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Authors: Henri J. M. Nouwen

Tags: #Religión

Con el corazón en ascuas (2 page)

BOOK: Con el corazón en ascuas
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Pero ahora había muerto. Su cuerpo, que irradiaba luz, había sido destrozado por las manos de sus torturadores. Sus miembros habían sido descoyuntados por los instrumentos de la violencia y el odio, sus ojos se habían convertido en cuencas vacías, sus manos habían perdido la fuerza, y sus pies la firmeza. Se había convertido en un «don nadie» de tantos. Todo había quedado en nada… Le habían perdido; pero no sólo a él, sino que, juntamente con él, se habían perdido a sí mismos. La energía que había llenado sus días y sus noches les había abandonado por completo. Se habían convertido en dos seres humanos perdidos que caminaban hacia su hogar sin tener hogar, que regresaban hacia lo que se había transformado en un triste y oscuro recuerdo.

En muchos aspectos, nosotros somos como ellos. Y lo comprendemos cuando nos atrevemos a mirar en el centro mismo de nuestro ser y descubrimos nuestro extravío: ¿no estamos también nosotros perdidos?

Si hay una palabra que resuma nuestro dolor, es la palabra «pérdida». ¡Hemos perdido tanto…! A veces parece incluso que la vida no es más que una interminable serie de pérdidas. Cuando nacemos, perdemos la segura protección del seno materno; cuando empezamos a ir a la escuela, perdemos la tranquila seguridad de la vida familiar; cuando conseguimos nuestro primer trabajo, perdemos la libertad de la juventud; cuando contraemos el matrimonio o las órdenes sagradas, perdemos otra serie de posibilidades y opciones; y cuando envejecemos, perdemos nuestra buen aspecto, a nuestros viejos amigos y nuestro prestigio profesional. Cuando enfermamos o nos debilitamos, perdemos nuestra independencia física; y cuando morimos… ¡lo perdemos todo! ¡Y estas pérdidas forman parte de nuestra vida ordinaria! Pero ¿quién tiene una vida ordinaria? De hecho, las pérdidas que se instalan profundamente en nuestros corazones y en nuestras mentes son la pérdida de la intimidad por culpa de la separación; la pérdida de la seguridad por culpa de la violencia; la pérdida de la inocencia por culpa del abuso; la pérdida de la amistad por culpa de la traición; la pérdida del amor por culpa del abandono; la pérdida del hogar por culpa de la guerra; la pérdida del bienestar por culpa del hambre, el calor o el frío; la pérdida de los hijos por culpa de una enfermedad o un accidente; la pérdida del país por culpa de una revuelta política; la pérdida de la vida por culpa de un terremoto, una inundación, un accidente aéreo, un acto terrorista o una enfermedad…

Quizá muchas de estas pérdidas nos parezcan lejanas a la mayoría de nosotros, que tal vez nos enteramos de ellas a través de la prensa y la televisión; pero nadie puede escapar a las angustiosas pérdidas que forman parte de nuestra existencia diaria: la pérdida de nuestros sueños. Durante mucho tiempo nos habíamos creído personas afortunadas, apreciadas y profundamente queridas; habíamos aspirado a vivir una vida de generosidad, servicio y abnegación; nos habíamos propuesto ser compasivos, atentos y benévolos; habíamos soñado con ser personas conciliadoras y pacificadoras… Pero de algún modo —ni siquiera estamos seguros de cómo ocurrió— perdimos estos sueños… y resultamos ser personas preocupadas, angustiadas, aferradas a lo poco que teníamos e incapaces de hablar con los demás de otra cosa que no fueran los escándalos políticos, sociales y eclesiales de cada día. Esta pérdida de espíritu es muchas veces la pérdida más difícil de reconocer y de confesar.

Pero, por encima de cualesquiera otras pérdidas, está la pérdida de la fe: la pérdida del convencimiento de que nuestra vida tiene sentido. Durante un tiempo fuimos capaces de sobrellevar nuestras pérdidas e incluso de afrontarlas con entereza y perseverancia, porque las experimentábamos como pérdidas que acabarían acercándonos a Dios. El dolor y el sufrimiento eran soportables porque los considerábamos como un medio de poner a prueba nuestra fuerza de voluntad y hacer más profunda nuestra convicción.

Pero, a medida que envejecemos, descubrimos que lo que nos sirvió de apoyo durante tantos años —la oración, el culto, los sacramentos, la vida comunitaria y la clara conciencia de ser guiados por el amor de Dios— ha perdido su utilidad para nosotros. Las ideas acariciadas durante tanto tiempo, las mortificaciones pacientemente practicadas y las formas tradicionalmente reconocidas de celebrar la vida ya no calientan nuestro espíritu, y ya no comprendemos cómo ni por qué nos sentíamos tan motivados. Recordamos los tiempos en los que Jesús era tan real para nosotros que ni siquiera nos cuestionábamos su presencia en nuestras vidas. Él era nuestro más íntimo amigo, nuestro consejero y nuestro guía; él nos proporcionaba consuelo, valor y confianza. Podíamos hasta sentirlo, gustarlo y tocarlo… ¿Y ahora? Ahora ya no pensamos demasiado en él; ya no estamos deseosos de pasar largas horas en su presencia; ya no experimentamos ese sentimiento especial hacia él. Incluso nos preguntamos si será algo más que un personaje de un libro de cuentos. Muchos de nuestros amigos se ríen de él, se burlan de su nombre o, simplemente, le ignoran. Poco a poco, hemos llegado a la conclusión de que también para nosotros se ha convertido en un extraño… De algún modo, lo hemos perdido.

No pretendo sugerir que todas estas pérdidas nos afecten a todos y cada uno de nosotros. Pero, a medida que caminamos juntos y nos escuchamos unos a otros, no tardamos en descubrir que muchas de ellas, si no la mayoría, forman parte del camino, el nuestro o el de nuestros compañeros.

¿Qué hacemos con nuestras pérdidas? (ésta es la primera pregunta que hemos de afrontar): ¿tratamos de ignorarlas?; ¿seguimos viviendo como si no fueran reales?; ¿se las ocultamos a quienes nos acompañan en el camino?; ¿tratamos de convencer a los demás o a nosotros mismos de que nuestras pérdidas son poca cosa en comparación con nuestras ganancias?; ¿culpamos a alguien de ellas?… La verdad es que algo de eso hacemos casi siempre, aunque tenemos otra posibilidad: lamentarlo. Sí, debemos lamentar nuestras pérdidas. No podemos impedirlas por más que hagamos o hablemos, pero sí podemos verter lágrimas y afligirnos por ellas. Una aflicción que consiste en permitir que nuestras pérdidas nos arrebaten la sensación de protección y seguridad y nos conduzcan a la dolorosa verdad de nuestra imperfección. La aflicción nos hace experimentar el abismo de nuestra propia vida, en la que nada está establecido ni hay nada claro y evidente, sino que todo está moviéndose y cambiando constantemente.

Y al sentir el dolor de nuestras pérdidas, nuestros corazones afligidos nos hacen abrir los ojos interiores a un mundo en el que se sufren pérdidas que exceden con mucho nuestro reducido mundo de la familia, los amigos y los colegas. Es el mundo de los presos, los refugiados, los enfermos de sida, los niños que mueren de hambre y los innumerables seres humanos que viven atenazados por el miedo. Entonces el dolor de nuestros gimoteantes corazones nos conecta con el llanto y los gemidos de una humanidad que sufre. Y nuestro lamento se hace aún mayor que nosotros mismos.

Pero en medio de todo ese dolor se alza una voz realmente extraña, llamativa y sorprendente. Es la voz del que dice: «Dichosos los que lloran, porque ellos serán consolados». Esta es la inesperada noticia: nuestra aflicción encierra una bendición oculta. ¡No son objeto de bendición los que consuelan, sino los que sufren! De algún modo, a pesar de nuestras lágrimas, hay un regalo escondido. De algún modo, a pesar de nuestros lamentos, se dan los primeros pasos de la danza. De algún modo, el dolor que nos ocasionan nuestras pérdidas es parte de nuestros cantos de agradecimiento.

Llegamos a la Eucaristía con el corazón roto por muchas pérdidas, las nuestras y las del mundo. Como los dos discípulos que caminaban de regreso a su aldea, decimos: «Nosotros esperábamos…, pero hemos perdido la esperanza, y en su lugar han sobrevenido la tortura y la muerte». Nuestras cabezas ya no pueden mantenerse erguidas y mirando al frente, sino abatidas por el desánimo e inclinadas hacia el suelo.

Así es como se inicia el viaje. La cuestión es si nuestras pérdidas dan lugar en nosotros al resentimiento o al agradecimiento. Y lo cierto es que muchos optan por lo primero. Cuando uno se ve sacudido por una pérdida tras otra, es muy fácil convertirse en una persona desilusionada, airada, amargada y cada vez más resentida. Cuanto más viejos nos hacemos, tanto más fuerte es la tentación de decir: «La vida me ha engañado; ya no hay para mí futuro ni motivo alguno de esperanza; lo único que me queda es defender lo poco que tengo, para no perderlo todo…»

El resentimiento es una de las fuerzas más destructivas que hay en la vida. Es una fría ira que se instala en el centro mismo de nuestro ser y endurece nuestros corazones, pudiendo llegar a convertirse en una forma de vida que impregne de tal modo nuestras palabras y nuestras obras que ya no lo reconozcamos como tal.

Muchas veces me pregunto cómo sería mi vida si no hubiera ningún resentimiento en mi corazón. Estoy tan acostumbrado a hablar de las personas que no me gustan, a recordar cosas que me han hecho daño y a actuar con recelo y con temor, que ya no sé cómo sería mi vida si no hubiera en ella nada de lo que quejarme ni nadie a quien culpar. Mi corazón tiene aún muchos rincones que esconden mis resentimientos, y me pregunto si de veras querría vivir sin ellos. ¿Qué haría yo sin esos resentimientos? Por otra parte, hay muchos momentos en la vida en los que tengo la oportunidad de alimentarlos: antes incluso de desayunar, ya me he visto asaltado por sentimientos de sospecha y de envidia y por pensamientos sobre personas a las que prefiero evitar, y ya he hecho pequeños planes para vivir ese día a la defensiva.

Me pregunto si hay alguien que no albergue algún tipo de resentimientos. Y es que el resentimiento es una reacción tan obvia ante muchas de nuestras pérdidas… Lo malo, no obstante, es la presencia, en el interior mismo de la Iglesia, de muchos resentimientos, que constituyen uno de los aspectos más paralizadores de la comunidad cristiana.

Sin embargo, la Eucaristía presenta otra alternativa: la posibilidad de optar, no por el resentimiento, sino por el agradecimiento. Lamentar nuestras pérdidas es el primer paso para pasar del resentimiento al agradecimiento. Las lágrimas producidas por nuestra aflicción pueden ablandar nuestros endurecidos corazones y abrirnos a la posibilidad de dar gracias.

La palabra «Eucaristía» significa, literalmente, «acción de gracias». Celebrar la Eucaristía y vivir una vida eucarística tiene muchísimo que ver con el agradecimiento. Vivir eucarísticamente es vivir la vida como un don, como un regalo por el que uno está agradecido. Pero el agradecimiento no es la respuesta más obvia a la vida, sobre todo cuando experimentamos ésta como una serie de pérdidas. Sin embargo, él gran misterio que celebramos en la Eucaristía y que vivimos en una vida eucarística consiste precisamente en que, a través del dolor por nuestras pérdidas, llegamos a experimentar la vida como un don. La belleza y el valor inmenso de la vida están íntimamente relacionados con su fragilidad y su caducidad, como podemos experimentar cada día al tomar una flor en nuestras manos, al contemplar el vuelo de una mariposa o al acariciar a un bebé: su fragilidad y su precariedad son evidentes, y nuestro gozo guarda relación con ambas.

Comenzamos cada una de nuestras eucaristías suplicando la misericordia de Dios. Probablemente, no hay en la historia del cristianismo otra oración tan frecuente e íntimamente repetida como la súplica: «Señor, ten piedad», con la que no sólo se inician las liturgias eucarísticas de Occidente, sino que resuena también constantemente en las liturgias orientales. «Señor, ten piedad»,
«Kyrie Eleison», «Gospody Pomiloe»
… Es el grito del pueblo de Dios, el clamor de todos los contritos de corazón.

Pero sólo es posible articular este grito cuando estamos dispuestos a confesar que de algún modo nosotros mismos tenemos algo que ver con nuestras pérdidas. Pedir misericordia significa reconocer que el culpar de nuestras pérdidas a Dios, al mundo o a los demás no responde plenamente a lo que de verdad somos. Por de pronto, estamos dispuestos a asumir la responsabilidad incluso por el dolor que no hemos causado nosotros directamente; la acusación se convierte en reconocimiento del papel que desempeñamos en la imperfección humana. La petición de la misericordia de Dios brota de un corazón que sabe que esa imperfección humana no es una condición fatal de la que somos tristes víctimas, sino el fruto amargo de la decisión humana de decir «no» al amor. Los discípulos que regresaban a Emaús estaban tristes porque habían perdido a aquel en quien habían puesto toda su esperanza, pero también eran plenamente conscientes de que eran sus propios dirigentes quienes lo habían crucificado. De algún modo, sabían que su aflicción estaba relacionada con el mal; un mal que ellos podían reconocer en sus propios corazones.

Celebrar la Eucaristía exige de nosotros vivir en este mundo aceptando nuestra corresponsabilidad por el mal que nos rodea y nos invade. Mientras sigamos empeñados en quejarnos de los difíciles tiempos que nos ha tocado vivir, de las terribles situaciones que tenemos que aguantar y del insoportable destino que hemos de afrontar, jamás podremos llegar a la contrición, que sólo puede proceder de un corazón contrito. Cuando nuestras pérdidas son mero fruto del destino, nuestras ganancias son mero producto de la suerte. El destino no conduce a la contrición, ni la suerte al agradecimiento.

De hecho, tanto nuestros conflictos personales como los conflictos a escala regional, nacional o mundial son
nuestros
conflictos, y sólo podemos superarlos reivindicando nuestra responsabilidad respecto de ellos y optando por una vida de perdón, de paz y de amor.

El
Kyrie Eleison
—«Señor, ten piedad»— debe brotar de un corazón contrito. En contraste con un corazón endurecido, un corazón contrito es un corazón que no acusa, sino que reconoce su propia parte de culpa en el pecado del mundo y que, por eso mismo, está preparado para recibir la misericordia de Dios.

Recuerdo que, en el transcurso de un programa religioso de la televisión holandesa, el locutor, mientras vertía agua sobre una porción de tierra seca y árida, decía: «Fijaos cómo la tierra no puede recibir el agua y cómo no puede germinar semilla alguna». Luego, tras desmenuzar la tierra con sus manos y volver a verter agua sobre ella, dijo: «Sólo la tierra roturada puede recibir el agua y hacer germinar la semilla y dar fruto».

Cuando vi aquello, comprendí lo que significaba comenzar la Eucaristía con un corazón contrito, con un corazón roto y permeable al agua de la gracia de Dios.

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