi vestido, todo tirante delante de mí e hinchado por mis seis tetas, sobre todo comparado con cómo se lo veía en la foto cuando estaba nuevo y lindo, me dio un poco de pena. En rigor tenía un aspecto bastante raro.
Una ducha
, me repetí mentalmente. Caminé lo más rápido que pude. Entré en un hotel en el borde de la periferia. Puse un billete en un cajero automático y recibí una especie de tarjeta magnética que abría la puerta de la habitación y la del baño. El hotel tenía aspecto de estar desierto, pero era porque todo funcionaba con las tarjetas magnéticas. Me desvestí en la habitación, la ducha estaba justo al lado. Saqué una bata bien limpia de su envoltorio de plástico, con la leyenda
with compliments
, y me fui a dar una ducha. Froté fuerte. El agua, al principio, me resultaba rara, después bebí hasta hartarme y me dije que se parecía a la lluvia. Me sacudí y rodé un poco sobre los azulejos, pero estaban fríos y duros.

El jabón
with compliments
me recordó a la perfumería, y también a las raíces más deliciosas, olía a manzanilla. Mordí un extremo pero esta vez estaba asqueroso. Me pregunté qué me gustaba más, las raíces o la perfumería. En todo caso, las cloacas igual eran demasiado sucias, y sobre todo faltaba luz. Además, también había cocodrilos que metían miedo. Lloré un poco bajo la ducha, fue como si me distendiera. No lograba saber qué tenía que hacer después. El hotel parecía una especie de esclusa entre la ciudad y la periferia. Todo era automático. Por la ventana veía gente que entraba y salía. Evitaba cuidadosamente cruzarme con ellos, todos tenían aspecto de saber a dónde iban, qué harían después. Yo no hacía nada, miraba televisión, tomaba duchas. Por la ventana veía las humaredas de Issy–les–Moulineaux, algunos pájaros en el cielo, estacionamientos inmensos, supermercados. Pasé muchos días en ese hotel, recostada sobre mi cama entre dos duchas. Bajaba una vez por día a poner un billete en el cajero automático. Disfrutaba mirándome en el espejo de la habitación. Estaba toda limpita. Descansaba, me quedaba en la cama y no tenía más dolor de espaldas. Tenía menos hinchazones en el rostro. Me esforzaba por recuperar un aspecto humano, dormía mucho, me peinaba. Se me había caído casi todo el cabello en las cloacas, pero ahora volvía a crecerme. Me limaba las uñas, me afeitaba las piernas y veía que mis tetas se deshinchaban, se volvían cada vez menos visibles, no quedaban más que manchas oscuras de los pezones. Hasta había lavado mi vestido previendo que un día saldría. Poco a poco, me hice amiga del hombre de la limpieza. Había adelgazado mucho al quedarme allí sin moverme. Nos pusimos de acuerdo por señas con el hombre de la limpieza, me subía hamburguesas todos los días. El bife con 80% de soja pasaba bien, y también la ensalada, el ketchup; me puse a recuperar peso un poco más armoniosamente. A partir de un momento no tuve más billetes que meter en el cajero automático, entonces me arreglé con el hombre de la limpieza que rompió la cerradura magnética de mi habitación a cambio de venir a verme dos veces por día. Me explicó cómo tomar duchas gratuitas trancando la puerta con mi tarjeta vencida, pero estuve a punto de ahogarme, no me había advertido que se desinfectaba automáticamente después de cada ducha. Me pesqué una linda alergia, pero él me curó con gran amabilidad. Como hablaba árabe la conversación no era problema, no nos decíamos nada, nos hacíamos señas, nos queríamos mucho. No sé cómo ocurrió, en poco tiempo pude volver a ponerme mis viejos vestidos; quiero decir, el que le había robado en el automóvil de la mujer que me quedaba bastante bien, hasta parecía de mi talle. Quizás fuera la ducha o las hamburguesas o dormir en una cama verdadera o también el contacto cotidiano con el hombre de la limpieza. Se enamoró de mí, el hombre de la limpieza, y yo me habría quedado el resto de mis días en ese hotel en su compañía. En mi habitación yo ponía flores que iba a cortar por la noche en la periferia, no me las comía más ni nada. El hombre de la limpieza limpiaba todos los días, estaba muy ordenadita mi habitación. Un día me regaló una foto suya y la puse en la pared. Se volvía
cozy
. Me descubrí embarazada, por una vez no había ninguna duda. Logré entender el nombre del hombre de la limpieza pero no repetirlo, lo que hace, caramba, que hoy lo haya olvidado. Me rodeaba de pequeñas atenciones desde que había comprendido mi estado. Edgar no me acuerdo qué ganó las elecciones. Lo vi por tele, posaba delante de mi anuncio y se lo veía encantado. Estaba contenta por él. Pude comparar mi rostro de la tele con mi rostro en el espejo de la habitación, me había vuelto totalmente presentable. Me dije que sería una buena idea que fuera a buscar a Edgar para pedirle trabajo, ya que como era su mascarón de proa, su
líder carismático
en cierta forma, el partido de Edgar seguramente me lo conseguiría. Por fin me había hecho buenas relaciones, había acertado con el caballo ganador al apostar a Edgar. Decidí hacer un esfuerzo suplementario de presentación. Me di una semana para perder más kilos, enderezarme completamente, hasta lograr maquillarme un poco y articular palabras. Ahora
rechazaba
, las hamburguesas del hombre de la limpieza y él veía con malos ojos que no me alimentara más que de ensalada. Me volví menos rubicunda. Mis primeras semanas de embarazo me cansaban y me dejaban chupadas las mejillas. Y luego vinieron los gendarmes al hotel y detuvieron al hombre de la limpieza. Nunca más volví a verlo, salvo una vez en tele, lo hacían subir a un avión junto con otras personas apuntándolos con metralletas y él lloraba. Me dio pena, pero eran las primeras medidas del programa de Edgar. Como en el hotel no habían encontrado a nadie para limpiar los baños y las camas y todo eso, el hotel se volvió muy sucio. Lo único que funcionaba todavía eran las duchas con desinfección automática, pero a menudo también se rompían y asfixiaban a algunos clientes. Vinieron a cerrar el hotel y me volví a encontrar en la calle. Me dije que como Edgar había echado a todos los árabes iba a conseguir trabajo con facilidad, este Edgar era el caballo ganador. Pero no sé qué ocurrió, tal vez la emoción de volver a encontrarme afuera, o tal vez la partida del hombre de la limpieza, la cosa es que me agarraron unos calambres terribles en medio de la calle. Me acurruqué y vi que perdía mucha sangre. Me desmayé. Llegó el
SAMU–SDF
[2]
y me despertaron. Me sentía rara. El gendarme que estaba con ellos dijo: «¡Pero hay que llamar a la
SPA
[3]
!» En el suelo junto a mí había seis cositas sangrientas que se movían. En vista de la forma que tenían, comprendí que no durarían mucho. El gendarme quiso acercarse y le mostré los dientes. La gente del
SAMU–SDF
no se atrevía a apoderarse de mí. Me levanté con dificultad, me dolía mucho el vientre. Me puse las seis cositas en la boca, abrí una tapa de cloaca y me metí bajo tierra. Lamí las cositas con el mayor cuidado posible. Cuando se enfriaron, fue como si ya no fueran mías. Me hice una pelota y no pensé en nada más.

Reaccioné cuando hubo esa invasión de pirañas. Todo el mundo se las picó. Yo también me vi obligada a irme. Ahora hay cada vez más gente que adopta animales increíbles y luego cuando tienen suficiente, ¡zas! a las cloacas. Cuando vi las pirañas y sentí los primeros mordiscos, estalló como una ola de terror en mí, ya no pude controlar lo que hacía y huí hacia el exterior. No sabía que la vida todavía me importaba tanto. Fue como si eso me despertara. Mis neuronas volvieron a su lugar. En el exterior, al aire libre, logré calmarme, recuperar un poco de sensatez. Pude ponerme de pie nuevamente. Era urgente encontrar ropa si tenía que caminar de nuevo por la ciudad y me acerqué a un grupo de linyeras. Al principio fue un poco duro. Yo tenía un buen olor franco y fuerte y a ellos los emborrachaba ese perfume a campo; pero a mí el olor de la gente de ciudad que no se lava confieso que me costó. Además, hacía mucho tiempo que no habían toqueteado a una mujer, sobre todo tan mofletuda como yo. Se aprovecharon, como es lógico. De todos modos me dieron una especie de gabardina y algo de comer. A la noche, al borde de las vías donde dormían, el gran juego era escaparse del
SAMU–SDF
, mis compañeros, los linyeras, por sobre todas las cosas querían que no los agarraran. Conmigo tenían por fin todo lo que querían, encima les cocinaba y no era charlatana, los colmaba, por así decirlo. Recuperé una cierta dignidad viviendo con ellos. Los que habían votado habían elegido a Edgar y esperaban que Edgar viniera a verlos. Hice sensación cuando logré articular que conocía a Edgar. No sé qué los dejó más estupefactos, que de pronto hablara o que conociera a Edgar. Quise darles una prueba, encontramos un viejo anuncio todo astroso pegado en una pared de la estación, pero quisieron comparar, no me reconocían. Yo me reconocía muy bien, me puso triste que ellos no me reconocieran. Esa noche me ligué una paliza por haber mentido. Por una vez que hablaba. Me harté un poco de mis compañeros los linyeras. Para darles una lección, me dije que era preciso que encontrara a Edgar y que volviera a verlos bien vestida y bien peinada con un trabajo nuevo. Una noche decidí no hacerles más compañía y me subí en la camioneta de la
SAMU–SDF
. Allí me dijeron que ahora los únicos empleos públicos accesibles para las mujeres eran asistente privada o acompañante de
travels
.

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