Read Clara y la penumbra Online

Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga, Policíaco

Clara y la penumbra (65 page)

BOOK: Clara y la penumbra
12.83Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—April, no entiendo...

—Yo tampoco lo entendía —dijo Wood—, pero ahora sí. Tendrías que verlo, Lothar. Tendrías que estar aquí y verlo... Se titula
La penumbra
y es... Es un cuadro
muy
hermoso... La obra
más hermosa y personal
de Van Tysch... Un autorretrato biográfico. Hasta las tachaduras de los dibujos de su padre están presentes... Deberías verlo, Lothar... ¡Dios mío, deberías ver esto...!

«April, deberías ver esto —pensó—. ¡April, por Dios, deberías ver esto!»El rostro de Jan Wuyters, teñido de rojo, pintado de sudor y de miedo, se hallaba frente a él.

—¡Señor Bosch, está
cortando
a la chica...! ¿Qué hacemos...?

La cabina se hallaba insonorizada. Sin embargo, Bosch podría haber jurado que los gritos de la muchacha, puros como finísimas agujas, traspasaban las paredes como espectros y se clavaban en sus tímpanos. Aquel estruendo silencioso lo ensordecía aún más que las exclamaciones horrorizadas de Wuyters o las frenéticas órdenes de Wood.

«¡Ya no eres policía, Lothar! —le había dicho ella antes de colgar—. Trabajas para Arte y para el Maestro. ¡Ordena a tus hombres que protejan a Baldi cuando termine, y tráelo a Edenburg sano y salvo!»El teléfono emitía ahora un silbido discontinuo.

«Lo que hay dentro de esa habitación no son malditas obras de arte, sino seres humanos... ¡Y ese tipo se los está cargando! ¡Los está cortando a trozos como reses en un matadero...! ¡No son obras de arte, no son obras de arte! ¡Nunca lo fueron...!»Él hubiera querido decirle todo eso, pero ella ya había colgado. El silencio de Wood era terrible, cruel. Pero qué importaba. Toda su vida había sido un modesto fracaso. Se sentía enfermo, hostigado por las náuseas. No había tenido verdadera categoría para situarse entre los grandes. Por si fuera poco, el único trabajo importante de su vida se lo había dado Van Tysch. Su hermano lo superaba con creces: Roland sí que había sabido labrarse un porvenir. Tener un sueldo decente era una cosa, pero las convicciones... ¿Dónde quedaban las convicciones?

Baldi había terminado con la muchacha y se había puesto en pie (oh, pura llama virginal). Ahora hacía algo en la mesa. Quizá jugar con dinero, porque soltaba monedas y cogía otras. No: estaba cambiando de cuchilla para cortar la siguiente figura. No había sangre por ninguna parte. Qué ser más puro, más luminoso. Qué perfección en todos sus rasgos. Qué belleza. La belleza, en efecto, puede ser terrible. Un poeta alemán lo decía: Hendrickje acostumbraba a leerlo. Bosch no leía a los poetas alemanes ni comprendía el arte moderno, pero era capaz de no sonrojarse cuando le pedían opinión sobre un Ferrucioli, un Rayback o un Mavalaki. Caramba, no era tan culto como Hendrickje, no tanto, quizá, como su padre hubiese querido. Pero sabía apreciar la belleza.

Baldi era bello como un amanecer nevado en las afueras.

Bosch miraba a Baldi. Había apartado la vista de la chica. No quería mirar la obra. Aún no, porque no estaba acabada.

«No son obras de arte. Ningún ser humano es arte. El arte no es humano. O sí lo es. No importa lo que sea. Lo que importa, lo que verdaderamente importa es...»Apartó el teléfono del oído y lo contempló como si no supiera lo que significaba, allí, colocado sobre su palma, aquel enigmático aparato.

«... Lo importante son las personas.»Al fin y al cabo, qué más daba. El error había sido de Stein, por haber confiado en un individuo tan mediocre como él. Van Tysch nunca lo hubiese contratado, por supuesto. Se sentía grotesco y vulgar, un niño grande examinando con guantes de estopa unas filigranas de cristal. Aquella vulgaridad le repugnaba. Hendrickje había conocido su vulgaridad. Quizá por eso él siempre había pensado que ella lo detestaba. Ahora también lo detestaba la señorita Wood. Resultaba curioso comprobar cómo podían detestarte de improviso los espíritus elevados. El desprecio era un rayo procedente de los dioses. Con cuánta conmiseración sonreían al verte, cuánta paciencia advertía en sus miradas. Hendrickje y la señorita Wood, Van Tysch, Stein y Baldi, Roland, incluso Danielle: todos pertenecían a la raza superior, la de los elegidos, la de aquellos que

comprendían la vida y el arte y podían otorgar a ambos un significado. Él había nacido para protegerlos, a ellos y sus obras, y ni siquiera eso sabía hacer.

Lanzó un suspiro y miró tristemente el semblante desencajado del joven Wuyters.

—Guarda el arma, Jan. No intervendremos. Ese tipo trabaja para Van Tysch. Está haciendo una obra de arte.

—No lo entiendo —murmuró Wuyters, lívido, mirando hacia el interior de la cámara.

—Ya lo sé, yo tampoco —dijo Bosch. Y agregó—: Es arte moderno.

22.01 h

Póstumo Baldi, El Artista, no era un creador sino una herramienta de la creación, como los seres que ahora destruía. Alguna vez le tocaría a él, y sabía que estaba dispuesto. Era una bolsa vacía, y precisaba llenarse con cosas ajenas. Siempre había sido así. Intentaba ser mejor cada día, desarrollar su perfección para amoldarse a los deseos del artista. Un papel en blanco, como lo llamaba el Maestro.

Había llegado hasta aquel punto después de largo tiempo. Ahora todo consistía en avanzar. La preparación con Van Tysch había sido exquisita: ni un sólo error, todo perfecto, todo deslizándose con suavidad. Era mérito del pintor, pero también suyo. Van Tysch había depositado su mano sobre él, y él (un prodigioso guante) se había adaptado a sus formas. Su madre también había sido un lienzo extraordinario, aunque menospreciado. Él estaba llegando a una cima que ella nunca hubiese soñado. Dentro de veinticuatro mil años seguiría hablándose de Póstumo Baldi, de la forma en que llevó a cabo, con absoluta perfección, todas las instrucciones del Maestro, y de cómo se había convertido en El Artista sin serlo verdaderamente. Se hablaría durante siglos de la manera en que había ejecutado los oscuros designios del pintor más importante de todos los tiempos. Porque llega un momento en que
obra y pintor se confunden.

Jan van Obber le había dicho alguna vez que era ambicioso. Baldi lo admitía de buen grado. Claro que lo era. Una bolsa vacía se expande con el aire, a fin de cuentas.

Con delicada pulcritud había aproximado la hoja giratoria a la cara de la figura femenina. La chica lanzó un grito. Todos gritaban en aquel punto. Póstumo sufría con ellos, se horrorizaba, se dejaba arrastrar por la riada brutal del espanto que él mismo convocaba. Póstumo era terso como la piel que cortaba en franjas lineales siempre perfectas («No lo olvides —le había dicho Van Tysch—, cuatro aspas y dos cortes en paralelo. Hazlo siempre igual»). Podía comprender el dolor del lienzo al ser hendido hasta la raíz. El Maestro deseaba que el lienzo también lo comprendiese, y Póstumo procuraba que los cuadros estuvieran vivos y casi conscientes de lo que les iba a suceder, de lo que les estaba sucediendo. No era crueldad, por supuesto, sino arte. Y él no era un asesino, sólo un lápiz muy afilado. Había matado y torturado siguiendo instrucciones precisas de dibujo. Había sufrido y llorado con los lienzos. Y cuando llegara el momento, si era necesario, se sometería también al terrible rigor del acero.

Los ojos de la muchacha de pelo pintado de rojo bizqueaban cuando Póstumo acercó la cuchilla a su rostro.

De repente comprendió su error.

La hoja que había elegido no era la apropiada. Había pensado destruir primero la figura más grande, la del Segundo Anciano, pero había cambiado de opinión al final y se había decidido por la femenina. Sin embargo, el cortalienzos estaba preparado para la más gruesa. Si la cortaba con aquella hoja, sería como desintegrar su rostro en un cúmulo de astillas. No quería pulverizarlo: era necesario marcar bien las aspas.

Soltó con delicadeza el mechón de cabellos, apagó el motor y se incorporó. Regresó a la mesa y buscó la hoja más fina. Empleaba distintas clases de cuchillas, a veces para cada parte del cuerpo, según la estructura de los huesos. Con los gemelos apenas había necesitado realizar un cambio, pero con la adolescente el proceso había sido penoso porque era una anatomía nimia, casi etérea. No quería recordar los sucesivos cambios de cuchillas que había requerido la destrucción de
Desfloración,
las interrupciones con el cuerpo de la niña cortado a medias, la sangre fulgurando bombeada por un corazón que aún latía. El uso de distintos cortalienzos hubiera facilitado su tarea, pero no podía arriesgarse a llevar tantos objetos encima. Su trabajo era minucioso, y la lentitud, casi obligatoria.

Encontró la cuchilla que necesitaba. Se hallaba junto a la cámara de vídeo
-
escáner que había sacado de la bolsa de hule, con la que después filmaría los destrozos. A su espalda, los lienzos parecían dormidos por fin. No había problema: con el primer corte despertarían.

Desprendió la cuchilla más gruesa del huso metálico y la arrojó a la mesa. Colocó la cuchilla más fina. Encendió el motor para probarla.

Dio la vuelta y se dirigió de nuevo hacia la chica.

22.02 h

Estaba a punto de cruzarlo.

El espejo. Por fin.

Se había acercado a su superficie lisa y gélida y comprobaba que aquel mundo de témpano era fascinante. Sentía miedo, por supuesto, el miedo de abrir la puerta de una habitación clausurada y penetrar en la oscuridad. El miedo de una niña pequeña: una sensación desagradable y tentadora a la vez, el dulce oculto en la casita de chocolate de la bruja. Ven, Clara, y cógelo. Y ella daría los pasos necesarios y lo cogería, pasara lo que pasara. Haría cualquier cosa con tal de obtener la merecida y terrible recompensa.

—«Mírate en el espejo —ordenaba el pintor. Sus ojos eran incoloros y su blancura infinita—. Mírate en el espejo —repetía.»Matt la había soltado un momento antes, pero ahora cogía sus cabellos de nuevo y aproximaba a su rostro aquel extraño aparato giratorio y ensordecedor.

Sabía que
eso
que iba a contemplar, eso que estaba a punto de contemplar, era
lo horrible.
El último retoque a su cuerpo en la gran obra de su vida. «Vamos allá —se dijo—. Vamos allá. Tengamos valor.» ¿Qué otra cosa era el arte
de verdad,
qué otra cosa era la obra maestra, sino el profundo resultado de la pasión y el coraje?

Tomó aliento y alzó más el rostro, lo presentó al sacrificio como si corriera hacia un padre cariñoso que le tendiera los brazos.

Lo horrible. Por fin.

En ese instante se produjo el estrépito y todo terminó para ella.

22.05 h

Bosch había disparado directamente a través del cristal. Por el suelo de la cámara rodaba ahora un cilindro con vida propia. El cortalienzos seguía encendido y la hoja aserraba el aire con rabia.

Wuyters, que había guardado el arma obedeciendo sus órdenes, lo miraba con intensa sorpresa. Bosch no había querido mezclarlo en lo que había decidido hacer. Era preciso que el único culpable fuera él. Un prurito de antiguo policía lo había impulsado a asegurarse de que Wuyters siguiera cumpliendo con su deber hasta el último momento.

Todo había terminado, pero Bosch seguía inmóvil. No bajó la pistola ni siquiera cuando le dijeron que Baldi había muerto. Tampoco lo hizo cuando le aseguraron que los lienzos se hallaban fuera de peligro, que Baldi no había llegado a cortar a la muchacha en su segundo intento, cuando cambió de cuchilla después de que Wuyters y él creyeran que la había cortado. El eco del disparo ya se había extinguido, el estrépito del cristal roto también, pero Bosch aún mantenía el arma en alto.

Era curioso —pensaba— lo que había ocurrido con Baldi. Él había visto cómo su cabeza recibía el disparo y la sangre saltando como pintura, pero no había distinguido ningún destrozo de vísceras, nada realmente terrible: sólo aquella mancha roja tiñéndolo todo, ensuciando la blancura tersa de su cráneo. Recordó que, de niño, un tintero que había manejado con torpeza había producido el mismo efecto sobre su cuaderno de dibujo. Suponía que la cerublastina era la responsable de aquella pulcritud. Observó, a través de la ventana rota, cómo uno de los agentes apartaba los trozos de la máscara desvelando la destrucción. Por dentro, Baldi ya no tenía cara. Su cerebro semejaba papel roto. «Lo siento —pensó Bosch mirando aquella cosa antiestética, aquel garabato de huesos y tejidos blancos—. Lo siento. Me he cargado el lienzo.» Sabía perfectamente que Baldi no era culpable. Sabía que el arte no era culpable. Tampoco Van Tysch: Van Tysch sólo era un genio.

El único culpable era él, Lothar Bosch. Un hombre vulgar.

Por fin logró bajar los brazos. Observó que Wuyters seguía a su lado, mirándolo.

—¿Sabes lo que ocurre, Jan? —le dijo Bosch con inmenso cansancio, a modo de explicación—. Que nunca me ha gustado el arte moderno.

22.19 h

Wood escuchó en silencio. Después colgó y se dirigió a Stein:

—Mi colaborador, Lothar Bosch, ha impedido que Bruno van Tysch acabe su obra póstuma. Se considera plenamente responsable y aceptará todas las consecuencias que se deriven de su conducta. También me ha dicho que ha decidido presentar su dimisión. —Hizo una pausa—. Le ruego que añada mi dimisión a la del señor Bosch, pero adjudíqueme
a mí
toda la responsabilidad en el asunto. No logré informar correctamente al señor Bosch sobre lo que estaba sucediendo y el señor Bosch actuó según un criterio erróneo. Soy la única responsable de lo sucedido. Muchas gracias.

Stein se echó a reír. Fue una risa silenciosa y poco alegre. Se asemejaba, en cierto modo, al llanto que había expresado momentos antes. Luego quedó en silencio. Su rostro expresaba una ligera contrariedad, como si se avergonzara de su propia conducta.

Sin aguardar otra respuesta, la señorita Wood se alejó hacia el fondo del pasillo embaldosado.

La mitad de luna que iluminaba la noche de Edenburg se había elevado más.

¿Quién, si yo gritara, me oiría desde las jerarquías de los ángeles?

RILKE

Durante un tiempo hubo sonidos. Luego se instaló el silencio.

Mientras doblaba los calcetines y los guardaba en la maleta, Lothar Bosch pensó que tal vez aquélla era la única paz y felicidad a la que personas como él podían aspirar en este mundo. No había nada mejor, se dijo, que alisar unos calcetines y colocarlos cuidadosamente en una maleta. Contempló el equipaje a medio hacer y la maleta bostezando sobre la cama. El sol de la terraza abierta de su dormitorio enviaba una Holanda fresca y acuática hacia su olfato. La cama, como un misterioso tablero blando de ajedrez, se hallaba cubierta de fichas: columnas de ropa interior, calcetines, libros y camisas. Bosch había comenzado el ritual con escasos ánimos, pero había terminado agradeciéndolo. Ya no le parecía tan mala la idea de pasar con Roland y su familia el resto del verano en Scheveningen. De hecho, incluso empezaba a apetecerle. Se había quedado sin trabajo, y era necesario, como decía su hermano, «empezar a vivir la vida del jubilado».

BOOK: Clara y la penumbra
12.83Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

I Was Waiting For You by Maxim Jakubowski
The Lost City of Z by David Grann
Breaking Point by Lesley Choyce
Simply Wicked by Kate Pearce
Furnace 3 - Death Sentence by Alexander Gordon Smith
New Boss at Birchfields by Henrietta Reid
Titanium by Linda Palmer