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Authors: Juan Gómez-Jurado

Tags: #Aventuras, Intriga

Contrato con Dios (26 page)

BOOK: Contrato con Dios
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probablemente cortaron la luz al mismo tiempo que la alarma indesconectable. Catorce mil pavos de alarma, será hijoputa

y ahora el miedo y el húmedo verano de Washington hacían que un millar de finas gotitas empapasen la camiseta de Orville, hiciesen resbaladizo su agarre de la pistola e inseguros los pasos de sus pies descalzos camino de la salida. Porque Orville se largaba de allí a toda velocidad.

Cruzó el vestidor y echó una ojeada al pasillo de la planta de arriba. Desierto. Aparentemente no había otra manera de bajar de la primera planta que a través de la escalera de madera que unía el salón con la zona de dormitorios, pero Orville tenía un plan. Al final del pasillo, en el extremo opuesto al lugar donde terminaba la escalera, había una pequeña ventana de guillotina, y al otro lado un cerezo raquítico, obstinado en no dar flores. Sin embargo las ramas eran gruesas y estaban lo bastante cerca de la ventana como para que alguien tan poco atlético como Orville se atreviese a intentarlo.

Con el enorme cuerpo encogido y la pistola metida en la goma de los calzoncillos, Orville gateó por la moqueta los tres metros que le separaban de la ventana. En el piso de abajo oyó un crujido, y ya no tuvo dudas. Alguien había entrado en su casa.

Abrió la ventana apretando los dientes muy fuerte, con ese gesto que miles de personas realizan cada día deseando que algo no haga ruido. Por suerte para ellos, su vida no depende de ese ruido. Por desgracia para Orville, la suya sí. Unos pasos habían comenzado a subir la escalera.

Abandonando toda precaución, Orville se puso de pie, abrió la ventana y se asomó. Las ramas estaban a más de un metro y medio de la pared, y el joven californiano tuvo que estirarse mucho para rozar con los dedos una suficientemente gruesa.

Así no voy a ninguna parte.

Sin pensárselo dos veces apoyó un pie en el alféizar, tomó impulso y se lanzó al vacío en un salto que ni el observador más benévolo hubiera calificado de grácil. Sus dedos aferraron la rama con fuerza, pero en el salto la pistola se le metió por dentro de los calzoncillos y, tras un breve y frío contacto con lo que Orville llamaba «el pequeño Timmy» resbaló por la pierna y cayó en el centro del parterre que rodeaba la casa.

Joder. ¿Hay algo que pueda salir peor?

En ese momento la rama se rompió.

Los más de cien kilos de Orville aterrizando de culo sobre el parterre hicieron bastante ruido. Más del treinta por ciento de la tela de sus calzoncillos no sobrevivió al lance, como atestiguaban un montón de cortes sangrantes en las nalgas, aunque el joven no se dio cuenta en ese momento. Su única preocupación era apuntar esas mismas nalgas hacia la casa y salir zumbando hacia la puerta de la propiedad, a veinte metros de distancia y cuesta abajo. No tenía las llaves de la puerta, pero si era necesario pensaba atravesarla a mordiscos. A media cuesta, el miedo que le atenazaba el corazón fue sustituido por una sensación de euforia.

Dos huidas imposibles en una semana. Chúpate esa, El Santo.

La puerta de coches, increíblemente, estaba abierta. Extendiendo los brazos, Orville se precipitó hacia la salida.

De la sombra del muro que rodeaba la casa brotó de repente una forma borrosa que se estrelló contra la cara de Orville. El joven la recibió casi de lleno, y un horrible crujido húmedo acompañó la rotura de su nariz y de tres de sus dientes. Gimiendo y agarrándose el rostro, Orville cayó al suelo.

Una figura bajó corriendo el sendero de la propiedad y le apoyó a Orville una pistola en la nuca. El gesto era innecesario porque el cazador de espías había perdido el sentido. De pie junto a su cuerpo derrotado estaba Nazim, sosteniendo nervioso la pala con la que le había atizado al californiano en la clásica postura del bateador enfrente del pitcher. Había sido un golpe preciso, perfecto. Nazim era fantástico jugando al béisbol en el instituto, y pensó de manera incoherente en lo orgulloso que se habría sentido su entrenador de haberle visto ejecutar un movimiento como aquel en la oscuridad.

—Te lo dije —dijo Kharouf, entre jadeos—. La trampa de la puerta es infalible. Corren como conejitos asustados hacia donde tú quieres. Venga, deja eso y ayúdame a llevarle a la casa.

L
A
EXCAVACIÓN

Desierto de Al Mudawwara, Jordania

Sábado, 15 de julio de 2006. 06.34

Andrea despertó con la boca tan pastosa como si alguien hubiera hervido suelas de zapato dentro. Estaba en una camilla junto a la que el padre Fowler y Doc Harel, ambos en pijama, dormitaban en unas sillas.

Iba a levantarse para ir al servicio cuando la cremallera de la puerta se descorrió y en el hueco apareció Jacob Russell. El asistente de Kayn llevaba un walkie-talkie en el cinturón y un rictus preocupado en el rostro. Viendo dormidos al sacerdote y la doctora, se acercó de puntillas junto a la camilla y habló en susurros.

—¿Cómo se encuentra?

—¿Recuerda la mañana siguiente al día en que se graduó en la universidad?

Russell asintió, sonriendo.

—Bueno, pues lo mismo pero como si me hubieran cambiado los mojitos por líquido de frenos —dijo Andrea sujetándose la cabeza.

—Estábamos muy preocupados por usted. El jueves lo de Erling y ahora esto… Una auténtica racha de mala suerte.

En ese momento los dos ángeles guardianes de Andrea se despertaron a la vez.

—Mala suerte una mierda —dijo Harel, desperezándose en la silla—. Ha sido un intento de asesinato.

—¿Qué está diciendo?

—Eso me gustaría a mí saber —dijo Andrea, muy asombrada.

—Señor Russell —dijo Fowler levantándose y acercándose al asistente—, solicito formalmente que se evacue a la señorita Otero a la
Behemot.

—Padre Fowler, entiendo y agradezco su preocupación por el bienestar de la señorita Otero, que yo mismo soy el primero en suscribir. Pero de ahí a romper la regla de estanqueidad de la expedición media un abismo.

—Oigan… —intentó meter baza Andrea.

—Su salud no corre peligro inmediato, ¿cierto, doctora Harel?

—Bueno… técnicamente no —dijo Harel, a regañadientes—. Un par de días sin muchos esfuerzos y estará como nueva.

—Escuchen… —insistió Andrea, inútilmente.

—Ya lo ve, padre. No tendría ningún sentido evacuar a la señorita Otero sin haber concluido su labor.

—¿Aun cuando hayan atentado contra su vida? —dijo Fowler, muy tenso.

—No hay pruebas de eso. Cierto que es una desafortunada casualidad que los escorpiones irrumpieran en su saco pero…

—¡BASTA! —gritó Andrea.

Los tres se volvieron hacia la camilla, asombrados.

—¿Quieren dejar de hablar como si yo no estuviera presente y escucharme de una puta vez? ¿O yo no puedo manifestar mi propia opinión, antes de que me borren de la expedición?

—Por supuesto. Adelante, Andrea —dijo Harel.

—Quiero saber cómo llegaron los escorpiones hasta mi saco de dormir.

—Un desafortunado accidente —dijo Russell.

—No pudo ser un accidente —dijo el padre Fowler—. La enfermería es una tienda estanca.

—No lo entienden —dijo el asistente de Kayn meneando la cabeza con impotencia—. Todo el mundo está histérico tras lo sucedido a Stowe Erling. Corren rumores. Unos dicen que fue uno de los soldados, otros que fue Pappas cuando se enteró de lo que Erling había descubierto. Si la evacuo ahora, muchos querrán marcharse. Están Hanley, Larsen y algunos otros, que me piden que los devuelva al barco cada vez que me ven. Yo les he dicho que es por su seguridad, que no podemos garantizar que lleguen sanos y salvos a la
Behemot,
pero el argumento no tendría mucha fuerza si la evacuo a usted ahora.

Andrea guardó silencio unos instantes.

—Señor Russell, ¿debo entender que no soy libre de marcharme cuando quiera?

—En realidad he venido a traerle una proposición de mi jefe.

—Hable.

—No me ha interpretado bien. Será el señor Kayn en persona quien se la haga —Russell tomó el walkie-talkie de su cinturón y apretó el botón de llamada—. Señor, se la paso.

—Hola, buenos días, señorita Otero.

La voz del anciano Kayn era agradable y bien modulada, aunque tenía un ligero acento bávaro.

Como el del gobernador de California. El que era actor.

—¿Señorita Otero, está ahí?

Andrea se había quedado tan sorprendida que le costó poner a funcionar su reseca garganta.

—Sí, estoy aquí, señor Kayn.

—Señorita, me gustaría invitarla a almorzar conmigo. Podríamos charlar y yo respondería a sus preguntas, si lo desea.

—Sí, sí, claro que lo deseo, señor Kayn.

—¿Cree que se encontrará lo suficientemente bien como para venir a mi tienda?

—Sí, señor. Al fin y al cabo son doce metros.

—Hasta luego entonces.

Andrea le devolvió el walkie-talkie a Russell, que se despidió educadamente y se marchó. Fowler y Harel apenas dijeron nada. Miraban a Andrea con el ceño fruncido y la desaprobación pintada en el rostro.

—Dejen de mirarme así —dijo Andrea, dejándose caer de nuevo en la camilla y cerrando los ojos—. No puedo desaprovechar una oportunidad como la que me ha dado Kayn.

—Una asombrosa coincidencia el que te ofrezca la entrevista justo en el instante en el que pedimos que te marches —ironizó Harel.

—No puedo dejarlo pasar —insistió Andrea—. El público tiene derecho a conocer la verdad sobre ese hombre.

El sacerdote agitó la mano en el aire.

—Millonarios y periodistas… Son tal para cual. Se creen en posesión de la verdad.

—¿Como la Iglesia, padre Fowler?

C
ASA
SEGURA
DE
O
RVILLE
W
ATSON

Afueras de Washington

Sábado, 15 de julio de 2006. 00.41

Las bofetadas despertaron a Orville.

No muy contundentes ni muy seguidas, apenas lo justo para traerle de vuelta al mundo de los vivos y arrancarle un diente delantero que aún no había terminado de caerle por el golpe con la pala. El joven lo escupió y enseguida el dolor de la nariz rota le recorrió la cabeza como una manada de caballos salvajes al galope. Iba y venía en pulsos intermitentes. Las bofetadas del hombre de ojos almendrados marcaban el ritmo como las rimas al final de un verso.

—Mira. Ya se ha despertado —dijo el hombre de las bofetadas a su compañero, un chico joven, delgado y algo más alto. Le propinó un par más como propina, y Orville gimió—. No estás en forma, ¿eh
koondeh?
[15]

Orville estaba encima de la mesa de la cocina, sin nada encima más que el reloj de pulsera. A pesar de que no había cocinado nunca en esa casa —no había cocinado nunca en ningún lugar, de hecho—, estaba completamente equipada. Orville maldijo su obsesión por el equilibrio. Para él, una cocina sin utensilios no era una cocina. Aunque en ese momento, viéndolos alineados junto al fregadero, deseó no haber comprado cuchillos afilados, sacacorchos revirados y brochetas puntiagudas.

—Escuchad…

—Cállate.

El chico joven le apuntaba con una pistola, mudo. El mayor, que debía mediar la treintena, levantó una de las brochetas y se la enseñó a Orville. A la luz de los halógenos del techo, un leve resplandor brilló por un instante en la punta.

—¿Sabes lo que es esto?

—Una brocheta. 3,45 el juego de doce en Wall Mart. Escucha… —Orville intentó levantarse sobre los codos, pero el otro le apoyó la mano entre los grasientos pechos y le obligó a tumbarse de nuevo.

—Te dije que te callaras.

Alzó la brocheta con la punta hacia abajo y la descargó contra la mano izquierda de Orville con todas sus fuerzas. La expresión de su rostro no cambió un milímetro, ni siquiera cuando el metal atravesó de parte a parte la mano de Orville y le clavó a la madera de la mesa.

Al principio, Orville estaba demasiado aturdido por su nariz rota para darse cuenta de nada más. Después el dolor recorrió su brazo como una descarga eléctrica. Chilló.

—Las brochetas… ¿sabes quién las inventó? —dijo el hombre más bajo, sujetando las mejillas de Orville con la mano y obligándole a mirarlo—. Fue nuestro pueblo. De hecho en España las llaman pinchos morunos. Nacieron en un tiempo en que era considerado de mala educación comer en la mesa con un cuchillo.

Se acabó. Cabrones. Tengo que decir algo.

Orville no era un cobarde, pero tampoco era idiota. Sabía cuál era su tolerancia al dolor y sabía cuando estaba derrotado. Hizo tres aspiraciones muy fuertes y ruidosas por la boca. No se atrevía a respirar por la nariz para no aumentar el dolor.

—Basta ya. Os diré lo que queráis saber. Cantaré, hablaré, os dibujaré croquis, os daré esquemas. No hay necesidad de ser violentos —la última palabra se convirtió casi en un aullido de dolor y pánico cuando vio que el hombre ya había cogido otra brocheta.

—Por supuesto que hablarías. Pero nosotros no somos el comité de torturadores. Somos el comité de ejecución. Lo que pasa es que vamos muy despacito. Nazim, ponle la pistola en la cabeza.

El llamado Nazim, totalmente inexpresivo, se sentó en una silla y apoyó el cañón del arma en el cráneo de Orville, que se quedó completamente quieto al contacto con el metal. El último centímetro y medio de cañón se hundía en el casi siempre sedoso y espeso pelo rubio del joven californiano, que ahora estaba grasiento y lleno de hojas.

—En cualquier caso, ya que te pones comunicativo… cuéntame qué sabes de
Huqan.

Orville cerró los ojos, asustado. Así que era eso.

—Nada. Oí algo aquí y allí.

—Y una mierda —dijo el otro abofeteándole una, dos, tres veces más—. ¿Quién te mandó a buscarle? ¿Quién sabe lo de Jordania?

—No sé nada de Jordania.

—Mientes.

—Es la verdad. ¡Lo juro ante Alá!

Aquellas palabras parecieron rascar la pátina de indolencia de sus agresores. Nazim apretó más fuerte el cañón del arma. El otro volvió a colocar la brocheta afilada sobre la piel desnuda del joven.

—Me das asco,
koondeh.
Mira para qué has usado tu talento. Para tirar por el suelo tu religión. Para traicionar a tus compatriotas musulmanes. Todo por un puñado de lentejas.

La punta de la brocheta recorrió el pecho de Orville, deteniéndose un instante en el pezón izquierdo del joven y levantando ligeramente la carne de debajo. La dejó caer de golpe, provocando una oleada de grasa que se extinguió en la papada y en el ombligo. El metal rasguñó la piel dejando pequeñas gotas de sangre que se mezclaron con el sudor nervioso que le cubría.

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