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Authors: Juan Gómez-Jurado

Tags: #Aventuras, Intriga

Contrato con Dios (25 page)

BOOK: Contrato con Dios
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Kharouf meditó un momento, y luego movió la cabeza con desgana.

—No tengo ni la más remota idea. ¿Cuánto estuvimos siguiéndolo, un mes? Sólo vino aquí una vez, y venía cargado de paquetes. Salió sin nada, y esa casa está vacía. Por lo que sabemos podría ser la casa de un amigo y él sólo estar haciéndole un recado. Pero es lo único que tenemos, y aún hemos de darte las gracias por haber localizado este sitio.

Era cierto. Uno de los días en los que a Nazim le había tocado seguir a Watson él solo, éste había empezado a comportarse de manera extraña, a cambiar de carril frecuentemente en la autopista y a seguir una ruta de vuelta a casa que no tenía nada que ver con la que seguía habitualmente. Nazim subió el volumen de la radio y se imaginó que era un personaje del Grand Theft Auto.
[14]
Había una fase del juego en la que había que seguir a un coche que evitaba ser seguido. Era una de sus partes favoritas, y lo aprendido le vino muy bien en aquella situación.

—¿Crees que sabe algo de nosotros?

—No creo que sepa nada siquiera de
Huqan,
pero seguro que él tiene una buena razón para quererlo muerto. Pásame la botella de mear, por favor.

Nazim le alcanzó una botella de dos litros. Kharouf se bajó la cremallera y orinó dentro. Llevaban varias botellas vacías para poder evacuar discretamente en el coche. Era preferible pasar por aquella incomodidad y luego arrojar una botella a una papelera a que alguien se fijase en ellos por orinar en la calle o ir repetidas veces a un bar de los alrededores.

—¿Sabes lo que te digo? Que a la mierda —dijo Kharouf, haciendo un gesto de disgusto. Iré a tirar la botella al contenedor del callejón y luego nos vamos a buscarlo a California, a casa de su madre. A la mierda con todo.

—Espera, Kharouf.

Nazim señalaba hacia la puerta de la finca. Un repartidor en moto estaba llamando al timbre. Tras unos segundos, la puerta se abrió.

—Está ahí. ¡Bien! Ves, Nazim, te lo dije. ¡Enhorabuena!

Kharouf estaba muy excitado. Le palmeó la espalda a Nazim, que se sintió lleno a la vez de alegría y nerviosismo, una ola caliente y otra fría que chocaban a la vez en el centro del corazón.

—Muy bien, chico. Por fin vamos a terminar lo que empezamos.

L
A
EXCAVACIÓN

Desierto de Al Mudawwara, Jordania

Sábado, 15 de julio de 2006. 02.34

Harel se despertó sobresaltada por el grito de Andrea. La joven periodista se incorporaba en el saco, se agarraba la pierna con desesperación, volvía a gritar.

—¡Dios! Cómo duele. Aaaah…

Lo primero que pensó Harel fue que a Andrea le había dado un tirón en un gemelo mientras dormía, así que se levantó, encendió las luces de la enfermería y le agarró la pierna para darle un masaje.

Entonces, con el rabillo del ojo, vio los escorpiones.

Eran tres, de un enfermizo color amarillento, o al menos eran tres los que habían asomado por debajo del saco y correteaban enloquecidos, con las colas enhiestas. Muerta de miedo, Doc se subió de un salto a una de las camillas. Descalza como estaba era presa fácil de los arácnidos que habían caído del colchón de la joven periodista.

—Doc. Doc, ayúdame. Dios, tengo fuego en la pierna, Dios… ¡Doc!

Los gemidos de Andrea ayudaron a la doctora a enfocar su miedo e intentar pensar. No podía dejar en la estacada a la joven.

Vamos a ver, qué coño recuerdo yo de esos cabrones. Son escorpiones amarillos, la chica tiene al menos veinte minutos antes de que la cosa se empiece a poner fea. Eso si no le ha picado más de uno. Y a no ser…

Una terrible sospecha cruzó por la mente de Doc. Si Andrea era alérgica al veneno del escorpión, estaba jodida.

—Andrea. Escúchame atentamente.

Andrea abrió los ojos y la miró. Tendida en el colchón, sujetándose la pierna y con la mirada perdida era la viva imagen del dolor. Harel hizo un tremendo esfuerzo por vencer su miedo cerval a los escorpiones —un miedo que cualquier israelí que, como Doc, haya nacido en Beersheba, al borde del desierto, aprende a tener desde muy niña— e intentó poner un pie en el suelo. Pero se vio incapaz.

—Andrea. Andrea, entre la lista de alergias que me diste, ¿había alguna a las carbidotoxinas?

Andrea aulló de dolor.

—¿Yo qué sé? Llevo esa lista porque soy incapaz de recordar más de diez nombres. Jodeeeerrrrr… Doc, baja de una vez por Dios, por Jehová, por quien tú quieras. Siento lo de antes pero… ¡Aaaargh!

Harel se armó de valor, apoyó un pie en el suelo y de dos zancadas llegó a su propio colchón.

Espero que no estén dentro. Por el Eterno, que no estén dentro del saco.

De una patada lo mandó al suelo. Agarró una bota en cada mano y se volvió a Andrea.

—Tengo que ponerme las botas, llegar hasta el armario de las medicinas y estarás bien enseguida —dijo comenzando a colocarse una de ellas—. Ese veneno es muy peligroso, pero tardaría casi media hora en matarte. Aguanta.

Andrea no respondió. Harel alzó los ojos de las botas y miró a la periodista. Andrea se llevaba la mano al cuello. Su rostro empezaba a ponerse azul.

Oh, dulce Nombre. Es alérgica. Va a tener un shock anafiláctico.

Olvidándose de colocarse la otra bota, Harel se arrodilló junto a Andrea, sus piernas desnudas expuestas en el suelo. Nunca había sido más consciente de cada centímetro cuadrado de la piel de sus extremidades. Buscó la picadura del escorpión y encontró dos en la pantorrilla izquierda de Andrea, dos pequeños desgarros de medio centímetro rodeados por una mancha rojiza del tamaño de una pelota de tenis.

Mierda. Le han dado con todo.

La puerta de la tienda se abrió y entró el padre Fowler. También descalzo.

—¿Qué ocurre?

Harel intentó responderle mientras se inclinaba sobre Andrea y le hacía la respiración artificial.

—¡Padre! Por el Nombre, dese prisa. Está en shock. Necesito epinefrina.

—¿Dónde está?

—En la vitrina del fondo, en el segundo estante empezando por arriba hay unas ampollas de color verde. Tráigame una y una jeringuilla.

Se agachó, insufló aire dentro de Andrea, pero tenía que hacer una fuerza enorme para que algo traspasase la hinchazón de la garganta. Si no atacaba el shock, estaría muerta en un minuto.

Y será tu culpa, cobarde, que te subiste a la mesa.

—¿Qué diablos le pasa? —dijo el sacerdote, corriendo hacia la vitrina—. ¿Es un shock?

—¡Cierren la puerta! —gritó Doc. Media docena de cabezas soñolientas se habían asomado a la enfermería. Harel no quería que uno de los escorpiones saliese y se encontrase con alguien desprevenido—. Le ha picado un escorpión, padre. Ahora mismo hay tres aquí dentro. Tenga cuidado.

El padre Fowler dio un pequeño respingo cuando oyó aquello y prestó mucha más atención al suelo. Le alcanzó la epinefrina a la doctora, y ésta se apresuró a inyectarle a Andrea cinco centímetros cúbicos en el muslo desnudo.

Fowler se hizo con un botellón de un galón de agua, sujetándolo por el asa.

—Usted atienda a Andrea. Yo los buscaré.

Harel, por fin, volcó toda su atención en la joven, aunque en aquel momento poco podía hacer ella más que vigilar su estado. Era la epinefrina quien obraba su maravilloso efecto. Según la hormona iba inundando el sistema circulatorio de Andrea, los receptores nerviosos de sus células se iban activando como árboles de Navidad. Las células de grasa de su cuerpo comenzaban a romper los lípidos para liberar energía suplementaria, su ritmo cardíaco se incrementó, la sangre comenzó a llevar más glucosa, su cerebro comenzó a producir dopamina y, lo más importante, sus bronquios comenzaron a dilatarse y la hinchazón de su tráquea a desaparecer.

Con una sonora aspiración, una bocanada de aire entró en los pulmones de Andrea por el método natural, y a la doctora Harel le pareció un ruido casi tan hermoso como los tres golpes secos que había escuchado de fondo mientras el proceso seguía su curso. Cuando el padre Fowler se sentó en el suelo junto a ella, Doc no tuvo la menor duda de que los escorpiones eran ahora tres charcos.

—¿Y el antídoto? ¿Tiene un antiveneno? —dijo el sacerdote.

—Claro que lo tengo, pero no puedo ponérselo. Lo hacen con suero de caballos a los que obligan a sufrir cientos de picaduras de escorpión hasta que se inmunizan. Siempre quedan rastros en el antiveneno, y no quiero arriesgarme a provocarle otro shock.

Fowler contempló a la joven, cuyo rostro iba poco a poco recuperando la normalidad.

—Gracias por lo que ha hecho, doctora. No lo olvidaré.

—No se preocupe —dijo Harel, quien consciente del peligro que habían pasado comenzaba a temblar.

—¿Le quedarán secuelas?

—No. Ahora su cuerpo puede luchar contra el veneno. —Alzó una de las ampollas verdes—. Esto es adrenalina pura, igualito que un zafarrancho de combate para su sistema. Todos los órganos de su cuerpo funcionan al doble de su rendimiento, además de evitar que se ahogue a sí mismo, que es lo que hacen los choques anafilácticos. Estará bien dentro de un par de horas, aunque se sentirá hecha una mierda.

El rostro de Fowler se relajó en parte. Luego señaló a la puerta.

—¿Piensa lo mismo que yo?

—No soy idiota, padre. He hecho cientos de excursiones al desierto en mi país. Lo último que hago por las noches es comprobar las entradas. Dos veces. Y esta tienda es más hermética que el bolsillo del Tío Gilito.

—Tres escorpiones. A la vez. En plena noche…

—Sí, padre. Esta es la segunda vez que intentan matar a Andrea.

C
ASA
SEGURA
D
E
O
RVILLE
W
ATSON

Afueras de Washington

Viernes, 14 de julio de 2006. 23.36

Desde que se dedicaba al negocio de cazar terroristas, Orville había tomado una serie de precauciones básicas: tener números de teléfono y dirección bajo seudónimo, usar códigos postales y, eventualmente, comprar una casa a través de una sociedad anónima extranjera que sólo un genio podría relacionar con él. Un lugar al que salir por piernas si las cosas se ponían feas.

Claro que una casa segura de la que nadie salvo uno mismo conoce su existencia tiene sus inconvenientes. Para empezar, que para aprovisionarla necesitas hacerlo tú mismo. Y eso hacía Orville. Una vez cada tres semanas llevaba a la casa latas, carne para congelar y un montón de DVD con los últimos estrenos. Se deshacía de los productos caducados, cerraba con llave y se largaba.

Un comportamiento paranoico… de lo más acertado. El único error que había cometido Orville, aparte de dejarse seguir por Nazim, era que la última vez se había olvidado de la bolsa de barritas Hershey's. Una adicción imprudente, no sólo por las 300 calorías que contiene cada barrita de 60 gramos, sino porque un pedido de urgencia a Amazon puede confirmar a los terroristas tu presencia en la casa que están vigilando.

Orville no lo podía evitar. Podría haber pasado sin comida, sin agua, sin su colección de fotos picantes, sin su conexión a Internet, sin libros y sin música. Pero cuando entró en la casa el lunes de madrugada, arrojó a la basura el traje de bombero y vio que la alacena donde guardaba el chocolate estaba vacía, el pulso se le paró por un instante. Sin chocolate no podía pasar tres o cuatro meses. Estaba absolutamente enganchado desde que sus padres se divorciaron.

Podría haber sido peor,
pensaba autoindulgente.
Podría ser heroína, crack o votar republicano.

Aunque Orville no había probado en su vida la heroína, ni siquiera el demoledor mono del caballo podía compararse al impulso irrefrenable que sentía cuando escuchaba el clinc clinc del aluminio que recubría el chocolate. Si Orville se pusiese freudiano pensaría que era porque lo último que había hecho la familia Watson junta era pasar las Navidades del 93 en Nueva York, donde el chico había alucinado en la inmensa tienda de Hershey's en Times Square. Allí podías coger un balde metálico, colocarlo al final de un canalón plateado que descendía del techo haciendo eses y llenarlo de bombones accionando una palanca. El sonido del chocolate colmando el balde era el sonido de la felicidad.

Pero Orville estaba ahora más preocupado con otro sonido: el de un cristal roto, si sus oídos adormilados no lo engañaban.

Apartó con cuidado una pequeña muralla de envoltorios y se bajó de la cama. Había resistido casi tres días sin probar el chocolate, todo un récord personal, y ahora que por fin había sucumbido a su demonio particular pensaba hacerlo en toda regla. Si hubiese vuelto a ponerse freudiano se habría dado cuenta de que se había comido diecisiete chocolatinas, una por cada uno de los miembros del personal de GlobalInfo que habían muerto en el atentado del lunes.

Pero Orville no creía en Sigmund Freud. Para una situación de cristales rotos, él creía en Smith & Wesson. Por eso guardaba un 38 Special junto a la cama.

No puede ser. La alarma está puesta.

Cogió el revólver y un objeto que había junto a él sobre la mesita. Parecía un llavero, pero era un control remoto muy sencillo con dos botones. El primero activaba una alarma silenciosa en la policía. El segundo una sirena por toda la finca.

—Es tan estruendosa que podría despertar a Nixon y ponerle a bailar claqué —le había dicho a Orville el encargado de instalación de alarmas cuando se la estaba colocando.

—Nixon está enterrado en California.

—Imagínese si es potente.

Ahora Orville apretó los dos botones —no era cuestión de correr riesgos— y cuando no sucedió nada le hubiera gustado abofetear con todas sus fuerzas al ratuno instalador, que le había jurado que aquella alarma era totalmente imposible de desconectar.

Mierda, mierda, mierda,
maldijo Orville para sus adentros, aferrando con todas sus fuerzas el revólver.
¿Ahora qué narices hago? El plan era llegar hasta aquí y estar seguro. ¿Y el móvil…?

En la mesita baja del salón, encima de un ejemplar atrasado de
Vanity Fair.

Su respiración se fue acelerando y comenzó a sudar. Cuando escuchó el ruido de cristales —casi seguro que había sido en la cocina— estaba en su habitación, a oscuras, jugando una partida de
Los Sims
en el portátil y chupando los restos de chocolate de los envoltorios. Ni siquiera se dio cuenta de que el aire acondicionado había dejado de funcionar unos minutos atrás

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