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Authors: Julio Verne

Tags: #Aventuras

Cinco semanas en globo (4 page)

BOOK: Cinco semanas en globo
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Debemos añadir que, durante tan terribles pesadillas, se cayó dos o tres veces de la cama. Su primer impulso fue mostrar a Fergusson la señal de un fuerte golpe que había recibido en la cabeza.

—¡Y no llega ni a un metro de altura! —exclamó con candor seráfico—. ¡Ni a un metro! ¡Y el chichón es como un huevo! ¡Juzga tú mismo!

Aquella insinuación melancólica no conmovió al doctor.

—Nosotros no caeremos —dijo.

—¿Y si caemos?

—No caeremos.

La convicción del doctor dejó a Kennedy sin respuesta.

Lo que exasperaba particularmente a Dick era que el doctor parecía dar muestras de una abnegación absoluta hacia él; le consideraba irrevocablemente destinado a ser su compañero aéreo. Eso ya no era objeto de duda alguna. Samuel abusaba de un modo insoportable del pronombre de primera persona en plural: «Nosotros» vamos adelantando…, «nosotros» estaremos en disposición…, «nosotros» partiremos el día…

Y del adjetivo posesivo en singular: «Nuestro» globo…, «nuestro» esquife…, «nuestra» exploración…

Y también en plural: «Nuestros» preparativos…, «nuestros» descubrimientos…, «nuestras» ascensiones…

Dick sentía escalofríos, a pesar de que estaba decidido a no marchar; sin embargo, no quería contrariar demasiado a su amigo. Confesemos, no obstante, que, sin darse él mismo cuenta de ello, había hecho que le enviaran poco a poco de Edimburgo algunos trajes apropiados y sus mejores escopetas de caza.

Un día, después de reconocer que aun teniendo mucha suerte había mil probabilidades contra una de salir mal del negocio, fingió acceder a los deseos del doctor; pero, para retardar el viaje todo lo posible y ganar tiempo, esgrimió una serie de argumentos de lo más variados. Insistió en la utilidad de la expedición y en su oportunidad… ¿El descubrimiento del origen del Nilo era absolutamente necesario?… ¿Contribuiría en algo al bienestar de la humanidad?… Cuando finalmente se consiguiese civilizar a las tribus de África, ¿serían éstas más felices?… Además, ¿quién podía asegurar que no estuviese en ellas la civilización más adelantada que en Europa? Nadie… Y, amén de todo, ¿no se podía esperar algún tiempo…? Un día u otro se atravesaría África de un extremo a otro, y de una manera menos azarosa… Dentro de un mes, o de seis, o de un año, algún explorador llegaría sin duda…

Aquellas insinuaciones producían un efecto enteramente contrario al perseguido, y la impaciencia del doctor aumentaba.

—¿Quieres, pues, desgraciado Dick, pérfido amigo, que sea para otro la gloria que nos aguarda? ¿Quieres que traicione mi pasado? ¿Quieres que retroceda ante obstáculos de poca importancia? ¿Quieres que pague con cobardes vacilaciones lo que por mí han hecho el Gobierno inglés y la Real Sociedad de Londres?

—Pero… —respondió Kennedy, que era muy aficionado a esta conjunción.

—Pero —replicó el doctor— ¿no sabes que mi viaje ha de concurrir al éxito de las empresas actuales? ¿Ignoras que nuevos exploradores avanzan hacia el centro de África?

—Sin embargo…

—Escúchame atentamente, Dick, y contempla este mapa.

Dick lo miró con resignación.

—Remonta el curso del Nilo —dijo el doctor Fergusson.

—Lo remonto —respondió dócilmente el escocés.

—Llega a Gondokoro.

—Ya he llegado.

Y Kennedy pensaba cuán fácil era un viaje semejante… en el mapa.

—Coge una punta de este compás —prosiguió el doctor—, y apóyala en esta ciudad, de la cual apenas han podido pasar los más audaces.

—Ya está.

—Ahora busca en la costa la isla de Zanzíbar, a 60 de latitud sur.

—Ya la tengo.

—Sigue ahora ese paralelo y llega a Kazeh.

—Hecho.

—Sube por el grado treinta y tres de longitud hasta la embocadura del lago Ukereue, en el punto en que se detuvo el teniente Speke.

—Ya estoy. Un poco más y caigo de cabeza al lago.

—Pues bien, ¿sabes lo que tenemos derecho a suponer, según los datos suministrados por las tribus ribereñas?

—No tengo ni idea.

—Pues voy a decírtelo. Este lago, cuyo extremo inferior se halla a 20 30' de latitud, debe de extenderse igualmente a 20 50' Por encima del ecuador.

—¿De veras?

—Y de este extremo septentrional surge una corriente de agua que necesariamente ha de ir a parar al Nilo, si es que no es el propio Nilo.

—Realmente curioso.

—Apoya la otra punta del compás en este extremo del lago Ukereue.

—Apoyada, amigo Fergusson.

—¿Cuántos grados cuentas entre los dos puntos? ~dijo Fergusson.

—Apenas dos.

—¿Sabes cuánto suma todo, Dick?

—No.

—Pues apenas ciento veinte millas, es decir, nada.

—Casi nada, Samuel.

—¿Y sabes lo que pasa en este momento?

—¿Yo?

—Voy a decírtelo. La Sociedad Geográfica ha considerado muy importante la exploración de este lago entrevisto por Speke. Bajo sus auspicios, el teniente, en la actualidad capitán Speke se ha asociado al capitán Grant, del ejército de las Indias, y ambos se han puesto a la cabeza de una numerosa expedición generosamente subvencionada. Se les ha confiado la misión de remontar el lago y volver a Gondokoro. Han recibido una subvención de más de cinco mil libras, y el gobernador de El Cabo ha puesto a su disposición soldados hotentotes. Partieron de Zanzíbar a últimos de octubre de 1860. Al mismo tiempo, el inglés John Petherick, cónsul de Su Majestad en Kartum, ha recibido del Foreign Office unas setecientas libras; debe equipar un buque de vapor en Kartum, abastecerlo suficientemente y zarpar para Gondokoro, donde aguardará la caravana del capitán Speke y se hallará en disposición de proporcionarle víveres.

—Bien pensado —dijo Kennedy.

—Ya ves que el tiempo apremia si queremos participar en esos trabajos de exploración. Y eso no es todo; mientras hay quien marcha a paso seguro en busca del nacimiento del Nilo, otros viajeros se dirigen audazmente hacia el corazón de África.

—¿A pie? —preguntó Kennedy.

—A pie —repitió el doctor, sin percatarse de la insinuación—. El doctor Krapf se propone encaminarse al oeste por el Djob, río situado debajo del ecuador. El barón De Decken ha salido de Mombasa, ha reconocido las montañas de Kenia y de Kilimanjaro y penetra en el centro.

—¿A pie también?

—Todos a pie o montados en mulos.

—Para lo que yo quiero significar es exactamente lo mismo —replicó Kennedy.

—Por último —prosiguió el doctor—, De Heuglin, vicecónsul de Austria en Kartum, acaba de organizar una expedición muy importante, cuyo principal objeto es indagar el paradero del viajero Vogel, que en 1853 fue enviado a Sudán para asociarse a los trabajos del doctor Barth. En 1856 salió de Bornu y resolvió explorar el desconocido país que se extiende entre el lago Chad y el Darfur. Desde entonces no ha aparecido. Cartas recibidas en Alejandría, en junio de 1860, informan que fue asesinado por orden del rey de Wadai; pero otras, dirigidas por el doctor Hartimann al padre del viajero, afirman, basándose en el relato de un fellatah de Bornu, que Vogel se encuentra prisionero en Wara y que, por consiguiente, no están perdidas todas las esperanzas. Bajo la presidencia del duque regente de Sajonia-Coburgo-Gotha, se ha formado una comisión de la que es secretario mi amigo Petermann; se han cubierto los gastos de la expedición con una suscripción nacional en la que han participado muchísimos sabios. El señor De Heuglin partió de Massaua en junio; mientras busca las huellas de Vogel, debe explorar todo el país comprendido entre el Nilo y el Chad, es decir, enlazar las operaciones del capitán Speke con las del doctor Barth. ¡Y entonces África habrá sido cruzada de este a oeste!

—Y bien —respondió el escocés—, puesto que todo enlaza sin nosotros tan perfectamente, ¿qué vamos a hacer allí?

El doctor Fergusson dio la callada por respuesta, contentándose con encogerse de hombros.

CAPITULO VI

El doctor Fergusson tenía un criado que respondía con diligencia al nombre de Joe. Era de una índole excelente. Su amo, cuyas órdenes obedecía e interpretaba siempre de una manera inteligente, le inspiraba una confianza absoluta y una adhesión sin límites. Era un Caleb, aun cuando estaba siempre de buen humor y no refunfuñaba; no habría salido tan buen criado si lo hubieran mandado construir expresamente. Fergusson se confiaba enteramente a él para las minuciosidades de su existencia, y hacía perfectamente. ¡Raro y honrado Joe! ¡Un criado que dispone la comida de su señor y tiene su mismo paladar; que arregla su maleta y no olvida ni las medias ni las camisas; que posee sus llaves y sus secretos, y ni sisa ni murmura!

¡Pero qué hombre era también el doctor para el digno Joe! ¡Con qué respeto y confianza acogía éste sus decisiones! Cuando Fergusson había hablado, preciso era para responderle haber perdido el juicio. Todo lo que pensaba era justo; todo lo que decía, sensato; todo lo que mandaba, practicable; todo lo que emprendía, posible; todo lo que concluía, admirable. Aunque hubiesen hecho a Joe pedazos, lo que sin duda habría repugnado a cualquiera, no le habrían hecho modificar en lo más mínimo el concepto que le merecía su amo. Así es que cuando el doctor concibió el proyecto de atravesar África por el aire, para Joe la empresa fue cosa hecha. No había obstáculos posibles. Desde el momento en que Fergusson había resuelto partir, podía decirse que ya había llegado…, acompañado de su fiel servidor, porque el buen muchacho, aunque nadie le había dicho una palabra, sabía que formaría parte del pasaje.

Por otra parte, prestaría grandes servicios gracias a su inteligencia y su maravillosa agilidad. Si hubiese sido preciso nombrar un profesor de gimnasia para los monos del Zoological Garden, muy espabilados por cierto, sin lugar a dudas Joe habría obtenido la plaza. Saltar, encaramarse, volar y ejecutar mil suertes imposibles eran para él cosa de juego.

Si Fergusson era la cabeza y Kennedy el brazo, Joe sería la mano. Ya había acompañado a su señor en varios viajes, y a su manera poseía cierto barniz de la ciencia apropiada; pero se distinguía principalmente por una filosofía apacible, un optimismo encantador; todo le parecía fácil, lógico, natural, y, por consiguiente, desconocía la necesidad de gruñir o de quejarse.

Poseía, entre otras cualidades, una capacidad visual asombrosa. Compartía con Moestlín, el profesor de Kepler, la rara facultad de distinguir sin anteojos los satélites de Júpiter y de contar en el grupo de las Pléyades catorce estrellas, las últimas de las cuales son de novena magnitud. Pero no se envanecía por eso; todo lo contrario, saludaba de muy lejos y, llegado el caso sabía sacar partido de sus ojos.

Con la confianza que Joe tenía en el doctor, no son de extrañar, pues las incesantes discusiones que se producían entre el señor Kennedy y el digno criado, si bien guardando siempre el debido respeto.

El uno dudaba, el otro creía; el uno era la prudencia clarividente, el otro la confianza ciega; y el doctor se encontraba entre la duda y la creencia, aunque debo confesar que no le preocupaba ni la una ni la otra.

—¿Y bien, muchacho?

—El momento se acerca. Parece que nos embarquemos para la Luna.

—Querrás decir la tierra de la Luna, que no queda ni mucho menos tan lejos. Pero, no te preocupes pues tan peligroso es lo uno como lo otro.

—¡Peligroso! ¡Con un hombre como el doctor Fergusson! ¡Imposible!

—No quisiera matar tus ilusiones, mi querido Joe, pero lo que él trata de emprender es simplemente una locura. No partirá.

—¿Que no partirá? ¿Acaso no ha visto su globo en el taller de los señores Mitchell, en el Borough?

—Me guardaré mucho de ir a verlo.

—¡Pues se pierde un hermoso espectáculo, señor mío! ¡Qué cosa tan preciosa! ¡Qué corte tan elegante!

¡Qué esquife tan encantador! ¡Estaremos a nuestras anchuras ahí adentro!

—¿Cuentas, pues, con acompañar a tu señor?

—¡Yo le acompañaré a donde él quiera! —replicó Joe con convicción. ¡Faltaría más! ¡Dejarle ir solo, cuando juntos hemos recorrido el mundo! ¿Quién le sostendría cuando estuviese fatigado? ¿Quién le tendería una mano vigorosa para saltar un precipicio? ¿Quién le cuidaría si cayese enfermo? No, señor Dick, Joe permanecerá siempre en su puesto junto al doctor, o, por mejor decir, alrededor del doctor Fergusson.

—¡Buen muchacho!

—Además, usted vendrá con nosotros —repuso Joe.

—¡Sin duda! —dijo Kennedy—. Os acompañaré para impedir hasta el último momento que Samuel cometa una locura semejante. Le seguiré, si es preciso, hasta Zanzíbar, a fin de que la mano de un amigo le detenga en su proyecto insensato.

—Usted no detendrá nada, señor Kennedy, salvo su respeto. Mi señor no es un cabeza loca; siempre medita mucho lo que va a emprender y, cuando ha tomado una resolución, no hay quien le apee de ella.

—Eso lo veremos.

—No alimente semejante esperanza. En fin, lo importante es que venga. Para un cazador como usted, África es un país maravilloso y, por consiguiente, no se arrepentirá del viaje.

—Dices bien, no me arrepentiré; sobre todo si ese terco se rinde al fin a la evidencia.

—A propósito —dijo Joe—, ya sabrá que hoy nos pesan.

—¡Cómo! ¿Nos pesan?

—Exacto, vamos a pesarnos los tres: usted, mi señor, y yo.

—¿Como los jockeys?

—Como los jockeys. Pero, tranquilícese, no se le hará adelgazar si pesa demasiado. Se le aceptará tal como es.

—Pues yo no me dejaré pesar —dijo el escocés.

—Pero señor, parece que es necesario para la máquina.

—¿Qué me importa a mí la máquina?

—¡Le debe importar! ¿Y si por falta de cálculos exactos no pudiéramos subir?

—¡Qué más quisiera yo!

—Pues sepa, señor Kennedy, que mi señor vendrá enseguida a buscarnos.

—No iré.

—No querrá hacerle un desaire, ¿verdad?

—Se lo haré.

—¡Bueno! —exclamó Joe, riendo—. Habla así porque no está él delante; pero cuando le diga a la cara: «Dick (perdone la confianza), Dick, necesito saber exactamente tu peso», irá, yo respondo de ello.

—No iré.

En aquel momento entró el doctor en su gabinete de trabajo, donde tenía lugar esta conversación, y miro a Kennedy, el cual se sintió como encogido.

—Dick —dijo el doctor—, ven con Joe; necesito saber cuánto pesáis los dos.

—Pero…

—No hará falta que te quites el sombrero. Ven.

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