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Authors: Henri J. M. Nouwen

Tags: #Religión

Con el corazón en ascuas (4 page)

BOOK: Con el corazón en ascuas
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Después de leer estas palabras, Jesús dijo: «Esta Escritura que acabáis de oír se ha cumplido hoy». De pronto, queda perfectamente claro que los pobres, los cautivos, los ciegos, y los oprimidos no son seres que anden por ahí, fuera de la sinagoga, y que algún día habrán de ser liberados, sino que son las personas que están escuchando en ese momento. Y es en esa escucha donde Dios se hace presente y sana.

La Palabra de Dios no es una palabra que debamos aplicar a nuestra vida diaria algún lejano día; es una palabra que nos sana en y a través de nuestra escucha, aquí y ahora.

Lo que hemos de preguntarnos, por lo tanto, es: ¿Cómo viene Dios a mí mientras escucho la palabra? ¿Cómo puedo discernir que la mano sanadora de Dios llega a mí a través de la palabra? ¿Cómo se transforman en este preciso momento mi tristeza, mi aflicción y mi llanto? ¿Siento cómo el fuego del amor de Dios purifica mi corazón y me da nueva vida? Estas preguntas me llevan al sacramento de la palabra, el lugar sagrado de la presencia real de Dios.

A primera vista, puede que esto suene bastante novedoso para quien que vive en una sociedad en la que el principal valor de la palabra es su «aplicabilidad». Pero la mayoría de nosotros ya sabemos, generalmente de manera inconsciente, del poder curativo y el poder destructor de la palabra hablada. Cuando alguien me dice: «Te quiero» o «te odio», no sólo recibo una información útil. Esas palabras hacen algo en mí. Hacen que mi sangre se altere, que mi corazón lata más deprisa, que mi respiración se acelere… Me hacen sentir y pensar de manera diferente. Me elevan a una nueva forma de ser y me dan un nuevo conocimiento de mí mismo. Estas palabras tienen el poder de sanarme o de destruirme.

Cuando Jesús se une a nosotros en el camino y nos explica las Escrituras, debemos escucharle con todo nuestro ser, confiando en que la palabra que nos creó también habrá de sanarnos. Dios desea hacérsenos presente y, de ese modo, transformar radicalmente nuestros medrosos corazones.

El carácter sacramental de la palabra hace a Dios presente, no sólo como una presencia personal e íntima, sino también como una presencia que nos asigna un lugar en la gran historia de la salvación. El Dios que se hace presente no es sólo el Dios de nuestro corazón, sino también el Dios de Abraham y Sara, de Isaac y de Rebeca, dé Jacob y de Lía; el Dios de Isaías y de Jeremías; el Dios de David y de Salomón; el Dios de Pedro y de Pablo, de Francisco de Asís y de Dorothy Day…: el Dios cuyo amor, que abarca el mundo entero, se nos revela en Jesús, nuestro compañero de viaje.

La palabra de la Eucaristía nos convierte en parte de la gran historia de nuestra salvación. Nuestras pequeñas historias son integradas en la gran historia de Dios, en la que se les asigna un lugar único. La palabra nos eleva por encima de nuestra mediocridad y nos hace ver que nuestra «vulgar» vida diaria es, de hecho, una vida sagrada que desempeña un papel esencial en el cumplimiento de las promesas de Dios. La palabra escrita y hablada de la Eucaristía nos permite decir con María: «Él ha mirado la humillación de su sierva. Por eso, desde ahora todas las generaciones me llamarán bienaventurada, porque el Todopoderoso ha hecho obras grandes por mí… acordándose de su misericordia, según lo que había prometido a nuestros padres, a Abraham y a su descendencia, para siempre».

Ahora vemos que la Eucaristía, tal como la celebramos en la sagrada liturgia, nos llama a una vida eucarística, a una vida en la que seamos continuamente conscientes de nuestro papel en la historia sagrada de la presencia redentora de Dios a través de todas las generaciones. La gran tentación que nos acecha consiste en negar nuestro papel de pueblo elegido, permitiendo quedar atrapados en las preocupaciones de la vida diaria. Sin la palabra, que no deja de elevarnos a la categoría de personas escogidas por Dios, nos quedamos o nos convertimos en pequeñas y pobres personas atrapadas en la miserable y dolorosa lucha diaria por sobrevivir. Sin la palabra que hace arder nuestros corazones, no podemos hacer mucho más que regresar a casa, resignados ante el triste hecho de que no hay nada nuevo bajo el sol. Sin la palabra, nuestra vida apenas tiene sentido, vitalidad ni energía. Sin la palabra no pasamos de ser personas insignificantes con inquietudes insignificantes, que viven una vida insignificante y mueren una muerte no menos insignificante. Sin la palabra, tal vez lleguemos a ser objeto de interés periodístico por un par de días, pero no habrá generaciones que nos llamen bienaventurados. Sin la palabra, nuestros esporádicos dolores y tristezas pueden extinguir el Espíritu dentro de nosotros y hacernos víctimas de la amargura y del resentimiento.

Necesitamos la palabra hablada y explicada por el que se une a nosotros en el camino y nos hace conocer su presencia, una presencia discernida ante todo en nuestros corazones en ascuas. Es esta presencia la que nos da el valor necesario para liberarnos de nuestra dureza de corazón y ser agradecidos. Y como personas agradecidas, podremos invitar a la intimidad de nuestro hogar a aquel que ha hecho arder nuestros corazones.

3. Invitar al Desconocido

«Yo creo»

A medida que escuchan al desconocido, algo cambia en los dos tristes viajeros. No sólo sienten que una nueva esperanza y una nueva alegría invaden lo más profundo de su ser, sino que su caminar se ha hecho menos vacilante. El desconocido ha dado un nuevo sentido a su marcha. «Ir a casa» ya no significa regresar al único lugar posible. La casa se ha convertido en algo más que un refugio necesario, en algo más que un lugar en el que quedarse mientras no sepan qué otra cosa pueden hacer. El desconocido ha dado a su viaje un nuevo significado. Su casa vacía se ha convertido en lugar de acogida, en lugar donde recibir invitados, en lugar donde proseguir la conversación que tan inesperadamente habían iniciado.

Cuando no haces más que sentir lo que has perdido, entonces todo a tu alrededor habla de ello. Los árboles, las flores, las nubes, las colinas y los valles…: todo refleja tu tristeza; todo llora contigo. Cuando tu amigo más querido ha muerto, toda la naturaleza habla de él. El viento susurra su nombre; las ramas, cargadas de hojas, lloran por él; y las dalias y los rododendros ofrecen sus pétalos para cubrir su cuerpo. Pero cuando caminas con alguien a tu lado, abriendo tu corazón a la misteriosa verdad de que la muerte de tu amigo no ha sido sólo un final, sino también un nuevo comienzo; ni sólo una cruel broma del destino, sino el camino que hay que recorrer necesariamente para acceder a la libertad; ni sólo una horrenda y maldita destrucción, sino un sufrimiento que conduce a la gloria…, entonces puedes discernir, poco a poco, una nueva canción que resuena en toda la creación, y el ir a casa responde al más profundo deseo de tu corazón.

De todas las palabras que dijo el desconocido, hay una que permanece en la mente de los viajeros: «Gloria». «¿No tenía el Mesías», había dicho el desconocido, «que padecer todo eso para entrar en su gloria?» Sus corazones y sus mentes estaban todavía ocupados por las imágenes de muerte y destrucción. Y de pronto suena la palabra «Gloria», que no parecía encajar con todo lo ocurrido y que, sin embargo, pronunciada por el desconocido, hizo arder sus corazones y les permitió contemplar lo que hasta entonces no habían sido capaces de percibir. Era como si únicamente hubieran visto el abono que cubre la tierra, pero no los frutos en los árboles que habían brotado de ella. Gloria, luz, esplendor, belleza, verdad…: ¡qué irreal e inalcanzable parecía todo eso…! Pero ahora había nuevos sonidos en el aire y nuevos colores en los campos. Ir a casa se había convertido en algo bueno. El hogar nos llama. El hogar es donde está la mesa alrededor de la cual nos sentamos para comer y beber con los amigos.

¿Y el desconocido? ¿No se ha convertido en un amigo? Ha hecho arder nuestros corazones y ha abierto nuestros ojos y nuestros oídos. Es nuestro compañero de viaje. La casa se ha convertido en un buen lugar para que venga el amigo. Por eso le dicen: «Quédate con nosotros, que se hace tarde y el día va ya de caída…» Él no ha pedido ser invitado; él no ha pedido un lugar donde quedarse. De hecho, actúa como si quisiera proseguir su viaje. Pero ellos insisten en que entre en la casa; incluso le presionan para que se quede con ellos. Y él acepta. Entra en la casa y se queda con ellos.

Tal vez no estamos acostumbrados a pensar en la Eucaristía como una invitación a Jesús para que se quede con nosotros. Tendemos más bien a pensar que es Jesús quien nos invita a su casa, a sentarnos a su mesa, a compartir su comida. Pero Jesús quiere ser invitado. De lo contrario, seguirá su camino. Es muy importante comprender que Jesús nunca nos impone su presencia. A no ser que le invitemos, él seguirá siendo un desconocido, posiblemente un atractivo e inteligente desconocido con el que hemos mantenido una interesante conversación, pero un desconocido al fin y al cabo…

Incluso después de haber hecho desaparecer gran parte de nuestra tristeza y habernos mostrado que nuestras vidas no son tan insignificantes y miserables como suponíamos, él puede seguir siendo aquel con quien nos encontramos en el camino, la extraordinaria persona que se cruzó en nuestro camino y nos habló durante un rato, el personaje poco común del que podemos hablar a nuestra familia y a nuestros amigos.

Guardo grandes recuerdos de los encuentros con aquellas personas que han hecho arder mi corazón y a las que, sin embargo, nunca invité a mi casa. A veces el encuentro tiene lugar durante un largo viaje en avión, otras veces en un tren o en una fiesta. Después les cuento a mis amigos: «No vais a creerme, pero he conocido a una persona absolutamente fascinante. Decía cosas tan extraordinarias que yo no daba crédito a mis oídos. Parecía como si me conociera íntimamente. De hecho, era capaz de leer mis pensamientos y hablarme como si me conociera desde hacía mucho tiempo. Una persona verdaderamente especial, única, asombrosa… ¡Ojalá la hubierais conocido! Pero se marchó, no sé adonde…»

Por muy interesantes, estimulantes y atractivos que puedan ser tales desconocidos, si no les invito a mi casa, en realidad no ocurre nada. Puede que me haya enriquecido con unas cuantas ideas nuevas, pero mi vida sigue siendo básicamente la misma. Sin una invitación, que es la expresión del deseo de una relación duradera, la buena noticia que hemos oído no puede dar un fruto que permanezca. Seguirá siendo una «noticia»… entre las muchas con que se nos bombardea cada día.

Una de las características de nuestra sociedad contemporánea es que los encuentros ocasionales, por muy buenos y agradables que sean, no acaban dando lugar a relaciones profundas. Por eso nuestra vida está llena de buenos consejos, ideas útiles y perspectivas maravillosas que, simplemente, se suman a otras muchas ideas y perspectivas, sin provocar en nosotros ningún tipo de compromiso. En una sociedad con tal exceso de información, incluso el más significativo encuentro puede quedar reducido a «algo interesante» entre otras muchas cosas igualmente interesantes.

Sólo invitando al otro a «venir y quedarse» puede un encuentro interesante convertirse en una relación transformadora.

Uno de los momentos más decisivos de la Eucaristía (y de nuestra vida) es el momento de la invitación. Podemos decir: «Ha sido maravilloso conocerte; muchas gracias por tus ideas, tus consejos y tus ánimos. Espero que te vaya muy bien. ¡Adiós!» O bien podemos decir: «Te he escuchado, y siento cómo mi corazón está cambiando… Por favor, ven a mi casa y mira dónde y cómo vivo». Esta invitación a venir y ver es la que marca la diferencia.

Jesús es una persona muy interesante, y sus palabras están llenas de sabiduría. Su presencia reconforta el ánimo. Su delicadeza y su amabilidad son conmovedoras. Su mensaje resulta ser un verdadero desafío. Pero ¿le invitamos a nuestra casa? ¿Queremos que venga a conocemos entre las paredes de nuestra vida más personal e íntima? ¿Deseamos presentárselo a todas las personas con las que vivimos? ¿Permitimos que nos vea tal como somos en nuestra vida diaria? ¿Estamos dispuestos a dejarle tocar nuestros puntos más vulnerables? ¿Le permitimos entrar en el «sancta sanctorum» de nuestra casa, en ese lugar que nos esforzamos en mantener cerrado? ¿Queremos realmente que se quede con nosotros cuando anochece y el día toca a su fin?…

La Eucaristía requiere esta invitación. Una vez que hemos escuchado su palabra, debemos ser capaces de decir algo más que: «¡Qué interesante…!» Tenemos que atrevernos a decir: «Confío en ti; me entrego a ti con todo mi ser, en cuerpo y alma. No quiero tener secretos para ti. Puedes ver todo lo que hago y oír todo cuanto digo. No quiero que sigas siendo un desconocido. Quiero que seas mi más íntimo amigo. Quiero que me conozcas, no sólo mientras camino y hablo con mis compañeros de viaje, sino también cuando me encuentro a solas con mis sentimientos y pensamientos más íntimos. Y, sobre todo, quiero llegar a conocerte a ti, no sólo como mi compañero de viaje, sino como el compañero de mi alma».

Decir esto no es fácil, porque somos personas medrosas y nos cuesta entregarnos de veras a los demás. Nuestro miedo a ser completamente abiertos y vulnerables es tan grande como nuestro deseo de conocer y ser conocidos.

¡Incluso a nosotros mismos ocultamos alguna parte de nuestro propio ser! Hay pensamientos, sentimientos y emociones que nos desasosiegan tanto que preferimos vivir como si no existieran.

Si no confiamos en nosotros mismos, ¿cómo vamos a confiar en alguien distinto de nosotros? Sin embargo, nuestro más profundo deseo es amar y ser amados, y ello sólo es posible si realmente queremos conocer y ser conocidos.

Jesús se nos revela como el Buen Pastor que nos conoce íntimamente y nos ama. Pero ¿deseamos ser conocidos por él? ¿Estamos dispuestos a dejarle moverse libremente por cada una de las habitaciones de nuestra vida interior? ¿Queremos realmente que vea nuestro lado bueno y nuestro lado malo, nuestras luces y nuestras sombras? ¿O preferimos que prosiga su camino sin entrar en nuestra casa? Al final, la pregunta es: «¿Confiamos verdaderamente en él y estamos decididos a confiarle todas y cada una de las partes de nuestro ser?»

Cuando, después de las lecturas y de la homilía, decimos: «Creo en Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo…, en la Iglesia Católica, en la Comunión de los Santos, en el perdón de los pecados, en la resurrección de los muertos y en la vida eterna», de algún modo estamos invitando a Jesús a nuestra casa y siguiendo confiadamente su Camino.

Como un momento de la celebración eucarística, más aún, de nuestra vida eucarística, el Credo es mucho más que un resumen de la doctrina de la Iglesia. Es una profesión de fe. Y la «fe», como se desprende de la palabra griega
pistis
, es un acto de confianza. Es el gran «Sí». Es decir «Sí» a aquel que nos ha explicado las Escrituras como escrituras que tratan sobre él.

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