Contrato con Dios (29 page)

Read Contrato con Dios Online

Authors: Juan Gómez-Jurado

Tags: #Aventuras, Intriga

BOOK: Contrato con Dios
8.85Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Eso está tan cerca de la verdad como los saldos de nuestras cuentas corrientes, señor Kayn.

El millonario se dio la vuelta con el ceño fruncido, pero no dijo nada.

—Yo más bien diría que esto ha sido una prueba y que he dado la respuesta que esperaba —continuó Andrea—. Y ahora dígame usted por qué me está concediendo esta entrevista.

Kayn ocupó la otra silla, evitando mirar a Andrea de frente.

—Formaba parte de nuestro acuerdo.

—Creo que he planteado mal la pregunta. ¿Por qué yo?

—Ah, la maldición del
g'vir,
del rico. Todos quieren conocer sus motivos ocultos. Todos suponen que tiene una agenda, y más cuando es judío.

—No me ha respondido.

—Señorita, me temo que usted debe decidir qué respuesta quiere. Si la de esta pregunta… o la de todas las demás.

Andrea se mordió el labio inferior de pura rabia. Aquel viejo cabrón era mucho más listo de lo que parecía a simple vista.

Me ha echado un
ó
rdago sin
despeinarse
. Vale, viejo, vamos a ir a tu ritmo. Voy a abrir mi corazón por completo, me voy a tragar tu historia y cuando menos te lo esperes sabré lo que quiero saber aunque tenga que arrancarte la lengua con mis pinzas de depilar.

—¿Por qué bebe si se está medicando? —dijo Andrea, deliberadamente agresiva.

—Supongo que ha deducido lo de la medicación por mi problema con la agorafobia —respondió Kayn, tan complacido por que Andrea siguiese con la entrevista como irritado por la pregunta—. Sí, estoy tomando medicamentos contra la ansiedad y no, no debería beber. Lo hago, de todos modos. Cuando mi bisabuelo tenía ochenta años, mi abuelo odiaba verle
shikker,
verle borracho. Interrúmpame si hay alguna palabra yídish que no conozca, niña.

—Entonces lo interrumpiré mucho porque no conozco ninguna.

—Como guste. Mi bisabuelo bebía y bebía, y mi abuelo le decía: «debería usted frenar un poco,
tateh».
Y él siempre le respondía «Jódete, tengo ochenta años y beberé si quiero». Murió a los 98 años cuando una mula le dio una coz en las tripas.

Andrea soltó una carcajada. La voz de Kayn había cambiado al describir la historia de sus antepasados, imprimiéndole a la breve anécdota la fluidez de un ameno narrador, con sus voces diferenciadas.

—Sabe usted mucho de su familia. ¿Estaba muy unido a sus mayores?

—No. Mis padres murieron en la segunda guerra mundial, y aunque me contaron muchas historias y hablamos mucho debido a cómo pasamos mis primeros años, yo no recuerdo nada de eso. Todo lo que sé de mi familia lo he recopilado a través de diversas fuentes externas. Digamos que cuando me lo pude permitir peiné la vieja Europa en busca de mis raíces.

—Hábleme entonces de esas raíces. ¿Le importa que grabe? —dijo Andrea, sacando del bolsillo su grabadora digital. Podía almacenar 35 horas en calidad máxima.

—Hágalo. Esta historia comienza en un duro invierno en Viena, con un matrimonio judío caminando en dirección a un hospital nazi…

Ellis Island, Nueva York

Diciembre de 1943

Yudel lloraba en silencio en la oscuridad de la bodega. El barco ya llegaba al muelle, y los marineros hicieron gestos a los refugiados que abarrotaban hasta el último rincón del carguero turco. Todos se apresuraron hacia el aire fresco. Él no se movió. Aferraba con fuerza los dedos fríos de la señora Myer negándose a aceptar que estaba muerta.

No era su primer contacto con la muerte. Había tenido muchas experiencias límite desde que abandonó el zulo del juez Rath. Salir de aquel espacio reducido, asfixiante pero tranquilizador, había sido un golpe muy duro. Su primera experiencia con la luz del sol, le mostró que en ella habitaban monstruos. Su primera experiencia con la ciudad le enseñó que cada recoveco es un refugio desde el que atisbar antes de volver a caminar con andares rápidos hasta el siguiente. Su primera experiencia con los trenes lo aterró, con sus ruidos constantes y los monstruos caminando por los pasillos, buscando a quien devorar. Por suerte si les enseñabas unas tarjetas amarillas no se fijaban en ti y te dejaban pasar. Su primera experiencia a campo abierto le hizo odiar la nieve y el frío brutal que congelaba a cada paso. Su primera experiencia con el mar fue la de una inmensidad aterradora e infranqueable, el muro de una cárcel visto desde el interior.

En el barco que lo llevó a Estambul, Yudel comenzó a sentirse de nuevo tranquilo, acurrucado en una esquina con poca luz. Tardaron día y medio en alcanzar el puerto turco. Tardaron siete meses en poder salir de él.

La señora Myer luchó denodadamente para conseguir un visado de salida. En aquellos meses Turquía era un país neutral. Multitud de refugiados se agolpaban en los muelles y formaban largas filas ante los consulados o las organizaciones humanitarias como la Media Luna Roja. Inútil. Gran Bretaña limitaba cada vez más la afluencia de judíos a Palestina. Estados Unidos se negaba a conceder permisos de entrada. El mundo hacía oídos sordos a las preocupantes noticias que llegaban acerca de las masacres en campos de concentración. Incluso un diario tan prestigioso como
The Times
de Londres calificaba de «cuentos de terror» los relatos sobre el genocidio nazi.

Pese a todas las adversidades, la buena de Jora trabajó como pudo, mendigó y cubrió al pequeño con su abrigo por las noches. Intentaba no menguar el dinero que le había dado el doctor Rath. Vivían donde encontraban sitio, ya fuera un figón maloliente o el abarrotado vestíbulo de la Media Luna Roja, en el que por las noches los refugiados cubrían hasta el último centímetro de sus grises baldosas, y donde levantarse para orinar era una utopía.

Jora sólo podía preguntar y rezar. No tenía contactos, sólo conocía el yídish y el alemán y se negaba a usar el primer idioma, pues le traía recuerdos infaustos. Su salud se fue deteriorando. La mañana en la que la tos le arrancó un espumarajo de sangre de los pulmones, decidió que no habría más demoras. Reunir el valor suficiente para entregar todo el dinero que poseían a un marinero jamaicano que servía en un carguero con bandera estadounidense que zarpaba en pocos días. Contra todo pronóstico, el tripulante los introdujo en la bodega del barco discretamente. Allí se mezclaron con los cientos de privilegiados que habían conseguido contactar con familiares judíos en Estados Unidos que avalasen su visado.

Jora murió de tuberculosis treinta y seis horas antes de alcanzar la costa norteamericana. Yudel no se había separado de ella ni un momento, incluso a pesar de estar él mismo enfermo. Había contraído una otitis terrible, y sus oídos estaban completamente taponados desde hacía días. Sentía la cabeza como un barril lleno de mermelada. Los ruidos fuertes eran como caballos galopando sobre la tapa del barril. Por eso no escuchó al marinero que le conminaba a salir. Éste, harto de gritarle, lo obligó a patadas.

—¡Fuera, cabestro! Te esperan en la aduana.

Yudel intentó volver a aferrarse a Jora. El marinero, un hombre granujiento y bajito, lo apartó a empellones y lo enganchó por el cuello.

—Alguien vendrá a llevársela. ¡Tú sigue!

El pequeño se revolvió y logró zafarse. Buscó en el abrigo de Jora hasta encontrar la carta de su padre, la carta de la que Jora le había hablado tantas veces, y la escondió en la camisa. El marinero volvió a agarrarlo y lo obligó a salir al odiado exterior.

Caminó por la pasarela al interior de las instalaciones. En línea, unos funcionarios ataviados con uniforme azul recibían en largas mesas a los inmigrantes. Yudel aguardó en la cola, pero los pies le ardían dentro de los podridos zapatos, deseando escapar, esconderse de la luz. Temblaba por la fiebre.

Finalmente llegó su turno. Un funcionario de ojos pequeños y labios finos lo miró por encima de unas lentes doradas.

—¿Nombre y visado?

Yudel miró hacia el suelo. No entendía nada.

—No tengo todo el día. Nombre y visado. ¿Eres retrasado o qué?

Junto a él, otro funcionario algo más joven, que lucía un poblado bigote, le intentó calmar.

—Tranquilo, Jimussey. Viaja solo y no te entiende.

—Entienden mil veces más de lo que crees, estas ratas judías. ¡Mierda santa! Este es el último barco hoy y ésta es mi última rata. Hay una jarra esperando donde O'Kerrigan. Si tantas ganas tienes atiéndele tú, Colchie.

El funcionario de bigotes rodeó la mesa, se acercó a Yudel y se agachó junto a él. Comenzó a preguntarle en francés, en alemán y en polaco. El niño siguió mirando al suelo.

—No tiene visado y es tonto. Hay que mandarlo en el primer barco de vuelta a Europa, coño —dijo el de las gafas—. ¡Habla, retrasado! —se alzó sobre el mostrador, y golpeó con la mano abierta en la oreja izquierda del niño.

Durante un segundo Yudel no sintió nada. Después el dolor le empapó la cabeza como un torrente ácido. Un chorro de pus caliente y espeso salió de la oreja infectada.

—¡Raichmon!
(piedad, en yídish) —aulló.

El funcionario de bigote se volvió con los ojos encendidos hacia su compañero.

—Jimussey. No.

—Niño desconocido, no entiende el idioma, sin visado. Deportación.

El de bigote hurgó en los bolsillos del niño velozmente. Allí no había visado. De hecho, no había nada aparte de algunas migas de pan y un sobre escrito en hebreo. Lo abrió por si había dinero, pero sólo había una carta y lo volvió a colocar en su sitio.

—Sí que te entiende, joder. ¿No has oído el nombre? Seguro que ha perdido el visado. Y no quieres mandarlo a deportar, Jimussey. Tardaríamos otro cuarto de hora, hombre.

El guardia de las gafas dio un suspiro ansioso.

—Que diga su apellido. Que lo oiga yo en voz alta y clara y nos vamos a beber, Dios te confunda. Pero si no, el que se esfuma es él, a Deportación.

—Ayúdame, chico —susurró el de bigote—. Créeme. No quieres acabar volviendo a Europa ni acabar en un jodido orfanato. Tienes que convencerle de que hay alguien ahí fuera esperándote. —Lo intentó una vez más, con la única palabra yídish que conocía
—: ¿Mishpocha?
(¿familia?).

De los temblorosos labios de Yudel brotó su segunda palabra, casi ininteligible.

—Cohen.

El de bigote miró a su compañero de las gafas, aliviado.


Ya lo has oído. Se llama Raymond. Raymond Kayn.
[19]

K
AYN

El viejo, de rodillas junto al inodoro de plástico de la tienda, reprimió una arcada, mientras el ayudante intentaba en vano ofrecerle un vaso de agua. Finalmente consiguió contener el vómito. Odiaba vomitar, odiaba esa sensación relajante y agotadora de expulsar todo lo malo que corroe por dentro. Un fiel reflejo de cómo era su alma.

—No sabes lo que me ha costado, Jacob. No te haces una idea, esa
rechielesnitseh…
[20]
hablar con ella, verme tan expuesto. No puedo soportarlo más. Quiere hacer otra sesión.

—Me temo que tendrá que aguantar un poco más, señor.

El viejo miró con anhelo el mueble bar al otro extremo de la estancia, temblando ligeramente. El ayudante, que había seguido la dirección de su mirada, le dedicó una dura mirada y el viejo apartó la vista con un suspiro.

—Qué contradictorios somos los seres humanos, Jacob. Llegamos a disfrutar lo que más odiamos. Contarle mi vida a una desconocida me alivió mucho de mi carga, me sentí por un momento conectado con el mundo. Planeaba engañar, mezclar mentiras con verdades, tal vez. Pero en lugar de eso se lo he contado todo.

—Lo ha hecho porque sabía que no era una entrevista real. Que ella no podrá publicarlo.

—Tal vez. O tal vez necesitase contarlo. ¿Crees que ella sospecha algo?

—No lo creo, señor. En cualquier caso, casi hemos llegado al final.

—Es muy inteligente, Jacob. Vigílala de cerca. Puede que sea más que una mera comparsa en todo este asunto.

A
NDREA
Y
D
OC

De la pesadilla no le quedó ningún recuerdo, sólo un sudor frío, un jadeo asustado en la oscuridad, tratando de recordar dónde se encontraba. Tenía ese sueño a menudo, y nunca sabía en qué consistía. En el momento de despertarse se borraba por completo, y Andrea tan sólo podía saborear los restos de miedo y soledad que dejaba en su alma.

Enseguida ella estuvo a su lado, gateando hasta sentarse en su colchón, poniendo una mano en su hombro. Una temía ir más allá, la otra que no fuera. Hubo un sollozo, y ella la abrazó fuerte.

Juntaron sus frentes, luego sus labios.

Como un coche que hubiese renqueado durante horas montaña arriba y hubiese llegado finalmente a la cima, aquel fue el momento decisivo, el instante de equilibrio.

La lengua de Andrea se aventuró en la de ella, buscando, anhelante, y ella le devolvió el beso. Ella le quitó la camiseta por los hombros, igual que se pela una fruta deliciosa que ha pasado demasiado tiempo en el árbol, y recorrió con su lengua la piel salada y mojada entre sus pechos. Andrea se recostó de nuevo en el colchón. Ya no tenía miedo.

El coche enfiló entonces la cuesta abajo, despeñándose sin frenos.

L
A
EXCAVACIÓN

Desierto de Al Mudawwara, Jordania

Domingo, 16 de julio de 2006. 01.28

Siguieron tumbadas hablando durante mucho rato, besándose cada pocas frases, como si no pudieran creer en haberse encontrado, en que la otra persona siguiese ahí.

—Vaya, doctora. ¿Así cuidas de tus pacientes? —dijo Andrea, jugueteando con los dedos en el cuello de ella, enredándose en su pelo rizado.

—Es mi juramento hipócrita.

—Creía que se llamaba juramento hipocrático.

—Yo hice uno diferente.

—Por mucho que bromees no vas a hacerme olvidar que sigo enfadada contigo.

—Siento no haberte contado la verdad sobre mí, Andrea, pero mentir forma parte de mi trabajo.

—¿Qué más forma parte de tu trabajo?

—Mi gobierno quiere saber qué está pasando aquí. Y no sigas preguntándome, porque no te diré nada.

—Tenemos formas de hacerte hablar —dijo Andrea, llevando el jugueteo con los dedos a una zona muy distinta.

—Definitivamente creo que me resistiré al interrogatorio —dijo Doc con voz ronca.

Ninguna de las dos dijo nada durante varios minutos, hasta que ella terminó con un gemido callado. Luego atrajo a Andrea hacia sí y le susurró al oído.

Other books

Traitor by McDonald, Murray
Warrior Mage (Book 1) by Lindsay Buroker
To John by Kim Itae
1968 by Mark Kurlansky
Twice in a Lifetime by Marta Perry
The Magic Half by Annie Barrows
Not His Dragon by Annie Nicholas
The Hustle by Doug Merlino