Con el corazón en ascuas (3 page)

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Authors: Henri J. M. Nouwen

Tags: #Religión

BOOK: Con el corazón en ascuas
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Pero ¿cómo es posible comenzar una celebración de acción de gracias con un corazón roto?; ¿acaso no nos paraliza el reconocimiento de nuestra condición pecadora y la conciencia de nuestra corresponsabilidad en el mal del mundo?; ¿no debilita demasiado el confesar sinceramente los propios pecados? Por supuesto que sí. Pero no es posible afrontar pecado alguno sin algún conocimiento de la gracia. No podemos lamentar ninguna pérdida sin una cierta intuición de que vamos a encontrar nueva vida.

Cuando los discípulos que regresaban a Emaús contaron al desconocido la historia de su inmensa pérdida, también le refirieron la extraña historia de las mujeres que habían encontrado la tumba vacía y habían visto a unos ángeles. Pero estaban escépticos y llenos de dudas: ¿no le habían crucificado unos días antes?; ¿no había llegado todo al final?; ¿no había acabado triunfando el mal?… ¿A qué venían entonces aquellas mujeres con el cuento de que estaba vivo?; ¿quién podía tomarse en serio semejante cosa?… Pero de nuevo tuvieron que decir: «Algunos de los nuestros fueron al sepulcro y lo encontraron como habían contado las mujeres; pero a él no lo vieron».

Así es como solemos acercarnos a la Eucaristía: con una extraña mezcla de desesperación y de esperanza. Al fijarnos en nuestra propia vida y en la de quienes nos rodean, una parte de nosotros desearía decir: «Olvidémoslo».

Se acabó. Por supuesto que anhelamos un mundo mejor, ansiamos una nueva comunidad de amor y soñamos con un tiempo en el que todos pudiéramos vivir en paz y armonía… Pero hemos de admitir la verdad: ahora sabemos que todo eso no es más que una ilusión. Nuestra incapacidad para cambiar de carácter y de costumbres, nuestras envidias y resentimientos, nuestros accesos de ira y de venganza, nuestra violencia incontrolable, las infinitas muestras de crueldad humana, los crímenes, la tortura, las guerras, la explotación…: todo eso nos ha hecho ver la amarga verdad de que nuestra ingenua y fresca esperanza ha sido crucificada».

Y, sin embargo, las otras historias están y seguirán estando ahí: historias de personas que lo vieron de diferente manera; historias de gestos de perdón y reconciliación; historias de bondad, belleza y verdad… Y cuando entramos de veras en lo más hondo de nuestro corazón, constatamos que, por debajo de nuestro escepticismo y nuestro cinismo, hay un ansia de amor, de unidad y de comunión que no desaparece a pesar de los innumerables argumentos para desecharla como una reminiscencia sentimental de la infancia.

«Señor, ten piedad; Señor, ten piedad; Señor ten piedad»…: he ahí la oración que no deja de brotar de lo más profundo de nuestro ser y atravesar el muro de nuestro cinismo. Sí, somos pecadores, y pecadores sin remedio; todo está perdido, y ya no queda nada de nuestros sueños y nuestras esperanzas. Sin embargo, se oye una voz: «¡Mi gracia te basta!»; y de nuevo clamamos por la curación de nuestros cínicos corazones y nos atrevemos a creer que, en medio de nuestros lamentos, podemos verdaderamente encontrar un don por el que estar agradecidos.

Pero para hacer este descubrimiento necesitamos un compañero muy especial…

2. Discernir la Presencia

«¡Es Palabra de Dios!»

MIENTRAS los dos viajeros caminan hacia su casa lamentando lo que han perdido, Jesús se acerca y se pone a caminar junto a ellos; pero sus ojos son incapaces de reconocerlo. De pronto, ya no hay dos, sino tres personas caminando, y todo resulta diferente. Los dos amigos ya no miran al suelo, sino a los ojos del extraño que se les ha unido y les pregunta: «¿De qué vais conversando por el camino?» La sorpresa y hasta la irritación son inevitables: «¿Eres tú el único forastero en Jerusalén que no se ha enterado de lo acaecido allí estos días?» A lo cual sigue el relato de una pérdida, la historia de la desconcertante noticia sobre una tumba vacía. Al menos hay alguien que escucha, alguien deseoso de oír sus palabras de desilusión, de tristeza y de absoluto desconcierto. Nada parece tener sentido; pero es mejor contárselo a un extraño que repetirse uno a otro los hechos por ambos conocidos.

Entonces ocurre algo nuevo: el desconocido empieza a hablar, y sus palabras piden una especial atención. Él les ha escuchado a ellos; ahora son ellos los que le escuchan a él, cuyas palabras son sumamente claras y directas. Habla de cosas que ellos ya conocen, de su largo pasado y de todo lo acaecido durante siglos antes de que ellos nacieran: la historia de Moisés, que condujo a su pueblo a la libertad, y la historia de los profetas, que conminaron a su pueblo a no perder una libertad tan ardua y costosamente obtenida. Era una historia absolutamente conocida, pero que les sonaba como si la escucharan por primera vez.

La diferencia estriba en el narrador: un desconocido que surge de Dios sabe dónde y que, sin embargo, relata la archisabida historia con una convicción y una autoridad inusitadas. La pérdida, el dolor, la culpa, el miedo, las fugaces esperanzas y las muchas preguntas sin respuesta que porfiaban por ganarse la atención de sus desasosegadas mentes…: todo eso ha sido recogido por aquel desconocido e insertado en el contexto de una historia mucho más amplia que la de ellos. Lo que parecía tan confuso ha empezado a ofrecer nuevos horizontes; lo que parecía tan opresivo ha empezado a ser liberador; lo que parecía tan extremadamente triste ha empezado a adoptar un carácter gozoso. A medida que él les habla, ellos van comprendiendo que sus pequeñas vidas no son tan pequeñas como habían creído, sino que forman parte de un gran misterio que no sólo incluye a las innumerables generaciones pasadas, sino que trasciende los límites del tiempo y se extiende a la eternidad.

El desconocido no ha dicho que no hubiera razón para estar tristes, sino que su tristeza formaba parte de una tristeza mayor, en la que se ocultaba la alegría. El desconocido no ha dicho que la muerte que ellos lamentaban no fuera real, sino que era una muerte que daba paso a una mayor vida, a una vida verdadera. El desconocido no ha dicho que no hubieran perdido a un amigo que les había dado un nuevo coraje y una nueva esperanza, sino que esta pérdida iba a hacer posible una relación muy superior a la de cualquier amistad de la que jamás hubieran gozado. El desconocido nunca ha negado lo que ellos le habían contado; al contrario, lo ha afirmado como parte de un acontecimiento mucho más amplio en el que se les ha permitido interpretar un papel único.

Aun así, no se ha tratado de una conversación tranquilizadora. El desconocido se ha mostrado enérgico, directo y nada sentimental. No ha tratado de ofrecer un consuelo fácil. Incluso parecía tratar de reforzar sus lamentos con una verdad que quizá ellos hubieran preferido no conocer. A fin de cuentas, lamentarse continuamente es más fácil que afrontar la realidad. Pero al desconocido no parecía preocuparle en lo más mínimo el echar abajo sus defensas e invitarles a superar su estrechez de mente y de corazón.

«¡Qué necios y torpes para creer…!», les dijo. Y estas palabras les debieron de llegar al alma a los dos discípulos. «Necio» es una palabra dura, una palabra que nos ofende y nos hace ponernos a la defensiva; pero es también una palabra capaz de atravesar nuestra coraza de miedo y timidez y hacernos comprender de un modo totalmente distinto lo que es ser humano. Es una llamada a despertar, a quitarnos la venda de los ojos, a derribar nuestros inútiles dispositivos protectores. «Necios, ¿es que no veis, no oís, no sabéis…? Habéis estado contemplando un pequeño arbusto sin daros cuenta de que estabais en lo alto de una montaña que os ofrecía una visión panorámica del mundo. Habéis estado fijándoos en un obstáculo sin considerar que había sido puesto ahí para enseñaros el camino correcto. Habéis estado lamentando vuestra pérdida sin daros cuenta de que ésta no tenía más sentido que el de disponeros a recibir el regalo de la vida.

El desconocido tuvo que llamarles «necios» para hacerles ver. ¿Y de qué se trataba? De confiar. Ellos no confiaban en que su experiencia fuera algo más que la experiencia de una pérdida irremediable. No confiaban en que pudieran hacer algo más que regresar a casa y reiniciar de nuevo su antigua forma de vida. «¡Qué necios y torpes para creer…!» Torpes para creer; torpes para confiar en que las cosas son algo más que su apariencia; torpes para elevarse por encima de sus interminables quejas y descubrir la amplísima gama de nuevas posibilidades; torpes para ir más allá del dolor del momento y verlo como parte de un proceso de curación mucho más amplio.

Esta torpeza no es una torpeza inocua, porque puede atraparnos en nuestras inútiles lamentaciones y en nuestra estrechez de mente. Es la torpeza que puede impedirnos descubrir el «paisaje» en que vivimos. En este sentido, podemos perfectamente llegar al final de nuestras vidas sin ni siquiera saber quiénes somos ni lo que estamos llamados a ser. La vida es breve, y no podemos esperar que lo poco que vemos, oímos y experimentamos nos revele la totalidad de nuestra existencia. Somos demasiado cortos de vista y duros de oído para ello. Alguien tiene que abrir nuestros ojos y nuestros oídos y ayudarnos a descubrir lo que está más allá de nuestra percepción. ¡Alguien tiene que hacer arder nuestro corazón!

Jesús se une a nosotros, mientras caminamos llenos de tristeza, y nos explica las Escrituras. Pero no sabemos que es Jesús. Pensamos que es un extraño que sabe menos aún que nosotros sobre lo que ocurre en nuestras vidas. Y, sin embargo, algo sabemos, algo sentimos, algo intuimos…: que nuestros corazones empiezan a arder. En el momento mismo en que él está con nosotros, no entendemos del todo lo que está ocurriendo ni podemos hablar de ello entre nosotros. Más tarde, mucho más tarde, cuando todo ha terminado, quizá podamos decir: «¿No estaba nuestro corazón en ascuas mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras?» Pero cuando él camina con nosotros, todo resulta demasiado íntimo como para que podamos reflexionar.

Es con esta misteriosa presencia con la que quiere ponernos en contacto el «servicio de la Palabra» durante cada Eucaristía, y es esta misma presencia misteriosa la que se nos revela constantemente cuando vivimos nuestra vida eucarísticamente. Las lecturas del Antiguo y del Nuevo Testamento y la consiguiente homilía están destinadas a hacernos discernir su presencia mientras nos acompaña en nuestra tristeza. Cada día hay diferentes lecturas; cada día hay una palabra diferente de explicación o de exhortación; cada día nos acompañan unas palabras. No podemos vivir sin las palabras que vienen de Dios, palabras que nos arrancan de nuestra tristeza y nos elevan a un lugar desde el que podemos descubrir que estamos verdaderamente vivos.

Conviene saber que, aunque estas palabras, leídas o habladas, son para informarnos, instruimos o inspiramos, su primera finalidad es hacemos presente a Jesús. A lo largo del camino, Jesús nos explica aquellos pasajes que tratan de él. Tanto si leemos el libro del Éxodo como si leemos los Salmos, los Profetas o los Evangelios, todos ellos no tienen más finalidad que hacer arder nuestros corazones. La presencia eucarística es, ante todo, una presencia a través de la palabra. Sin esta presencia no podremos reconocer la presencia de Jesús en la fracción del pan.

Vivimos en un mundo en el que las palabras apenas tienen valor. Las palabras nos inundan: anuncios, vallas publicitarias y señales de tráfico, octavillas, folletos, libros, pizarras, proyectores, mapas, pantallas, noticiarios… Las palabras se mueven, fluyen, van de aquí para allá, se hacen más grandes, más brillantes, más gruesas… Se nos presentan en todos los tamaños y colores…, pero al final decimos: «Bueno, no son más que palabras…» Han crecido en número, pero han decrecido en valor; un valor que parece ser, ante todo, informativo: las palabras nos informan; necesitamos palabras para saber qué hacer y cómo hacerlo, adonde ir y cómo llegar.

No es de extrañar, por tanto, que las palabras de la Eucaristía las escuchemos fundamentalmente como palabras que nos informan, que nos cuentan una historia, nos instruyen, nos advierten… Y como la mayoría de nosotros las hemos oído antes, esas palabras rara vez nos impresionan. A menudo les prestamos muy poca atención, porque se han convertido en algo demasiado conocido. No esperamos que nos sorprendan o nos afecten, y las escuchamos como si se tratara de «la misma vieja historia» de siempre, ya se trate de una lectura o de una homilía.

Lo malo es que la palabra pierde entonces su carácter sacramental. La Palabra de Dios es sacramental; lo cual significa que es sagrada y que, como tal, hace presente lo que expresa. Mientras Jesús hablaba por el camino a los abatidos viajeros y les explicaba las palabras que en las Escrituras se referían a él, ellos sintieron cómo sus corazones comenzaban a arder, es decir, experimentaron su presencia. Al hablar sobre sí mismo, se hizo presente a ellos. Con sus palabras logró mucho más que hacerles pensar en él, instruirlos acerca de él o inspirarles con su recuerdo. A través de sus palabras se les hizo realmente presente. Esto es lo que queremos decir al hablar del carácter sacramental de la palabra. La palabra crea lo que expresa. Y la Palabra de Dios es siempre sacramental. En el libro del Génesis se nos dice que Dios creó el mundo, pero en la Carta a los Hebreos el término empleado para «hablar» y «crear» es el mismo. Traducido literalmente, dice: «Dios habló la luz, y la luz existió». Para Dios, hablar es crear. Cuando decimos que la Palabra de Dios es sagrada, queremos decir que está llena de su presencia. En el camino de Emaús, Jesús se hizo presente a través de su palabra, y fue esa presencia la que transformó la tristeza en alegría, y el llanto en danza. Y eso mismo sucede en cada Eucaristía. La palabra leída y hablada pretende llevarnos a la presencia de Dios y transformar nuestras mentes y nuestros corazones. Muchas veces pensamos en la palabra como una exhortación a salir de nosotros y a cambiar nuestras vidas. Pero todo el poder de la palabra radica, no en cómo la apliquemos a nuestras vidas después de haberla oído, sino en su capacidad de transformación, que realiza su obra divina mientras escuchamos.

Los Evangelios están llenos de ejemplos de la presencia de Dios en el mundo. Personalmente, a mí siempre me ha emocionado la historia de Jesús en la sinagoga de Nazaret, donde leyó el siguiente texto de Isaías:

El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido.

Me ha enviado a anunciar a los pobres la Buena Nueva, a proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, a dar la libertad a los oprimidos, y proclamar un año de gracia del Señor.

(Lucas 4,18-19)

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