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Authors: Marie Darrieussecq

Tags: #Realismo Mágico, Relato

Chanchadas (6 page)

BOOK: Chanchadas
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Volví a casa de Honoré porque no sabía a dónde ir. Tuve una fea sorpresa. Honoré había puesto todas mis cosas en el palier, mis muestras de productos de belleza, mi ropa interior, mi guardapolvo blanco y mi pantalón gris demasiado ceñido. Por suerte me había ganado un vestido decente en el Aqualand. Junté mis cosas. Entonces, al recoger mi guardapolvo del suelo, advertí que estaba manchado de sangre. Lo solté de inmediato, con desagrado. Hizo un ruido blando sobre el suelo. Honoré había degollado a mi chanchito de la India y lo había metido en el bolsillo delantero de mi guardapolvo. No pude volver a tomar el guardapolvo. Vomité. Había sangre de chancho y vómito por todo el palier. Honoré no iba a ponerse contento al abrir la puerta. Me fui, me costaba caminar. Las caderas me ardían, sentía la cabeza muy pesada, me iba de bruces, era necesario que prestara atención para mantener derecho el cuello. Eso me daba como un calambre en la nuca y en la cintura. Me puse a caminar por el suburbio. Era el amanecer. En un tacho de basura encontré dos bolsas de plástico para embalar mis cosas, era más práctico para caminar. Me detuve en un banco, a tal punto me dolían las articulaciones. Me hizo bien descansar un poco acurrucada. Los pájaros comenzaron a cantar. Reconocía a los mirlos, y hasta había un ruiseñor por el lado de las humaredas de Issyles–Moulineaux. Hasta ese momento no sabía que era capaz de distinguir el canto de los ruiseñores. Había también algunas ratas que buscaban qué comer en el borde de los sumideros, pequeños ratones amarillos y un gato al acecho. Observé largo tiempo las maniobras del gato. Eso me dio hambre. Había pasado la noche entera sólo con la ensalada tropical en el estómago y además había vomitado todo. El cielo estaba gris pálido con franjas rosadas y las humaredas de las fábricas eran de un verde vivo en el alba; no sé por qué eso me hacía tanto efecto, estaba como si les dijera emocionada. Los mirlos y el ruiseñor empezaron a callarse, y ahora los gorriones piaban, los pequeños en sus nidos reclamaban su ración. Me sentía increíblemente despierta y hambrienta. Rodé sobre mi costado y me deslicé del banco. Caí en cuatro patas. Estaba bien plantada en el suelo, éste se mantenía firme debajo de mí, ya no me dolía nada; sentía como un intenso descanso en el cuerpo. Entonces empecé a comer. Había castañas y bellotas. En ese lugar del suburbio habían plantado castaños americanos que se volverían rojo vivo en otoño. Sobre todo las bellotas eran deliciosas, como con un gustito a tierras vírgenes. Crujían bajo los dientes y luego las fibras se deshacían en la saliva, era coriáceo y fuerte, hacía bien a la barriga. Tenía un intenso gusto a agua y a tierra en la boca, un gusto a bosque, a hojas secas. Había muchas raíces también, que tenían un rico olor a regaliz, a
hamamelis
y a genciana, y en la garganta eran dulces como un postre, me hacían babear largos hilos azucarados. Se me subían hasta la nariz y con la lengua, ¡zas!, me lamía las babas. Vi la sombra de alguien que pasaba y logré enderezarme un poco, hacer como si buscara algo. La sombra desapareció. Pero aparecieron otras a la vuelta de la esquina. Apreté los dientes y me senté sobre el banco. Había encontrado un pañuelo de papel en el tacho de basura y me limpié la cara. Estaba llena de baba y manchas de tierra encima. No tenía más hambre, había comido suficiente. Me quedé sentada un rato largo. Los pájaros se posaban sobre mí y trataban de picotearme las mejillas, la parte de atrás de las orejas, la comisura de los labios, allí donde quedaba qué comer. Eso me hacía cosquillas y me reía en medio de grandes agitaciones de alas. Era sobradamente hora de ir a trabajar. Y había cada vez más sombras que pasaban. El sol se había levantado casi del todo, el cielo estaba gris y dorado. La gente iba a tomar el subte. Nadie me miraba, sin embargo la gente pasaba justo delante del banco, evitaban mis bolsas plásticas. Todos tenían aspecto cansado. También había algunas mujeres con bebés en cochecitos. Los bebés eran rosados y gordos, tenía como ganas de ponérmelos a la teta, o también de empujarlos con la nariz, de jugar, de morder. El cielo se agrandaba sobre mí. Desde donde estaba, veía la parte alta de la torre donde vivía Honoré, había cada vez más luz en el cielo. No llegaba a distinguir exactamente su ventana pero me lo imaginaba mal afeitado, descompuesto por haber bebido demasiado, quizás todavía con la negra para que le hiciera café. Es triste decirlo, pero yo estaba mejor donde estaba. Sólo que la negra sin duda no sabría hacerle la mezcla que le devolvía el aplomo por la mañana cuando había bebido demasiado. A Honoré le hacía falta una verdadera mujer, alguien que sepa ocuparse de él. Las cosas sin duda habrían sido más simples si hubiera aceptado quedarme en casa, tener un hijo y todo eso. Sentía remordimientos y también vergüenza por no haber estado a la altura, y al mismo tiempo tenía ganas de ver el fin de la salida del sol. Sé que es difícil de comprender, pero no tenía para nada ganas de trabajar. Tenía todo ese dinero en el bolsillo, no iba a durar eternamente y sin duda habría hecho mejor en guardarlo, pero también me decía que una vez que hubiera pagado un guardapolvo nuevo de trabajo para volver al empleo, no me quedaría gran cosa. He aquí que las palomas se pusieron a hacer gorgoritos. También había una murciélaga muy miope que no había logrado encontrar el camino a su casa y que revoloteaba de aquí para allá, ahíta de moscas. Yo comprendía que le daba miedo encontrarse afuera, al sol, los ultrasonidos que lanzaba a ciegas vibraban con una clara angustia en mis oídos. Yo no podía hacer gran cosa por ella. Extrañaba a mi chanchito de la India. El sol, curiosamente, no terminaba de levantarse. Distinguía cada vez menos las humaredas de Issy, los colores se borroneaban. Todo lo que veía ahora era el fondo muy rojo del cielo, y todo el resto eran sombras negras y blancas. Me froté los ojos. Vi normalmente de nuevo. Hasta me pareció percibir que la luz se apagaba en casa de Honoré. Unos minutos más tarde pasaba delante de mí, iba a tomar el subte y luego el tren para ir al trabajo. Los dos o tres días que siguieron me quedé en el banco para ver pasar a Honoré. Entonces debe haber llegado el domingo porque no vino. Dudé de ir a misa. Tenía un extraño sentimiento de bienestar y de malestar a la vez, no sé cómo decirlo; pensaba que tal vez comulgar me haría bien. Caminaba cada vez peor, también, y como no tocaba para nada el dinero, pues comía y dormía bajo los castaños, me decía que tal vez haría bien en pagarme un médico. Estaba cada vez más convencida de que tenía algo en el cerebro, un tumor, no sé, alguna cosa que a la vez me había paralizado la parte trasera, alterado la vista y desarreglado un poco el sistema digestivo. No intentaba comer otra cosa que lo que encontraba en el suelo; no valía la pena, total me enfermaba. Evitaba cuidadosamente pensar en la carne, en todo lo que pudiera parecerse a la morcilla, la sangre, el jamón, el mondongo. Lo que me decidió a ir a misa fue que cortaron los castaños para instalar un cartel publicitario. Los obreros no me prestaron demasiada atención, sólo corrieron mi banco para trabajar más cómodos. Las máquinas de aserrar son rápidas. Olía la madera fresca, pero me daba un poco de pena ver a los árboles resistirse con todas sus fuerzas y luego caer abatidos gimiendo. ¿Dónde viviría ahora? Mordisqueé unas virutas. Un obrero me dio un resto de su sandwich diciendo: «Si esto no es una desgracia». Quise agradecerle pero ¡imposible articularlo! Me dije, qué bien estoy para confesarme. El sandwich era de jamón, lo solté y cayó al suelo, el obrero no puso cara de contento. Bueno, lo que hizo que me levantara de mi banco, y con qué dificultades, fue que vi la foto que pegaron en el cartel flamante. Era yo. Es decir, al principio me dije que esa persona me recordaba a alguien. Uno de los obreros me miraba con cara rara. Eso me ayudó a comprender. El obrero me había reconocido, o más bien creo que había reconocido el vestido. El vestido se veía bien en la foto, mejor en todo caso que en mí, porque ya estaba todo manchado de jugo de bellota y de tierra. Comenzó a llover. El agua me borroneaba un poco la vista, pero creo que también lloraba. El vestido era muy lindo, rojo con festoncitos y un delantal blanco adelante; y a mí me costaba un poco reconocerme, pero la mirada de la foto no engañaba. Es decir que lo que creí ver de entrada fue un chancho vestido con ese hermoso vestido rojo, un chancho hembra, una chancha si quieren, con esa mirada de perro apaleado que tengo cuando estoy cansada. Comprenderán sin embargo que me costó reconocerme. Luego creí darme cuenta de que era una ilusión óptica, que el color tan rojo del vestido me daba esa tez tan rosada en la foto, mucho más rosada de lo que era en la realidad, a pesar de mis alergias repetidas; y que esa impresión de hocico y de orejas un poco prominentes y de ojos chiquitos y todo eso no obedecía más que a la atmósfera campesina que se desprendía del anuncio, y sobre todo de esos kilos de más que tenía. Tomen una jovencita bien sana, pónganle un vestido rojo, hagan que aumente de peso y cánsenla un poco y verán lo que quiero decir. Una vez que desmonté la ilusión, efectivamente me reconocí en el anuncio. Entonces tomé la firme decisión de adelgazar y de recuperarme un poco. Esa foto me ayudó a levantarme. Esa foto me ayudó a comprender que era preciso que me lavara, que dejara ese banco y que retomara el manejo de mi vida. Me cansaba de antemano pero era preciso que lo hiciera. En ese sentido le debo un Perú a Edgar. Decidí ir a misa. Allí, delante de la iglesia, comprendí que me estaba volviendo un poco tonta, porque la misa bien entendida es el domingo, y acababa de ver trabajando a los obreros. Entonces debía de ser lunes o martes, tal vez miércoles. Se me había escapado el momento en que Honoré pasaba o tal vez no lo había reconocido. Me di cuenta de que no me acordaba muy bien del rostro de Honoré, tenía que concentrarme, su imagen escapaba de mi memoria. La iglesia estaba abierta. Empujé la puerta. Me hice la señal de la cruz sobre la pila de agua bendita y luego quise arrodillarme para rezar. ¡Creerán que no lograba recordar lo que seguía después de «
Santificado sea Tu nombre
».! Debía tener un aspecto tan desamparado que un cura se me acercó y me preguntó qué hacía. Le dije que quería confesarme. Entramos en el confesionario. No sé por qué, me sentía incómoda en esa iglesia, por así decirlo, fuera de lugar. Había dejado mis bolsas de plástico en la entrada, me daba cuenta de que no producían muy buena impresión. La cúpula alta y todo eso era hermoso pero no me daba la elevación deseada. Quizás fuera la presencia de ese cura. Lo oía resoplar del otro lado de la reja, por suerte habían instalado vidrios higiénicos, si no, habría podido pescarme sus microbios. El cura me preguntó si estaba enferma. Le dije que no estaba enferma pero que me sentía rara. El cura me dijo que rezara y me arrepintiera. Me arrepentí tanto como pude. Hacía mucho tiempo que no iba a confesarme, desde mi primera comunión, en verdad, pero el asunto ese me había marcado, en esa época sentí que me había hecho mucho bien comer el cuerpo de Cristo. Quería volver a comerlo. Pero el cura no quiso dármelo. Me dijo que no le había contado todo. Me dijo que había muchas enfermedades por ahí y que castigaban solamente a quienes habían pecado y que en mi rostro se veía que estaba enferma.

A través del vidrio higiénico distinguía que apretaba un pañuelo contra su nariz. El rostro del cura estaba todo deformado por el vidrio doble, hacía que tuviera los ojos como salidos de las órbitas y un hocico de perro y unas especies de pliegues inquietantes, como desdoblamientos. El cura me escrutaba, por así decirlo. Yo no veía qué más podía contarle. Trataba de concentrarme, pero no lo lograba, era su mirada, la del cura, y además el olor de su sotana negra, el olor de su piel también. Ese olor insípido me llegaba con una intensidad curiosa, lo mismo que el olor del incienso y de los viejos cuadros colgados en las paredes, y el olor del salitre, y el de los ramos de boj seco. Hacía frío y estaba húmedo en esa iglesia, y muy oscuro, veía cada vez peor al cura y tenía deseos de estornudar, y de rodar hecha una pelota en mi sitio y de dormir. «¡Salga!», me dijo el cura. Le pagué a través de la ventanilla y me fui. Me habían robado mis bolsas pero me daba igual. Estar afuera me hacía bien. No quise ver un médico en seguida, era suficiente reinserción por el día. Me sentía muy cansada. Volví a mi banco y me acurruqué. Dormí. Seguía lloviendo. Cuando me desperté había un claro en el cielo y el sol estaba poniéndose, el viento olía a noche. Tuve vergüenza. No era así como iba a estar de nuevo un poco presentable, toda mojada como estaba por no hacer más que dormir en mi banco. Después de todo, ahora que había perdido mi trabajo en la perfumería, sin duda tendría que conseguir otro pues mi reserva de dinero se acabaría. Me levanté y caminé todo lo que pude. Sentía un dolor penetrante en la nuca y las caderas y el hueco de los riñones. Tenía que detenerme a menudo y hundir los hombros sobre el pecho para aliviar un poco la tensión de mi espalda. Poco a poco me puse a caminar curvada, me veía en las vidrieras. Tenía una facha muy rara. Llegué a la perfumería. No sabía mucho qué hacía allí. Olisqueé el viento y sentí el olor de una mujer sudada perfumada con Yerling, y el olor característico de los días de afluencia, aceite de masaje y esperma frío. Me senté en un banco de la plaza. La señora de negro estaba allí, pero no pareció reconocerme. Replegué mis piernas sobre mí para que me doliera menos la espalda y hundí el pecho. Sentía que mis senos colgaban, estaban pesados y doloridos. Me costaba llevarlos, tal vez fuera eso lo que me hacía doler tanto la espalda cuando caminaba. Desde el banco se veía la vidriera. Por el momento, la perfumería parecía vacía, habían corrido la cortina de seda doble. Debía haber una sesión de masaje en la parte trasera de la tienda, en el lindo salón lleno de sofás dorados, de amuletos de lujo para la potencia sexual y de difusores de incienso afrodisíaco. Tenía la impresión de estar allí, veía todo con gran nitidez ante mis ojos, bastaba que los fijara en la cortina y tenía la sensación de ver a través de ella. Conociendo las exigencias del director, sin duda habría sido difícil la elección para reemplazarme, había que estar a la altura. Lo único que lamentaba era no haber seguido el curso de
quiromántica
, creo que así se dice. Es decir, había hecho la pasantía de manicura en el curso nocturno y todo, pero el
nec plus ultra
era saber leer las líneas de la mano. Como no había hecho estudios, el director me había prometido hacerme obtener al menos ese diploma en la Gran Universidad de la Ciudad Antigua, donde tenía relaciones. Para el director, habría aumentado más la jerarquía de su cadena tener vendedoras diplomadas. La perfumería tenía por lo menos eso de bueno, una formación sólida, y cuando uno lo pensaba no era un oficio malo. Me daba tristeza pensar que ahora me quedaría tonta e inculta. Me preguntaba qué sería de mí, pero cuando tocaba el fajo de billetes en mi bolsillo me tranquilizaba, me decía que tenía tiempo para reflexionar sobre eso y que, al final, de todos modos había llegado a algo en la vida. La vidriera se iluminó a través de la cortina y olfateé a la vendedora que supuestamente me había peinado en el Aqualand. Además de redondear sus ganancias de fin de mes allá, esta zorra había subido de grado en el interior de la cadena y así me había birlado mi puesto. Me hizo mal ver qué linda era y cómo el cliente que la acompañaba le tocaba el trasero con satisfacción. A pesar de la cortina veía, tenía como un sexto sentido extraño, unos nuevos ojos. El hombre era un antiguo cliente mío, uno de los clientes muy elegantes y muy viejos con gustos muy viciosos y que pagan muy caro los ungüentos, los falos artificiales y los amuletos de lujo. Lo adivinaba detrás de la cortina, era él y no otro, uno de los mejores clientes de la tienda; percibía una especie de olor a papel viejo y como un temblor del aire alrededor de él. Después de todo, si a la vendedora eso le gustaba como clientela, se la dejaba sin lamentarlo. Y después sentí una presencia conocida que avanzaba desde el fondo de la calle y vi al morabito dirigirse hacia la tienda. Desde hacía un tiempo proveía de productos africanos a la cadena, sabía ser discreto ante la clientela elegante y había abandonado sus espantosas vestimentas indígenas. A cambio, el director le hacía precio en las cremas ultra blanqueadoras para pieles negras de la casa
Lobo–Ahí–Estás
y en todos los servicios ofrecidos por las vendedoras de la cadena. Por lo visto él se aprovechaba, el cerdo, eso me dolía un poco cuando pensaba en la excelente semana que habíamos pasado juntos. A esa cretina de vendedora, que se podía oler a cien metros como todas las pelirrojas a pesar de todos los Yerling del mundo, me preguntaba qué podía encontrarle el morabito. El morabito vivía de sus talentos de médium, sin embargo pasó delante de mí sin verme, cuando yo lo había detectado de inmediato en la calle. Me desilusionó de su parte. Pero para mi gran sorpresa el morabito no entró en la tienda. Se sentó junto a la señora de negro. Hablaron largo rato, y luego se fueron juntos. La plaza quedó vacía. Me sentí de pronto extraordinariamente sola. Oí un pequeño crujido familiar, apenas perceptible sin embargo. Era la cortina eléctrica de la tienda que cerraba. Sentí el perfume del sudor y del Yerling flotando por la calle. Caía el sol. De nuevo veía muy mal, borroso, como si estuviera aquejada por la miopía de los murciélagos. Los murciélagos se despertaban a mi alrededor. Hacían un escándalo infernal. Oía, en lo alto de los árboles, que las plumas de los gorriones se frotaban en su sueño precoz, que sus párpados batían sedosamente en los últimos reflejos de la vigilia y sentía sus sueños deslizarse sobre mi piel con los últimos rayos del crepúsculo. Había sueños de pájaros por toda la sombra cálida de los árboles; y sueños de murciélagos por todo el cielo, porque los murciélagos sueñan hasta despiertos. Me emocionaban todos esos sueños. Un perro se acercó a mí para mear y sentí que quería hablarme, por así decirlo, y luego cambió de opinión y se reunió prudentemente con su amo. Sentí la soledad en el fondo del pecho, allí, con violencia, con terror, con gozo; no sé si pueden comprender todo eso al mismo tiempo. No había nada más que me retuviera en la ciudad con la gente. Habría podido irme como los pájaros si no hubiera sido tan pesada. Pero mi trasero, mis senos, toda esta carne me acompañaba a todas partes. Además del dolor en la columna me dolía el pecho, no quería levantarme el vestido para ver dónde estaban las manchas, y mi nueva teta tiraba dolorosamente bajo la piel, como en la pubertad. Me curvé hacia adelante y todo el dolor desapareció. Mi vestido se mantenía rígido a mi alrededor, exhalaba olor a sudor fresco, a carne viva, a sexo caliente. Rodé en mi olor para hacerme compañía. Los pájaros se callaron. Sentí que la noche caía sobre mi piel. Me deslicé del banco y dormí allí, en el suelo, hasta el alba. Había sueños de pájaros en mis sueños y el sueño que el perro había dejado para mí. Ya no estaba tan sola. No soñaba más con sangre. Volvía a ver helechos y tierra húmeda. Mi cuerpo me mantenía caliente. Estaba bien. Cuando el sol se levantó sentí que la luz corría a lo largo de mi espalda y encendía un fulgor amarillo en mi cabeza. Me levanté sobre mis patas. Sacudí la cabeza y estiré los jarretes. Bajo mi rostro, mis dos manos estaban plantadas en el suelo. No tenía más que tres dedos. Apoyé todo mi peso sobre la mano izquierda y pude soltar la derecha. Sacudí la tierra que la manchaba, me sacudí toda entera. Mi mano tenía cinco dedos de nuevo. Había visto mal, pero de pronto tuve mucho miedo. Volví a pensar en lo que no había querido ver en el espejo del morabito, en la pequeña cola atornillada en espiral en mi trasero. Me eché a temblar. Mi mano estaba como entumecida, encogida, y no lograba abrirla del todo. Sacudí la mano izquierda y vi que el dedo pequeño, el
meñique
como se dice, se había acortado. La uña era larga y dura, muy gruesa, y todas las otras uñas también. No me las había manicurado desde hacía mucho, hay que decirlo, pero casi se hubiera dicho que al meñique le faltaba una falange, o que por lo menos era como si la punta del dedo se hubiera atrofiado convirtiéndose en hueso duro. En cuanto a la pasantía de quiromántica, entonces, no tenía nada más que lamentar. Hice una profunda inspiración y me enderecé, eso casi me arrancó un grito. El sol subía en el cielo. Mi vestido estaba todo desgarrado por los matorrales, seguramente me había revolcado mucho en el sueño.

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