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Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga, Policíaco

Clara y la penumbra (59 page)

BOOK: Clara y la penumbra
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En medio de aquel escenario de tinieblas barrocas distinguió el primer cuadro. La desquiciada muchedumbre de
La ronda nocturna
ocupaba un área muy amplia de la curva de la herradura y relumbraba bajo los claroscuros. Veinte seres humanos pintados e inmóviles. ¿Qué significado podía tener aquel ejército absurdo? Bosch, como cualquier holandés, conocía perfectamente el original expuesto en el Rijksmuseum: se trataba de un típico retrato de compañía militar, en este caso la del capitán Frans Baning Cocq, pero la genialidad de Rembrandt había consistido en pintarlos en plena actividad, como si los hubiera fotografiado mientras patrullaban por la calle. Van Tysch, por el contrario, los había
petrificado.
Y las figuras abundaban en detalles grotescos. El capitán, por ejemplo, era una mujer, y la banda roja del uniforme estaba pintada en su vientre. Su lugarteniente era un monstruo amarillo de gorguera y sombrero de ala ancha. La muchacha dorada de cuya cintura colgaba una gallina estaba completamente desnuda. Los soldados seguían llevando lanzas y mosquetes, pero sus rostros se hallaban ensangrentados. La bandera, hecha jirones, azotaba la oscuridad del óleo. Aparatos desmesurados como una invención de Piranesi formaban el fondo. Una mujer vestida de cuero lloraba. Una silueta a cuatro patas con capucha de verdugo se arrastraba a los pies del lugarteniente.

En comparación, el modesto y solitario
Titus
exhibido a escasos metros de distancia sobre un pequeño podio parecía carecer de interés: era un niño —el hijo de Rembrandt en la obra original— vestido con pieles y tocado con una boina. Pero el juego de luces y pintura le confería un aspecto distinto cada vez. El efecto óptico tenía aires de tránsito de destellos en las facetas de un diamante. Al entornar los párpados Bosch creyó atisbar, sucesivamente, la cabeza de un animal desconocido, el luminoso rostro de un ángel, una muñeca de porcelana, una caricatura de los rasgos de Van Tysch.

—Este hombre está completamente loco —oyó decir en holandés diáfano a un visitante que desfilaba, como él, en la oscuridad—. Pero me fascina.

Bosch no sabía si mostrarse de acuerdo con aquella declaración anónima. Continuó avanzando sin detenerse frente al
Festín de Baltasar,
con su banquete de seres humanos. A lo lejos, en un lago de resplandores pardos, se hallaba lo que más le interesaba.

Cuando llegó a ella intentó tragar saliva y descubrió que tenía la boca completamente seca.

Danielle permanecía quieta, muda y hermosa entre colores ocres.
La niña en la ventana
era, en verdad, un cuadro magnífico, y Bosch no pudo evitar sentirse orgulloso. Se encontraba acodada sobre un antepecho marrón y contemplaba el vacío a través de ojos como joyas engastados en un rostro del color del alabastro. Aquella ingente densidad de pintura blanca se le antojó a Bosch obscena. No logró comprender por qué Van Tysch había deseado amortajar en nieve el bonito rostro de Danielle. Sin embargo, lo que más le impresionó fue constatar que era
ella.
No hubiera sabido decir cómo lo sabía, pero la habría reconocido entre mil figuras iguales. Nielle estaba allí, dentro de aquella máscara exangüe, y algo en la posición de sus manos o en el gesto de los hombros lo delataba. Se abstrajo contemplándola. Luego prosiguió su recorrido.

Como un cóndor poderoso, la música de Purcell planeaba en las altas regiones de la oscuridad.

Seguía sin comprender. ¿Qué había querido decir el pintor con aquel mundo negro y atemporal, aquel enigma de luces y música que descendía de las alturas? ¿Qué clase de mensaje pretendía transmitir?

20.45 h

Era increíble. Allí estaban. Una niña de pie sobre unas flores. Dos hombres obesos y deformes. Eran dos dibujos: el primero al pastel, el segundo a tinta china. No estaban tachados. Los había descubierto de casualidad, mientras buscaba más ejemplos de tachaduras.

«Desfloración
y
Monstruos
—pensaba la señorita Wood, incrédula—, las obras más
personales
de Van Tysch,
estaban basadas en viejos dibujos de su padre,
y nadie lo sabe, ni siquiera Hirum Oslo. Nadie se ha tomado la molestia de examinar la herencia de Maurits detenidamente. Quizá ni siquiera el propio Van Tysch lo sospecha. Maurits quería que él dibujase, que fuese el artista de éxito que él no había podido llegar a ser. Pero el pequeño Bruno no sabía dibujar. Por lo tanto, lo que hizo fue trasladar a su propio arte algunos de los dibujos de su padre. Fue una especie de compensación...»Había apartado aquellos dibujos del montón y seguía revisando. Zericky, que se había ausentado unos minutos, regresó cargado con nuevas carpetas, las depositó sobre la mesa levantando nubes de polvo y comenzó a desatar los cordones—. Éstas son las últimas —dijo—. No tengo otras.

—Van Tysch vio estos dibujos cuando era niño, ¿verdad? —dijo Wood.

—Posiblemente. Nunca me habló de ello. ¿Por qué lo dice?

Ella no contestó. En cambio, hizo otra pregunta.

—¿Quién más los ha visto?

Zericky sonrió, un poco confundido.

—De forma tan exhaustiva como usted, nadie. Hombre, algunos estudiosos los han revisado por encima, apenas una o dos carpetas... Pero ¿qué es lo que busca exactamente?

—Otro.

—¿Qué?

—Otro. El tercero.

«Falta uno.
La tercera obra más importante.
Tiene que estar en algún sitio. No debe de ser la copia
exacta
de uno de los cuadros de "Rembrandt". De hecho, ninguno de los otros dos es una copia
exacta
de las obras de Van Tysch... La adolescente, por ejemplo, no está desnuda y tampoco hay narcisos de las nieves a sus pies... pero la postura es
idéntica
a la de Annek...

Tiene que ser
algo que recuerde
a uno de los cuadros: un personaje, o un grupo de personajes... O quizá...»Intentaba recordar las obras tal como las había visto durante la sesión de firmas del día anterior: los personajes; las posturas; los trajes; los colores. «Igual que he identificado
Desfloración
y
Monstruos,
tengo que saber identificar éste.»

—Oiga, tranquilícese —pidió Zericky—. Está tirando los dibujos al suelo...

«Jura que vas a encontrarlo... Jura que lo vas a hacer... Jura que esta vez no vas a fallar...»A cada rato sorprendía un esbozo tachado: siempre cuatro aspas y dos líneas verticales. Pero no era cuestión de descifrar en aquel momento el significado de esa otra increíble coincidencia. Tampoco podía ocuparse del enigma más desconcertante de todos: ¿cómo había logrado El Artista acceder a aquellos dibujos? ¿Acaso se trataba de uno de los «estudiosos» a los que aludía Zericky? Y si no había accedido a ellos, ¿de qué otra forma había elegido el tercer cuadro que iba a destruir?

Todo a su tiempo, por favor.

La última estampa de aquella carpeta era una flor. Wood la apartó de un manotazo provocando la ira de Zericky.

—¡Oiga, los va a romper si los trata de esa manera! —exclamó el historiador, y extendió la mano para arrebatárselos.

—No me toque —susurró Wood. Pero más que un susurro fue un ruido sibilante, un crujido de la garganta que heló la sangre en las venas a Zericky—. No intente tocarme. Termino en seguida. Lo juro.

—Tranquila —balbuceó Zericky—. Tómese su tiempo... Está usted en su casa...

«Debe de estar enferma», pensaba. Zericky no era un hombre rutinario, pero la soledad había sedado su vida. Todo lo imprevisto (un loco en su casa revisando dibujos, por ejemplo) le daba horror. Empezó a elaborar un plan para acercarse al teléfono y llamar a la policía sin que aquella sicópata lo advirtiera.

Wood abrió otra carpeta y descartó dos apuntes campestres. Un carboncillo con un bosque nocturno. Dibujos de pájaros. Naturalezas muertas, pero ningún buey desollado. Una niña con las manos en la cintura, pero no se parecía a la
Niña en la ventana...

20.50 h

Mientras avanzaba por la pasarela, Bosch divisó a uno de los vigilantes. Su tarjeta roja era apenas perceptible en la tenue iluminación de los zócalos. El rostro era un borrón de sombras.

—¿Señor Bosch? —dijo el hombre cuando él se identificó—. Soy Jan Wuyters, señor.

—¿Cómo va todo, Jan?

—Tranquilo, hasta ahora.

Más allá de Wuyters se alzaba el tajante resplandor lineal del
Cristo
crucificado. La perspectiva lo hacía flotar sobre la cabeza de Wuyters como si éste fuera objeto de una especial protección divina.

—Pero yo me quedaría más tranquilo si hubiera más luces y pudiéramos ver bien la cara y las manos de la gente —añadió Wuyters—. Esto es un tugurio, señor Bosch.

—Tienes razón. Pero Arte es el que manda.

—Supongo que sí.

A Bosch le parecía de repente que Wuyters hacía muy bien de Wuyters en la oscuridad. Estaba
casi
seguro de que era él, pero, como en las pesadillas, leves detalles lo confundían. Le hubiera gustado contemplar aquellos ojos a la luz del día.

—Si debo serle sincero, señor, tengo ganas de que la exhibición de hoy termine —susurró la silueta de Wuyters.

—Comparto tu sentimiento por completo, Jan.

—Y este horrible olor a pintura... ¿No le arde a usted la garganta?

Bosch se disponía a replicar cuando de repente se desató el caos.

20.55 h

Wood miraba la acuarela con fijeza, sin mover un músculo. Zericky, que percibió su cambio de actitud, se inclinó sobre su hombro.

—Hermosa, ¿verdad? Es una de las acuarelas que le hizo Maurits.

Wood elevó la vista y lo observó sin entender.

—Era su esposa —aclaró Zericky—. Esa joven española.

—¿Quiere usted decir que esta mujer era la
madre
de Van Tysch?

—Bueno —sonrió Zericky—, al menos eso creo. Bruno nunca la conoció, y Maurits destruyó casi todas las fotos que había sobre ella después de su muerte, de modo que Bruno sólo disponía de los dibujos de Maurits para saber cómo había sido su aspecto. Pero es ella. Mis padres sí la conocieron, y afirmaban que estos dibujos le hacían mucha justicia.

«Primero, ese recuerdo de su infancia. Luego, su padre y Richard Tysch. Por último, su madre. El tercer cuadro más personal.» Wood ya no albergaba ninguna duda. Ni siquiera necesitaba buscar más en las carpetas que aún quedaban sin revisar. Recordaba perfectamente de qué cuadro se trataba. Consultó la hora en una muñeca temblorosa.

«Aún queda tiempo. Seguro que aún queda tiempo. Ni siquiera ha concluido la exposición de hoy.»Dejó la acuarela sobre la mesa, cogió el bolso y sacó el teléfono móvil.

De súbito, algo parecido a una corazonada urgente, al escalofrío de un sexto sentido, la paralizó.

No, ya no queda tiempo. Ya es demasiado tarde.

Marcó un número.

Qué lástima que no hayas podido hacerlo perfecto, April. Hacer las cosas bien es hacerlas mal.

Aplicó el auricular al oído y escuchó el remoto grito de la llamada.

Porque lo cierto es que si te derrotan en la cosas pequeñas, perderás de inmediato en las grandes.

La voz del teléfono clamaba en la diminuta oscuridad de su oído.

20.57 h

Varias veces a lo largo de su vida Lothar Bosch se había enfrentado a una muchedumbre.

En ocasiones había formado parte de ella (pero, aun así, había necesitado
protegerse
de ella); otras, había sido uno de los encargados de frenarla. En cualquier caso, se trataba de una experiencia que conocía desde su juventud. Sin embargo, no había extraído ninguna enseñanza útil: pensaba que siempre había sobrevivido por puro azar. Una muchedumbre aterrorizada no pertenece a la clase de cosas que un hombre puede aprender a resistir, de igual forma que no se puede aprender a caminar por la espiral de un ciclón.

Sucedió muy rápido. Al principio hubo un grito. Luego, varios más. Instantes después, Bosch tomó conciencia de todo el horror.

El Túnel sonaba.

Era un clamor profundo de campanas subterráneas, como si el suelo sobre el que se encontraban tuviera vida y hubiera decidido levantarse para demostrarlo.

La oscuridad le prohibía un conocimiento exacto de la situación, pero podía oír el repique de la estructura metálica del techo y de las paredes del telón que tenía más cerca. «Dios mío, el armazón se está cayendo», pensó.

Entonces comenzó el pánico.

Wuyters, el agente que había estado hablando con él segundos antes, fue arrastrado por una riada de gritos, bocas abiertas y manos crispadas que intentaban aferrar el aire. Un émbolo de cuerpos empujó a Bosch contra el cordón de la barandilla. Durante un atroz instante se imaginó aplastado por la estampida, pero, por fortuna, aquel torrencial flujo de humanidad no iba en su dirección: sólo querían abrirse paso. El miedo les impelía a correr ciegamente hacia el extremo final del Túnel. Los pivotes que sujetaban el cordón no cedieron y Bosch pudo agarrarse a ellos para evitar caer del otro lado.

Lo peor era no ver nada, pensaba. Lo peor era aquella tiniebla de carnaval obsceno en la que sólo era admisible un movimiento delicado. Era como estar encerrado con un león bajo una manta de lana.

Una mujer gritaba desaforadamente junto a él, pidiendo paso. El hecho de que su aliento oliera a tabaco fue un detalle estúpido que se aferró con fuerza indecible al cerebro aterrorizado de Bosch. Creyó entender que llevaba a un niño de la mano y que pedía, por favor, que el monstruo la respetara, que al menos, por favor, no devorara a su pequeño retoño. Entonces la vio hundirse (¿se agachó?, ¿fue absorbida?) y reaparecer enarbolando como una bandera una figurita trémula y lloriqueante. Vamos, vamos, llévatelo de aquí, deseó decirle, llévate a tu hijo de aquí. Se disponía a intentar ayudarla cuando recibió otro impacto y cayó hacia atrás por encima del cordón.

Sintió que caía en el vacío. La oscuridad más allá de la pasarela era tan profunda que sus ojos no podían medir la distancia que los separaba del daño. Aun así, colocó las manos de parapeto y recibió el golpe en las palmas. Por un instante ni siquiera supo qué había ocurrido, por qué se encontraba en aquella rara posición, flotando en un espacio plano. Luego comprendió que los claroscuros debían de estar apagados.

Tenía que ser así, porque a lo largo del Túnel no veía ni una sola luz, ni un solo resplandor. Los cuadros se habían disipado en la tiniebla. El se encontraba en el vientre de esa tiniebla.

Intentó ponerse de rodillas, pero algo lo empujó desde atrás. La cosa, o el grupo de ellas, cruzó junto a él como una exhalación. Alguien había descubierto que más allá de las cuerdas de la pasarela podía haber otra salida, y ahora todos corrían hacia aquel mundo remoto. Quizá fuera cierto que las salidas de emergencia de los cuadros podían ser utilizadas por el público: aunque se hallaban más lejos, el acceso a las mismas estaba mucho más despejado. El problema era encontrarlas.

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