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Authors: Gabriel Chevallier

Tags: #Comedia, Humor, Satírica

Clochemerle (44 page)

BOOK: Clochemerle
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Hortense era feliz. Estaba ciegamente enamorada y no dudaba un solo instante de que Denis era un gran hombre. Además, era un gran hombre muy alegre. Después de destinar la mañana a enmarañar la vida de sus personajes alternando las corrupciones con las estafas y los asesinatos, se disponía, por la tarde, a divertirse como un chiquillo. Todos sus malos instintos se quedaban en los papeles. Esto le dejaba un excedente de encantadoras jocosidades que hacían las delicias de la joven esposa, la cual, por la gracia de un amor ferviente, llegaba a confundir su destino con los destinos novelescos de las ideales heroínas que tanto abundaban en la mente de Denis Pommier. Esta regla de vida permitió al matrimonio, enriquecido con dos hermosos hijos, vivir modestamente hasta el año 1928, en que murió Hyacinthe Girodot.

Pudo abrirse por fin la caja fuerte del notario y distribuir el contenido, que pasaba del doble de las previsiones más optimistas. Así se rehabilitan los avaros al morir, y en cambio se maldice a menudo el recuerdo de los seres generosos. Los herederos juzgaron que el notario, que había tenido suficientes ánimos para morir sin hacerles esperar demasiado, si no dejaba a la gente inconsolable, era merecedor no obstante, de sentidas manifestaciones de agradecimiento. Por otra parte, ¿no es una perfecta forma de altruismo convertir la muerte en una grata fiesta familiar? En este sentido, pues, la muerte de Girodot fue una obra maestra.

Pero no hay obra maestra que no haya costado a su autor grandes sufrimientos. Este fue el caso de Girodot, que murió desgarrado por el dolor de tener que dejar su dinero, y este dolor aceleró sin duda su muerte. Si tuvo un fin prematuro, el mérito o el honor de ello le corresponde a su hijo, Raoul Girodot, un muchacho execrable que, como decía su padre, "tenía el vicio en el cuerpo".

A los dieciocho años, este joven, resueltamente refractario al estudio, se instaló en Lyon para hacer las prácticas que debían conducirlo al notariado. Raoul Girodot, ya lo hemos dicho, tenía ideas muy claras sobre la manera de entender la vida. No se desvió un milímetro del programa que se había trazado, cuyo primer artículo prescribía no poner los pies en casa de un notario. Para la aplicación de ese programa contó siempre con el apoyo secreto de su madre, que, por una desviación del sentido femenino combinado con el amor materno, sentía por el muchacho una increíble debilidad, verdaderamente sorprendente en una mujer tan taciturna. Esto impele a preguntarse si no existe en esa propensión una inclinación vagamente incestuosa, por otra parte ignorada por la propia "notaría", pues su naturaleza se vengaba tardíamente de ciertas ineptitudes que habían arrojado a Girodot en brazos de las meretrices. Sea lo que fuere, Raoul Girodot le sacaba a su madre todo el dinero que ella guardaba celosamente en escondrijos secretos. En efecto, era costumbre entre las mujeres Tapoque-Dondelle ir apartando pequeñas cantidades, sin que lo supiera el marido, en previsión de que pudieran sobrevenir días malos, pues aquellas mujeres consideraban que los hombres, con su repugnante inclinación a correr tras las mozuelas, son capaces de todo, incluso de dejarse desplumar como un palomino atontado. Por otra parte, esta afición al ahorro alienta a las esposas a velar por la marcha de la casa, y, en consecuencia, todo el mundo sale beneficiado.

Pero llegó un momento en que ni los ahorros de la "notaría" ni las sustracciones efectuadas sobre el presupuesto casero bastaron para atender a las necesidades de Raoul Girodot. Para desgracia de sus familiares, el muchacho acababa de encontrar la hermosa y codiciada rubia con la que siempre había soñado. Fue algo irresistible, como la llamada de una vocación. La mujer, a la que sus íntimos llamaban Dady, tenía veintiséis años cuando Raoul la conoció y era la amante oficial de un sedero de Lyon, personaje rico e importante. Raoul Girodot se sintió trastornado por la elegancia de la dama, y las demostraciones de su ciencia amorosa acabaron de sorberle el seso. Por su parte, Dady no era insensible a tanta adoración, a tanta buena voluntad juvenil. Además, le era indispensable, como si se tratara de unos cuidados solícitos, distraerse un poco aparte de las dos o tres noches por semana que le concedía un hombre de cincuenta y siete años, el sedero Achille Muchecoin.

El adiestramiento de un adolescente ocupaba muy agradablemente las tardes de Dady, y a veces sus noches, pues, confiando en las metódicas costumbres del poderoso industrial, no tomaba ninguna precaución.

Pero no hay buenas costumbres que no se alteren. Una noche se presentó inopinadamente el señor Muchecoin. Abrió la puerta del pisito con su llave particular y encontró en la habitación de su amante a un jovenzuelo con tan sumario indumento, que resultaba verdaderamente difícil presentarlo como un primo que estaba de paso. Hubo un silencio embarazoso, pero el señor Muchecoin se mostró muy digno. Cubriendo de nuevo su calva con el sombrero en señal de desprecio y con las mejillas encendidas, dijo a Raoul Girodot:

—Ya que usted, joven, pretende, al parecer, gozar de los placeres de los hombres de mi edad, debe asimismo asumir las cargas. Así, pues, le dejo a usted al cuidado de atender a los pagos de madame, a quien presento por última vez mis respetos.

Dicho esto se marchó, dejando a la pareja en un embarazoso silencio y sin ánimos para solazarse de nuevo con sus entretenimientos.

—¡Pues que se vaya al cuerno! —exclamó la turbadora Dady una vez repuesta de su emoción—. ¡Ya encontraré otro!

Quería hablar del sucesor que, por razones financieras, tendría que dar al señor Muchecoin. Raoul Girodot afirmó que no habría otro sucesor que él y, cogiendo entre sus brazos a su bella amante, le explicó que su padre, un avariento notario, contaba con recursos inmensos, que constituían una sólida garantía para obtener algunos préstamos.

—¡Qué cosa más graciosa! —exclamó Dady riendo.

Lo que Dady consideraba gracioso era que el trabajo y el placer fueran la misma cosa. En su azarosa carrera, nunca había tenido ocasión de llegar a este sincronismo ideal. Pero esta vez sí lo logró, pues Raoul Girodot, que sólo tenía diecinueve años, se convirtió en el
entreteneur
de aquella hermosa mujer que brillaba de una manera deslumbradora en la galantería lionesa.

Seis meses después, un usurero despiadado se trasladó a Clochemerle para reclamar a Hyacinthe Girodot la cantidad de cincuenta mil francos que había adelantado a su hijo, como lo atestiguaban los recibos firmados por Raoul. De buenas a primeras, el notario quiso echar al usurero con cajas destempladas, pero éste le insinuó que "el muchacho podía dar con sus huesos en la cárcel". La "notaría", al oír esto, se desplomó desvanecida. El notario pagó, repitiendo los lamentos de Harpagon. Y el día siguiente se marchó a Lyon con el propósito de sorprender al culpable en compañía de su coima.

Los buscó y, naturalmente, los encontró juntos, pues no se separaban un momento. Sentados en el diván de un gran café, formaban una de esas envidiadas parejas, ensimismadas en su mutua adoración, cuyos cuerpos lavados, perfumados y siempre entrelazados, constituyen un magnífico pasatiempo. Se sonreían como cómplices que nada tienen que temer, se embromaban, se enzarzaban en pueriles disputas, se enfadaban, se reconciliaban y se besaban con un desembarazo absoluto, en presencia de un centenar de personas. Como ellos se sentían felices y encantados el uno del otro, cuanto ocurría a su alrededor les importaba un comino. No parecían aburrirse, pues disponían del inagotable caudal de las triviales necedades que constituyen el tema de los coloquios de los jóvenes enamorados para quienes las palabras y la acción en público no son más que un alto en el placer, y sólo el placer es lo importante.

Raoul Girodot había adquirido una tal desenvoltura en sus modales que su padre hubiera tenido motivos para enorgullecerse de él, si alevosamente herido por cincuenta mil francos, no sintiera por el hijo el vivo resentimiento que experimenta hacia su agresor un hombre apuñalado. Examinó de pies a cabeza a aquella mujer y tuvo que llegar a la conclusión de que, a pesar de haber engatusado a su hijo, era encantadora. Raoul había hecho su elección con el gusto de su padre.

"¡Y pensar que yo me estoy privando de estas cosas! —pensó Girodot—. Pero esto va a terminar…"

Sin embargo, aquella mujer le recordaba algo. Súbitamente la reconoció, se acordó de todo… Palideció. Y entonces se libró un doloroso combate entre su justa cólera y su hipocresía, escudo de una respetabilidad que consideraba el primero de los bienes, moralmente, se entiende.

Incluso para una bonita muchacha no tonta, que tal era el caso, carreras como la de Dady son siempre difíciles y están sujetas a grandes casualidades. Antes de elevarse a esa aristocracia de las cortesanas que constituyen las mujeres entretenidas, Dady, principiante, conoció días muy negros. Se la vio callejear de noche por los lugares céntricos de Lyon, buscona tímida y hambrienta que no encontraba siempre la ocasión de vender su cuerpo, a pesar de ser un hermoso cuerpo, sin ninguna imperfección. Sin embargo, la reputación de un cuerpo, como la del talento, sólo se obtiene después de un largo tiempo de divulgación. En aquellos tiempos, podía uno acostarse con Dady por cincuenta francos. Centenares de hombres se acostaron con ella a aquel precio, como se hubieran acostado con otra cualquiera, y a ninguno le pasó por la cabeza jactarse de ello. Más adelante, alguien descubrió los méritos de Dady. Entonces fue muy difícil acostarse con ella. Fueron muchos los que lo intentaron, costara lo que costara. En aquel momento, Dady fue lo bastante inteligente para comprender que era preciso conceder sus favores con una extrema parsimonia, medida de precaución que ella denominaba, no se sabe por qué, "el engaño de las daifas de postín". Desde entonces, una caudalosa corriente de esnobismo se orientó hacia Dady. La gran industria se la disputó, y se le entregaron íntegramente algunos balances de casas comerciales. La fama de mujer peligrosa la encumbró definitivamente al cénit de las más altas tarifas.

Parecerá, pues, extraño que hubiera aceptado los servicios de Raoul Girodot, cuyos recursos eran módicos y poco seguros. Pero en el caso de Raoul, Dady se ofrecía una fantasía. Además, en sus proyectos desempeñaba también un papel la idea del matrimonio, que siempre impresiona a la mujer, sea cual sea su situación. El apasionamiento de Raoul daba motivo a suponer que aquella idea no era totalmente desatinada. Pero había un impedimento que Dady ni siquiera sospechaba, un impedimento que hacia palidecer a Girodot padre en un rincón del café, desde donde observaba, sin ser visto, a su hijo y a su amante.

En sus tiempos oscuros, Dady había sido, en varias ocasiones, objeto de las "caridades secretas" del notario, y ésta era la espantosa realidad que acababa de serle revelada. Como es sabido, la contrapartida de aquellas caridades secretas consistía en unos servicios de una estricta intimidad. En este aspecto, el notario manifestaba unas exigencias tan especiales que era de todo punto inadmisible que su hijo llegara a enterarse. Ya puede imaginarse, pues, la terrible turbación de ese padre al que la amenaza de unas revelaciones vergonzosas impedía el estallido de una justa indignación. Oculto detrás de una columna del establecimiento, reflexionaba sobre las diferentes maneras de apartar a su hijo de aquella mujer, cuyos métodos de acción eran no solamente poderosos, sino corrosivos. Por haber experimentado antaño sus efectos soberanos sobre sus ya aplacados sentidos, estaba en condiciones de conjeturar lo que podía ocurrir tratándose de los inflamables sentidos de un hombre joven. En todo ello intervenía también un vago sentimiento de celos, que, sumado a la pérdida de cincuenta mil francos, atormentaba terriblemente al pobre hombre. Se daba cuenta de que, en aquel asunto, su dignidad se iba al garete.

Raoul y Dady se levantaron bruscamente y echaron una ojeada a las personas que había en el café. Raoul se dio cuenta de la presencia de su padre, mientras que Dady reconoció en aquel hombre desmedrado y envejecido a un antiguo cliente.

—¡Ahí está el viejo! —dijo Raoul a Dady indicándole a Girodot—. Tengo que hablar con él. ¡Márchate!

Se comprende, pues, cómo el notario de Clochemerle se vio atado de pies y manos por los secretos inconfesables que poseía Dady, cómo el temor a que ella hablara le impidió actuar y cómo Dady, cuando se dio cuenta de este temor, lo que no tardó en ocurrir, se sintió dueña de la situación y empujó a Raoul por el camino de los gastos locos, de los empréstitos sin medida y de las rebeliones arrogantes.

Para Girodot esto fue un calvario atroz. En dos años tuvo que enjugar deudas de Raoul por un total de doscientos cincuenta mil francos, aparte de las cantidades que el miserable le sacaba a su madre. En una ocasión el notario se cruzó con Dady en una calle de Lyon y aquella zorra inmunda que le roía el corazón, aquella asalariada confidente de sus vicios se atrevió a sonreírle. La vergüenza y la pena consumieron a Girodot. Por la puerta entreabierta de la caja de caudales de donde salía el dinero que le arrancaba la Mesalina de Lyon se le iba escurriendo la vida. Durante los últimos meses, su tez adquirió el tono de los viejos bronces expuestos a la intemperie hasta el punto que parecía que su sangre estuviera llena de cardenillo. Girodot murió a los cincuenta y seis años, roído por la amargura. Ya en el umbral de la eternidad, se despidió de la tierra murmurando:

—¡Esa sinvergüenza me ha chupado hasta la sangre!

Esta fórmula, manifiestamente oscura, fue atribuida al delirio. En seguida cayó en coma.

Una vez repartidos los bienes del notario, se vendió el despacho y la familia Girodot abandonó Clochemerle. Ya millonario, Denis Pommier tomó un gran piso en París, organizó recepciones, escribió cada vez menos y se hizo una envidiable reputación literaria.

Después de algunos años de una vida amorosa desordenada, Dady, doblada ya la treintena, pensó en cosas más serias y se casó con Raoul. Una vez esposa legítima, se notó en ella un cambio enorme, hasta que pasó finalmente al campo de las damas respetables donde brilló en primera fila por su intransigencia, censurando severamente los vestidos, los modales y las costumbres. Acabará por ser una buena ama de casa y ya controla los gastos del marido. En consecuencia, Raoul Girodot se ha visto obligado a buscar distracciones fuera de casa. Acaba de tomar una amante, también rubia, lozana y algo metidita en carnes, como era Dady a los diecinueve años. Esta, aburguesada y rolliza, le hace ahora escenas violentas. En el curso de sus disputas, ella suele decirle:

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