Con los muertos no se juega (22 page)

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Authors: Andreu Martín y Jaume Ribera

BOOK: Con los muertos no se juega
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Le dejé meditando mi consejo.

—¿Qué quieres decir? ¿Que le meta mano? —gritó cuando yo ya entraba en el ascensor.

Escena 5

Desde el aparcamiento de la Catedral, subí Vía Laietana arriba, sin prisa, bajo el paraguas que me protegía de una tenue lluvia. Cuando me detuve a comprar el periódico, reclamó mi atención una antología de los poemas de Benet Argelaguera en edición de quiosco. Aprovechaban su muerte reciente y el jaleo que había montado la prensa con el accidente de tranvía para endosar los libros a buen precio. Lo compré y me lo metí en el bolsillo.

Encontré a Soriano en la misma puerta principal de la sede central de la policía, al lado del centinela. Estaba cruzado de brazos y con las piernas separadas, bien afianzadas en el suelo, como si me hubiera estado esperando en aquella actitud desafiante e impaciente desde primera hora de la madrugada, dispuesto a salirme al paso e impedirme buscar el cobijo de mi aliado Palop. Tan joven, tan bien vestido, tan seguro de sí mismo, estoy seguro de que pensaba que era la imagen del policía ideal, eficiente, recto, orgulloso, honesto. La verdad es que si hubiera ido vestido con el uniforme de un
Oberstleutnant
de las SS no habría infundido más respeto. Ignoró la mano que yo le ofrecía, como si fuera incapaz de atender a nada que estuviera por debajo del nivel de su nariz, y no pronunció palabra mientras me identificaba ante el guardia de recepción.

—Vengo a verlo a él —alegué, señalándole con un pulgar despectivo.

Soriano se limitó a asentir con la barbilla y con la caída de ojos, como diciendo «Sí, sí, desgraciadamente mi trabajo me obliga de vez en cuando a tratar con gentuza de esta clase».

Aguardó a la soledad del ascensor para abrir la boca.

—Lo esperábamos ayer —informó, seco—. Yo no sé en qué país se cree que vive, Esquius, pero es España, ¿le suena? Y en otros países que usted conozca, no lo sé, pero en España la policía tiene autoridad. ¿Y sabe qué significa, autoridad? Que quien manda, manda y quien obedece, obedece. Y, si se queda un día a una hora, la gente debe acudir a la cita aquel día a aquella hora.

Lo interrumpí, mezclando la insolencia con la actitud bobalicona del hortera.

—¿No habíamos quedado hoy a esta hora?

Abrió la boca. La volvió a cerrar, la abrió de nuevo, la cerró y, por fin, se decidió a soltar:

—No.

Y basta.

Mientras avanzábamos por los pasillos, camino de los despachos del grupo de Homicidios, pensé que podría haberle dicho: «Ayer se me hizo tarde: no sabía que su mujer tardase tanto en llegar al orgasmo». Si hubiera sido un detective de película, se me habría ocurrido antes y, además, se lo habría dicho.

—Aquí es donde se investigan los asesinatos cometidos en Barcelona —dijo Soriano, al entrar en la sala donde había seis o siete mesas, tres o cuatro ordenadores y dos tipos maduros en mangas de camisa y haciendo ostentación de pistolas bajo el sobaco—. Y los investigamos nosotros, no sé si entiende lo que le quiero decir. Aquí, en este país, los asesinatos no los investigan los huelebraguetas.

—Bueno. En estos momentos, sólo estoy estudiando el asesinato de Marlowe —le solté como quien no dice nada.

—¿De quién? —casi saltó.

—Christopher Marlowe —dije, como suponiendo que él era un poco duro de oído.

—¿Quién? —repitió, alarmado y desconfiado, posiblemente imaginándose a un turista acuchillado en las callejuelas del barrio Gótico.

—Sí, hombre. El autor de
Fausto
que años después inspiraría la memorable obra de Goethe… —le expliqué con el tono ofensivo y humillante que usan los eruditos pedantes para hacerse valer. Aquel tono falsamente modesto de quien parece dar por hecho que todo el mundo comparte los mismos conocimientos y que tiene como principal objetivo marginar a los que no están a la altura requerida. Es un papel que odio pero en aquel momento lo interpreté con delectación—. Estoy hablando de un poeta del siglo XVI, de la época de Robert Greene, y de Thomas Kyd. De la época de Shakespeare, ¿le suena Shakespeare? —Lo dejé por imposible—. Bueno. Un caso teórico.

Si hubiera llevado una pistola encima, creo que Soriano me hubiera cosido a tiros. Como se la había dejado en casa, se limitó a fundirme con los rayos láser de sus ojos. Inmediatamente, impaciente por acabar de una vez, desvió su atención hacia el escritorio y, para demostrarme hasta qué punto me despreciaba, revolvió un montón de papeles hasta encontrar uno que me entregó como si estuviera manchado de mierda.

—Esto es su declaración del otro día. Firme aquí.

—Si no le importa —respondí con parsimonia insolente—, primero me lo leeré.

No podía oponerse. Me puse las gafas de leer y contemplé con extrema atención el texto redactado. En general, coincidía con lo que yo le había dicho, pero había pequeñas diferencias. Recurrí al rotulador que llevaba en el bolsillo superior de la chaqueta para tachar algunas líneas de la declaración. Soriano se estremeció. Aquello le obligaría a reescribirla.

—Yo no dije para quién trabajaba —le aclaré.

—¡Por el amor de Dios! ¡Da igual! ¡Todo el mundo sabe para quién trabaja!

—Pero no quiero que conste como si yo lo hubiera dicho.

—Ahora tendré que volver a redactar toda la declaración.

—Con el ordenador, esto no es problema. Sólo debe hacer un pequeño cambio y volver a imprimirla. Ah, y eso de que «desde un estado inicial de la investigación el declarante se barruntó que Adrián Gornal actuaba animado con el propósito de perjudicar a don Ramón Casagrande» tampoco lo dije. —Taché más líneas del papel—. Ni en el fondo ni en la forma.

—Sí que lo dijo.

—Dije que su comportamiento me parecía extraño, que no es lo mismo.

Me arrancó los papeles de los dedos.

—Ninguno de estos detalles tiene la más mínima importancia.

En aquel momento, apareció el comisario Palop, procedente de una dependencia anterior. Venía riendo, expansivo, abierto de brazos como un santo pontífice jubiloso impartiendo bendiciones
urbi et orbi.

—Hola, Esquius. ¿Cómo va eso? ¿Has venido a firmar la declaración?

—La firmaré tan pronto como el inspector Soriano la pase a limpio —estreché la mano enorme de Palop—. ¿Cómo va el caso?

Soriano, marginado, apretó los labios y se sentó delante del ordenador con expresión de quien está afectado de almorranas sangrantes. Nos miraba de reojo mientras yo conducía a Palop hacia su despacho de jefe del Grupo de la Brigada Judicial.

—Aún no sabemos dónde se esconde Adrián Cornal —me iba diciendo el comisario, inconsciente de la herida que estaba infligiendo a su subordinado—, pero seguro que lo encontraremos pronto. De momento, hemos constatado que está sin blanca: no volvió a su casa después del crimen, no ha habido ningún movimiento en sus cuentas bancarias y, por otro lado, tampoco es probable que se llevara ninguna fortuna del domicilio de Casagrande. Como no es un delincuente habitual, no puede tener muchos recursos para esconderse, ningún piso franco ni contactos clandestinos… Continuamos vigilando la casa de sus padres y la de su novia y tarde o temprano, le pillaremos. —Cerró la puerta del despacho. Soriano, definitivamente expulsado del paraíso, tenía los ojos puestos en nosotros mientras calculaba crímenes perfectos—. ¿Y tú, qué? ¿Aún crees que Gomal es inocente? —Palop me estaba pidiendo que le sorprendiera.

—Creo que a Adrián no le pega matar a nadie de un tiro en la nuca.

—No jodas, Esquius, hostia. A Adrián Gomal sólo le faltó llevar un notario para que levantara acta de que había cometido el asesinato. Lo vio todo el barrio.

—Pero mi cliente me paga para que agote las posibilidades de demostrar la inocencia de Gomal, y yo tengo que hacerlo, tanto si es culpable como si no. Tengo que hacer gestiones para llenar mi informe. Escúchame: si Gomal no lo hizo… —Y el caso es que Palop me miraba como si quisiera creerme—. Es sólo una suposición. Si Gomal no lo hizo, el asesino tendría que haber huido por el aparcamiento del centro comercial. —Alzó las cejas mientras yo metía la mano en el bolsillo—. Y el aparcamiento y el centro comercial están llenos de cámaras de videovigilancia. Quiero pedirte un favor…

Extendí encima de su escritorio la colección de fotos de los médicos del Hospital de Collserola. El doctor Barrios, el doctor Farina, la doctora Mallol, el doctor Miguel Marín, el doctor Aramburu, la doctora Falgás y, como una intrusa, la visitadora médica Helena Gimeno.

—Ramón Casagrande había tenido discusiones o desavenencias serias con toda esta gente. ¿Por qué no revisáis los vídeos del centro comercial y comprobáis si alguna de estas personas pasó por el aparcamiento aquel día, a aquella hora?

Soriano abrió la puerta sin llamar, ansioso por descubrir qué teníamos entre manos, qué era lo que yo estaba exhibiendo sobre la mesa de su jefe. Volvió a ofrecerme la declaración como si estuviera escrita en papel higiénico usado.

—Ya está —dijo, con los ojos clavados en las fotos del cuadro médico del Hospital de Collserola—. Firme.

Leí la declaración corregida, estuve de acuerdo y firmé. Entretanto, Palop le contó al otro, como si fuera un chiste, que a mí se me había metido en la cabeza que el asesino de Casagrande no era Adrián Gornal.

—Especulaciones puede hacerlas cualquiera —respondió Soriano, permitiendo que se intuyera el concepto «idiota» después de «cualquiera».

—Es una teoría —insistí.

A Palop parecía que le hacía gracia todo aquello. A Soriano, en absoluto. Añadí con intención, como para asegurarme de su enemistad:

—Ah, también necesitaría el nombre y la dirección de una parienta de Ramón Casagrande… Una tía, que lo avaló para que pudiera alquilar el piso. Seguro que estos datos están en el atestado.

—Por supuesto —hizo Palop—. Soriano: búscale el nombre y la dirección de esta parienta de Casagrande, por favor.

Soriano miró a su superior con conmiseración. Cuando vio que descolgaba el teléfono, negó con la cabeza, «no hay nada que hacer», dio media vuelta y salió del despacho porque su sensibilidad no soportaba una indignidad semejante.

—¿Monzón? —dijo Palop, alegremente. Había llamado al Departamento de la Policía Científica—. Soy Palop. Te paso con Esquius, que lo tengo aquí en el despacho y no sé qué te quiere pedir.

Me dio el auricular.

—¿Monzón? Soy Esquius.

Fui bien recibido. Expliqué que me había pasado por la cabeza la peregrina teoría de que Gornal pudiera no haber matado a Casagrande, que me parecía que el asesino había tenido que huir por el centro comercial y le pregunté si podía revisar los vídeos de seguridad buscando a determinadas personas, cuyas fotos tenía delante de mí.

Monzón rió.

—¡Mira que eres puñetero! —dijo.

—No será mucho trabajo. Sólo tienes que controlar los minutos inmediatamente siguientes al asesinato. Si no veis a ninguno de los sospechosos, no he dicho nada.

—No has dicho nada y me pagas una cena en el Salamanca de la Barceloneta.

—A ti y a Palop —prometí, siempre temerario. Y le transmití el soborno al jefe de la Judicial—: Si pescamos a alguno, una cena los tres en el Salamanca, y pago yo.

—Hecho —dijo Palop.

—Dile a Palop que me haga llegar las fotos de los sospechosos y yo pediré todos los vídeos del centro comercial. Ya te diré algo.

—Escúchame… En el registro que hicisteis en el piso de Casagrande, ¿encontrasteis medicamentos?

—Sí, claro —respondió Monzón, un poco desconcertado, como si desconfiara—. Claro: era visitador médico. Tenía muchos medicamentos, incluso en cajas. Y no estaban abiertas.

—¿Qué clase de medicamentos? ¿Te acuerdas? Quiero decir: ¿eran psicotrópicos, antidepresivos…?

—No, no. Claro que nos fijamos en eso. No: eran, sobre todo, analgésicos, antibióticos, antipiréticos y cosas por el estilo.

—¿Y no te fijaste si estaban desordenados? Quiero decir: como si alguien los hubiera revuelto…

Palop me miraba como preguntándose dónde quería ir a parar.

—No, no vi que nadie los hubiera revuelto.

—¿Y no visteis si en el piso faltaba algo? Alguna marca en el polvo de los muebles… no lo sé…

Una pequeña duda.

—No.

—¿Algún mueble limpiado de hacía poco? —insistí—. Eso de que todos tuvieran una pátina de polvo menos uno…

—¿Qué te crees? ¿Que somos los del CSI? ¡Y yo qué sé! ¿En qué estás pensando, Esquius?

—Me preguntaba qué es lo que robó Adrián Gomal del piso de Casagrande.

—Vete tú a saber. Hay gente que mata por el cambio del tabaco. De todas formas, ya nos lo dirá Adrián cuando le pillemos.

Cuando colgué, Palop estaba pensativo y movía afirmativamente la cabeza.

—Ya veo por dónde vas. Visitador médico, medicamentos, la discoteca Crash, el sinvergüenza de Román Romanés… Supongo que ahora me dirás que, a tu colección de fotos, añada la de Román Romanés, ¿verdad?

—Te lo iba a pedir, sí.

—Tiene sentido —decía él, sin parar de afirmar con la cabeza, reflexivo—. Sí, tiene sentido. Tendríamos un móvil, que ahora no tenemos. Tráfico de medicamentos en la discoteca Crash, y Casagrande sería el proveedor.

—Es una posibilidad —le dije, enigmático.

Soriano abrió la puerta y me entregó un papelito donde había escrito un nombre y una dirección. La tía del Casagrande se llamaba Margarita Casals y vivía en Badalona.

Me fui antes de que el inspector ordenara a unos cuantos de sus hombres que me pegaran con las porras.

Escena 6

Salí de la A-19 por Badalona-Norte-Montgat, me encaramé por la avenida Presidente Companys y la avenida de Pomar hasta la Carretera de la Conrería, donde hay un restaurante interesante. Se llama Campo de Tiro porque está en un descampado, al lado de un campo de tiro, y al aire libre puedes tomar un excelente conejo al ajillo, churrasco argentino y un asado de cordero más que recomendable. Opté por esta última posibilidad, precedida de una ensalada, y me dispuse a gozar de la combinación de comida, sol y brisa primaveral. Y, para que no faltase nada, añadí la poesía catalana del librito de Benet Argelaguera que llevaba en el bolsillo.

La literatura argelagueriana resultó el ingrediente discordante. Demasiado depresivo. El poeta prescindía de temas clásicos como son el amor y la alegría de vivir, porque seguramente le parecían insustanciales, chabacanos y superficiales, y se concentraba en nutrir las más profundas ideas suicidas de los lectores. Eran poemas sobre hombres y países que arrastraban cadenas de las que nunca podrían librarse, elegías sobre la sombra de la muerte que siempre nos acompaña. Como se trataba de una antología, pude comprobar que, a los veinte años, nuestro eminente poeta aún conservaba una chispa de optimismo y defendía el
carpe diem
(Llena la copa, el invierno se acerca / No quedan rosas en el jardín / La luna huye, la noche es oscura / Rojo de sangre, rojo de vino). No obstante, a los veintidós algún descalabro personal abrió los ojos del bardo a una realidad catastrófica (Con heridas en las manos / Corrupto el cuerpo / emponzoñada la sangre / nada debemos esperar / sólo la muerte / e incluso el niño / que está en la cuna / irá de luto / antes de hacerse mayor). Cerré el libro antes de que me sobreviniera la necesidad de encaramarme a una azotea y lanzarme a la calle. Para consolarme, me permití un whisky de malta con hielo.

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