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Authors: Andreu Martín y Jaume Ribera

Con los muertos no se juega (10 page)

BOOK: Con los muertos no se juega
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—¡Esquius! ¡Corre, ve, entra! —dijo Beth, con esa fe que tenía en mí, convencida de que sólo yo podía devolver la felicidad y las ganas de vivir a Flor.

—¿Le habéis enseñado mi informe?

—No, no, lo tengo yo. Lo he ido a buscar al despacho de Biosca y me lo he llevado antes de que se lo pasara por las narices.

—Bien hecho. ¿Le ha dicho Biosca que Adrián le ponía los cuernos?

—¡Aún no, pero corre!

Al entrar en el despacho de Biosca me encontré a Flor deshecha sobre una butaca, naufragando en un mar de kleenex arrugados y empapados, consumiéndose como la cera en el fuego o como el hielo al sol. Creaban una ilustración de folletín, con Biosca de pie, sacando pecho, con aire admonitorio y queriendo consolarla. Era peor el remedio que la enfermedad.

—…Piense que ha sido afortunada, señorita Font-Roent. ¡Alégrese, ría y celébrelo, que hoy le ha tocado la lotería! Sepa, que quien nace asesino tarde o temprano acaba matando. Imagínese que hubiera llegado a casarse con este Adrián, que hubieran tenido niños y que un día a él se le enciende la lucecita roja y coge un hacha…

—¡Señor Esquius! —gritó ella al verme. Una mezcla de grito y sollozo que se podía traducir libremente por un imperioso: «¡Sáqueme de aquí!»Yo le ofrecí mi pañuelo, aunque en realidad lo que necesitaba era una toalla de baño.

—Ah, Esquius —Biosca interrumpió el discurso para recibirme con frialdad—. ¿Usted le ha dicho a la policía que trabajábamos para la señorita Font-Roent?

—No, señor —resoplé.

—¿Y, entonces, cómo nos explicamos que la policía ya haya ido a ver a nuestra dienta para decirle que su novio es un asesino?

—Las familias Font-Roent y Gornal viven en la misma calle, en casas contiguas. Supongo que habrá bastado con que los padres de Adrián hayan comentado «Qué disgusto, pobre Florecita», para que la policía haya hecho un par de preguntas y, al salir de una casa, haya ido a llamar a la otra. Y supongo que daban por supuesto que nuestra dienta sabía dónde estaba escondido Adrián, y le han dicho que más valía que se lo confesara antes de que se vieran obligados a detenerla por encubridora.

Flor levantó sus ojos anegados para mirarme con veneración. Tenía las gafas en la mano, perdidas entre kleenex chorreantes.

—Exacto —dijo Biosca, con tono de extrema satisfacción—. Lo que yo pensaba. Sólo quería comprobar si usted también había hecho las mismas reflexiones. Se ve que está en forma, Esquius. ¿Se da cuenta, señorita, de que no había motivo para desconfiar? El caso está en manos de un superdotado, no lo olvide. Bravo, Esquius, ha triunfado una vez más.

—Señor Biosca, si no le importa… ¿Puedo hablar a solas con ella? Querría formarme una imagen más completa de Adrián.

A Biosca no le importó deshacerse de aquella chica desagradecida que no sabía apreciar sus argumentos.

—A su aire, Esquius.

La ayudé a levantarse y la saqué del despacho apoyada en mi antebrazo, como quien acompaña a la abuela a dar una vuelta por la terraza. Se me agarraba con un poco más de fuerza de la estrictamente necesaria, ávida de calor humano. Y me pareció que el calor y el olor perfumado que me transmitía no era nada desagradable. Pasamos junto a Beth y Amelia que, al ver la estampa que formábamos, no se atrevieron ni a abrir la boca y nos encerramos en el vestíbulo de recepción.

Sentada en la butaca de la secretaria, Flor consiguió serenarse un poco. Juntó las manos en una súplica casi religiosa.

—¡Es una falacia, señor Esquius! ¡Adrián nunca cometería semejante yerro! ¡Dígame que es una falsedad!

—Bueno… —dije, mientras pensaba cómo lo enfocaba—. El caso es que…

—¡Usted es una alma sensible! ¡Usted lee poesía! —me interrumpió, decidida a impedirme que le diera ninguna mala noticia—. ¡No como aquel policía grosero, chapucero y caprichoso que sólo quería que le entregase a Adrián si venía a mí a buscar cobijo!

—Mire, señorita Font-Roent …

—Flor, por favor. Llámeme Flor. —Se apoderó de mi mano y me clavó una mirada intensa que me otorgaba el derecho a una cierta intimidad, en mi doble condición de supuesto amante de la poesía y de encargado de librar a Adrián de toda adversidad.

—Mire, Flor.

—Mira, mira. De tú, por favor. «Mira, Flor», por favor.

—Mira, Flor. —¿Por dónde empezar?—. ¿Cómo era el policía que la ha venido a ver? ¿Muy bien vestido, jovencito, muy engreído…?

—Sí.

—Se llama Soriano. Ya lo conozco, no le hagas mucho caso. Mira… La policía ha sacado unas conclusiones que tal vez sean acertadas o tal vez no pero, de momento, yo diría que son razonables.

—¿Razonables? —gimió ella, incomprendida y casi ofendida.

—Ya debes de saber que Adrián está fichado por comportamiento violento…

—¡Era su época de compromiso político y social! —Pasó al ataque—. ¡El Banco Intercontinental era copropietario de la multinacional que deforesta la selva amazónica! ¡Había que hacer algo, y en aquella época, Adrián estaba muy concienciado!

—Pero no apedreó el Banco Intercontinental, sino una caja de ahorros.

—Bueno, se equivocaron, ya lo sé, ¡pero eso no le quita heroicidad y compromiso al incidente! Ya sé que le han detenido dos veces, pero siempre ha sido debido a su grandeza de espíritu y al atolondramiento propio de la juventud, la típica rebeldía contra las normas establecidas, pero ahora…

Le ahorré los pormenores de acusación de embriaguez y exhibicionismo con resultado de luxación de cadera de una ancianita. Si Adrián no había creído oportuno que Flor conociese aquellos detalles, pensé que no era asunto mío.

—Permíteme unas preguntas —la corté. Hizo el esfuerzo de escucharme—. ¿Tú conocías a la víctima, a ese tal Casagrande…?

—No.

—Era un visitador médico. Adrián le conocía del hospital.

—No, no, no me había hablado nunca de él… Y además, es absurdo pensar que Adrián quisiera robar, no tenía motivos para robar. Cuando necesitaba dinero, me lo pedía y yo se lo daba. —Sí. Ella le daba dinero para comprarse libros y él se lo gastaba en seguida y no precisamente en libros. Ella volvía a la carga—: ¡Y además, Adrián es incapaz de robar! —Dejé que mi dienta se desahogase—. Ahora ha cambiado, ha madurado. Se ha aburguesado, se ha vuelto mucho más sensible, reflexivo, ha reconocido cuáles son sus límites. No puede haberle arrebatado la vida a nadie, él sabe que eso no se puede hacer. ¡Sabe que no es Dios! ¡Y además no tiene pistola! Y sería incapaz de hacerle daño a un insecto. ¡Ahora, Adrián huye de toda situación violenta! El otro día, cuando vimos que un hombretón pegaba a una chica por la calle, y yo le dije que había que hacer algo, Adrián rehuyó el enfrentamiento, diciendo que no era asunto nuestro. Y otra vez, en un bar, un borracho se metió conmigo y hasta me tocó el trasero, y Adrián me dijo: «Vamos, vamos, que no quiero líos». Y yo le decía: «¿Quieres decir que no vas a partirle la cara, a este marrano?» Y él: «No, no, que si empiezo a lo mejor no me sé controlar. Imagina que se me va la mano y lo mato», mientras me empujaba rápidamente hacia la calle. ¡Excusas! Créame, señor Esquius…

—Está bien, está bien. Cálmate. Ya veremos qué se puede hacer.

Calló, con sus ojos húmedos clavados en los míos a través de las gafas empañadas, como si se estuviera esforzando por ver con nitidez mis pensamientos. Y entonces, cuando parecía que lo teníamos todo ganado, a través de la puerta nos llegó la voz de Biosca que ponía al corriente de todo a Amelia y Beth.

—…Que se ve que el novio de esta dienta le ha pegado un tiro a su mejor amigo…

Flor saltó de la silla y, antes de que se lo pudiera impedir, ya había abierto la puerta y se desgañitaba defendiendo al hombre de sus sueños delante de un Biosca, una Amelia y una Beth que la miraban con los ojos desorbitados:

—¡Es mentira, mentira! ¡Adrián es incapaz de matar a nadie! Es un alma sensible, retraído y tímido, de comportamiento secundario, apocado, indeciso, miedoso y hasta diría que pusilánime, es un cagado! ¡Todo le da miedo, desde que le pueda picar una abeja a romperse el frenillo cuando hace el amor! ¡Si a veces, sólo de pensar en eso tiene problemas de erección! —Pensé que debía detenerla, que estaba perdiendo el norte y las formas—: ¡Adrián es un gallina, un collón, un cagón, un hominicaco, un don nadie, una caca, una mierda! ¡Hasta yo soy más hombre que él!

Era una manera curiosa de defender a su prometido. Los nervios le hacían decir lo que no pensaba. O, si tenemos que hacer caso a los psicoanalistas, los nervios le hacían decir precisamente lo que pensaba. En cualquier caso, consideré oportuno disculparla con unas palabras formales delante de mis compañeros de trabajo mientras la metía de nuevo en la sala de espera y cerraba la puerta. La agarré por los hombros, la sacudí un poco y le dije:

—¡Basta, tranquilízate, Flor! ¡Tranquila! ¡Escucha!

Me miró como si acabase de despertar de una pesadilla. En seguida se arrepintió de lo que había dicho.

—Perdona, perdona… No quería expresarme exactamente así.

—No te preocupes…

—Esa no soy yo. Quiero decir que no acostumbro a hablar así de Adrián…

—Ya me lo imagino. No ha pasado nada.

—Yo le quiero mucho. Yo no acostumbro a hablar así de nadie.

—No ha pasado nada.

—No sé qué me ha pasado.

—Nada.

—Decía lo que no sentía, oh, quiero decir, sí que sentía lo que decía, pero… Estoy un poco confundida.

—Pues cállate. Tranquilízate y calla.

No se tranquilizó, pero como mínimo, se calló.

—Demostraremos que Adrián es inocente —le dije—. ¿De acuerdo?

Flor, en aquel momento podría haber servido de modelo para una Anunciación. «He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según su palabra». Y, en este caso, yo sería el Señor.

—¿Lo dices de verdad? ¿Crees de verdad que Adrián es inocente del crimen que le atribuyen?

Se lanzó a mis brazos y me ensordeció gritándome toda su gratitud al oído. Pensé que olía muy bien y me gustó el contacto de su cuerpo, pequeño y ligero.

Se abrió la puerta y Biosca, Amelia y Beth nos sorprendieron estrechamente abrazados. Habían estado escuchando, los muy indiscretos. Hay costumbres muy difíciles de erradicar.

—¿Lo dice de verdad, Esquius? —rebuznó Biosca—. ¿O sólo lo dice para calmar a nuestra dienta?

—¡Lo dice de verdad, de verdad! —exclamó nuestra dienta, distanciándose de mí y reprimiendo a duras penas el deseo de ejecutar unos pasos de baile—. ¡Él demostrará que Adrián es inocente!

—¡Hostia, Esquius, qué huevos! —añadió Biosca, dando a entender que sabía perfectamente que yo sólo decía aquello con la intención de seducir a Flor y llevármela al catre.

Escena 6

Llamamos a un taxi para que viniera a recoger a Flor Font-Roent y la llevara a su casa. Con el fin de liberarla de la curiosidad malsana de Biosca y las chicas, bajé con ella al portal. Cuando le pedí que si Adrián se ponía en contacto con ella, me avisase en seguida, descubrí que nuestras cuatro manos estaban anudadas entre los dos. Cuando el taxi se detuvo delante de nosotros, siempre mirándome con aquel aire de éxtasis místico, dijo, romántica hasta la náusea:

—Por favor, Esquius. ¡Hagamos que prevalezca la verdad!

El parpadeo que me dedicó demostraba ansias de besarme con pasión y una firme y valiente renuncia. Me apretó un poco las manos, dio media vuelta y desapareció dentro del taxi. Después el taxi se disolvió entre la confusión del tráfico.

Beth, detrás de mí, dijo:

—Parece que esto es el comienzo de una gran amistad, ¿eh?

Nos había seguido y allí estaba, excitada y curiosa, con su cazadora de cuero negro que contrastaba con su cabello claro y largo. Los ojos chispeaban como si estuviera pensando una picardía.

—¡Dios me libre! —reí.

—Te invito a cenar y me lo cuentas todo —propuso ella. No admitía un no por respuesta—: ¡Por favor, por favor! No puedo irme a dormir con esta intriga. ¡Es la primera vez que me encuentro tan cerca de la investigación de un crimen de verdad!

Accedí a cenar pero no a que me lo pagara. Me pareció que sería una buena oportunidad para dar un repaso a todo lo que hubiera averiguado. Exponer las ideas en voz alta siempre me ayuda a aclararlas. Nos metimos en uno de los muchos restaurantes italianos que hay en los alrededores de la plaza de Francese Macià.

Beth estaba demasiado impaciente como para perder el tiempo leyendo la carta, y le dijo al camarero que trajera lo que le pareciera más oportuno. Yo pedí por los dos. Espagueti al salmón, carpaccio con queso, agua y un lambrusco frío. Dediqué la espera y los espagueti a una exposición general de los hechos, los últimos movimientos de Adrián alrededor de la casa de Casagrande, la entrada en el piso con el duplicado de las llaves, la salida, el inesperado regreso de Casagrande, el encuentro en el prevestíbulo, el tiro, la carótida reventada, el mar de sangre. Y los testimonios del hombre del videoclub y de las señoritas del Happyness.

A continuación, le pedí que sacara conclusiones.

—Bueno… —se lo pensó un poco mientras masticaba—. Tal como me lo has explicado, Adrián Gornal lo tiene difícil. Es un caso tan claro con tantos testigos y su presencia en el lugar de los hechos, que el fiscal más memo de la última promoción lo ganaría escuchando rock duro con el discman mientras presentaba sus conclusiones al juez.

—Ja, ja —reí para complacerla—. Pero no te escapes. Ves al grano.

—Es evidente que Adrián tenía algún problema que iba más allá de los cuernos que le ponía a Flor.

—Pero nosotros, Beth, no trabajamos para la policía, sino para nuestra dienta, o sea que tenemos la obligación de poner en duda todo aquello que perjudique sus intereses.

—¿Es así como lo haces? ¿Adrián tiene que ser inocente por definición, porque te pagan para que sea inocente?

—Tal vez este punto de partida nos ayude a encontrar los detalles que no encajan. Vamos. Dime qué es lo que te ha chirriado de lo que te he contado. Alguna cosa te habrá sonado rara, ¿no?

—Bueno… —Se lanzó—. Flor ha dicho que Adrián es un cobarde y que no tenía pistola. Además, de la discusión en el piso con las señoritas del Happyness, como tú dices, se desprende que Casagrande tampoco iba sobrado de dinero. En ese caso, ¿qué dinero habría robado Adrián? No había nada que robar.

Negué con la cabeza.

—No, no es eso —dije, consciente de mi petulancia—. Mira: la experiencia demuestra que los cobardes matan tan a menudo como los valientes, o más. Al contrario, la personalidad pusilánime que ha descrito Flor concuerda también con el comportamiento de Adrián, rondando la casa de Casagrande días y días, indeciso y atiborrándose de alcohol, como para inyectarse valor para hacer alguna muy gorda. Por lo que respecta al objeto del robo, sin duda había alguno. Que Casagrande no tuviera dinero, no importa. Sabemos seguro que Adrián hizo una copia de las llaves y que esperó a que Casagrande saliera de casa para meterse allí. Algo buscaba, algo que cabía en la bolsa de deportes. ¿Qué era? No lo sé. Joyas, drogas… La propia pistola, ¿por qué no?

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