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Authors: Andreu Martín y Jaume Ribera

Con los muertos no se juega (24 page)

BOOK: Con los muertos no se juega
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—Claro, claro —dijo, manifestando descaradamente la decepción—. No pasa nada. Tenemos una conversación pendiente sobre Marlowe, pero hay tiempo, ¿verdad?

Cuando colgué, pensé que aquella llamada había sido como un S.O.S. Cansada de dar vueltas por las estancias de su mansión, de hacerse preguntas sobre su querido Adrián, que si era un asesino, que dónde estaría escondido, cuando ya había terminado de comerse todas las uñas, había decidido pasar al siguiente estadio de la consternación: salir al balcón y pedir ayuda a gritos.

Salí a la calle con el nombre de Benet Argelaguera fijado en mis pensamientos, como si aquel hombre, con sus poemas siniestros, estuviera tratando de transmitirme un mensaje en clave. Benet Argelaguera, y sus esqueletos, sus muertos, sus bebés de luto, sus supuestos cánticos a la vida, era como aquella palabra que tienes en la punta de la lengua y no quiere salir, la intuición de algo importante que se te olvida. Unas cuantas veces me miré la muñeca izquierda para comprobar que el reloj volvía a estar allí, que no se me había olvidado la cita con María porque precisamente estaba yendo a su encuentro.

Disponía de tiempo suficiente como para detenerme en el centro y comprarle un CD que me gustaba tanto que no podía imaginar que no le gustara a alguien. Rita Lee, la brasileña que canta a los Beatles.
Bossa'n Beatles
. Después, me preguntaba si no sería demasiado cálido, sensual y sugerente para una primera cita.

A las diez menos cuarto, llegué a aquel punto de la plaza Molina donde hacia dos noches Beth me había morreado mientras yo temía que María nos estuviera observando desde una ventana. Ya no llovía desde hacía una hora pero el aire había quedado saturado de una humedad fría que se instalaba en el tuétano. Un poco tieso por el frío, jugueteando con el paraguas, empecé a contemplar a las mujeres que venían hacia mí con expectación de psicólogo especializado en selección de personal. Unas me parecían demasiado jóvenes, otras demasiado mayores, una que era atractiva hablaba sola como si discutiera con alguien invisible, otra tenía la edad exacta pero iba vestida como si tuviera diecisiete años. En general, cuando pasaban de largo sin decirme nada, yo suspiraba. Sólo en un par de ocasiones el suspiro fue de decepción.

Empezaba a preguntarme cómo la reconocería, si no tenía ni idea de su aspecto, y si no acabaría metiendo la pata dirigiéndome a alguna desconocida, cuando ella apareció por una esquina y vino hacia mí, con cierta timidez pero tan convencida de que no se equivocaba de persona que no tuve ninguna duda de que, al hacerle el artículo, Monica le había enseñado fotografías mías.

Era una mujer delgada y menuda, de no más de metro sesenta. De lejos, una niña disfrazada con ropa de su madre, un traje de chaqueta y falda corta y ajustada y zapatos de tacón. El cuerpo pequeño conservaba el equilibrio de formas. Tal vez las caderas se le habían ensanchado con la experiencia de la maternidad, pero las mantenía a raya en el gimnasio donde había conocido a Monica. Piernas bonitas que avanzaban con cierta torpeza, con pasitos cortos e inseguros, como si estuviera esquivando continuamente charcos y cagadas de perro.

—¿Ángel? Eres Ángel, ¿verdad?

Tendría unos cuarenta años bien llevados. Lucía el pelo bastante corto, pero no tanto como para que no se viera que era muy rizado. Y con un parpadeo continuo evidenciaba su timidez.

—Hola, María —dije.

Le di dos besitos, uno en cada mejilla, al más depurado estilo Felicia Fochs.

—Me parece que llego un poco tarde. Disculpa.

—Qué dices. Aquí el único especialista en llegar tarde soy yo, que te tengo esperando desde anteayer. He traído esto para hacerme perdonar.

Le di el CD de Rita Lee.

—Va, hombre, no hacía falta.

—Sí que hacía falta. ¿La conoces?

—No la conozco, pero me gustan los Beatles y me gusta la
bossa nova
, de manera que la mezcla tiene que gustarme por fuerza. Pero no tendrías que haberlo hecho…

—Mi vidente de cabecera me dijo que, si no lo hacía, me caería un relámpago en la cabeza como castigo divino.

—Ah, si es así, has hecho bien.

Nos reímos como lo que éramos: dos desconocidos que no saben exactamente qué decirse y tienen que llenar silencios. No era la primera vez que me veía en una situación parecida, pero nunca acababa de acostumbrarme a tragos como aquél. Alargando las sonrisas hasta que están a punto de romperse, mientras piensas «¿Y ahora qué digo, y ahora qué digo?»—Además, tampoco me significó tanto trastorno. Yo vivo aquí mismo, en este edificio.

Señaló el edificio que teníamos delante y me estremecí al experimentar una vez más la sensación de haber sido observado mientras Beth me daba aquel beso imprudente.

—Bueno… ¿Dónde me llevas?

—Aquí, no muy lejos. ¿Te gusta caminar?

—Caminemos.

Parpadeaba y parpadeaba, como si se le hubiera metido algo en el ojo o como si le deslumbrara un foco muy potente. Me recordó la Shirley McLaine más deliciosa. Pensé que tal vez era un poco tontita.

—He pensado —dijo— en un restaurante especializado en cocina francesa que acaban de abrir aquí cerca. Dicen que hacen unas
fondues
de carne muy buenas.

—Tú eres la experta en restauración.

—Yo pensaba que todos los detectives erais unos gastrónomos y sibaritas excepcionales.

—Eso sólo pasa con los detectives comunistas que han pasado por la CIA y queman libros en la chimenea.

Me llevó a un local pequeño, con velas en las mesas, que propiciaba la intimidad. Mientras que, inspirados por los charcos de la calle, hablábamos del chaparrón que había caído aquella tarde y otros temas apasionantes, me cuestioné por qué una mujer como aquélla estaba sola y necesitada de citas a ciegas. Claro que, posiblemente, ella se preguntaba lo mismo con respecto a mí; tal vez me imaginaba colgado del recuerdo de mi mujer, negándome a sustituirla, o tal vez asustado, incapaz de querer a nadie más por miedo a sufrir otra mala pasada del destino y tener que volver a sufrir el dolor y la rabia y el desconcierto.
I'm a rock, I'm an island
, como decía aquella canción de Simon y Garfunkel. Y, como sólo soy una piedra o una isla, nada me puede dañar. Aquello explicaría mi comportamiento crapulesco merodeando de noche por locales donde ponían
Sex Bomb
y dejándome besar por jovencitas que podrían ser mis hijas. Inevitablemente, hablamos de Monica. A María le parecía una chica fantástica y a mí también, o sea, que en este punto, estábamos de acuerdo. Superada esta fase, hablamos de sus hijos, porque ella también tenía, uno de trece y uno de ocho, y yo evité cualquier indagación sobre la figura paterna.

Escena 2

Una vez sentados en la mesa y enfrentados al difícil examen del menú, la personalidad de María cambió de repente. Como si fuera un piloto de aviación en el momento de sentarse ante los mandos del Boeing. Los platos, los cubiertos, las servilletas y la carta, aquéllas eran sus armas.

Dejé que me ilustrase. Me explicó que lo que nosotros llamamos solomillo, los franceses lo llaman
aloyau
, y lo dividen en dos partes: la de arriba que es el
faux-filet
, y la de abajo, el
filet
. Cuando me interesé por su restaurante, escurrió el bulto:

—Ya vendrás algún día. Lo que yo hago hay que probarlo, no comentarlo.

A pesar de que la especialidad de la casa eran las
fondues
de carne, me aconsejó que nos decidiéramos por otras opciones. Ensaladas sofisticadas y
faux-filet
a la
creme d'estragon.

—Bleu
—puntualizó María.

—¿Cómo dice? —dijo el camarero.

—Poco hecha —le aclaró ella—. Muy poco hecha.

—¿Y para beber?

—Agua sin gas. —Me consultó—. ¿Y vino? —Asentí, sumiso—: ¿Te gusta el vino tinto? —Asentí de nuevo y ella pidió, imperiosa, como si también fuera la propietaria de aquel restaurante—: Añares del 95. —Y, cuando el camarero se alejó, añadió—: Vamos mal cuando el camarero de un restaurante francés no sabe qué quiere decir
bleu
. —Pero, inmediatamente, como si nada, recuperó la conversación anterior—: En cambio, tu trabajo sí que es literario.

—¿Literario? —reí.

—¿Qué estás investigando últimamente?

Bueno, ella había sido quien había utilizado la palabra literario, de manera que pude responder lo mismo que le había dicho al inspector Soriano pero con otro tono y sin sentirme pedante ni agresivo.

—Estoy tratando de resolver quién mató a Marlowe.

—¿Philip Marlowe? —saltó ella, encantada de la vida, entrando en la broma—. Ah, qué interesante. Pero no parece demasiado difícil de resolver. Le mató el mismo Chandler, ¿no te parece?

Se refería al otro Marlowe, al más próximo a mí, en realidad, pero no le corregí. Me complació que conociera a Philip Marlowe.

—¿Chandler? —acepté el tema—. ¿El padre que mata al hijo? Siempre me había parecido que eran los hijos quienes tenían que matar al padre.

—Los autores siempre terminan odiando a sus personajes —me corrigió como si supiera muy bien de qué hablaba—. Concretamente, tengo entendido que Chandler odiaba a Marlowe porque él, en realidad, no quería escribir novela policíaca ni novela negra. Chandler quería escribir poesía, o gran literatura, y ser aclamado como un Joyce o un Proust. Menospreciaba el trabajo que hacía.

Me pareció que hablaba de Chandler con muy poco respeto y se lo iba a hacer notar cuando el camarero nos trajo el vino y unas tostadas con mantequilla.

—El vino lo catará la señora —dije. ¿Debería haber dicho señorita? ¿Había metido la pata?—. Ella entiende más que yo.

No montó ningún espectáculo. No miró la copa a contraluz ni saboreó el vino entre los labios y los dientes. Se limitó a oler la copa discretamente, casi disimuladamente, y a retener la bebida un instante en la boca, antes de tragársela. Supuse que estaba detectando el gusto del roble de las botas, la solidez del líquido, el perfume que acaricia el paladar y otros detalles que a mí siempre se me escapan. Sonrió:

—El Añares es una apuesta segura —dijo. Y, con un movimiento de cabeza casi majestuoso, dio permiso al camarero para que nos llenara las copas.

No untó la mantequilla en las tostadas, de manera que yo también me abstuve.

—Raymond Chandler es uno de los mejores autores de novela negra —protesté—. Por no decir el mejor. Si no fuera por Hammett, sería el mejor.

—No, si yo estoy a favor de la libertad religiosa —respondió, con una lucecita irónica en el fondo de sus ojos—. Es más: mi doctorado de filología versaba sobre Raymond Chandler.

—¿Ah, sí?

Le encantaba sorprenderme y su sonrisa era más embriagadora que el vino.

—Por eso nos conocemos. Tu hija me dijo que eras detective privado y le pedí, por favor, que nos presentase. Eres el primer detective que he conocido en mi vida, ¿sabes?

—Qué honor.

—De carne y hueso, quiero decir. Antes que tú fueron Marlowe, Spade, Poirot, Nero Wolfe, Jerry Bosch… En mi época, en la universidad se valoraba mucho la novela negra, y toda la novela popular en general. No éramos tan aristocráticos como ahora. Creíamos en una cultura mayoritaria, abierta a todo el mundo. Ahora, los gurús cultivan el placer de saberse pocos, selectos y privilegiados y defienden la literatura abstrusa y distanciada. Todos los críticos sueñan con descubrir al autor ignorado por el mundo y darlo a conocer y subirlo a los altares de la religión de la cultura. Si lo consiguen, es que ellos mismos han triunfado como críticos y sacerdotes. Si no lo consiguen, significa que nadie les hace caso y son unos fracasados. Pero, claro, el mérito está en beatificar a alguien que sea difícil de leer, que no haya sido previamente aplaudido por las masas. La novela policíaca, que gusta a todo el mundo, incluso a aquellos que se lo tienen prohibido, no es una buena apuesta para los gurús que quieren triunfar. Es demasiado fácil que te guste una novela negra.

Nos trajeron las ensaladas. María, entonces, dedicó toda su atención a la liturgia de catar el plato. Sus manos, manipulando cubiertos, de repente eran manos de profesional. Y la expresión de absoluta concentración era el mejor homenaje que nunca nadie había rendido a aquella ensalada. Yo estaba fascinado. Me miró.

—¿Te gusta?

—No lo sé. No la he probado. ¿Y a ti?

—No está mal, pero me parece que te he traído al restaurante equivocado.

—Deberías haberme llevado al tuyo.

Para mí, la ensalada no estaba mal, aunque no soy un entusiasta de la salsa rosa. Hice un gesto de benevolencia.

—Estoy preocupada por la carne —anunció María.

Parpadeó, temerosa, y entonces me di cuenta de que llevaba bastante rato sin hacerlo. Me gustaban sus ojos. Ojos claros, cuyo color aún no había distinguido con exactitud, no sabía si eran azules o verdes, pero eso sí, estaban cargados de sabiduría. Eran ojos que habían llorado mucho, que habían aprendido a llorar llorando, y las lágrimas los habían curtido y limpiado dejándoles una mirada limpia y directa.

—¿Y cómo se titulaba tu tesis doctoral? —pregunté.

—Un título elemental. «Chandler, un autor de género contra el género.»—No te gusta Chandler —sentencié, como si aquello me disgustase.

—Sí que me gusta, te lo aseguro. Pero escribió un opúsculo infecto,
El simple arte de matar
, tendencioso, insultante, destructivo y miope y los estudiosos de la época se confundieron pensando que eran las tablas de la ley y, postrándose de rodillas, le adoraron. Y, sobre las tonterías que Chandler decía en aquel artículo se han erigido montañas y montañas de tonterías. Me pareció que era necesario poner las cosas en su sitio, y lo hice.

Levantamos las copas de vino al mismo tiempo, pero aquél no parecía el momento más adecuado para un brindis. Bebimos, en una pausa deliciosa, y nos sonreímos compartiendo un mismo momento exquisito, y yo recapitulé:

—¿Cómo has dicho? Tendencioso, insultante… En aquel artículo Chandler cargaba contra la novela policíaca tradicional, como las de Agatha Christie, donde lo único que importa es saber quién es el culpable…

—Eso no es cierto. La novela enigma tiene millones de seguidores en todo el mundo y reducirla a esta vulgaridad es suponer que toda esta legión de lectores es imbécil. La novela enigma es un juego de ingenio, una pieza de relojería donde, si está bien hecha, todo debe encajar a la perfección, y los lectores obtienen el placer que se deriva del juego. Otra cosa es que no te guste jugar, pero entonces no te dediques a este género, que es esencialmente lúdico.

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