Authors: Jeff Grubb Ed Greenwood
El joven que seguía a Azoun parecía difuminarse a su lado, al igual que cualquier otro mortal que se comparara con el rey de Cormyr. Sobre el atestado suelo del salón de baile, probablemente el joven Aunadar diera el pego, pues su encanto juvenil y la mirada galante quedaban compensadas con un comportamiento serio, diríase de amante del estudio. El joven vestía ropa de cuero oscuro, surcado de un hilo de color oro, que era acentuado por un capote de caza, también de color oro. Era un atuendo más bien sombrío. Pese a ello, quizás en cualquier otra partida de caza se hubiera convertido en el centro de todas las miradas, pero allí quedaba eclipsado por la presencia de su muy radiante majestad.
Thomdor pensó que aquel joven podría haberse vestido con más pompa, ante el riesgo, claro está, de competir con su posible suegro. ¿Sería una prueba de que el joven había considerado la cuestión fríamente? ¿O una muestra de su sentido común? El barón se inclinaba más por esta última. Mientras observaban, Azoun levantó la mano para señalar los restos de la almena. Aquellas torres abundaban en Cormyr: su cometido era el de enviar mensajes rápidamente de un extremo a otro del reino. Thomdor recordaba cuando Azoun volvió de Thesk y de su triunfo contra la horda de Trigan. Aquella noche ardieron todas las almenaras, y la luz rojiza y juguetona del fuego parecía dispuesta a empalidecer el fulgor de las estrellas.
Esa torre en particular no había podido tomar parte en las celebraciones; había sido abandonada mucho tiempo antes de que hubiera reyes humanos en Cormyr. La inscripción polvorienta pero visible que había sobre la puerta dejaba bien claro que era propiedad de elfos, desaparecidos tiempo ha. Aquel fino trabajo manual había alcanzado una altura de tres pisos, aunque el paso de los siglos había obrado su fruto, hasta desmoronarse en un cascarón donde se adivinaban los peldaños cubiertos de hiedra de una escalera.
Thomdor conocía la lección encerrada en aquella historia. La había oído de labios de Rhigaerd, padre de Azoun, igual que algunos años después la contaría al propio Azoun. Ahora el rey la compartiría con el joven Bleth; le hablaría de los dragones que una vez gobernaron la Tierra, y de los elfos que los siguieron. También hablaría de los hombres que llegarían después. La moraleja era clara como el agua para cualquier hombre de corazón noble y mente clara.
«La Tierra no nos pertenece —pensó Thomdor—. Aquí estaba antes que nosotros, y aquí estará cuando hayamos desaparecido. No somos más que guardianes. Hagamos las cosas lo mejor posible el tiempo que nos sea dado permanecer en este lugar.»
Si Aunadar iba a escuchar aquella lección, dictada por la historia, de labios de Azoun —pensó Thomdor—, significaba que el monarca debía de haber tomado una decisión respecto al joven Bleth. Vangey, Bhereu y, por supuesto, el grueso barón Thomdor también serían consultados sobre el particular, pero estaba claro que Azoun ya había llegado a una conclusión. De no haber pasado por esta situación en varias ocasiones, el amor propio del barón se hubiera resentido. Pero ¿cómo puede uno quebrar una piedra, uno de los dos pilares que sostiene el peso del reino, que finalmente se sustenta en el rey? Así es como los habían llamado a Bhereu y a él y, como decía su hermano el duque, debían permanecer siempre en las sombras.
Thomdor sonrió y se encogió de hombros. ¿Qué caballero del reino no estaría dispuesto a morir por ostentar los cargos que ellos desempeñaban? Miró a Bhereu e intercambiaron un amago de cómplice sonrisa, ambos eran fáciles de contentar, y tiraron de las riendas para aminorar la marcha de sus monturas al acercarse al rey, en mutuo y silencioso acuerdo por evitar en lo posible tener que escuchar, una vez más, aquella lección de historia.
Al pensar en las sombras, Thomdor clavó la mirada en los restos de la torre élfica, así como en la oscuridad que surgía de su labrado dintel. Alguien había visitado aquellas ruinas, desde su última visita, puesto que no había hiedra en los escalones, y las piedras que podían verse al pasar por la puerta ya no estaban amontonadas junto a los antiguos escombros.
Algo brilló como una moneda de oro en aquella oscuridad. O, quizá, como una armadura.
Thomdor lo señaló al tiempo que abría la boca para decir algo al duque acerca de los cazadores furtivos, cuando la cosa brillante se movió, y un terrible mal se abatió sobre Cormyr.
—¿Qué...? —La pregunta se perdió en la punta de su lengua, al ver que surgía algo de la torre, como un caballo salvaje al ser perseguido. Percibió un brillo cuando la criatura de la torre cargó sobre ellos sin vacilar.
Los cuatro cazadores observaron con ojos desorbitados, paralizados durante un momento ante semejante visión. La criatura era dorada y tenía forma de toro, aunque su piel estaba cubierta de una sinuosa membrana de escamas, muy similar a la de un lagarto. Al salir al exterior de la torre, el sol acarició sus escamas, que a su vez reflejaron la luz en todas direcciones. Los cuernos de su frente alcanzaban una longitud increíble, y eran tan curvos que la punta apenas distaba unos centímetros de los ojos color ámbar que brillaban bajo ellos. De sus fosas nasales surgió vaho al rugir por un hocico claveteado de colmillos, un rugido cavernoso, triunfal. La bestia arañaba el suelo con las pezuñas mientras se acercaba hacia los cuatro hombres montados a caballo.
Las dos monturas más próximas a la bestia, la de Azoun y la de Aunadar, retrocedieron al verlo, volvieron grupas y, finalmente, huyeron a galope tendido. El rey saltó del caballo desenvainando el acero cuando aún estaba en pleno salto. Aunadar Bleth tuvo menos suerte, pues cayó con cierta torpeza al suelo, aunque logró rodar y desenvainar la espada cuando se incorporó. Se había enredado la otra mano con el capote, que al levantarse le cubría parte de la cara.
La bestia dorada se acercaba demasiado rápido como para trazar un plan de ataque. Mientras los caballos huían a galope tendido, Thomdor y Bhereu se esforzaron por impedir que sus caballos de batalla imitaran al del soberano, y para ello tiraban de las riendas como posesos. Entonces, al unísono, ambos primos del rey profirieron una maldición y espolearon sus monturas a paso de carga, al tiempo que desenvainaban la espada. Ninguno de ellos había visto antes semejante monstruo, pero no había tiempo para especular acerca de su naturaleza o para preguntarse cómo había llegado hasta allí. Quizá Vangerdahast, o el sabio Alaphondar, pudieran investigar su origen, después de que lo mataran.
Ambos hermanos se enfrentaron a la criatura dorada en la confusión del entrechocar del acero y de los cuernos de oro. Cada uno se situó en un flanco de la bestia, y al levantar el acero, éste reflejó la brillante luz de un sol moteado; atacaron al unísono los relucientes flancos del toro áureo.
Por regla general, semejante asalto hubiera bastado para acabar con uno o dos jabalíes, mas las hojas de sus espadas no alcanzaban la carne. Al impactar soltaban chispas como si mordieran una armadura, para luego resbalar de manera inofensiva por el lomo de la criatura, arrastrándose como si arañaran metal.
Los hermanos apenas tuvieron tiempo de proferir una maldición antes de que la criatura soltara un berrido, se volviera con la velocidad del rayo y agitara bruscamente la cabeza. Con los cuernos afilados abrió en canal el vientre del caballo de Bhereu, saliendo la sangre a chorros. El caballo tuvo tiempo para proferir un relincho de dolor, antes de caer muerto sobre las entrañas humeantes, arrojando al duque de su silla de montar.
Thomdor tiró de las riendas de su montura acompasando el golpeteo de los cascos y aprovechó para arrojar su lanza. Ésta se estrelló contra el costado de la criatura, produciendo un estruendo seco y metálico, como el del acero al chocar contra acero; después, la lanza quedó en el suelo, incapaz de penetrar la piel del toro.
—¡Maldito sea el infortunio de Beshaba! —maldijo mientras se deslizaba ágilmente por un costado de la silla de montar. De nada servían los caballos, excepto de blancos en movimiento para aquella criatura. El toro se volvió hacia Thomdor y emprendió la carga contra el caballo, aunque tuvo que rendirse cuando la montura galopó hasta meterse en el río.
Thomdor echó un vistazo a sus compañeros antes de que el monstruo de oro se volviera hacia él, para arremeter a continuación a través de arbustos y arbolitos. Al verlo, Thomdor no pudo evitar añadir al repertorio algunas maldiciones a la diosa del infortunio. La mayor parte de la guardia personal del rey se encontraba en alguna otra parte del Bosque del Rey, acompañando a la partida de caza de Thundersword. Todos llevaban la armadura mínima, y para más inri las armas que empuñaban eran para cazar venados, no para emprenderla contra una fortaleza mágica en forma de toro dorado.
Aquel monstruo debía de ser una máquina movida por medio de la magia; producía una serie de ruidos metálicos al desplazarse. Para derribarlo tendrían que atacar por las junturas mecánicas. Thomdor dirigió una mirada hacia la torre en ruinas, pero no vio indicios de actividad en el oscuro umbral, ni más allá. No había ni rastro de otras criaturas de oro, o de quién podía ser el encargado de guiar los movimientos de aquella bestia en particular.
Bhereu se tomó su tiempo para levantarse, y Thomdor vio que el duque estaba pálido y su rostro bañado en sudor. Pensó que ambos se estaban haciendo viejos para todo eso, lo pensó al levantar el pesado acero y cargar contra el monstruo.
Aunadar y Azoun se habían dividido para acometer un plan: su majestad iría por la derecha de la criatura, mientras Bleth, cuyo rostro seguía tapado en parte por la capota, iría por la izquierda. Obviamente, el joven hacía lo posible por no llamar la atención del toro, avanzaba en cuclillas y con suma cautela, dispuesto a incorporarse en cualquier momento. Sin embargo, el rey avanzó de pie, con el pecho fuera y los pies pisando fuerte el suelo de su bosque, al tiempo que profería un desafío.
La bestia se dirigía directamente hacia Thomdor, pero al oír el grito del soberano se volvió para cargar contra Azoun, ofreciendo al barón la oportunidad de golpearla al pasar. Éste no apartó la mirada de la bestia cuya piel semejaba el metal, y descargó con tiento un golpe poderoso en el lugar adecuado.
El impacto hizo temblar a Thomdor hasta la médula, pero su acero firme se hundió profundamente en una de las patas que el toro tenía a la izquierda, justo por debajo de la rodilla.
Mientras él se apartaba indefenso de la criatura, esforzándose por mantener cogida la espada mellada y doblada con la mano adormecida, el monstruo reluciente trastabilló e interrumpió la carga. Cuando el mundo dejó de rodar y rodar para el barón, éste vio que el toro, pese a la cojera, había recuperado el paso.
Sin embargo, la satisfacción que sentía Thomdor duró menos que un suspiro, ya que la fiera no apartaba sus ojos grandes y lastimeros de él, de la propia mirada encendida del barón. El vapor que surgió del hocico del toro bañó su rostro, de modo que Thomdor tuvo oportunidad de oler un hedor amargo y acre, que le recordó al de naranjas quemadas.
El olor resultaba incluso doloroso, y sintió un regusto a aceite en la garganta al retroceder con torpeza unos pasos, preguntándose si podría tratarse de alguna especie de mago rebelde transformado, que tuviera una cuenta pendiente con la corona.
Aunadar aprovechó el avance amenazador del toro hacia el barón, para llevar a cabo su propio ataque. Al cargar hacia él, repitió el error, cometido por los dos primos del rey, de atacar el flanco de la bestia. La punta de su espada rebotó en las escamas brillantes, tan sólo le hizo un pequeño rasguño. El toro agitó la cabeza, y el joven Bleth perdió pie y trastabilló sobre algunos helechos pisoteados.
En aquel momento, tanto Bhereu como el rey se acercaban a la bestia. Thomdor maldijo para sus adentros a Azoun por arriesgar su vida, aunque el rey siempre había sido así, incluso de niño. Pedirle que no se involucrara en un combate, mientras los demás luchaban, era una pérdida de tiempo. El barón apretó la mandíbula, dio unos pasos al frente y lanzó un tajo destinado contra otra articulación. Había apuntado bien, pero la hoja de su acero mordió menos que antes.
Había algo que no encajaba. Alrededor de Thomdor el aire parecía estancado, y aquella grosera sensación de haber olido aceite cuajó en la garganta del barón, mientras el propio bosque parecía cernirse, por todos los flancos, sobre él.
Profirió una nueva maldición y cayó hacia atrás. Perdía la visión de forma paulatina, tanto que todo se reducía a un pequeño túnel alrededor de la enorme y humeante criatura áurea. Una vez más, la bestia cruzó la mirada con la de Thomdor, una mirada fija ante cuyo contacto sintió que empezaba a sudar, a temblar y a sentirse como atontado. En su estado no sólo influía el peso de la edad, sino la magia... una magia mortífera.
Thomdor miró a Bhereu. El rostro de su hermano parecía una máscara mortuoria, y a juzgar por su expresión, también él lo había descubierto. El duque hizo un gesto de asentimiento en muda respuesta a la mirada de Thomdor, al acercarse al toro y atacar las articulaciones con el mismo encono con que Azoun la emprendía con las situadas en el flanco opuesto. Entonces Bhereu abrió la boca para hablar.
Pero lo que surgió de su boca fue una tos débil, y a continuación los ojos de Bhereu se volvieron de un color verdoso y enfermizo. La bestia cargó en su dirección, y todo se vio envuelto en un caos de cuernos en estampida, tajos propiciados por el acero, y retrocesos a la desesperada para librarse de las coces del monstruo, y de su furia. Los dos primos del rey cayeron y rodaron por los suelos, para volver a ponerse en pie. Thomdor cayó al suelo más de una vez, pero el dolor que sentía era como algo distante, como si el mundo se deslizara fuera de su alcance, dispuesto a hundirse en un banco de bruma entumecedora.
El túnel en que todo se había sumido empezó a cabecear, a rodar, y Thomdor supo que iba a abandonarlo muy lentamente, que lograría superarlo, y se agarró al suelo con ambas manos. A su lado, Bhereu rodó sobre sí mismo, pero no intentó levantarse. El toro volvió a rugir cerca, en alguna parte, cuando el Guardián de las Marcas Orientales caminó pesadamente hacia su hermano, utilizando la espada a modo de bastón.
El duque respiraba con dificultad, y contraía el rostro a causa del dolor, mientras sus ojos febriles miraban muy abiertos el cielo azul.
—¡Veneno! —exclamó Bhereu. Thomdor lo tocó, estaba temblando y tenía el cuerpo grueso bañado en sudor. Intentó levantarse, ayudado por el pulso firme de su hermano, pero entonces no pudo más y su cabeza, brazos y piernas cayeron inertes.