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Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga, Policíaco

Clara y la penumbra (61 page)

BOOK: Clara y la penumbra
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—¿Están todos los cuadros en el aparcamiento ahora mismo?

—Todos. ¿Qué es lo que temes?

—¿Los localizadores de las furgonetas funcionan?

—Perfectamente. Tenemos las señales en pantalla ahora mismo.

—¿De todas?

Nikki habló con paciencia maternal.

—De todas, Lothar. No te preocupes más por Danielle. Está guardada en una furgoneta blindada y...

—¿Puedes decirme los cuadros que han sido evacuados?

—Naturalmente. —Nikki hizo pequeñas pausas tras cada uno de los títulos, y Bosch pensó que los leía en la pantalla—.
Betsabé, La niña en la ventana, La novia judía, Titus
y
Susana sorprendida por los ancianos.

—¿Sólo esos cinco?

—Sólo. Los demás estaban a punto de salir cuando la evacuación se suspendió.

—¿Las señales de los cinco vehículos aparecen correctamente en pantalla ahora mismo?

—Respuesta afirmativa. ¿Sucede algo, Lothar?

Bosch titubeaba con el auricular en la mano.

—¿Hay alguien más con los cuadros aparte del personal de' emergencia?

—Los vigilantes del aparcamiento. Y un equipo de Seguridad se dirige hacia allí. Llegarán en seguida.

Bosch podía creer eso. El hotel elegido para albergar a los cuadros era el Van Gogh, muy próximo al Barrio de los Museos. Se podía ir caminando desde el Museumplein.

—Martine me hace una seña —informó Nikki en ese momento—. Continuamos recibiendo las cinco señales, Lothar. Todo marcha bien, te lo aseguro. Están en el aparcamiento, esperando instrucciones.

¿Qué más le quedaba por preguntar? Sospechaba que el temor de la señorita Wood era infundado.

Rezaba para que, esta vez, Wood estuviera equivocada.

21.17 h

La sombra del conductor se agachó junto a Danielle. La oscuridad en aquella zona de la furgoneta era aún mayor y Danielle apenas logró entrever unos bonitos ojos azules y una rígida sonrisa.

—¿Te encuentras bien? —preguntó el hombre en nítido holandés.

—Sí.

—Menudo susto, ¿no?

Danielle asintió. El hombre, en cuclillas junto a su asiento, la miraba sonriente.

—¿Qué estamos esperando? —preguntó Danielle.

—Órdenes —dijo el hombre.

Ella no sabía por qué, pero aquella oscuridad y aquel silencio la atemorizaban un poco. Afortunadamente, el hombre parecía tranquilizador, con su amable sonrisa.

21.18 h

De repente a Bosch se le ocurrió otra pregunta.

—Nikki, ¿qué cuadro fue el
primero
en ser evacuado? ¿Lo sabemos?

Nikki se lo dijo.

—En menos de un minuto estaba en la furgoneta —añadió, risueña—. Todo un récord. El agente de evacuación se movió muy rápido... ¿Lothar...? ¿Sigues ahí...?

Un silencio.

Un silencio muy largo. Nikki pensó que la comunicación se había cortado. Entonces oyó de nuevo a Bosch.

—Nikki, escúchame con atención. Comunícate con Alfred y Thea... También con Gert Warfell. Se trata de una emergencia... No me hagas preguntas, por favor... Quiero que un equipo de Seguridad acordone el hotel en menos de diez minutos.. . Prioridad absoluta...

Cuando colgó, miró a su alrededor, aturdido. Un altavoz había empezado a distribuir frases de calma. El jefe de bomberos se dirigía al público para anunciar que lo sucedido no se debía a un desperfecto del Túnel y que no era de temer que volviera a ocurrir. La policía también pedía calma. Ésa era la petición general. Todo el mundo, en todas partes, intentaba calmarse. La gente alrededor de Bosch comenzaba a sonreír de nuevo. La tragedia se deslizaba suavemente hacia la anécdota.

Pero dentro de Bosch el horror proseguía.

Intuía que la señorita Wood tenía razón una vez más.

Nikki acababa de decirle que el cuadro que había sido evacuado en primer lugar era
Susana sorprendida por los ancianos.
Y Wood, momentos antes, le había dicho: «Es
Susana sorprendida por los ancianos. É
se es el cuadro que ha elegido esta vez, Lothar».

21.19 h

Después de llevarlos al Viejo Atelier e introducirlos en una de las cabinas de ensayo del primer sótano, el conductor había mostrado su permiso. Era una tarjeta color turquesa. Aquel permiso, decía, le facultaba para realizar los retoques precisos en el cuadro. Clara no fue la única sorprendida: observó que los Ancianos también miraban al conductor con extrañeza. ¿Significaba eso que era pintor?, preguntó el Primer Anciano, Leo Krupka (así se había presentado a Clara momentos antes), el lienzo que ella había visto en el aeropuerto de Schiphol. El conductor dijo que no era pintor, sólo uno de los encargados de mantener el cuadro en perfecto estado. ¿Y no era eso tarea de Conservación? (pregunta de Frank Rodino, el Segundo Anciano, alto y corpulento). Sí, pero también de Arte. Arte realizaba un «mantenimiento» con todas sus grandes obras, aunque no se preocupaba por la salud de las figuras sino por sus propias prioridades. El conductor tenía órdenes de evacuar el cuadro y guardarlo, en efecto, pero no sin antes ajustar su tensión. Una obra como aquélla no podía, sencillamente, empaquetarse y enviarse a casa.

El joven había sido muy eficaz. Casi coincidiendo con el inicio de aquel temblor que había sacudido las paredes del Túnel, se había acercado a ellos y había pronunciado en inglés la palabra «evacuación». Los condujo hacia el exterior y los guardó en la furgoneta con notable rapidez. Apenas se detuvo para entregarle un albornoz a Clara, que iba desnuda, con el óleo tensando su piel. Los Ancianos ni siquiera se habían despojado de los ropajes del cuadro. Luego, cuando cambiaron de furgoneta en el aparcamiento del hotel, les explicó que el Túnel había estado a punto de caerse y que sus órdenes eran evacuar el cuadro y llevarlo al Viejo Atelier. Hablaba un inglés culto y fluido teñido de un acento que Clara no lograba identificar. Era guapo, aunque quizá muy delgado, y lo más llamativo de su aspecto seguían siendo aquellos ojos en un azul muy tenue.

En la cabina de ensayo donde se encontraban había una mesa con un maletín y una bolsa de hule que parecían pertenecer al conductor. También estaban las cajas de etiquetas de las tres figuras. El conductor repartió las etiquetas y pidió que se las colocaran. Rodino, con su enorme corpulencia, tuvo dificultades para encorvarse y buscar su tobillo. Luego los hizo sentarse en sillas, como buenos alumnos, y él se quedó de pie junto a la mesa.

Les dijo que se llamaba Matt. Trabajaba en la Fundación haciendo un poco de todo.

—Justo lo que voy a hacer ahora. Un poco de todo.

Matt procuraba que las figuras lo comprendiesen. Continuamente buscaba en las miradas de Krupka y Clara —que no eran angloparlantes nativos— algún indicio de confusión, entonces repetía la frase, o si surgía alguna palabra oscura, hacía gestos, o la cambiaba por otra. Eso los obligaba a estar atentos, pese al cansancio que sentían. Se había quitado el chaleco verde con las palabras «Equipo de Evacuación», y se había quedado en camisa y pantalón. Ambos eran blancos. También el rostro. Todo Matt era un cúmulo de blancura.

—¿Qué vamos a hacer? —indagó Krupka.

—Os lo explico ahora.

Se dio la vuelta y abrió el maletín. Sacó algo. Eran unos papeles.

—Esto es una parte importante en el mantenimiento de tensión del cuadro, pero no me preguntéis por qué. Ya tenéis experiencia suficiente para saber que vuestra obligación consiste en acatar los deseos del artista, aunque parezcan absurdos.

Estaba repartiendo los papeles. Empezó por Krupka, siguió con Rodino y pasó a Clara. Sus ojos eran muy expresivos, enterrados en una máscara de piel tersa.

El papel contenía un pequeño
texto en
inglés. Se trataba de unas palabras que a Clara se le antojaron incomprensibles, una especie de divagación filosófica sobre el arte. Cada uno de ellos —explicó Matt— leería por turno mientras él grababa sus voces. Era importante leer bien, en voz alta y nítida. Si fuera necesario, la grabación se repetiría.

—Luego avanzaremos más —agregó.

21.25 h

Los peores presagios de Bosch se vieron cumplidos cuando el equipo de Seguridad llegó al hotel y encontró vacía la furgoneta de
Susana.
Fue entonces cuando descubrió de qué manera tan cuidadosa había sido planeado todo. Otra segunda furgoneta había estado esperando allí, y El Artista, sencillamente, había trasladado el cuadro a ella. La señal de la furgoneta estacionada continuaba llegando pero la obra ya no estaba en su interior. Por fortuna, uno de los vigilantes del aparcamiento le había visto realizar el traslado, y por ello contaban con la descripción de la segunda furgoneta. El vigilante afirmaba que en ella sólo viajaban el conductor y las figuras.

Van Hoore y Spaalze habían respondido de inmediato a las llamadas de Bosch. El agente de evacuación destinado a
Susana
se llamaba Matt Andersen, de veintisiete años, un individuo «eficiente, con experiencia, fuera de toda sospecha», según Spaalze. Sus huellas digitales, voz y medidas no correspondían con los datos morfométricos de El Artista, pero Bosch, que empezaba a comprender la cuantiosa ayuda que éste recibía desde la Fundación, no se interesó por ese aspecto. Era fácil para cualquier alto cargo acceder a los datos morfométricos y alterarlos.

—Lothar, yo no soy responsable... —temblaba la voz de Van Hoore en el auricular—. Si Spaalze asegura que Andersen es de fiar, yo
debo
creérmelo, ¿comprendes...?

—Tranquilo, Alfred. Ya sé que estás desconcertado. Yo también.

Van Hoore se había venido abajo. Parecía un niño lloriqueante salpicando de saliva el micrófono.

—¡Por Dios, Lothar, por Dios! ¡Yo mismo hablaré con Stein, si es preciso! ¡El equipo de evacuación está formado por agentes veteranos, gente de confianza...! ¡Dile a Stein, por favor, que...!

—Cálmate. Nadie es responsable.

Era cierto. O nadie, o todos. Mientras soportaba la angustia de Van Hoore desde el confesionario del auricular, Bosch iba de un lado a otro dando órdenes y explicaciones. Comprobó que los demás reaccionaban con la misma incredulidad que él. Lo inesperado no puede mezclarse con lo inesperado: un rayo no golpea dos veces en el mismo sitio. Warfell, por ejemplo, no supo pronunciar ni media palabra cuando Bosch le informó. Imposible, parecía exclamar su silencio. «La
única
tragedia permitida es la del Túnel, Lothar, ¿qué me vienes contando ahora? ¿Que uno de los cuadros
ha desaparecido?»
Con Benoit se llevó una sorpresa. Lo encontró en la calle, rodeado de policías antidisturbios, miembros de Protección Civil, bomberos y, probablemente, un destacamento entero de soldados, pero cuando se acercó a él, Benoit le hizo una seña, lo llevó aparte y le enseñó disimuladamente la etiqueta amarilla atada a su muñeca.

—No soy el señor Benoit —murmuró con voz gangosa y acento foráneo sujetando firmemente el codo de Bosch—. Soy un retrato suyo. El señor Benoit me ha dejado aquí en su lugar, pero no se lo diga a nadie, por favor...

Cuando se recuperó de la sorpresa, Bosch comprendió que Benoit debía de estar aún más angustiado que él, y había colocado aquella obra a modo de pantalla. Recordó el chiste del maniquí en el mostrador de la sección de reclamaciones. Se preguntó si el modelo sería el ugandés.

—Necesito hablar con el señor Benoit —le dijo Bosch.

—El señor Benoit está oyéndole ahora mismo —respondió el retrato. La cerublastina había hecho una magnífica labor: los rasgos eran exactos—. Tome mi radio, puede hablarle desde ella.

Benoit, en efecto, lo estaba oyendo todo. A juzgar por el tono de su voz, se encontraba en el nirvana absoluto: no ocurre nada, no tengo la culpa de nada, nada va a salir mal. Se negó a revelarle a Bosch el lugar donde se había escondido. Afirmó que no se trataba de una retirada sino de un repliegue táctico.

—¡El señor
Fuschus-Galismus
no nos contó
nada,
Lothar! —gimió—. Me refiero a lo del
Cristo
y el «terremoto» del Túnel. ¡Hoffmann sí lo sabía, pero nosotros no...!

El Artista también lo sabía, pensaba Bosch.

Cuando logró encajar alguna palabra entre la frenética verborrea de Benoit, explicó lo ocurrido con
Susana.
Benoit enmudeció repentinamente en el auricular.

—¡Lothar, dime que esto no es el fin del mundo!

—Lo es —dijo Bosch.

Prometió mantenerlo informado y le entregó la radio al retrato. En ese momento divisó un desfile de furgonetas penetrando en Museumplein: los cuadros evacuados regresaban. Estaban todos, excepto
Susana.
De una de las furgonetas se bajó Danielle. La niña era una cosa diminuta entre altísimos hombres de traje oscuro. Su pelo castaño, su cuerpo brillante de ocres y su rostro de mármol parecían una ilusión óptica. Lo primero que hizo al bajar del vehículo fue alzar el pie y comprobar que la radiante firma en su tobillo izquierdo seguía allí.

Bosch no pudo evitar sentir un nudo en la garganta al verla hacer eso. Comprendió lo
importante
que era para ella aquella maravillosa aventura, y por un momento casi estuvo de acuerdo con la decisión de sus padres. Sabía que no iba a poder abrazarla porque estaba pintada y llevaba encima la ropa del cuadro, pero se acercó.

Nielle iba de la mano del conductor de la furgoneta de evacuación, un hombre alto y fornido de agradable sonrisa. Estaba muy contenta. Al ver a Lothar, sus ojos rodeados de óleo blanco se dilataron.

—¡Tío Lothar!

Fue muy difícil convencerla de que no lo abrazara.

«¿Estás bien?», le preguntó él. Ella le dijo que sí. ¿Adónde la llevaban? La trasladaban a una de las
roulottes
de Arte: querían reunir a todos los cuadros allí antes de guardarlos en el hotel. No, no había tenido miedo. El conductor había estado con ella todo el tiempo y eso la había ayudado a no asustarse. Sus padres ya habían sido informados de que se encontraba bien. Quiso contarle a Bosch una anécdota, pero no pudo acabar de hacerlo (los agentes tenían prisa). Por lo visto, Roland se había puesto muy nervioso cuando le explicaron que su hija «no había sufrido desperfecto alguno». Roland ignoraba que ésa era la frase usual en relación con los cuadros y al principio había creído que se referían sólo a la pintura que cubría su piel. Su padre había replicado: «Me da igual si se ha desteñido o no. ¡Quiero saber qué tal se encuentra
mi hija!».
Aquellas palabras hacían reír a Danielle hasta las lágrimas. Bosch podía comprender la angustia de Roland, pero no lo compadecía. «Aguántate en nombre del arte», pensaba. Se despidió de su sobrina y la archivó en algún lugar seguro de su mente. No quería que nada lo estorbase en aquel momento.

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