Read Clara y la penumbra Online

Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga, Policíaco

Clara y la penumbra (58 page)

BOOK: Clara y la penumbra
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—En el colegio era un niño increíble. Mire.

Era la típica imagen de curso escolar. Las cabezas de los niños resaltaban blancas y abultadas como cabezas de alfiler. Zericky se inclinó detrás de Wood.

—Yo soy éste. Y éste es Bruno. Era muy hermoso. Te quitaba el aliento mirarlo, fueras niño o niña. En sus ojos ardía un fuego inagotable. Su cabello color carbón, heredado de su madre española, sus labios gruesos y sus cejas negras, como trazadas con tinta, formaban un conjunto armónico como el rostro de un dios antiguo... Así lo recuerdo. Pero no sólo era belleza sino... ¿Cómo explicarlo...? Como una de sus pinturas. .. Algo que iba más allá de lo que se ve. No podíamos hacer otra cosa que rendirnos a sus pies. Y a él le encantaba. Disfrutaba dirigiéndonos, ordenándonos. Había nacido para crear cosas con los demás.

Por un instante los ojos de Zericky se abrieron de par en par, y fue como si invitaran a Wood a entrar dentro de ellos y mirar lo que habían mirado.

—Inventó un juego, y a veces lo jugaba conmigo en el bosque: yo me quedaba quieto y Bruno colocaba mis brazos como quería, o mi cabeza, o mis pies. Decía que yo era su estatua. No podía moverme hasta que él me lo permitía, ésas eran las reglas, aunque debo decir que las reglas también las había inventado él. ¿Le parece a usted que Bruno hacía lo que le daba la gana? Pues sí y no. Más bien era una víctima.

Zericky hizo una pausa para guardar la foto en la carpeta.

—A lo largo de todos estos años he pensado mucho en Bruno. He llegado a la conclusión de que nunca le importó nada ni nadie, en efecto, pero no por desinterés real sino por pura cuestión de supervivencia. Se acostumbró a sufrir. Recuerdo un gesto muy suyo: cuando algo le dañaba, elevaba los ojos al cielo como implorando ayuda. Yo le decía entonces que parecía Jesucristo, y a él le agradaba aquella comparación. Bruno siempre se consideró un nuevo Redentor.

—¿Un nuevo Cristo? —repitió Wood.

—Sí. Creo que así se ve a sí mismo. Un dios incomprendido. Un dios hecho hombre a quien hemos torturado entre todos.

19.30 h

Estaba ahí fuera.

De repente Lothar Bosch se había sentido dominado por aquella terrible convicción.

Estaba ahí fuera. El Artista. Esperando.

Hendrickje, que tenía una fe supersticiosa en su olfato de viejo sabueso, hubiera apostado cualquier cosa a que no se equivocaba. «Si
eso
es lo que
sientes,
Lothar, no lo pienses más: déjate llevar.» Se levantó con tanta brusquedad que Nikki se volvió hacia él, intrigada.

—¿Ocurre algo, Lothar?

—No. Es que me apetece estirar las piernas. Llevo horas sentado. Quizá también dé un paseo hasta el otro control.

De hecho, se le había dormido una pierna. La sacudió ligeramente golpeando el suelo con el zapato.

—Llévate un paraguas: no llueve mucho pero puede calarte —dijo Nikki.

Bosch asintió y salió de la
roulotte
sin paraguas.

Afuera, en efecto, llovía, no en exceso aunque sí con cierta obcecada insistencia, pero la temperatura era agradable. Parpadeando, se alejó unos cuantos pasos de la
roulotte y
se detuvo a saborear el ambiente.

A menos de treinta metros de distancia se encontraba la gran carpa del Túnel, que brillaba como petróleo bajo la lluvia. Hacía pensar en una montaña camuflada con ropa de luto. Los vehículos estacionados alrededor formaban estrechos pasillos por donde desfilaba el personal externo: operarios, policía, agentes de paisano, equipo sanitario. La visión otorgaba confianza y seguridad.

Pero había algo
más,
un hilo de percepción que no resaltaba, un color
de fondo,
una nota grave discurriendo bajo la fanfarria del bullicio.

«Está
aquí.
»Dos de sus hombres pasaron junto a él y lo saludaron sin apenas obtener otra respuesta de Bosch que un leve asentimiento. Movía la cabeza a un lado y a otro, escrutando figuras y rostros. No hubiera sabido explicar cómo, pero estaba convencido de que iba a reconocer a Póstumo Baldi en cuanto lo viera, fuera cual fuese el disfraz que llevara.
Sus ojos son espejos.
Y su inquietud no menguaba pese a saber que era bastante improbable que Baldi estuviese allí en ese momento.
Su cuerpo, arcilla fresca.
«Quizás estoy nervioso porque hoy es la inauguración», se dijo. Eso era fácil de comprender, y con la comprensión vino la calma.

«Pero no intentes comprender, Lothar. Haz más caso a tu espíritu que a tu mente», le aconsejaba Hendrickje. Bien era cierto que Hendrickje acudía al tarot como quien hojea los periódicos matutinos y concedía al horóscopo la marmórea importancia de los hechos ya sucedidos. Pese a todo, no había podido sospechar la existencia de aquel camión que la esperaba al regreso de Utrecht, ¿no, Hendri? «No habías previsto la confluencia estelar de tu crisma con la parte trasera de aquel tráiler. Todas tus intuiciones, Hendri, convertidas en polvo de estrellas.»Echó a andar hacia las vallas. «¿Por qué tendría que estar
aquí
precisamente
hoy?
Es absurdo. Si acaso, habrá venido a conocer el terreno. Su forma de actuar es ésa. Primero se familiariza con el entorno y luego ataca. Hoy no va a hacer nada.»Un agente le franqueó el paso al ver su tarjeta. Se encontró frente a la hilera de público que emergía —los ojos dilatados, la fascinación aferrada al rostro— de la prolongada noche del Túnel y braceó en contra de la corriente al atravesar aquel cauce de humanidad. Más allá, tras otra frontera de vallas, se extendía la plazoleta donde tendría lugar la recogida de los cuadros. En comparación, había poca gente en aquella zona. Bosch identificó el uniforme blanco y verde del equipo de Van Hoore. Todo el mundo parecía igual que él: nervioso y tranquilo al mismo tiempo. Era comprensible. Nunca antes se habían exhibido cuadros de un valor tan astronómico en un lugar semejante. Los cuadros exteriores eran mucho más fáciles de vigilar, no digamos los que se exponían en museos. «Rembrandt» era todo un reto para el personal de la Fundación.

Se dirigió a la entrada del Túnel. A su izquierda, cerca del Rijksmuseum, se hallaba congregado un grupo no muy nutrido pero sí ruidoso de miembros del BAH agitando pancartas en holandés e inglés. La lluvia no parecía desanimarlos. Bosch los observó un instante. La pancarta principal mostraba una llamativa ilustración (una foto ampliada) del original de Stein
La escalera
con la adolescente de catorce años Janet Clergue. Nalgas, pechos y partes pudendas habían sido censurados con tachaduras. Otras pancartas exhibían frases en versalitas flamantes. EL ARTE HIPERDRAMÁTICO EXHIBE A MENORES DE EDAD DESNUDOS. ¿QUIERE COMPRAR A UNA NIÑA DE OCHO AÑOS SIN ROPA? PREGUNTE EN LA FUNDACIÓN VAN TYSCH. LAS
FLORES
DE VAN TYSCH: TORTURA FÍSICA Y SÍQUICA LEGALIZADA. PROSTITUCIÓN Y SUBASTA DE SERES HUMANOS... ¿ESTO ES ARTE? VAN TYSCH
DEGRADA
A REMBRANDT EN SU NUEVA COLECCIÓN. Un cartel panorámico desgranaba con más detalle, en letra modesta: «¿Cuántos modelos hay en el mundo
mayores
de cuarenta años? ¿Y cuántos hombres maduros en comparación a
chicas
jóvenes? ¿Y cuántos cuadros hiperdramáticos son personas
vestidas
en actitudes
normales?
¿Y cuántos son jóvenes
desnudas
en posturas
procaces?».

—Vaya ralea —murmuró uno de los agentes de Seguridad de la entrada, acercándose a Bosch—. Son los mismos que querían prohibir los desnudos de Miguel Ángel en la capilla Sixtina.

Bosch asintió sin mucho interés y reanudó su camino.

Está
aquí.

Era más fácil atravesar la hilera de entrada que la de salida, porque se hallaba enlentecida por los tres filtros de seguridad instalados frente a la boca del Túnel. Bosch la cruzó. Su intención seguía siendo visitar al otro equipo en la
roulotte A.
Pero volvió a detenerse.

Está
aquí.

Contempló a los músicos callejeros, a los vendedores ambulantes, a los que repartían catálogos y propagandas.

En
algún lugar.

Más allá, cerca de los jardines del Rijksmuseum, un nutrido grupo de artistas principiantes exhibía sus obras, aprovechando la presencia del público. Jóvenes modelos con el cuerpo pintado ofrecían su desnudez a la lluvia. Había más de treinta cuadros. Los precios eran verdaderas gangas; podías llevarte un lienzo por menos de quinientos euros. No eran buenas pinturas, claro: temblaban, perdían el equilibrio, estornudaban, se rascaban la cabeza con un ademán fugaz pero visible. Bosch sabía que muchos eran familiares o amigos de los pintores, no verdaderos profesionales. Adquirir uno de aquellos cuadros suponía un riesgo, ya que nunca sabías a quién ibas a meter en tu casa. Un día te despertabas y el cuadro ya no estaba, y las tarjetas de crédito tampoco.

La lluvia era un sudor frío sobre la frente de Bosch. ¿Por qué no podía librarse de aquella opresiva sensación de amenaza?

Tomó una decisión repentina y dio media vuelta, dirigiéndose al Túnel.

20.00 h

El chófer se había presentado cinco minutos antes de las ocho, pero Wood le ordenó que siguiera esperando.

—Es cierto que su sufrimiento fue grande y tuvo que compensarlo con un afán desmedido por el arte —continuó Zericky—. Primero, su padre, que lo maltrataba. Después ese brujo pederasta de Richard Tysch, con quien pasó aquel verano en California. Todos quisieron dominarlo pero él los dominó a todos...

—¿Ha vuelto usted a verlo? Me refiero a Van Tysch.

Zericky enarcó las cejas.

—¿A Bruno? Nunca. Me dejó atrás también a mí, junto con el resto de sus recuerdos. Sé que ahora somos vecinos, pero nunca se me ha ocurrido ir a pedirle leche. —Wood compartió su fatigada sonrisa—. Tiempo atrás recibí algunas llamadas de Jacob Stein. También de esa... de esa secretaria suya, tan rara...

—Murnika de Verne.

—Exacto. Me preguntaban si necesitaba algo, como intentando demostrarme que él nunca olvidaba realmente a los amigos. Pero no volví a hablar más con Bruno y tampoco lo he deseado. El final de una amistad es tan misterioso como su comienzo —acotó entonces Víctor Zericky—: simplemente sucede.

Wood asintió. Por un instante la sombra serena de Hirum Oslo había deambulado frente a ella. El final es tan misterioso como el comienzo, en efecto. Y, para el caso, tan misterioso como la parte intermedia. Simplemente sucede.

—¿La estoy aburriendo? —preguntó Zericky con afabilidad.

—No, todo lo contrario.

Mientras hablaba, Zericky iba sacando distraídamente unos papeles de una carpeta. Wood preguntó:

—¿Qué son esos dibujos?

—Viejas acuarelas, pasteles, carboncillos y dibujos a pluma de su padre. He pensado que quizá le gustaría examinarlos. Maurits tenía ínfulas de pintor, ¿no lo sabía? Una de sus grandes frustraciones fue que Bruno no supiera dibujar —soltó una risita.

—Por lo que veo, él sí sabía —dijo la señorita Wood examinando, una a una, las pinturas. Reconoció paisajes del pueblo con el castillo de fondo.

—No se le daba mal, desde luego —convino Zericky—. Algún día me decidiré a poner orden en esta colección. Quizás escriba una biografía sobre la familia Van Tysch y la ilustre con... ¿Qué le ocurre?

Zericky había observado el súbito cambio en la expresión de Wood.

20.05 h

Bosch decidió entrar por una de las salidas de emergencia, en el extremo final de la herradura. Para ello, recorrió toda la longitud del primer brazo del Túnel. La lluvia había mermado hasta convertirse en un rocío discreto. Aun así, se encontraba empapado. ¿Por qué diantres no se le había ocurrido coger un maldito paraguas? Cuando llegó a la zona cercana a los jardines del Stedelijk volvió a esgrimir su tarjeta mágica y atravesó las vallas. Allí se alzaba el impresionante telón negro. La entrada era laberíntica para impedir que se filtrara el menor rayo de luz del exterior. Había dos agentes de guardia en el estrecho conducto de telones. Aunque lo reconocieron en seguida, hubo de someterse a las rigurosas pruebas que él mismo había ordenado. Apoyó la mano izquierda en la pantalla portátil que analizaba sus huellas y habló frente al micrófono. Estaba nervioso, y la prueba de voz tuvo que repetirse. Por fin le franquearon el paso. Se sintió satisfecho de que los filtros de seguridad funcionaran a la perfección. Cuando penetró en el Túnel sus ojos se cerraron sin necesidad de párpados.

20.10 h

—¿Qué es esto? —preguntó Wood.

Zericky miró el dibujo que ella sostenía y sonrió.

—Oh, Maurits tachaba así los dibujos que dejaban de gustarle. Nunca los rompía. Los tachaba con un lápiz rojo y siempre de la misma forma. Era un hombre de temperamento agresivo, pero también muy rutinario.

Era un boceto a tinta china, una figura humana, probablemente un aldeano de Edenburg. Pero estaba tachado con gruesas aspas rojas. Algo en aquellos borrones tenía que haber llamado la atención de la mujer, dedujo Zericky, porque la vio apoyar el índice sobre el papel y musitar algo. Era como si estuviera contando las tachaduras.

—¿Siempre los tachaba así? —murmuró la mujer con una voz muy extraña. Zericky se preguntaba por qué se había impresionado tanto, pero los años y el abandono lo habían vuelto discreto.

—Ya le digo que sí —contestó.

Wood volvió a contarlas. Cuatro aspas y dos líneas verticales. Ocho líneas formando aspas y dos líneas paralelas. Diez líneas en total.
Dios mío.
Las contó de nuevo, no quería equivocarse. Cuatro aspas y dos líneas. Ocho y dos. Diez en total. Cogió el resto de los dibujos y los hojeó con rapidez. Se detuvo al encontrar otro dibujo tachado. Era una especie de rostro apenas trazado con lápiz. Aspas y líneas verticales. Cuatro y dos. Ocho y dos. Diez en total.

Se volvió hacia el historiador e intentó mantener la calma mientras hablaba.

—Señor Zericky. ¿Tiene más dibujos?

—Sí. En el sótano.

—¿Podría verlos todos?

—¿Todos? Deben de ser centenares. Nadie los ha visto todos.

—No importa. Dispongo de tiempo.

—Voy a por las carpetas.

20.15 h

Estar dentro del Túnel no era lo mismo que vislumbrarlo a través de los monitores, y Bosch lo supo de inmediato. Olió a pintura, sintió una extraña tibieza, todos sus sentidos le advirtieron que lo rodeaba un universo distinto. La sensación era semejante a contemplar un lago de noche y, acto seguido, arrojarse de cabeza a sus oscuras ondas y bucear. El silencio era sobrecogedor. Sin embargo, existían sonidos, ecos de pisadas y toses, comentarios en voz baja. Y las graves armonías de una música majestuosa proveniente de los telones de la cúspide. Bosch sabía cuál:
Los funerales de la reina María,
de Purcell, con su cadencia de timbales de ultratumba.

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