Authors: Jeff Grubb Ed Greenwood
Pero Thauglor no se lo concedió, repitió la maniobra, atrapó con fuerza al elfo entre sus mandíbulas y volvió a levantarlo en el aire. En esta ocasión Iliphar sintió que una parte de su pierna acababa de ceder, y profirió un grito a causa de un dolor repentino y lacerante.
Por tercera vez el dragón zarandeó con la mandíbula al elfo, que fue a dar en el suelo con el hombro por delante, dislocándoselo, aunque no perdió la conciencia. Vio el acero bajo la mandíbula del dragón, y su báculo ornado a sólo unos metros de distancia.
El dragón, consciente de la presencia de público (la pareja de jóvenes dragones y los elfos que esperaban en la torre), se dispuso a continuar. ¡Qué fácil es! ¡Qué inconsecuentes son estos elfos en su fragilidad! ¡Ved qué sucede a quienes se atreven a desafiar el poder de Thauglor!
El dragón volvió a acercar la cabeza con la mandíbula abierta. Thauglor podía engullirlo con facilidad, pensó el señor elfo, pero si lo hacía, ¿quién se encargaría de obligar a los elfos a cumplir lo pactado? Iliphar relegó esta reflexión al subconsciente, y rodó con presteza hacia donde se encontraba el báculo. Las mandíbulas del dragón se cerraron sin alcanzarlo.
Iliphar estaba muy dolorido. Cogió el báculo, pero no pudo levantarse. Sus piernas, que le parecieron colocadas de forma extraña respecto a su torso, no obedecieron sus órdenes.
De nuevo el dragón arremetió, abiertas las fauces.
Iliphar recurrió a la poca fuerza que le quedaba y se arrojó hacia adelante, usando el báculo a modo de bastón, y saltó en dirección a la mandíbula de la criatura gigantesca. Empujó el báculo hacia la boca del dragón, y la amplia cabeza de su base se trabó en la encía inferior. La figura del pájaro de la parte superior se hizo añicos al arañar el paladar de la bestia purpúrea, hasta hundirse en la carne tierna.
Dolorido, Thauglor dio un paso atrás, proporcionando al elfo el momento de respiro que tanto había ansiado, para librarse de la zarpa del atacante. Volvía a sentir las piernas doloridas, pero Iliphar se las apañó para incorporarse con dificultad sobre una rodilla.
El dragón se movió con violencia, intentando librarse del báculo que tenía en la boca. Thauglor intentó tirar de él con la zarpa posterior, pero lo único que consiguió fue hundir aún más en su paladar la punta rota. Su lengua colgaba de un lado, y unas lágrimas espesas rodaron por las mejillas negras del dragón.
Las bolsas de ácido, situadas en su garganta, se inflaron; Iliphar fue consciente de que la criatura iba a fundir el obstáculo que tenía en la boca. Conocedor de la naturaleza de su propio báculo, se arrojó al suelo, y permaneció pegado contra él.
El dragón arrojó un escupitajo negro, cuyo sedimento cálido bañó por completo el dorado báculo. Éste empezó a desprender un intenso fulgor, para después ceder poco a poco bajo la presión que ejercían las mandíbulas del dragón. Finalmente, el báculo del señor elfo se partió en dos.
Fue entonces cuando explotó la boca del dragón. Los hechizos impregnados en el báculo descargaron toda su furia en forma de una única y poderosa bola de fuego. Por primera y última vez en su larga vida, Thauglor el Negro respiró el fuego.
La fuerza de la explosión tiró de costado al dragón, y la Oscura Muerte dio contra el suelo mientras una columna de humo surgía de su nariz y las fosas nasales. Ver aquello fue demasiado para el dragón rojo, que se volvió para emprender el vuelo y huir del bosque como un vulgar faisán acobardado. Una vez en pleno vuelo, giró hacia el norte, hacia los picos lejanos. El azul mantuvo la posición, aunque parecía esperar que de un momento a otro fuera objeto de un ataque tan inminente como despiadado.
Iliphar se levantó lentamente. Oyó ruidos a su espalda e intentó mediante gestos impedir que los elfos de la torre se acercaran. Alguien puso otro báculo en su mano, era de madera retorcida. No lo rechazó y lo utilizó como bastón. Miró hacia abajo sin querer. Tenía una de las piernas tan malherida que sólo podría sanar mediante la magia, y tenía la impresión de tener una docena de fracturas distintas en la otra. Bajó con dificultad los escalones, hasta llegar donde yacía Thauglor, panza arriba, de cuya mandíbula quemada aún surgía una columna de humo. El dragón tenía los ojos abiertos como platos, irritados por el humo.
El señor elfo ni siquiera cogió su espada, por temor a que el esfuerzo fuera demasiado para él. En lugar de ello, apoyó la punta del báculo de madera en la cabeza del dragón, y preguntó:
—¿Se rinde?
—Se suponía que, técnicamente, no debías hacer uso de la magia —respondió el dragón, expulsando una nube de humo negro.
—Se suponía que usted no tenía que recurrir al aliento de dragón. Técnicamente. —No movió el báculo. Mejor dar a entender al dragón que se trataba de otro báculo mágico, tan mortífero como el otro.
Thauglor el Negro respondió expulsando otra nube de humo, cosa que Iliphar aprovechó para añadir:
—Fue su propio aliento lo que provocó que el báculo liberara su magia. Lo sabe perfectamente. Los elfos somos personas de honor. ¿Y los dragones?
Thauglor, la Oscura Muerte, asintió de forma imperceptible y gritó una orden al joven dragón azul. Iliphar dio un paso atrás cuando los dos hablaron brevemente en el alto wyrn de los dragones. Una vez que hubieron terminado, el dragón se volvió de nuevo a Iliphar.
—Nosotros, los dragones, también tenemos honor —dijo el dragón negro, mientras los últimos vestigios de humo envolvían su cabeza—. Y respetaremos el acuerdo pactado. Disponéis de los bosques que alfombran estas tierras, y los dragones que me sean fieles no molestarán a los elfos que te rindan pleitesía a ti. Aquí Glor extenderá la noticia y comunicará a los míos que he sobrevivido a la batalla.
»Pero tienes que saber —añadió el dragón— que cumpliremos la letra de la ley. Nuestro acuerdo es con los elfos y sólo se aplica a los bosques. Los pantanos nos pertenecen a mí y a mi gente, así como las montañas y las colinas desnudas. Llegará el día, señor elfo, en que lamentarás haber ganado esta batalla tanto como yo lamento haberla perdido.
Tras estas últimas palabras, Glor, el joven dragón azul, emprendió el vuelo con un majestuoso batir de alas y se dirigió hacia el norte, con la esperanza de alcanzar al cobarde dragón rojo. Thauglor tosió una vez más, plegó las alas y se adentró cabizbajo, medio arrastrándose, en el interior del bosque.
Había conseguido la rendición del dragón, pensó Iliphar, pero él no había salido indemne. Pese a todo, su maltrecho cuerpo no era un precio demasiado alto por un reino. Thauglor era anciano y mucho tendría que dormir para recuperarse de las heridas sufridas aquel día.
Los demás elfos bajaron corriendo los escalones de la torre y lo rodearon; los sacerdotes empezaron a entonar los hechizos de curación, mientras sus ayudantes pasaban de la preocupación al júbilo. Iliphar esperó hasta que la última escama del dragón negro desapareció entre los troncos de los árboles y la vegetación, para rendirse a la innata oscuridad del olvido. Depositó toda su confianza en los dioses, y su cuerpo maltrecho en manos de los clérigos.
Y en la oscuridad, Iliphar Nelnueve, Señor de los Cetros, tuvo un sueño muy particular. Vio en sueños la batalla que acababa de librar, aunque él mismo estaba en la piel del dragón, atormentado por una multitud de criaturas más frágiles, más pequeñas. Y aunque al despertar no dijo una sola palabra sobre ello, recordaría ese sueño durante el resto de su larga vida de elfo.
Año del Guantelete
(1369 del Calendario de los Valles)
Perdieron al duque Bhereu, alto mariscal de Cormyr, inmediatamente después de llegar a palacio. Antes de que pudieran acostarlo en su cama, empezó a sufrir convulsiones y a vomitar sangre negra y espesa. Manarech Eskwuin, clérigo supremo de Tymora, permanecía inclinado sobre el duque, enfrascado en un poderoso hechizo de curación, y su rostro, pecho, brazos y manos quedaron cubiertos de la bilis cálida y viscosa.
En ese momento, el clérigo perdió los nervios, y ahogó una exclamación irrespetuosa, antes de huir de la sala Satharwood, abandonando a su séquito y obispado, que cargaron con la responsabilidad de solucionar el desastre. A su espalda, el duque se retorció y, finalmente, con un suspiro entrecortado, murió.
Vangerdahast maldijo en voz alta, en parte por la muerte vil que había tenido el duque y en parte también por la huida del clérigo. Un clérigo supremo, que contaba con la simpatía de la diosa de la Fortuna, corriendo por los salones de palacio, atemorizando al personal y empeorando aún más aquel nefasto día, era lo que menos necesitaba en ese momento.
Otros miembros del séquito, atemorizados y con el rostro pálido, se escabulleron de la habitación. El mago del rey los miró ceñudo, y al salir, algunos de ellos se encogieron visiblemente ante su mirada. No estaba dispuesto a malgastar más atenciones con ellos; en aquel momento, el reino no podía malgastar el tiempo con aquellos idiotas presuntuosos. La mayoría de los sacerdotes que quedaban lo observaban como conejos asustados.
Vangerdahast casi podía leer en sus pensamientos mientras lo miraban. El mago, de altura media y cintura más que generosa, no tenía un aspecto físico imponente, pero era temido por sus hechizos, ya que el aire parecía crepitar a su alrededor. Sus ojos podían ser tan afilados como la hoja de una espada, y su mirada tan penetrante como la punta de una lanza. El mago utilizó su mirada para mantener a los sacerdotes ocupados, procurando que no recalara en el cuerpo flácido de Bhereu, y así evitar un nuevo éxodo.
El clérigo de mayor rango no prestó atención al mago. Era una aventurera, una joven obispo de Tymora enfundada en una túnica de color zafiro oscuro, y con un pelo muy rubio recogido en un moño. También su expresión era de una profunda seriedad. Mientras Vangerdahast observaba a los demás sacerdotes, ella se había arrodillado junto a Bhereu, para sacar con decisión un pergamino de su bolsa. Vangerdahast puso dos dedos en su brazo para contenerla.
—Este encantamiento es capaz de resucitar a los muertos —dijo ella en voz baja, pero firme. Parecía tranquila, aunque tenía los ojos abiertos como platos, ojos que movía de un lado a otro.
—Ahora concéntrese en los vivos —dijo el mago, señalando a los dos que yacían en el suelo. El rey estaba tan inmóvil y sereno como la efigie de una tumba, pero Thomdor murmuraba, se agitaba y sus manos se cerraban en torno al cuello de algún enemigo imaginario, como había hecho su hermano poco antes. Impávido, Vangerdahast observó cómo tres de los guardias se las apañaban para mantener al barón inmóvil.
—Señor mago —protestó la joven clérigo—, ¡podría resucitar a su señoría con un solo hechizo!
—Pero otros dos nobles morirían mientras te dedicas a hacerlo —replicó Vangerdahast, en un tono que dejó patente su intención de zanjar la cuestión—. Tu deber es para con el rey y el barón, que siguen con vida... al menos por ahora. El duque no irá a ninguna parte para eludir tus servicios; de momento no se moverá de aquí.
La joven, contrariada, hizo ademán de protestar, pero contuvo la lengua y cerró de inmediato la boca. Volvió a abrirla como si de una trampa instalada en la puerta de una mazmorra se tratara, para pronunciar un fugaz «sí, señor». La túnica de zafiro oscuro dibujó un remolino cuando su propietaria se volvió hacia donde se agitaba Thomdor.
Se hizo un hueco entre los agitados guardias, y extendió la palma de la mano sobre la frente del barón mientras murmuraba algunas palabras. Al instante, las convulsiones se convirtieron en pequeñas sacudidas. Vangerdahast despidió a los soldados, y les ordenó que llevaran al castillo los restos del monstruoso ingenio mecánico. A partir de ese momento, la crisis quedaba en manos de clérigos y magos.
Ambos nobles fueron levantados del suelo y acostados con sumo cuidado en sendos e improvisados lechos. Parecían estatuas de cera de sí mismos, pues tenían la piel translúcida, tanto que parecía a punto de fundirse. Sus ojos estaban muy abiertos, pero la mirada era turbia, nada veían a través de sus órbitas lechosas. Thomdor se retorció y sufrió unos leves espasmos, incluso bajo el efecto del hechizo de la obispo. Azoun yacía inmóvil, tieso. Vangerdahast podía adivinar la tensión de todos y cada uno de los músculos de su cuerpo.
Ya que no había cuerpos que mover de un lado a otro, o que expirasen de forma espectacular, un rumor de voces se elevó en la estancia. Había estallado una discusión entre un clérigo de Deneir y otro de los de Tymora sobre si debían trasladar de inmediato los cuerpos «a un lugar más adecuado de descanso, para hombres de categoría tan elevada». Hubo otros, incluidos los mayordomos asignados a las puertas de la estancia, que observaban al mago real con la esperanza de que hiciera algo por acallar a los presentes, pero él hizo caso omiso, permaneciendo de pie como una estatua, impávido.
La disputa terminó con la llegada del erudito Thaun Khelbor de Deneir, quien con suma educación apoyó al clérigo de Tymora. Por su parte, la clérigo aventurera de Tymora no puso objeción alguna a esta decisión, ni tampoco lo hizo el clérigo supremo del dios de la Runa, que atendía al rey, mientras ella seguía con Thomdor.
Vangerdahast seguía de pie con un ceño dibujado en el rostro de los que hacen historia, esforzándose por pensar, pero cuando algunos hombres vestidos con telas exquisitas lo empujaron al pasar, y algunas voces educadas en lengua culta preguntaron perezosamente: «¿Qué es lo que pasa? ¡Por el Dragón Púrpura!», salió lo suficiente de su ensimismamiento como para caer en la cuenta de que allí había muchas más personas de las necesarias. Se llevó la mano a las bolsas que colgaban del cinturón, donde guardaba toda suerte de chucherías mágicas, ingredientes para los hechizos, piedras, beljurilos y todo tipo de artilugios, y cogió un pequeño silbato plateado.
El agudo toque del silbato atrajo la atención de todos los presentes. El mago del rey daba órdenes con suma frialdad, que suponían la obediencia inmediata de todo aquel que deseara seguir con vida. A menos, quizá, que prefiriese perseguir una carrera larga y húmeda en calidad de sapo...
Al hablar, media docena de ayudantes de clérigo y más del doble de ese número de cortesanos fueron escoltados a la salida por hombres de armas inflexibles. De entre los mejores guardias de palacio presentes, Vangerdahast despachó a uno con la orden de llamar a la reina Filfaeril, y a continuación ordenó a otros dos que despejaran todo el piso. Lo último que necesitaba era un ejército de mirones y al personal de cocina amontonados en todas y cada una de las puertas de la sala Satharwood, intentando echar un vistazo a los nobles malheridos. Vangerdahast pidió al último de los guardias que se quedara con él, por si necesitaba alguna otra cosa, y envió a otro a buscar a Eskwuin para evitar que huyera a la ciudad y provocara el pánico.