Contrato con Dios (22 page)

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Authors: Juan Gómez-Jurado

Tags: #Aventuras, Intriga

BOOK: Contrato con Dios
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—¿Y el resto del tiempo?

—Estará en estado de iniciarse. Como un ordenador mientras carga el sistema operativo. Mientras no miren debajo de la tienda, no habrá problema.

Sólo que sí lo había.

El calor.

Arrastrarse bajo la tienda cuando Fowler dio la señal fue fácil. Se agachó, fingió atarse la bota, miró a su alrededor y rodó debajo de la plataforma de madera. Fue como sumergirse en un enorme pedazo de mantequilla caliente. El aire allí estaba enrarecido por el calor acumulado del día, la arena y el grupo electrógeno situado junto a la tienda, cuyos ventiladores despedían progresivas bofetadas ardientes que se colaban en el hueco donde se encontraba Andrea.

Llegó bajo el cuadro eléctrico enseguida, notando la cara y los brazos abrasados. Sacó el interruptor de Fowler, lo preparó en la mano derecha y con la izquierda dio un fuerte tirón del cable naranja. Lo colocó en el extremo de Fowler, empalmó el otro y esperó.

Maldito reloj mentiroso. Dice que han pasado doce segundos y parecen doce minutos. Dios, qué calor.

Trece, catorce, quince.

Apretó el interruptor.

Por encima de ella, las voces de los soldados cambiaron de tono.

Parece que lo han notado. Espero que no le den importancia.

Aguzó el oído para poder enterarse de la conversación. Comenzó como una manera de distraerse del calor y evitar desmayarse. Aquella mañana no había bebido suficiente y lo estaba pagando. Notaba los labios secos, la garganta rasposa y un ligero mareo.

Pero treinta segundos después, Andrea comenzó a aterrorizarse ante lo que estaba oyendo, hasta el punto que no se dio cuenta de que los tres minutos habían pasado, y ella continuó allí, apretando el botón del interruptor cada 15 segundos, luchando contra la sensación de desmayo que estaba a punto de vencerla.

E
N
ALGÚN
LUGAR
DE
F
AIRFAX
C
OUNTY
, V
IRGINIA

Viernes, 14 de julio de 2006. 08.42

—¿Lo tienes?

—Creo que tengo algo. Pero no ha sido fácil. Este tío es muy hábil ocultando sus huellas.

—Será mejor que me des algo mejor que una suposición, Albert. Aquí ha empezado a morir gente.

—Siempre muere gente, ¿no?

—Esta vez es distinto. Estoy asustado.

—¿Tú? No me lo creo. Ni siquiera te asustaste cuando lo de los coreanos. Y aquella vez…

—Albert.

—Perdón. He pedido algunos favores. Los expertos de la CIA han recuperado parte de los datos de los ordenadores de GlobalInfo. Orville Watson seguía una pista acerca de un terrorista llamado
Huqan.

—Jeringuilla.

—Si tú lo dices. Yo ni idea de árabe. Al parecer ese tío quería atentar contra Kayn.

—¿Algo más? ¿Nacionalidad, afiliación?

—Nada. Sólo vaguedades, e-mails cruzados de la oficina. Ningún archivo crítico se ha salvado del fuego. Los discos duros son muy delicados, ¿sabes?

—Pues encuentra a Watson. Él es la clave de todo. Y encuéntralo ya.

—Lo haré.

I
NTERIOR
DE
LA
TIENDA
DE
LOS
SOLDADOS
,
CINCO
MINUTOS
ANTES

María Jackson no solía leer el periódico, y eso la mandó a la cárcel.

Por supuesto María no pensaba así. Ella creía que había ido a la cárcel por ser una buena madre.

Entre estas dos afirmaciones radicales se puede enmarcar la vida de María, que tuvo una infancia pobre pero relativamente normal. Todo lo normal que pueda ser la vida en Lorton, Virginia, a quien sus propios habitantes llaman el Sobaco de América. María nació en el seno de una familia negra de clase baja, jugó con muñecas, saltó a la comba, fue al Instituto y se quedó preñada a los quince años y siete meses.

En honor a la joven hay que decir que ella intentó evitarlo. ¿Cómo iba a saber María que Curtis había pinchado el preservativo? Simplemente no podía. Había oído hablar de ese absurdo ritual de hombría de los jóvenes negros que consiste en dejar embarazada a una chica antes de acabar el instituto. Pero eso era algo que le pasaba a otras. Curtis la amaba.

Curtis se largó.

María dejó el instituto y entró en el poco selecto club de las madres adolescentes. La pequeña Mae se convirtió en el centro de la vida de su madre, para bien y para mal. Atrás quedó el sueño de ahorrar dinero para dedicarse a la fotografía de tormentas y huracanes. María entró a trabajar en una fábrica de procesamiento de pollos, una ocupación que sumada a su labor como madre le dejaba poco tiempo para leer el periódico. Eso le hizo tomar una decisión desinformada.

Una tarde su jefe le anunció que le cambiaba el turno de mañana por el de tarde. La joven madre ya había visto suficientes mujeres saliendo del turno de noche, mujeres que caminaban con la mirada fija en el suelo y el uniforme de la fábrica en bolsas de supermercado, mujeres cuyos hijos desatendidos acababan muy pronto en un reformatorio o cosidos a tiros en una pelea entre bandas.

Para evitarlo, María se apuntó a la reserva del ejército. A los reservistas no podían cambiarles de turno porque colisionaba con las dos horas a la semana de instrucción en la base de Cresaptown, así que ella podría pasar más tiempo con la pequeña Mae.

María tomó esta decisión un día después de que a la 372.
a
compañía de Policía Militar le notificaran su próximo destino: Irak. Un hecho que apareció en la página 6 del
Lorton Chronicle.
En septiembre de 2003, María le dijo adiós con la mano a Mae y se subió al camión de la base. La niña, abrazada a su abuela, lloraba con toda la desgarradora potencia pulmonar de la que sólo es capaz una niña de seis años. Ambas morirían cuatro semanas después cuando la señora Jackson, que no era ni de lejos tan buena madre como María, tentase su suerte fumando en la cama por última vez.

Cuando le comunicaron la noticia, María fue incapaz de volver a casa. Aquello fue simplemente inasumible para la joven, que pidió a una estupefacta hermana que se hiciera cargo del funeral y del entierro. María pidió a los mandos permanecer en Irak y se entregó en cuerpo y alma a su trabajo de policía militar en la prisión de Abu Graib.

Un año después, la aparición de unas inoportunas fotos en el programa de televisión
60 Minutos
reveló que algo dentro de María había hecho crac. La buena madre de Lorton, Virginia, se había convertido en torturadora de prisioneros iraquíes. Una foto en especial, en la que la joven sonreía a la cámara mientras apuntaba a los genitales de uno de los presos, que tenía la cabeza cubierta por una bolsa, fue tremendamente ofensiva para la opinión pública.

María no fue la única, por supuesto. El haber perdido a su hija y a su madre «por culpa de aquellos sucios perros de Saddam» sólo era una justificación en su cabeza, por supuesto. Así que María fue licenciada con deshonor y condenada a cuatro años de cárcel de los que cumplió seis meses. Después se fue derechita a Blackwater a solicitar trabajo. Quería volver a Irak.

El trabajo se lo dieron, pero no volvió a Irak al principio. En lugar de eso, cayó en manos de Mogens Dekker. Literalmente.

Habían sido dieciocho meses en los que María había aprendido mucho. Sabía disparar mucho mejor, sabía más de filosofía, sabía cómo hacía el amor un hombre blanco. El comandante Dekker se había encaprichado casi al instante de aquella mujer de piernas gruesas y carita angelical. María había encontrado en él algo de consuelo, y el resto lo había obtenido del olor a pólvora. Había matado por primera vez, y le gustaba.

Le gustaba mucho.

También le gustaba su pelotón… a veces. Dekker los había escogido bien. Un puñado de asesinos sin escrúpulos, que disfrutaban de la impunidad que concedía el matar gracias a un contrato gubernamental. Mientras estaban en el campo de batalla, todo iba bien, eran hermanos de sangre. Pero cuando estaban, como en aquella tarde de calor pegajoso, saltándose las órdenes de dormir de Dekker y jugando a las cartas, la cosa cambiaba mucho. Se volvían tan irritables y peligrosos como un babuino en un baño turco. Y el peor de todos era Torres.

—Me estás jodiendo, Jackson. Y no me has dado ni un besito —dijo el pequeño colombiano. A María la ponía especialmente nerviosa cuando jugueteaba con su diminuta navaja oxidada. Era una metáfora de sí mismo. Aparentemente inofensiva, pero muy capaz de degollar a un hombre sin demasiado esfuerzo. El colombiano sacaba pequeñas tiras blancas del borde de la mesa de plástico a la que estaban sentados, y tenía una sonrisa en los labios.

—Du scheißt' mich an,
[11]
Torres. Jackson tiene full, y tú estás lleno de la mierda —dijo Alryk Gottlieb, que se peleaba con los pronombres y las preposiciones inglesas con uñas y dientes. El más alto de los gemelos odiaba a Torres con toda su alma desde que meses atrás vieron juntos un partido amistoso previo al mundial de fútbol de Alemania entre sus respectivos países. Se dijeron cosas, volaron golpes. Paradójicamente, el metro noventa de Alryk no servía para que durmiera tranquilo por las noches. Si seguía vivo era porque Torres no estaba seguro de poder con los dos gemelos.

—Sólo digo que esas cartas son demasiado buenas —replicó Torres, ensanchando aún más su sonrisa.

—Bueno, ¿das o qué? —dijo María, que sí que había hecho trampa pero quería aparentar tranquilidad. Ya le había sacado casi doscientos pavos.

Esta racha no puede durar mucho. Tendré que empezar a dejarme ganar, o puede que una noche me encuentre con el filo de esa navaja,
pensó.

Torres empezó a repartir con parsimonia, haciendo toda clase de gestos y ruiditos divertidos y ligeramente desagradables para distraerlos.

Lo
cierto es que el cabrón es simpático. Si no tuviese esa personalidad de psicópata o desprendiese ese permanente olor a hongos me caería de puta madre.

En ese momento el escáner de frecuencias que descansaba en una mesita auxiliar a dos metros de donde jugaban emitió un pitido.

—¿Qué coño es eso? —dijo María.

—Es el
verdammt
escáner, Jackson.

—Torres, ve a mirarlo.

—Y una mierda. Voy con 5 pavos.

María se levantó ella misma y se acercó a la pantalla del escáner, un aparato del tamaño de uno de aquellos viejos VHS que ya nadie usaba, sólo que con una pantalla LCD y un coste cien veces superior.

—Parece estar bien, se está reiniciando —dijo María volviendo a la mesa—. Veo tus cinco y pongo cinco más.

—Paso —dijo Alryk, echándose hacia atrás en la silla.

—Cagao. No tiene ni una parejita.

—¿Crees que tienes tú el monopolio, novia del jefe? —dijo Torres.

A María le cabreó más el tono de guasa que las propias palabras. De repente se le olvidó su propia resolución de dejarle ganar.

—De eso nada, Torres. Vivo en la tierra del color,
mano.

—¿De qué color? ¿Marrón caca?

—Cualquiera menos amarillo. Es curioso… el color de los cobardes es el que está más arriba en tu bandera.

María se arrepintió nada más decirlo. Torres era una sucia y abyecta rata de Medellín, de acuerdo. Pero para un colombiano su patria y su bandera son tan sagradas como el divino Jesús. Su oponente apretó tanto la boca que sus labios desaparecieron, y unas manchas moradas aparecieron en sus mejillas. María se sintió a la vez asustada y excitada, disfrutando de la humillación del otro y bebiéndose a morro su rabia.

Ahora tendré que perder sus doscientos pavos y otros doscientos míos. Este puerco está tan chalado que incluso se atrevería a levantarme la mano a mí. Aun sabiendo que Dekker lo mataría.

Alryk les miraba con una sombra de preocupación en el rostro. Aunque María sabía cuidarse, lo que ahora pisaba no era terreno minado, sino minas con una capa de tierra encima.

Una capa muy fina.

—Vamos, Torres. Súbele a Jackson. Lo va de farol.

—Déjale estar. No creo que se atreva a sacar de nuevo a pasear la cheira. ¿Verdad,
chingado?

—¿De qué estás hablando, Jackson?

—¿Vas a decirme que no fuiste tú quien apioló al rubito anoche?

Torres se puso extrañamente serio.

—Yo no fui.

—Pues lleva tu firma por todas partes. Un instrumento pequeño y preciso, a baja altura y por la espalda.

—Te digo que yo no fui.

—Y yo te digo que te vi discutiendo con el rubito de la coleta en el barco.

—Venga ya. Yo discuto con mucha gente. Soy un incomprendido.

—¿Entonces quién fue? ¿El simún, el viento matahombres? ¿O quizás el cura?

—Pues no te extrañe que fuera ese cuervo.

—No estarás hablando en serio, Torres —intervino Alryk—. Ese cura sólo es un
warmer bruder.

—¿No te lo ha dicho? Al gran
sicario
el curita le da un miedo de cagarse.

—Yo no tengo miedo de nada. Sólo os digo que es un tipo peligroso. Muy peligroso —dijo Torres, torciendo el gesto.

—¿No te habrás tragado el cuento de que es de la CIA, verdad? Por Dios, si es un viejo.

—No debe tener más que tres o cuatro años más que tu novio, chochito. Y que yo sepa el jefe puede partirle el cuello a un burro con las manos desnudas.

—Puedes estar seguro,
chingado
—dijo María, a quien le encantaba presumir de su hombre.

—Es mucho más peligroso de lo que crees, Jackson. Si pudieras quitarte los ojos del culo habrías leído su informe. Ese tío es un Pararescatador. No hay nadie mejor. Unos meses antes de que el jefe te cogiera como mascota del pelotón hicimos una operación en Tikrit. Fuimos con un ex Para en el equipo. Las cosas que le vi hacer… no son normales. Esos tíos llevan la muerte pegada a las uñas.

—Los Paras son chungos. Duros como un diente de Dios —dijo Alryk.

—Iros a la mierda los dos, malditas nenazas católicas. ¿Qué creéis que lleva en ese maletín negro? ¿C4? ¿Un hierro? Vosotros os paseáis por el cañón con un M4 que puede escupir novecientas balas por minuto. ¿Qué va a hacer él, pegarte con la Biblia? Puede que le pida un bisturí a la doctora para cortarte los huevos.

—Ésa me preocupa poco —dijo Torres agitando una mano—. Sólo es una tortillera del Mossad. La tengo controlada. Pero Fowler…

—Pasa de ese cuervo. Oye, como todo esto sea una excusa para no admitir que te cargaste al rubio…

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