Read Ciudad de Dios Online

Authors: Paulo Lins

Tags: #Drama, otros

Ciudad de Dios (12 page)

BOOK: Ciudad de Dios
9.97Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Los muchachos del bloque estaban agachados en una esquina jugando a las cartas. La idea de atracar a los muchachos se les ocurrió al mismo tiempo. Se miraron y menearon la cabeza en señal de que estaban pensando en lo mismo. Los jugadores, entretenidos en el juego, 110 oyeron sus pasos. El ensayo del bloque había terminado poco antes. Después de guardar los instrumentos, fumaron marihuana y allí estaban ahora, tentando la suerte con las cartas. Pelé y Pará ordenaron detener el juego. Dijeron que no querían juegos de azar en aquella zona para no alarmar a la pasma. Dado que anteriormente ya les habían avisado, se llevarían no sólo el dinero juntado en la mesa, sino también el que cada uno tenía guardado en el bolsillo. Luís Sacana, lino de los jugadores, se levantó, clavó los ojos en los atracadores y dijo:

—¿Qué pasa, colegas? ¿Pensáis que porque no tenemos armas somos idiotas? ¡Aquí nadie le va a dar el dinero a nadie! Estamos aquí en plan tranqui y vosotros venís en plan de matones a molestarnos. ¡Idos a tomar por culo! —concluyó.

Aquello sorprendió a Pelé y Pará, que por un momento se quedaron en silencio. Automáticamente, amartillaron sus revólveres pero, antes de apuntar a Luís Sacana, oyeron la voz de Tatalsão:

—Oídme bien: si os metéis con él, vais a tener que meteros con tocios, ¿vale? Porque vamos a daros de hostias. ¡Con nosotros no hay atracos que valgan! ¡Y si nos matáis a todos, vais a tener a unos cuantos detrás para cobrarse esa deuda! ¿Os creéis que estamos solos? Basta con mencionar a los muchachos del Garimpeiro, todo el mundo sabe quiénes son. ¡Así que no os engañéis!

Los demás le hicieron coro, y a Pelé y Pará les entró el canguelo. No tenían la intención de matarlos a todos; sólo pretendían sacarles los cuartos. Pará se quedó inmóvil mientras Pelé intentaba dialogar:

—Oye, yo te he visto de palique con Passistinha. ¿Eres amigo suyo?

—¡Claro, colega! —exclamó Luís Sacana.

—Tendré eso en cuenta, ¿vale? —dijo Pelé.

—Pues parad con esta gilipollez, que os va a joder mogollón si tenemos alguna bronca, ¿está claro? —advirtió Acerola, que hasta entonces se había limitado a mirar muy serio a Pelé y Pará.

Recorrieron en silencio el camino que los llevaría a la Trece. Aquel episodio mancillaba violentamente su reputación de tipos duros: un maleante como Dios manda no puede dejarse impresionar, y menos aún si los adversarios están desarmados. Habían comprobado que ninguno de los que estaban allí había sentido miedo. La terrible certeza de la verdad, tanto en las palabras de Luís Sacana como en las de Tatalsão, hería, y no sólo menoscababa su condición de delincuentes, sino también su condición de hombres. De machos. La complexión atlética de Tatalsão y Sacana los había atemorizado. Sabían que si uno de estos dos hubiera querido pelear cuerpo a cuerpo, las habrían pasado putas. El tal Acerola podría haberse quedado calladito, hasta ese momento todo iba bien. La advertencia de Acerola les hizo darse cuenta del lío en el que podían haberse metido.

Pelé miraba de vez en cuando a Pará, que andaba cabizbajo, fijándose con atención en dónde pisaba. Pensó en consolar a su compañero, pero sin asumir el miedo. ¿Cómo haría eso sin admitir que habían tenido que quedarse callados con el revólver en la mano? La única alternativa fue mentirse a sí mismo diciendo que, si no los habían matado a todos, había sido gracias a Passistinha. El mismo intentaba creer en sus palabras, y se decía que, si supiese que Passistinha no iba a cabrearse, todos aquellos pillastres habrían amanecido con la boca llena de hormigas. Pará coincidió con su amigo sin mirarlo a los ojos. Creía en aquella mentira del mismo modo que Pelé. Se despidieron tibiamente.

El sábado de Carnaval llegó con una lluvia tenue, aunque pertinaz, que no restó empuje a la fiesta del Diablo en las calles de la Ciudad Maravillosa. El domingo, sí, el domingo era el día en que la juerga aumentaba con el desfile de las escuelas de samba.

Lúcia Maracaná desfiló en la Portela, en la Vila Isabel y en la Unidos de São Carlos, e incluso participó en la Académicos de Ciudad de Dios, debutando en el quinto grupo. Passistinha intervino en la Salgueiro y en la Unidos de São Carlos. Jamás entraría en otras escuelas, su propio corazón se lo prohibía. Para él, el Carnaval significaba algo más que juerga; durante el año ensayaba en su casa, en las horas libres, los pasos de samba que deslumbrarían a alguno de los turistas que él mismo había asaltado la víspera del desfile.

El lunes, Passistinha desfilaba en el bloque carnavalesco Mal Aliento con pocos bríos pero sin dejar de encandilar a las multitudes. Le gustaba cuando el Mal Aliento se encontraba con el bloque Cacique de Ramos, su mayor rival, porque se armaba la de Dios es Cristo. En la pelea entre los componentes de los bloques, se destrozaban bares, se destruían los puestos de los vendedores ambulantes y algunos aprovechaban para robar a los espectadores, todo eso sin que la samba dejara de sonar. El bloque Jará se había comprometido a ayudar al Mal Aliento en caso de estar cerca en el momento de la pelea. Se autoproclamaban hermanos de sangre. El bloque Los Bohemios de Irajá, en cambio, no se metía en líos. Desfilaba por el centro de la ciudad, Madureira e Irajá.

Ciudad de Dios no contaba con el apoyo económico del ayuntamiento y por eso no tenía templete en la plaza. Corcovado, uno de los comerciantes del barrio, se encargó de preparar el templete y contratar a los músicos para actuar en el Carnaval. El último día de la fiesta, la escuela de samba desfiló por la Rua Principal, así como por los bloques Los Garimpeiros y Los Angelitos de Ciudad de Dios.

Y ganó Salgueiro. Antes incluso del escrutinio de los votos, la gente ya decía que se proclamaría campeón.

Passistinha volvió a ganar el premio al mejor
passista
, primer bailarín. Lloró y se rió, bebió, fumó abundante grifa de la buena y esnifó coca de la mejor calidad para celebrar la victoria de sus pasos, de la batería mejor del mundo, del maestresala y de la abanderada más sublime del Carnaval.

Barbantinho, Busca-Pé y sus amigos se despidieron de las vacaciones en el bosque de Eucaliptos. Se despertaron temprano aquel viernes. Busca-Pé se encargó de llevar una sartén. Barbantinho llevó el aceite, y los demás, harina, azúcar, cerillas, agua helada y zumo de frutas en polvo. Mientras uno trataba de encender la hoguera para preparar el zumo de frambuesa, el más sabroso, los demás salieron por el bosque armados de tirachinas para cazar pajaritos.

No creían que Inho —que de vez en cuando se dejaba ver por el barrio—, Madrugadüo, Sandro Cenourinha, Cabelinho Calmo y los otros niños que andaban con ellos se dejaran caer por allí. Les gustaba provocar peleas a lo tonto, se llevaban el balón de otros críos, les quitaban los juguetes, fumaban porros en las esquinas e imponían lo que se les antojaba apuntando con el arma. Los consideraban adultos, del mismo modo que Inferninho, Tutuca y Martelo.

Después de comer se tumbaron en la grama. Los rayos de sol, al pasar entre el follaje, parecían focos. En el campo, los bueyes iban de acá para allá. En la Vía Once, pasaban los coches. El río corría manso. En el laguito, las culebras de agua nadaban libremente. El lago se mantenía indemne a las ráfagas de viento que azotaban la cara de los niños. La iglesia de Nossa Senhora da Pena y los caserones se veían más bonitos desde allí. Los pescadores tentaban la suerte en la laguna. El mar de Barra da Tijuca recibía al cielo para formar juntos la metáfora más azul del infinito.

Batman
era un superhéroe terráqueo, había que apostar por él. Supermán era el más fuerte de todos los superhéroes, pero si National Kid quisiese, lo derribaría poco a poco, pues el rayo de su pistola tenía criptonita y la hostia de cosas. Aquel doctor Smith de
Perdidos en el espacio
era un maricón de cuidado. Si apareciese una tía buenorra, en pelotas, aquí en el bosque, ¿tú qué harías? Cada vez que yo diga algo, tú di guei. Coche guei, casa guei, calle guei, jaca guei. Si haces un hoyo y cavas, cavas, cavas, cavas, saldrás en la China. Cuando sea mayor, seré médico. Yo voy a ser policía: si alguien me toca los cojones, lo detengo enseguida. Mi amigo tiene un perro amaestrado idéntico a
Rin Tin Tin
. Doña Vera era la profesora más guapa del colegio, un día soñé que era mi novia. ¿Y si jugamos a ver quién tiene la picha más grande? Esa historia de la cigüeña es mentira, todos salimos del coño de nuestra madre. Cogí un avión a Santa Catarina, en medio del viaje se acabó la gasolina, salté en paracaídas, el paracaídas no se abrió, me cago en la puta madre del que lo fabricó. Mariazinha la coqueta, el coño blando y las tetas prietas. Piensa en un número, multiplícalo por dos, súmale cuatro, divídelo por dos, réstale el número en el que pensaste. Da dos.

Se quedaron allí hasta el anochecer. A la semana siguiente había que volver a clase.

Poco después del Carnaval, Martelo dio un buen golpe por la zona de la Freguesia. Una mañana de sol, se fue allí solo. Redujo a las criadas de una mansión, forzó la caja fuerte, cogió joyas, un arma calibre 38, dólares y algunos cruceiros que había en un estante. Volvió a Ciudad de Dios en taxi. Al llegar a casa, dijo a Cleide:

—Toma, compra los muebles de nuestra casa, y aprovecha para comprarte un vestido bonito. Pasa por la peluquería para que te arreglen el pelo y te hagan las uñas, pero no tardes mucho, ¿eh?, ¡que luego he de ocuparme de ti! —concluyó, cerrando los ojos y mordiéndose los labios.

—¿Dónde cambio los dólares?

—Ve a ver a Paulo da Bahia, él te los cambia enseguida.

Los repartidores del gas ya no se preocupaban por los asaltos: sólo los atracaban Pelé y Pará, y hasta les hacía gracia verlos aparecer espectacularmente por un callejón cualquiera a la luz del día, como si estuviesen en el Lejano Oeste y asaltaran una diligencia o se emboscaran para atacar a un enemigo. Incluso contaban con ello. Ambos maleantes salían apuntando a las víctimas del asalto con los revólveres. Antes de doblar la esquina, lanzaban un tiro al aire para impresionar.

Inferninho y Tutuca consiguieron un buen botín en los cinco taxis que atracaron un viernes por la noche. Acordaron que el dinero se destinaría a la compra de armas y balas. Le habían dicho a Armando que el sábado por la mañana estarían en el cafetín Porta do Céu para hablar de los detalles del negocio. Belzebu se ocupó de entregar los encargos a Armando. Y avisó al intermediario de que, como siempre, si se enteraba de que había mencionado su nombre a los delincuentes, lo mataría. El ex policía militar se comunicaba por señas con el detective. El negocio se cerró a las diez de la mañana, en medio de los clientes del Porta do Céu.

Antes de despedirse, Inferninho agachó la cabeza como quien piensa en una fecha para cerrar un negocio serio. El ex policía y Tutuca aguardaban sus palabras. La tardanza de Inferninho en articular palabra causó cierto malestar. Este, sin venir a cuento, se encaró con el intermediario:

—Tío, pasa una cosa: hace mucho tiempo que consigues pasta gansa a costa de los muchachos, ¿verdad? Pues resulta que un poli del Quinto Sector nos mandó una carga y nos dijo que nos enviaba una caja de balas a mitad de precio que las tuyas, ¿sabes? Eso quiere decir que tú te quedas con el doble de lo que te corresponde. Así que esta vez no pienso soltar los hierros. ¡Dame el tuyo también y devuélveme el dinero!

Armando obedeció en silencio. Tutuca se quedó sorprendido por la actitud de su compañero y concluyó que acababan de crearse un enemigo peligroso: un ex policía era mucho peor que un criminal, pues sus antiguos amigos de uniforme siempre le protegerían si se metía en follones. Cría cuervos, que te sacarán los ojos. Decidió eliminar al intermediario. Inferninho registró a Armando y le ordenó que saliese corriendo. Tutuca, sin consultar a su compañero, disparó sobre el intermediario, que zigzagueó en el terreno baldío junto al cafetín y se internó en el bosque ileso.

—¿Lo has matado? —preguntó Inferninho.

—Lógico, tú decides por tu cuenta, sin que nos pongamos antes de acuerdo. Ese tipo está compinchado con los polis, chaval. Es un enemigo peligroso. No podía dejarlo vivo…

—Está bien. Pero yo quiero saber quién le suministraba las armas… En fin, seguro que Belzebu y Cabeça de Nós Todo aparecen hoy por aquí, así que vámonos a casa, mañana ya veremos.

Cabeça de Nós Todo salió de casa cabreado porque no tenía dinero y la idea de recorrer tiendas, tabernas, panaderías y mercados para requisar alimentos, como hacían los otros polis, no le seducía lo más mínimo. Tenía muy pocas ganas de trabajar. Evitó la compañía de sus colegas en la primera ronda del día para no tener que compartir el dinero que pillara en alguna redada y se dedicó a deambular solo, con el arma amartillada, por la favela. En sus primeros intentos, tuvo la mala suerte de toparse únicamente con currantes. Cruzó al Otro Lado del Río. Quería pillar in fraganti a algún porrero para sacarle la pasta. Se percató de que un muchacho había acelerado el paso al notar su presencia. Cabeça de Nós Todo sacó dos bolsitas de marihuana del bolsillo y ordenó al muchacho que se detuviera, pero se llevó un chasco cuando comprobó su documentación: el chaval sólo era un desocupado. Podría sacarle algunos billetes con la amenaza de encarcelarlo si el sujeto ya hubiese sido detenido otras veces, pero eso daría trabajo: tendría que llamar al Quinto Sector para que lo averiguasen y seguro que el amigo que tenía en aquella sección le exigiría una pasta por hacerlo de tapadillo. Resolvió meterle la droga con el pretexto de un cacheo. Cada vez que el chico aseguraba que la marihuana no era suya, Cabeça de Nós Todo le daba un culatazo. El muchacho insistía en que sólo había acelerado el paso porque no tenía la cartilla de desempleo firmada. Cabeça de Nós Todo vociferaba, decía que no le gustaba que lo llamasen mentiroso. Cuando se enteró de que el detenido tenía padres, en lugar de llevárselo a comisaría, lo obligó a que le condujera a su casa con el propósito de extorsionar a la familia. Y eso fue lo que hizo.

El padre tuvo que recurrir a los vecinos para conseguir la cantidad que el uniformado le había exigido. Antes de regresar a comisaría, Cabeça de Nós Todo se detuvo en su casa para entregarle a su esposa la mitad del dinero que había obtenido, mucho más que su sueldo mensual de policía militar. Llegó a la comisaría con mejor cara y dijo a sus amigos que la zona estaba tranquila. Se quitó las botas, se tumbó y se pasó el resto del día leyendo un libro.

BOOK: Ciudad de Dios
9.97Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Sacked (Gridiron #1) by Jen Frederick
Los barcos se pierden en tierra by Arturo Pérez-Reverte
The World Unseen by Shamim Sarif
The End of the Story by Lydia Davis
Isle of Dogs by Patricia Cornwell
Horse Tradin' by Ben K. Green