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Authors: Gabriel Chevallier

Tags: #Comedia, Humor, Satírica

Clochemerle (45 page)

BOOK: Clochemerle
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—¡Tú serás un viejo guarro como tu padre!

—¿Y cómo sabes —pregunta Raoul— que mi padre era un viejo guarro?

—¡No había más que verle! Y tú acabarás por parecerte a él.

Y es verdad. El joven Girodot, a medida que va envejeciendo, va pareciéndose más al difunto Girodot. Y por otra parte, aquel hijo indigno está ahora dispuesto a defender a su padre y a encontrarle cualidades que antes no había sabido verle en vida. Es la señal de que ha entrado en la madurez, que no está muy lejos de su propia conversión, de acomodarse en el tibio regazo de esa burguesía a la que está ligado por todas sus fibras. Estos sentimientos se manifestarán cuando, llegado su hijo a la mocedad, podrá inculcarle los rígidos principios de una moral directamente heredada del notario Girodot.

La viuda de éste, Philippine Girodot, buscó refugio en Dijon, cuna de los Tapoque- Dondelle, donde abundan las solteronas y las abuelas de la familia. En su compañía, la ex notaria se extiende en comentarios sobre las desgracias de la vida, las dolencias que la aquejan y los disgustos que le ocasionaron las sirvientas, lo que constituye la principal ocupación de esas personas medio retiradas del mundo. De todos modos, amenizan sus últimos años ingiriendo respetables cantidades de vino, el renombrado vino de Dijon, excelente con pastas secas.

En los días estivales, el cura Ponosse, ya de edad avanzada, pasa algunas horas en la umbría de su jardín, en compañía de su pipa, su breviario, una taza de café y una botellita de aguardiente. Pero la pipa se apaga porque el viejo sacerdote apenas tiene aliento, los dos dedos de aguardiente quedan en el vaso y el breviario permanece cerrado. Gozando de la paz friolera de los ancianos, el cura Ponosse medita sobre su vida, que llega a su término, y en esta retrospección se inspiran sus improvisadas pláticas, mejor adaptadas a su caso personal que las fórmulas litúrgicas. En posesión de una dilatada experiencia apostólica que le ha ido descubriendo, poco a poco, las reconditeces del alma, siente a su manera una gran compasión por la condición humana, que no es de índole malvada, según él, pues el hombre experimenta a menudo un sincero deseo de justicia y de apacible felicidad. Sin embargo, en esa búsqueda el hombre se extravía, como los ciegos cuyo bastón tropieza, al tantear el camino, con obstáculos o asperezas. Así pues, si bien es cierto que en su marcha vacilante para alcanzar el bien los hombres se comportan con una ciega ferocidad, esa ferocidad tal vez sea debida al exceso de sufrimientos y caídas.

Solo, en voz baja, el cura de Clochemerle eleva sus preces al Señor, intercediendo por todas sus ovejas:

—No, Señor, los clochemerlinos no son malos. Y yo tampoco soy malo, Señor, y Vos lo sabéis. Y, sin embargo…

Piensa entonces en los castigos que esperan a los pecadores impenitentes o sorprendidos por la muerte. Y dirige una pregunta al apacible cielo de Clochemerle, azul como el ropaje de la Virgen:

—¡Oh, Dios justo y bondadoso! ¿Acaso el infierno no está, en la Tierra?

Suspira, y, en un estado de recogimiento, examina sus propias culpas:

—En otros tiempos, ¡ay!, forniqué, ¡oh!, moderadamente y sin goce alguno, porque, ¿cómo gozar con Honorine? Pero, de todos modos, aún era demasiado, y me arrepiento. Con vuestra indulgencia infinita, Señor, sabréis discriminar las cosas. Sabéis que me concedisteis una complexión sanguínea exigente y, a pesar de ello, sólo pequé en último extremo. Me arrepiento con toda mi alma, Señor, de esos pecados de mi juventud, y os agradezco por haberme retirado hace mucho tiempo la peligrosa y detestable facultad viril, que a veces introdujo subrepticiamente la concupiscencia en las conversaciones que, para la salvación de su alma, mantenía con mis feligresas…

"Apiadaos, Señor, de la vieja Honorine cuando comparezca a vuestra presencia, lo que será en breve plazo. Atribuid, Señor, su conducta a la más admirable abnegación. El comportamiento de Honorine obedecía, más que a otra cosa, a impulsos caritativos, sobre todo si se tiene en cuenta que mis tratos con ella eran de una brevedad, que la pobre muchacha se sentía desilusionada, pues no era cuestión de esos goces preparatorios en que, al parecer, incurren los seglares y que hubieran sido, para un eclesiástico, el último grado de la caída. La conducta de Honorine ha impedido, por lo menos, que la vergüenza de mis vicisitudes haya causado daño a la Iglesia, y por ese motivo estoy cierto de que mucho le será perdonado a la fiel sirvienta…

"Asimismo, Señor, os agradezco que hayáis escogido a Clochemerle por cuna de la señora baronesa, que tan bondadosa se muestra conmigo, enviándome a buscar por su chófer una vez por semana para ir a cenar al castillo. A pesar de que en el castillo de la señora baronesa la cocina es suculenta, hago caso omiso de ello y no caigo en el pecado de la gula. Apenas como y no bebo en absoluto a causa de mi estómago. Pero me distraigo un poco en tan agradable compañía, y tengo la satisfacción de decir que en mi humilde persona se rinde homenaje a la Iglesia…

"¡Derramad, Señor, los bienes de la paz sobre vuestro viejo e imperfecto servidor! Que mi muerte sea dulce y tranquila. Vuestra hora, Señor, será mi hora. Pero os digo sinceramente que me apenará mucho abandonar a mis clochemerlinos, y esa buena gente llorará la muerte de su viejo Ponosse, que los conoce a todos, uno por uno. Después de tanto tiempo…

"Así, pues, Señor, no os deis prisa en llamarme. Dejadme todo el tiempo que os plazca en este valle de lágrimas. Aún puedo hacer muy buenas obras. Esta misma mañana he llevado la extremaunción a la vieja Mémé Boffet, la Mémé Boffet de los Cuatro Caminos, a más de tres kilómetros del pueblo, y he hecho el trayecto a pie, al ir y al volver. Es un decir, Señor…

Así piensa y murmura el viejo Ponosse, enflaquecido, con los cabellos blancos, moviendo lentamente la cabeza y temblándole las mandíbulas, en las que faltan casi todos los dientes. La mirada de sus ojos cansados vaga a lo lejos, más allá de la llanura de Saona, sobre la meseta de Dombes, en dirección a Ars, cuna del bienaventurado Vianney. Y eleva a aquel virtuoso modelo de los curas rurales una última invocación:

—Mi buen Jean-Baptiste, sed un hermano para mí y concededme la gracia de acabar mis días sin grandes sufrimientos, como un buen sacerdote. No pretendo, claro está, ser un santo como vos. Sería demasiado hermoso. Pero sí al menos un buen hombre, esperadme allá arriba en la puerta. Me conozco muy bien y sé que no me atrevería a entrar solo. Nadie se molestará en salir a recibir al pobre viejo Ponosse de Clochemerle, y en medio de una tal multitud no encontraría nunca el rincón donde están agrupados los clochemerlinos que, provistos de la absolución, he acompañado al cementerio. ¿Y qué haría yo en el cielo, bienaventurado Vianney, sin mis clochemerlinos? No conozco a nadie, a excepción de mis viñadores y de sus buenas mujeres…

Y hecha esta invocación, Ponosse, inclinando la cabeza sobre su pecho, se sume en un tibio sopor que le proporciona un goce anticipado de beatitudes sin fin.

En el mes de octubre de 1932, diez años después de la época en que comienza nuestro relato, dos hombres, una noche, se paseaban despacio, uno al lado del otro, por la plaza Mayor de Clochemerle-en-Beaujolais. Estos dos hombres eran los mismos que, diez años antes, se paseaban por la misma plaza y a la misma hora: Barthélemy Piéchut y Tafardel.

Pero los dos hombres habían cambiado, no tanto sin duda por los años transcurridos como por la evolución distinta de sus carreras. Entre ellos las diferencias sociales, que se deducen del aplomo en los modales, el tono, los ademanes y los detalles de la indumentaria, se acusaban más hondamente que antes. Por muchas señales indefinibles, el alcalde, llegado a senador, inspiraba un sentimiento de respeto. Esto no obedecía al modo de vestir, ni a una afectación de maneras o de lenguaje, sino al conjunto de su persona, a la sensación de fortaleza, de poder y de dominio de sí mismo que emanaba de ella. Un halo de seguridad y de salud aureolaba a Piéchut. Al verlo, se tenía la rara y satisfactoria impresión de encontrarse ante un hombre que ha triunfado completamente y que, convencido de que nada que proceda de él será discutido, puede gozar de su triunfo sin alzar el tono de voz, sin forzar la nota, en una especie de templanza amable y de efectos sedantes.

Al lado de su sencillez, la dignidad grandilocuente de Tafardel parecía en principio ridicula, pero se acababa por encontrarla conmovedora. Al fin y el cabo, los excesos de aquella dignidad no cumplían otra misión que la de suplir la falta de éxitos materiales del hombre, cuyos méritos no se traducían ciertamente en bienes ostensibles y sólidos, en funciones bien retribuidas ni en amistades brillantes. A tres años de su jubilación, Tafardel seguía siendo el intelectual puro, solitario, el probo republicano cuyos emolumentos no sobrepasaban los diecinueve mil francos anuales, lo que en Clochemerle constituía, no obstante, un ingreso más que suficiente, sobre todo teniendo en cuenta los gustos del maestro. Pero Tafardel no sabía sacar partido de sus honorarios. El sentido de la elegancia, especialmente, era para él una ciencia impenetrable. Un perfecto pedagogo tenía que llevar, a su juicio, un cuello de celuloide, una chaqueta de alpaca, un pantalón de cutí y un sombrero panamá. Estas prendas, adquiridas en un almacén de confección, se ajustaban a su cuerpo enjuto de una manera muy relativa. El brillo de la chaqueta y el encogimiento del pantalón frecuentemente lavado atestiguaban el inmoderado uso de la ropa. No es que Tafardel fuera avaro, pero en su juventud se formó en la dura escuela de la miseria y, más tarde, en la de los funcionarios mal retribuidos. Así, pues, contrajo para toda la vida unos hábitos de prudente economía y un desdén por las apariencias. Y, finalmente, su inclinación por el vino del Beaujolais, a consecuencia de la indignación que provocaron en él los acontecimientos de 1923, se unía al desorden de su indumentaria. De todos modos, su afición a los ricos caldos clochemerlinos conservó en él una encendida elocuencia y una agresiva fuerza de convicción que le salvaban de la apatía mental que, al llegar a los sesenta años, se apodera de muchos cerebros.

Aquella tarde, Piéchut, colmado de satisfacciones y de honores, contemplaba desde la terraza el bello panorama del Beaujolais, donde su nombre era ahora pronunciado con respeto. Evocaba el camino que únicamente con su ingenio emprendedor había recorrido desde hacía algunos años. Tafardel, enquistado en su modesto empleo, le servía de término de comparación para medir el alto grado de su encumbramiento. Y por esto se complacía siempre en departir con el maestro, ingenuo confidente con el cual no tenía necesidad de disimular. Tafardel, orgulloso de la confianza que le demostraba el senador, satisfecho de haber servido una causa que había obtenido tan brillantes victorias, como lo atestiguaban los éxitos del otro, seguía manifestándole una adhesión inquebrantable.

—Yo creo, señor Piéchut —dijo Tafardel—, que nuestros conciudadanos se van anquilosando. Habría que hacer algo para animar a esa gente.

—¿Qué podríamos hacer, mi buen Tafardel?

—No lo sé exactamente. Pero he pensado en dos o tres reformas…

Con un amistoso gesto de benevolencia, pero con firmeza, Piéchut lo interrumpió.

—Mi querido Tafardel, se han terminado las reformas. Al menos, para nosotros. Luchamos cuando teníamos que luchar, y otros lucharán después de nosotros. Hay que dar a los hombres el tiempo suficiente para digerir el progreso. En el orden existente, que está lejos de ser perfecto, hay, sin embargo, cosas buenas. Antes de destruir, hay que reflexionar…

Con un gesto circular, el senador designó las colinas que los rodeaban, a las cuales el sol enviaba sus últimos rayos.

—Vea el ejemplo que nos brinda la naturaleza —dijo gravemente—. ¡Qué apacibles son esos atardeceres después de los ardores del día! Hemos llegado al atardecer de nuestra vida, mi querido amigo. Mantengámonos en paz, no echemos a perder el crepúsculo de una existencia que no ha sido ociosa.

—Sin embargo, señor Piéchut… —intentó aún objetar Tafardel.

Piéchut no lo dejó terminar.

—¿Una reforma? Pues, sí, veo una…

Cogió a su confidente por la solapa de la chaqueta, donde las palmas académicas ponían una mancha violeta de una apreciable anchura.

—Esta cinta —dijo maliciosamente— vamos a convertirla en una roseta. ¿Qué le parece a usted mi reforma?

—¡Oh, señor Piéchut! —murmuró Tafardel, casi temblando.

Después la mirada del maestro se posó maquinalmente en la cinta roja que adornaba el ojal de la chaqueta del senador. Este sorprendió aquella mirada.

—¡Ah! ¿Quién sabe? —dijo Piéchut.

GABRIEL CHEVALLIER, (Lyon, 1895?-Cannes, 1969), fue un escritor francés que se dio a conocer en todo el mundo con la novela Clochemerle (1934), traducida a más de treinta lenguas y adaptada al cine, teatro y televisión. En 1914, a la edad de 16 años, se vio obligado a interrumpir los estudios de Bellas Artes al ser llamado a filas. En 1915 fue herido en Artois y se reincorporó a primera fila de combate, donde estuvo hasta el final de la guerra en 1918. De vuelta a la vida civil ejerció todo tipo de oficios: periodista, diseñador, representante, pequeño industrial, etc. Su primer libro, Durand voyageur de commerce, se publicó en 1929. Pero no fue hasta la aparición de su cuarto libro que el nombre de Gabriel Chevallier estuvo en boca de todos. Con Clochemerle obtuvo elogios tanto por parte del público como de la crítica. Hasta 1968 escribió más de veinte libros. Recientemente se ha recuperado en lengua española El miedo, uno de sus libros más poco conocidos. Se trata de un testimonio en primera persona de su participación en la Primera Guerra Mundial, que recibió encendidas críticas en Francia en el momento de su publicación en 1928 siendo acusado de antipatriota. Bernard Pivot, uno de los críticos literarios franceses de mayor prestigio, considera que "El miedo es uno de los mejores libros que existen sobre la Primera Guerra Mundial..

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