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Authors: Marie Darrieussecq

Tags: #Realismo Mágico, Relato

Chanchadas (9 page)

BOOK: Chanchadas
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Edgar volvió a echarse a reír, pero el morabito adoptó un aspecto grave. «Ya he visto sortilegios de ese tipo, en mi país», dijo. «Mantenga la seriedad», dijo Edgar, «no vamos a empezar con eso, la espiral es el Tamestat del pueblo.» Volvió a reírse. «Eso no tiene nada que ver con la espiral», dijo el morabito muy seriamente. Se acercó a mí y con amabilidad me acarició el pellejo. «¿Andamos bien, niña?», me preguntó en voz alta. Comprendí que me había reconocido, eso me conmovió terriblemente. «Un día de éstos le presentaré al dueño de la casa
Lobo–Ahí–Estás
», prosiguió el morabito hablándole a Edgar, «prepárese para tener una sorpresa.» «Me espantan las sorpresas», dijo Edgar con aspecto agotado, «pero me encanta que me dejen atónito; si logra hacerlo lo haré nombrar comandante de los creyentes en lugar de ese imbécil de Marchepiede, pero déjeme ese chancho, me divierte.» Figúrense ustedes que esos dos altos dignatarios se pusieron a acariciarme la cruz al mismo tiempo, el morabito le prometía las excelentes morcillas de las Antillas a Edgar, Edgar le prometía al morabito el asunto ese de dirigir a los creyentes, pero ninguno de los dos quería soltarme. Yo estaba sumamente halagada. «Se lo devolveré», terminó diciendo el morabito, y le hizo una cosa a Edgar, no sé qué, con la mano, Edgar se puso rarísimo y me soltó la cola. Partí de lo más orgullosa con el morabito, de todos modos era al que prefería de los dos.

«Te había dicho que me vinieras a verme antes», me dijo el morabito en el asiento trasero de su auto con chofer, «mira en qué estado te encuentras ahora.»

La verdad es que tenía un poco de vergüenza. Llegamos a su casa, había alquilado un
loft
más grande en el barrio comercial, y me puso en un cuarto sólo para mí, en el primer piso, y me recomendó que no hiciera caca por todas partes. Todos los días que siguieron el morabito se abocó a prepararme ungüentos, a masajearme por todas partes, a hacerme beber pociones. Hizo matar el último rinoceronte de África para mí, para tener polvo de su cuerno; dense cuenta, en estos tiempos. Me volvía verde, azul, el morabito no estaba nunca contento, mi cola en tirabuzón se atrofiaba poco a poco pero las orejas, el hocico resistían bien. Yo me dejaba hacer, alimentada, alojada, mimada, qué más se puede pedir. Me puse a devorar todos los libros del morabito pero la verdad es que eran demasiado aterradores, hablaban de zombis, de hombres transformados en bestias salvajes, de misterios inexplicables en los trópicos, en esos países pasa cada cosa. Ha de ser el clima. En todo caso al morabito le divertía mucho verme meta libros, nos hicimos cada vez más amigotes. Una cosa buena fue que poco a poco recuperé el uso de la palabra y pudimos parlotear los dos. Por así decirlo, andaba mejor, mis cabellos volvían a crecer, casi podía caminar derecha, de nuevo tenía cinco dedos en las patas de adelante. Sólo que la amiga del morabito estaba un poco celosa, le decía al morabito que iba a tener problemas con la
SPA
por conservar un animal en su casa. La amiga del morabito era esa señora bastante entrada en años que había sido la antigua amiga de mi clienta asesinada, esa señora que lloraba siempre en la plaza, si me siguen. La señora se había consolado de lo más rápido con ese negrazo del morabito, y un hombre además, decididamente la gente tiene costumbres muy cambiantes. La amiga del morabito le decía que la
SPA
era muy influyente en la actualidad, parecía que una antigua actriz, amiga de Edgar, había conseguido la Secretaría de Buenas Costumbres del Ministerio del Interior, y no hacía bromas la actriz. «Y al mismo tiempo», decía la señora con aire afligido, «los defensores de los derechos del hombre están en la cárcel.» El morabito le susurraba que no dijera eso tan fuerte, miraba a su alrededor con aire de inquietud. «De todos modos», decía el morabito con voz penetrante, «nuestro querido Edgar encontró un medio radical para terminar con el caos.» Y me miraba con un aspecto por así decir preocupado, a mí me levantaba el ánimo que se preocupara tanto por mí. El morabito trabajaba a rajatabla para encontrar un
antídoto
. Estaba convencido de que yo tenía algo que no era normal, yo como es lógico estaba inquieta. Y además, todos esos productos que me hacía tragar, sin duda no era bueno para la salud. El morabito repetía que llegaría a algo, que encontraría, que comprendería o que, si no encontraba la causa, sabía a quién derivarme. Pero la señora estaba totalmente empeñada en deshacerse de mí, y enseguidita. Hay que decir que desde que me mantenía erguida y hablaba y todo eso, el morabito y yo habíamos vuelto a hacer nuestras cositas. El morabito le decía a la señora que yo era un
ser excepcional
, dense un poco cuenta. Caramba, ese período feliz no duró, nunca tuve suerte en la vida. Un comando de la
SPA
desembarcó una mañana en el
loft
, el morabito y su señora fueron detenidos. Marchepiède era quien había pasado a ser comandante de los creyentes. Lo sé, porque él fue quien se ocupó de mí a continuación. Marchepiède, no me arriesgo a nada diciéndoselo ahora a ustedes, es el loco furioso del día del aborto, el tipo que salió del manicomio y todo, díganme un poco por quién estamos gobernados. Edgar ya no parecía tener poder de decisión, creo que Marchepiède no había superado el golpe de que hubiera preferido a un negro para la dirección de la catedral o no sé qué. Ya no había muchos negros en las calles, en todo caso yo no sabía qué había sido del morabito. Marchepiède intentó de todo conmigo, decía que era escéptico. Edgar se empeñaba en asegurarle que yo no era la que parecía ser, Marchepiède no quería creerle. Decía que no era posible ni por pienso. Soporté sesiones de exorcismo. Me pegaban con espirales y cruces, la catedral estaba reservada nada más que para esta servidora, hasta llegaron a los latigazos y a muchas otras cosas, inclusive en los momentos en que tenía mejor aspecto. Salía de esas sesiones completamente molida. Edgar, a fuerza de repetir sin cesar su historia, se puso mal, creo que por eso Marchepiède lo hizo internar, se acuerdan, se habló mucho de la enfermedad mental de Edgar. Parece que relinchaba y que no comía más que pasto, en cuatro patas. Pobre Edgar. Bueno, después saben lo que siguió. La guerra estalló y todo eso, se produjo la Epidemia, y luego la serie de hambrunas. Me escondí en la cripta de la catedral durante todo ese tiempo, imagínense si me hubieran encontrado. En el mercado negro hubiera sacado mis cinco mil euros por kilo, lo digo sin pretensión. Cuando volví a salir, todo el mundo me había olvidado, en todo caso no sé qué fue de Marchepiède y de los demás, no leo los diarios desde hace mucho tiempo. Todo estaba de nuevo más tranquilo, se olía en las calles. No sabía a dónde ir. La única dirección de la que me acordaba, además de la de Honoré —¿pero se imaginan, volver a lo de Honoré?— era la del morabito. Fui a tocar el timbre. Y bueno, no van a creerme, estaba ahí, y la señora también. Les había dado un flor de viejazo a los dos. El morabito tenía como si dijéramos excrecencias blanquecinas sobre la piel, tumores que le daban aspecto de elefante viejo. En sus ojos vi que ahora yo tenía buen aspecto de nuevo, era sin duda ese largo período de calma en la cripta. Me vieron llegar como si saliera de entre los muertos. El morabito me estrechó entre sus brazos pero me suplicó que los dejara en paz, que no podía hacer nada más por mí. Me dio una dirección a donde ir. Era la del director de la casa
Lobo–Ahí–Estás
.

El director de la casa
Lobo–Ahí–Estás
me recibió muy cálidamente cuando le dije que venía de parte del morabito. El director de la casa
Lobo–Ahí–Estás
era verdaderamente muy buen mozo, todavía más que Honoré. Me olfateó el trasero en lugar de estrecharme la mano, pero fuera de eso era muy elegante, muy distinguido como hombre, muy bien vestido y todo.

Me dijo que a menudo había oído hablar de mí, que conocía bien el problema. Me preocupó no tener nada que contarle, porque estaba más o menos en buena forma en ese momento, pero temía que eso no durara. El director de la casa
Lobo–Ahí–Estás
me sirvió un
Bloody Mary
y me explicó que la vida va y viene, un día éramos como todo el mundo, al día siguiente nos encontrábamos rebuznando o rugiendo, según, pero que a fuerza de voluntad nos podíamos mantener. Me explicó que en su caso había logrado ajustarse a la Luna. A mí nunca se me había ocurrido. Entonces me preguntó qué hacía esa noche. Se veía que me encontraba apetitosa, y era tan buen mozo, tan amable, que creí que soñaba. Me dijo que los muelles del Sena, desde que los habían reconstruido, eran espléndidos bajo la Luna y que conocía un buen restaurante. Me regaló una gran sonrisa. Tenía dos sublimes caninos blancos en punta y finos bigotes dorados que se extendían hasta las orejas. Me quedé con la boca abierta ante lo buen mozo que era. Nos estábamos paseando por los muelles del Sena cuando de pronto el director de la casa
Lobo–Ahí–Estás
(su nombre era Yvan) se inclinó sobre mí y me dijo, como jadeando: «Vete rápido». Habíamos pasado una buena velada, yo no comprendía. Pero cuando de pronto vi la expresión que tenía, salí a mil por hora. Me escondí detrás de un árbol y miré, me dolía mucho perder a un tipo así. El director de la casa
Lobo–Ahí–Estás
se sentó sobre un banco y se tomó la cabeza entre las manos. Tenía aspecto de estar muy cansado. Pasó un largo momento. La Luna salió de entre las nubes justo sobre las ruinas del Pont–Neuf, era un efecto bellísimo. Formaba zigzags de luz blanca sobre el agua y los
arbotantes
o no sé qué que todavía quedaban en pie del lado de la Isla brillaban con fuerza contra el cielo negro. Hacía mucho tiempo que no caminaba por la orilla del agua. El Palacio estaba totalmente destruido, pero todas esas grandes cúpulas entreveradas sobre el suelo y esas estatuas acostadas y esa especie de armadura piramidal que se entreveía por la gran brecha, en mi opinión tenían su encanto, era emocionante bajo la Luna, todo era blanco y gredoso. De golpe casi me había olvidado de mi Yvan. Oí como un grito del lado del banco. Yvan estaba de pie, dirigía su rostro hacia la Luna y le mostraba el puño. Me produjo un shock. Y luego Yvan se puso en cuatro patas. Su espalda se arqueó. Sus ropas se rompieron a lo largo de todo su cuerpo y largos pelos grises se erizaron a través de los tajos, su pecho se ensanchó y también se le abrieron los hombros y las mangas. El rostro de Yvan estaba deformado, largo y anguloso, brillaba de baba y de dientes, y sus cabellos bien tupidos habían crecido hasta cubrir enteramente sus hombros. La Luna estaba en los ojos de Yvan, como un relámpago blanco y frío bajo sus párpados. Se percibía que sufría, se oía su aliento. Sus manos estaban encogidas sobre el suelo, como zarpas, enterradas, aferradas al suelo, llenas de nudos y de garras. Era como si las manos de Yvan no pudieran dejar el suelo y al mismo tiempo quisieran vengarse de él destripándolo. Yvan pegó un violento golpe con los hombros y todo su cuarto trasero se movió como un árbol arrancado. Sus zapatos explotaron, sus manos desgarraron la tierra y la tierra voló por todas partes. Yvan se desplazó en un bloque. Avanzaba, era enorme, se retorcía hacia la Luna. Algo aulló en su cuerpo, le subió del vientre como cuando yo percibo la muerte. La Luna empalideció. Todas las ruinas que nos rodeaban se inmovilizaron, por así decirlo, y el agua dejó de correr. Yvan aulló de nuevo. La sangre se me heló en las venas, era incapaz de moverme. Ya no tenía ni miedo, todos mis músculos y mi corazón parecían muertos. Oía que el mundo dejaba de vivir bajo el aullido de Yvan, era como si toda la historia del mundo se anudara en ese aullido, no sé cómo decirlo, todo lo que nos ocurrió desde siempre. Alguien se acercó. Yvan, como era de esperar, pegó un salto. Ese alguien no creía lo que había oído, se olía en el aire que estaba todo excitado. Luego no se olió nada más. Una onda de terror y eso fue todo. Ni siquiera un grito. Yvan bailaba alrededor del cadáver. Era asombroso ver a Yvan tan ligero, tan caracoleante bajo la Luna, agitaba su cola plateada hacia el cielo y era como una linda fogata. Toda la masa rota de su cuerpo y el dolor de sus primeros desplazamientos había desaparecido bajo su piel de luna y bajo sus precisos golpes de caninos, bajo sus saltos, bajo sus salvajes pasos de baile, bajo sus grandes sonrisas blancas. Me enamoré como una loca de Yvan. No me atrevía a salir todavía, esperé a que se saciara bien. Cuando vi que se lamía el morro a la orilla del agua y se limpiaba las patas y había bebido casi toda la sangre, me acerqué suavemente. Yvan me vio. «Qué bien estamos», dijo. Comprendí que podía acercarme más. Tomé el cuello de Yvan entre mis brazos y lo besé entre las dos orejas, era dulce, era cálido. Yvan rodó por el suelo y le rasqué la parte baja del pecho y me acosté sobre él para sentir su buen olor. Lo besé en el cuello, lo besé en la comisura de la boca, le lamí los dientes, le mordí la lengua. Yvan reía de felicidad, me lamía por todas partes, se erguía sobre mí y yo rodaba en sentido contrario, nos pusimos a gemir los dos, a tal punto nos sentíamos felices. Entonces Yvan se sentó sobre su trasero y yo me acosté entre sus patas. Nos quedamos allí mucho rato, nos dejamos llevar por la felicidad. Yo miraba a menudo a Yvan, me erguía sobre los codos y le sonreía y él me sonreía. Yvan era gris plateado, con un largo hocico a la vez sólido y muy fino, una pinta viril, fuerte, elegante, patas largas bien recubiertas de pelo y un pecho muy grande, velludo y dulce. Yvan era
la encarnación de la belleza
. El sol comenzó a levantarse e Yvan se durmió con el hocico entre las patas. Me quedé sentada junto a él velando su sueño, si la gente pasaba podía creer que era mi perro, un perro muy grande. El sol ponía reflejos amarillo pálido sobre el Sena, la Luna se esfumaba. Las ruinas del Palacio se borroneaban en un vapor amarillo y éste formaba como un polvo muy fino que se depositaba, un polvillo de luz que caía suavemente sobre las cosas. No se podían mirar de frente los últimos fragmentos de vidrio sobre la pirámide, a tal punto brillaban, eran como velas de oro sobre las viguetas. Sentí que Yvan se movía contra mis rodillas. Me extrañé mucho al ver que el sol, por así decirlo, diluía a Yvan, rayaba su hocico con trazos que le borraban el rostro, fundía sus ojos leonados, borraba sus orejas y afeitaba su piel. Yvan echaba chispas, casi no se lo podía distinguir más en ese halo que lo abrazaba, que lo borraba, creí que se me iba a fundir lentamente entre los brazos y grité y lo estreché fuerte contra mí. Pero se produjo muy suavemente. El sol tocó los muros todavía en pie de la vieja catedral y el resplandor de los rayos se atenuó. Yvan levantó la cabeza y vi su rostro de hombre. Se puso de pie y me tendió la mano. «Vamos», dijo. Estaba totalmente desnudo, yo me reía como loca. Llegamos a su departamento a pie, por suerte no había mucha gente en la calle; de todos modos, desde los tiempos de Edgar, la gente había visto cada cosa.

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