Esto es lo que vivimos en la celebración eucarística y lo que vivimos también cuando nuestra vida es eucarística. Se trata de una comunión tan íntima, tan santa, tan sagrada y tan espiritual que escapa a nuestros sentidos. Ya no podemos verle con nuestros ojos mortales, oírle con nuestros oídos mortales ni tocarle con nuestros cuerpos mortales. Ha venido a nosotros en ese lugar, dentro mismo de nosotros, adonde los poderes de las tinieblas y del mal no pueden llegar, adonde la muerte no tiene acceso.
Cuando Jesús extiende su mano, pone el pan en las nuestras y lleva el cáliz a nuestros labios, nos está pidiendo que dejemos a un lado esa fácil amistad que habíamos tenido con él hasta entonces, y que olvidemos los sentimientos, las emociones y hasta los pensamientos relacionados con ella. Cuando comemos su cuerpo y bebemos su sangre, aceptamos la soledad de no tenerlo ya en nuestra mesa como un compañero que nos consuela con su conversación y que nos ayuda a sobrellevar las pérdidas de nuestra vida diaria. Es la soledad de la vida espiritual, la soledad de saber que él está más cerca de nosotros de lo que jamás conseguiremos estarlo nosotros mismos. Es la soledad de la fe.
Por nuestra parte, podremos seguir gritando: «¡Señor, ten piedad!»; podremos seguir escuchando e interpretando las Escrituras; podremos seguir diciendo: «Creo, Señor…»
Pero la comunión con él va mucho más allá de todo eso: nos lleva al lugar donde la luz ciega nuestros ojos y donde todo nuestro ser está sumido en la falta de visión. Es en ese lugar de comunión donde gritamos: «¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?» Es también en ese lugar donde nuestro vacío nos hace orar: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu».
La comunión con Jesús significa hacerse igual a él. Con él estamos clavados en la cruz, con él yacemos en el sepulcro, con él resucitamos para acompañar a los caminantes perdidos en su viaje. La comunión, el convertirnos en Cristo, nos lleva a un nuevo ámbito de existencia. Nos introduce en el Reino, donde las viejas distinciones entre dicha y desdicha, entre éxito y fracaso, entre bienaventuranza y condenación, entre salud y enfermedad, entre vida y muerte…, ya no tienen sentido. Allí ya no pertenecemos a un mundo empeñado en dividir, juzgar, separar y valorar. Allí pertenecemos a Cristo, y Cristo nos pertenece a nosotros, y tanto él como nosotros pertenecemos a Dios. De pronto, los dos discípulos, que habían comido el pan y habían reconocido a Jesús, están solos de nuevo. Pero no con la soledad con la que empezaron su viaje. Están solos en compañía, y saben que se ha creado un nuevo lazo entre ellos. Ya no miran al suelo cabizbajos. Ahora se miran el uno al otro y dicen: «¿No estaba nuestro corazón en ascuas mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras?»
La comunión crea comunidad. Cristo, que vivía en ellos, les hizo estar juntos de una nueva manera. El Espíritu de Cristo resucitado, que había entrado en ellos al comer el pan y beber el cáliz, no sólo les hizo reconocer al propio Cristo, sino también reconocerse el uno al otro como miembros de una nueva comunidad de fe. La comunión nos hace mirarnos y hablarnos unos a otros, no acerca de las últimas noticias, sino acerca de él, que caminó junto a nosotros. Nos descubrimos unos a otros como personas que se pertenecen mutuamente, porque cada uno de nosotros le pertenece a él. Estamos solos, porque él desapareció de nuestra vista; pero estamos juntos, porque cada uno de nosotros está en comunión con él y, por tanto, se ha hecho un solo cuerpo con él.
Hemos comido su cuerpo, hemos bebido su sangre; y, al hacerlo, todos los que hemos comido del mismo pan y bebido de la misma copa nos hemos convertido en un solo cuerpo. La comunión crea comunidad, porque el Dios que vive en nosotros nos hace reconocer a Dios en nuestros semejantes. Nosotros no podemos ver a Dios en el otro; sólo Dios en nosotros puede ver a Dios en el otro. Esto es lo que queremos dar a entender cuando decimos: «El Espíritu habla al Espíritu, el corazón habla al corazón, Dios habla a Dios». Nuestra participación en la vida interior de Dios nos lleva a una nueva forma de participar unos en la vida de otros.
Puede que esto suene un tanto «irreal»; pero cuando lo vivimos, se hace más real que la «realidad» del mundo. Como dice Pablo: «El cáliz de bendición que bendecimos ¿no es acaso comunión con la sangre de Cristo? Y el pan que partimos ¿no es comunión con el cuerpo de Cristo? Porque, aun siendo muchos, un solo pan y un solo cuerpo somos, pues todos participamos de un solo pan» (1 Cor 10,16-17).
Este nuevo cuerpo es un cuerpo espiritual, formado por el Espíritu de amor, y se manifiesta de maneras muy concretas: en el perdón, en la reconciliación, en el apoyo mutuo, en la ayuda a las personas necesitadas, en la solidaridad con los que sufren y en una preocupación creciente por la justicia y la paz. Así pues, no sólo es que la comunión cree comunidad, sino que la comunidad siempre lleva a la misión.
«Id y predicad»
TODO ha cambiado. Las pérdidas ya no son experimentadas como algo que debilite; la casa ya no es un lugar vacío. Los dos caminantes, que iniciaron su viaje con los rostros abatidos por la tristeza, se miran ahora con ojos llenos de una nueva luz. El extraño, que acabó convirtiéndose en amigo, les ha entregado su espíritu, el espíritu divino de alegría, paz, valor, esperanza y amor. Ya no hay duda: ¡él está vivo!, pero no como antes, no como el fascinante predicador y taumaturgo de antes, sino como un nuevo aliento dentro de ellos. Cleofás y su amigo se han transformado en personas nuevas. Se les ha dado un nuevo corazón y un nuevo espíritu. También ellos se han hecho amigos el uno del otro de una nueva manera: ya no son personas que se ofrecen consuelo y apoyo recíprocos mientras lloran por lo que han perdido, sino personas con una nueva misión y que tienen algo que decir en común, algo importante, algo urgente, algo que no puede permanecer oculto, algo que debe ser proclamado. Afortunadamente, se tienen el uno al otro. Nadie creería a uno solo de ellos; pero el hecho de que hablen juntos y al unísono hace que se les escuche con imparcialidad y atención.
Los demás necesitan saber, porque también ellos habían puesto en él todas sus esperanzas. Los demás son los once que habían cenado con él la noche antes de que muriera; y son también los discípulos, hombres y mujeres, que habían estado con él durante años. Todos ellos necesitan saber qué es lo que les ha ocurrido. Necesitan saber que no ha terminado todo. Necesitan saber que él está vivo y que los dos le han reconocido cuando partió el pan y se lo dio. No hay, pues, tiempo que perder. «Apresurémonos», se dicen el uno al otro. E inmediatamente se calzan las sandalias, se cubren con el manto, toman el cayado y emprenden sin tardanza el camino de vuelta para reunirse de nuevo con sus amigos, para regresar junto a quienes quizá no sepan todavía que las mujeres tenían razón cuando dijeron haber oído a los ángeles que él estaba vivo. El relato lo resume con muy pocas palabras: «Y, levantándose al momento, se volvieron a Jerusalén».
¡Qué diferencia entre el modo en que volvían a casa y su apresurado regreso a Jerusalén…! Es la diferencia entre la duda y la fe, entre la desesperación y la esperanza, entre el miedo y el amor. Es la diferencia entre dos seres humanos desalentados que poco menos que se arrastraban por el camino y dos amigos que caminan a toda prisa, incluso a veces corriendo, entusiasmados por la noticia que tienen que dar a sus amigos.
Volver a la ciudad no deja de ser peligroso. Tras la ejecución de Jesús, sus discípulos están paralizados por el miedo, sin saber lo que les espera. Pero, una vez que han reconocido a su Señor, el miedo se esfuma, y ellos se sienten libres para dar testimonio de la resurrección… sin reparar en lo que ello pueda acarrearles. Son conscientes de que la misma gente que odiaba a Jesús puede volver su odio contra ellos; que la misma gente que mató a Jesús puede decidir matarles a ellos. El regreso puede llegar a costarles la vida. Es posible que tengan que dar testimonio, no sólo con sus palabras, sino también con su propia sangre. Pero ya no tienen miedo al martirio: el Señor resucitado, presente en lo más profundo de su ser, les ha llenado de un amor más fuerte que la muerte. Nada puede impedirles regresar al hogar, aun cuando el hogar ya no sea un lugar «seguro».
La Eucaristía concluye con una misión: «Id y contadlo». Las palabras latinas «Ite, Missa est», con las que el sacerdote solía concluir la Misa, significan literalmente: «Id, ésta es vuestra misión».
El final no es la Comunión, sino la Misión. La Comunión, esa sagrada intimidad con Dios, no es el momento final de la vida eucarística.
Le hemos reconocido, sí; pero el reconocimiento no es sólo para saborearlo nosotros solos ni para mantenerlo en secreto. Al igual que María Magdalena, también los dos amigos han escuchado muy dentro de sí las palabras «Id y contadlo». Ésa es la conclusión de la celebración eucarística; y ése es también el llamamiento final de la vida eucarística: «Id y contadlo. Lo que habéis visto y oído no es para vosotros solos. Es para los hermanos y hermanas y para todos quienes estén dispuestos a recibirlo. Id, no os demoréis, no esperéis, no dudéis; poneos en camino ahora mismo y regresad a los lugares de los que vinisteis, y haced que aquellos a quienes dejasteis escondidos y llenos de miedo sepan que no hay nada que temer, que él ha resucitado verdaderamente».
Es importante darse cuenta de que la misión es, ante todo, una misión referida a quienes no nos son ajenos, a quienes nos conocen y, al igual que nosotros, han oído hablar de Jesús pero se han desanimado. Evidentemente, la misión es, ante todo, para nosotros mismos, para nuestra familia, para nuestros amigos y para quienes son parte importante de nuestras vidas. Comprender esto no es nada cómodo: siempre nos resulta más difícil hablar de Jesús con quienes nos conocen íntimamente que con quienes no conocen nuestra «peculiar forma de ser» o de vivir. Sin embargo, hay en todo ello un gran desafío: de algún modo, la autenticidad de nuestra experiencia es puesta a prueba por nuestros padres, nuestras esposas, nuestros hijos, nuestros hermanos y hermanas…; por todos aquellos que nos conocen bien.
Muchas veces oiremos: «¡Vaya, ya está otra vez…! Ya sabemos de qué va… Ya hemos visto ese entusiasmo otras veces… Ya se le pasará, como siempre…» Con frecuencia, hay mucho de verdad en esto. ¿Por qué van a confiar en nosotros cuando corremos a casa llenos de excitación? ¿Por qué tienen que tomamos en serio? No somos dignos de tal confianza; no somos diferentes del resto de nuestros familiares y amigos. Además, el mundo está lleno de historias, de rumores, de predicadores y de evangelizadores. Existen buenas razones para un cierto escepticismo. Quienes no acuden con nosotros a la Eucaristía no son mejores ni peores que nosotros. También ellos han oído la historia de Jesús y, por lo general, han sido bautizados; algunos incluso han frecuentado la iglesia durante más o menos tiempo. Pero luego, poco a poco, la historia de Jesús se ha convertido para ellos en una historia de tantas, la Iglesia en una pesada carga, y la Eucaristía en un simple rito. En un momento determinado, todo ello se convirtió en un recuerdo más o menos dulce o amargo. En un momento determinado, algo murió en ellos. ¿Y por qué alguien que nos conoce bien debería creernos de pronto cuando regresamos de la Eucaristía?
Esa es la razón por la que no es sólo la Eucaristía, sino la
vida eucarística
, la que marca la diferencia. Cada día, cada momento del día, junto al dolor por las diversas pérdidas, tenemos la oportunidad de escuchar una palabra que nos invita a vivir dichas pérdidas como un camino hacia la gloria. Cada día tenemos también la posibilidad de invitar al desconocido a nuestra casa y permitirle partir para nosotros el pan. La celebración eucarística ha resumido para nosotros en qué consiste nuestra vida de fe, y tenemos que volver a casa para vivirla lo más plenamente posible. Y esto es muy difícil, porque todos en casa nos conocen demasiado bien: conocen nuestra impaciencia, nuestras envidias, nuestros resentimientos, nuestras muchas artimañas… Y luego están nuestras relaciones deshechas, nuestras promesas incumplidas, nuestros compromisos rotos… ¿Podemos realmente decir que le hemos encontrado en el camino, que hemos recibido su cuerpo y su sangre y que nos hemos convertido en cristos vivientes? Todo el mundo en casa está dispuesto a verificar la validez de nuestra pretensión.
Pero hay algo más. A los emocionados compañeros que, corriendo y ansiosos de dar la noticia, llegaron al lugar donde estaban reunidos sus amigos, les aguarda una gran sorpresa: ¡Ya lo saben! La buena noticia que ellos traen ya no es nueva en absoluto. Antes incluso de tener la oportunidad de contar su historia, los once y sus compañeros dicen: «¡Es verdad! ¡El Señor ha resucitado y se ha aparecido a Simón!» La situación no deja de ser cómica: ellos llegan corriendo sin aliento, totalmente fuera de sí…, para descubrir que quienes se habían quedado en la ciudad ya habían oído la noticia, aunque no se hubieran encontrado con él en el camino ni se hubieran sentado con él a la mesa. Jesús se había aparecido a Simón, y éste gozaba de más credibilidad que aquellos dos discípulos que no se habían quedado con ellos, sino que habían regresado a su casa pensando que todo había terminado. Por supuesto que estaban contentos y deseosos de oír su historia, pero ésta no era sino una confirmación de que en verdad él estaba vivo.
Jesús tiene muchas maneras de aparecerse y de hacernos saber que está vivo. Lo que celebramos en la Eucaristía sucede de muchas más formas de las que nosotros podamos pensar. Jesús, que ya nos había dado el pan, había tocado los corazones de otros antes de encontrarse con nosotros en el camino. Había llamado a María Magdalena por su nombre, y ésta supo que era él; había mostrado sus heridas a otros, y éstos supieron que se trataba de él. Nosotros tenemos nuestra historia que contar, y es importante que la contemos, pero no es la única historia. Tenemos una misión que cumplir, y es bueno que nos entusiasmemos con ella; pero primero tenemos que escuchar lo que otros tienen que decir. Entonces podremos contar nuestra historia y aportar nuestra alegría.
Todo esto apunta hacia la comunidad. Los dos amigos, que podían hablar entre sí del fuego que sentían en su corazón, estaban empezando a entrar en una nueva relación mutua, en una relación basada en la comunión de lo que habían experimentado. Su comunión con Jesús fue, ciertamente, el principio de la comunidad; pero sólo eso: el principio.