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Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga, Policíaco

Clara y la penumbra (60 page)

BOOK: Clara y la penumbra
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Logró incorporarse y comprobó que no tenía ningún hueso roto. A su alrededor se agitaban sombras aturdidas. Intentó guiarlas, ya que él sí conocía la existencia de las salidas. Comenzó a gritar ante un público que era como una manada de elefantes en la oscuridad de una tormenta.

—¡Al fondo! ¡Al fondo!

Pero ¿al fondo de qué? La gente corría hacia las luces. Pero también era cierto que las luces se aproximaban. Un lápiz mágico pintó de blanco, con majestuosa rapidez, un rostro sudoroso y aterrado frente a Bosch. Luego la oscuridad añadió negro y el rostro desapareció. Otro pincel luminoso dibujó una mano abierta, el tejido de una camisa de verano, una silueta fugaz. Bosch, en medio de aquel Guernica del pánico, alzaba los brazos haciendo gestos de náufrago.

—Calma, calma —oyó.

Experimentó un notable alivio al distinguir palabras que significaban algo. Un jirón de coherencia con el que, al menos, podía establecer una comunicación. Y estaban las luces, sin duda eran linternas. Corrió hacia ellas como si la oscuridad que lo envolvía fuera un incendio y su cuerpo necesitara rociarse de resplandores. Apartó a empellones a alguien que también deseaba el privilegio de la luz. «La oscuridad es cruel —pensaba—. La oscuridad es inhumana —pensaba.»

—¡Soy Lothar Bosch! —exclamó. Se palpó la solapa de la chaqueta. Había perdido su tarjeta de identificación.

—Calma, calma —repitió la voz que regalaba luces.

Un rayo lo enfocó, cegándolo. No le importaba: deseaba
ser
cegado antes que seguir
ciego.
Alzó las manos mendigando luz.

—Calma, no ha ocurrido nada —decía la voz en inglés.

A él le daban ganas de reír. ¿No había ocurrido nada?

Y entonces se percató de que, en efecto, fuera lo que fuese lo que había sucedido, parecía haber cesado. Ya no oía la siniestra vibración de la estructura metálica del Túnel.

La linterna pintó otra cara: una mujer del público que sollozaba intentando hablar. Bosch contempló aquella máscara de la tragedia con el mismo detenimiento con que había contemplado los cuadros momentos antes.

Emergió tambaleándose desde el infierno del Túnel, guiado por las linternas salvadoras y tan desconcertado como la gente que lo rodeaba. Aún no había anochecido, incluso había dejado de llover, pero el techo compacto de nubes grises atenuaba la fuerza del ocaso. Bajo aquel cielo sin colores, la plazoleta, por el contrario, se había convertido en una hemorragia de pintura. Era como si el Rijksmuseum hubiese reventado y poblado la calle de sueños de Rembrandt.

La Mesa y la Criada del
Festín de Baltasar
se ponían los albornoces ayudadas por los técnicos de Conservación. El Rey Baltasar, enmascarado bajo el pesado turbante de óleo, jadeaba con roncos y sonoros gemidos. Los soldados de
La ronda nocturna
enarbolaban lanzas y mosquetes como un ejército de cadáveres y mostraban asombro bajo sus rostros sanguinolentos. La chica con la gallina en la cintura, desnuda y pintada de dorado, era una llama trémula al pie de la furgoneta. En el brazo opuesto de la herradura, los
Síndicos
buscaban el refugio de los vehículos y los estudiantes de
Lección de anatomía
corrían con sus gorgueras blancas. El cuerpo azul pálido de Kirsten Kirstenman era transportado en parihuelas. Los óleos se mezclaban con los hombres. Al aire libre, las obras maestras de Van Tysch parecían la pesadilla postrera de un pintor agonizante. ¿Dónde podía estar Danielle? ¿Dónde se había exhibido
La niña en la ventana?
Bosch no lo recordaba. Se hallaba completamente desorientado.

De improviso cayó en la cuenta de que su cuadro se encontraba después del
Festín.
Recordó que había decidido no detenerse en este último para llegar a ella cuanto antes.

Vio a un hombre de Conservación al que reconoció. Estaba colocando una etiqueta, con gestos nerviosos, en el cuello de Paula Kircher, el Ángel de
Jacob lucha contra el ángel.
Paula desplegaba unas enormes alas en destellante color perla, adosadas a su espalda como un monstruoso e inútil paracaídas. Otro ayudante corría a proteger su valiosa desnudez ocre con un albornoz, pero era imposible colocárselo sin quitarle las alas, de modo que Paula se envolvió con él como si fuera una toalla. La gente que pasaba a su lado golpeaba sus plumas con la cabeza o los hombros; un bombero le arrancó una con el casco. Fue Paula quien respondió a la frenética pregunta de Bosch: parecía considerablemente más tranquila que el tipo que la etiquetaba.

—Junto al
Cristo.

Señalaba una salida lateral. En aquel lugar no había ninguna furgoneta. «Dios mío, ¿dónde está? ¿La han evacuado ya?» Corrió hacia allí como un desesperado. Una agente de Seguridad del equipo de vigilantes internos estaba consolando a una mujer que, probablemente, era una persona y no un cuadro. Esto Bosch lo supo porque la mujer no estaba pintada. A su lado se hallaba una figura que

era un cuadro: ropajes morados y rostro como un cardenal velazqueño, quizás uno de los personajes de
La ronda.
Bosch interrumpió a la agente con frases rápidas.

—No lo sé, señor Bosch. Puede que la hayan evacuado ya, pero no lo sé. ¿Por qué no prueba a llamar al control por radio?

—No tengo radio.

—Tome la mía.

La muchacha se quitó el micro y se lo entregó. Mientras lo ajustaba a su oído derecho, Bosch percibió que su corazón interpretaba música de piano. Era su teléfono móvil repicando en el interior de la chaqueta. Bosch ignoraba cuándo había empezado a sonar. El aparato, de repente, enmudeció. Decidió no preocuparse por el momento de aquella llamada. Luego la localizaría.

«Calma, calma, calma. Lo primero es lo primero.»La operadora de radio arañó su oído de inmediato con una voz maravillosamente nítida. «Como la voz de un ángel en medio del desastre», pensó Bosch. Pidió hablar con Nikki Hartel, en la
roulotte A.
La operadora parecía más que dispuesta a obedecerle, pero necesitaba el dígito de clave que el propio Bosch, siguiendo instrucciones de la señorita Wood, había ordenado usar a todo el mundo para hablar por teléfono o radio con los altos cargos. «Mierda.» Cerró los ojos y se concentró mientras la operadora esperaba. Por razones de seguridad, no lo había anotado en ningún sitio: lo había aprendido de memoria, pero en otro siglo, en otra era, en un momento en que el universo y sus leyes eran diferentes, antes de que el orden fuera abolido por el caos y Rembrandt y sus obras asaltaran Amsterdam. Pero presumía de buena memoria. Lo recordó. La operadora lo verificó.

Cuando escuchó la voz de Nikki, casi tuvo ganas de llorar.

Nikki parecía encontrarse peor.

—¿Dónde te habías metido? —estalló su tono enérgico y juvenil en el auricular—. Aquí todos estábamos...

—Escucha, Nikki —cortó Bosch. Y se detuvo una fracción de segundo antes de proseguir.

«Sobre todo, es importante hablar con calma.»

—Supongo que tienes muchas cosas que contarme —dijo—. Pero, antes que nada, debo saber algo... ¿Dónde está Nielle? ¿Dónde está mi sobrina?

La respuesta de Nikki fue inmediata, como si hubiese esperado aquella pregunta desde el principio. Bosch agradeció una vez más su cuantiosa eficacia.

—A salvo, en la furgoneta de evacuación, no te preocupes. Todo está controlado. Lo que ocurre es que
La niña en la ventana
es un cuadro de una sola figura colocada libremente, como el
Titus
o la
Betsabé,
y por ello el equipo de Van Hoore la ha evacuado antes que otras pinturas más complicadas.

Bosch entendió perfectamente la explicación, y por un instante el alivio que sintió le impidió hablar. Entonces se dio cuenta de algo.

—Pero la mayor parte de los cuadros siguen aquí. Incluso están saliendo otra vez de las furgonetas. No lo entiendo.

—La evacuación se ha suspendido hace cinco minutos, Lothar.

—¿Qué? ¡Eso es absurdo...! El terremoto puede repetirse en cualquier momento... Y quizá los toldos no aguanten otra vez la...

Nikki lo interrumpió.

—No ha sido un terremoto. Tampoco un defecto en la construcción de los toldos, como pensábamos hace un momento. Hoffmann acaba de llamarnos. Se trata de un asunto de Arte que
todos
ignorábamos, incluyendo Conservación y la mayoría del propio personal de Arte... Algo relacionado con el cuadro de
Cristo,
que, al parecer, era una
acción
interactiva con efectos especiales y nadie lo sabía.

—¡Pero el Túnel se tambaleó de arriba abajo, Nikki! ¡Estaba a punto de caerse!

—Sí, aquí en la
roulotte
lo notamos porque los monitores vibraron, pero, por lo visto, no se hubiera
caído jamás.
Era un truco. Al menos, eso asegura Hoffmann. Afirma que todo estaba bajo control, que los cuadros no han sufrido desperfectos, y que no comprende muy bien por qué se ha desatado esta oleada de pánico. Insiste en que el movimiento del Túnel no fue tan violento y que resultaba obvio que se trataba de un detalle artístico porque comenzaba justo después de que el
Cristo
«expiraba» en la cruz lanzando un grito...

Bosch recordó en ese momento que todo había comenzado con un grito.

—En fin —dijo Nikki—, aquí no hemos entendido nada, claro, pero se trata de arte moderno y no hay que intentar entenderlo, ¿no...? Ah, y al Maestro y a Stein no hay quien los localice. Y Benoit está que se sube por las paredes...

Pese al doble alivio que sentía al saber que Danielle se encontraba a salvo y que la aparente catástrofe había sido menos grave de lo que imaginaba, algo semejante a la irritación empezaba a dominar a Bosch. Miró a su alrededor contemplando, bajo la creciente oscuridad de la tarde, las luces parpadeantes y el tumulto de policías más allá de las vallas. Oyó el lamento de las sirenas de ambulancias. Percibió la confusión que se adivinaba en el rostro de los cuadros, conservadores, agentes de Seguridad, técnicos y visitantes; el desconcierto y el miedo reflejado en los ojos de la gente con la que había compartido aquellos minutos angustiosos. ¿Un
truco
de Arte? ¿Un
detalle artístico?
¿Y los cuadros
no habían sufrido desperfectos?
«Pero ¿y el público, Hoffmann? ¿Te olvidas del público?» ¡Posiblemente había gente malherida...! No podía comprenderlo.

—¿Lothar?

—Sí, Nikki, dime —respondió Bosch, aún indignado.

—Lothar, antes de que se me olvide: nos ha llamado ¡a señorita Wood por lo menos cien veces. Quiere saber, y cito textualmente, «dónde diablos te metes y por qué no respondes al teléfono» ... Aquí hemos procurado explicarle lo sucedido, pero ya sabes cómo es la jefa cuando se enfada. Empezó a maldecirnos a todos. Le daba igual que el mundo se hubiera hundido y que tú te encontraras debajo, quería hablar contigo, sólo contigo, nada más que contigo. Urgentemente. Ahora mismo. ¿Sabes su número?

—Sí, creo que sí.

—Si aprietas el botón de llamadas perdidas, saldrá ella con toda seguridad. Que te sea leve.

—Gracias, Nikki.

Mientras marcaba el número de Wood, Bosch consultó la hora: 21.12. Un repentino golpe de brisa con olor a óleo agitó los faldones de su chaqueta y bañó su espalda sudorosa, haciéndolo sentirse mejor. Observó que los técnicos de Arte estaban trasladando a los cuadros fuera de la plazoleta. Sin duda pensaban reunidos en las
roulottes.
Casi todos los cuadros llevaban albornoces. Las alas del Ángel brillaban entre la multitud.

Se preguntó qué sería eso tan importante que Wood tenía que decirle.

Se llevó el teléfono al oído y esperó.

21.12 h

Danielle Bosch se encontraba en el interior de la furgoneta a oscuras. El vehículo se había detenido en algún sitio pero ella no sabía por qué. Supuso que quizás el conductor esperaba la llegada de alguien. Lo cierto era que el tipo no hablaba con ella, no le explicaba nada. Se limitaba a permanecer sentado en silencio tras el volante, en la oscuridad, una silueta apenas recortada por el débil resplandor del parabrisas. Danielle, en su asiento, asegurada con cuatro cinturones, respiraba tranquila intentando mantener la calma. Aún seguía vestida con el largo camisón blanco de
La niña en la ventana
y pintada con las cuatro espesas capas de óleo que exigía su figura. Cuando sintió el terremoto pensó que alguna de las capas se habría desprendido de su piel, pero ahora comprobaba que no era cierto. Se había puesto a recordar a sus padres. Una vez pasado el susto, tenía ganas de hablar con ellos y también con su tío Lothar para decirles que se encontraba bien. En realidad, no le había ocurrido nada: instantes después de que el Túnel hubo empezado a temblar, aquel señor tan amable se había acercado a ella y la había guiado hacia el exterior iluminando el camino con una linterna. Luego, tras asegurarla al asiento de la parte trasera de la furgoneta, había salido de Museumplein. Danielle ignoraba qué camino habían tomado. Ahora, tras aparcar en la oscuridad, el conductor esperaba.

De repente su silueta se movió, se puso en pie y miró hacia donde ella estaba. La niña lo contempló un poco inquieta. Era un hombre alto y, al parecer, muy fuerte. Entonces se acercó.

A la escasa luz que aún persistía en el interior del vehículo, Danielle pudo comprobar que el hombre sonreía.

21.15 h

Inmediatamente después de hablar con Wood, Lothar Bosch se puso en contacto con Nikki a través del micro. Sus manos temblaban.

«Es imposible. April se equivoca esta vez.»Nikki se mostró tan sorprendida como él ante su primera pregunta.

—¿Los cuadros evacuados? Por Dios, Lothar, están perfectamente. Un poco asustados, supongo, pero sin desperfectos. Los han trasladado al hotel, pero no están recogidos. Continúan dentro de las furgonetas estacionadas en el aparcamiento del hotel.

Se trataba de una medida adicional de seguridad. Los cuadros sólo podían ser guardados en las habitaciones por el personal correspondiente. La única responsabilidad del equipo de evacuación consistía en alejarlos de un posible peligro.

—Así pues, ¿se encuentran en el aparcamiento del hotel? —insistió Bosch.

—Exacto. Se discutió en la última reunión, ¿recuerdas? Decidimos descartar el traslado inmediato al Viejo Atelier porque Alfred dijo que el Atelier estaría vacío y cerrado esta noche y no queríamos añadir personal de guardia...

Bosch lo recordaba. Hubiera colgado en ese momento, pero las órdenes de Wood eran tajantes: tenía que asegurarse.

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