Authors: Jeff Grubb Ed Greenwood
Más o menos en aquel momento, los guardias de palacio se apartaron para abrir paso a Alaphondar y a Dimswart, sabios prominentes de Suzail. Eran rivales en todas las materias, pero en aquel momento, ansiosos por abrirse paso por entre la gente que atisbaba por el umbral para ver al monarca, más bien parecían dos prisioneros cansados, encerrados en una misma celda.
Alaphondar tenía aspecto de haber pasado toda la noche investigando en la biblioteca alguna duda genealógica. Lo seguía un muchacho, un paje vestido con la librea de palacio. El joven fruncía el ceño debido al peso de un arcón atiborrado de pesados libros. Dimswart parecía haber sido interrumpido en mitad de la comida, y carecía de sirviente, de modo que apareció encorvado bajo el peso de una bolsa de gran tamaño, surcada de cerraduras plateadas, que aguantaba con una mano, y un muslo grasiento de pollo asado en la otra. Los dos sabios saludaron al mago de la corte con una inclinación de cabeza, para pedir de inmediato el parte médico de los heridos a los clérigos que los atendían.
—No se aprecian cambios —respondió Thaun Khelbor—. He recurrido a todos y cada uno de los medios curativos de que dispongo para expulsar la toxina del organismo, además de probarlo también con preventivos para combatir diversas enfermedades; incluso he empleado un encantamiento contra la posesión de tanar'ri. Pero nada parece surtir efecto. —Extendió las manos en un gesto de impotencia. Khelbor estaba a punto de quedarse calvo, aunque tenía sendos parches de grueso pelo gris sobre las orejas. Por regla general, la expresión de su rostro era amable, incluso algo cómica, aunque en aquel momento estaba tan lívido y serio como los dos hombres que lo ayudaban en la mesa de caballetes.
—¿Y un hechizo para contrarrestar la magia? —inquirió Dimswart, al tiempo que hacía un gesto con el muslo de pollo.
—Fue lo primero que hice al llegar —contestó Vangerdahast—, y también un hechizo para ralentizar la propagación del veneno, aunque no surtieron ningún efecto.
—Tampoco yo he conseguido nada —dijo la joven obispo de Tymora—, aunque al menos he logrado calmarlo con un hechizo para extirpar el miedo.
—Quizá se trate de un síntoma, como los sudores nocturnos, o la torpeza —comentó Vangerdahast, mesándose la barba.
—«Si no es posible detener el progreso de la enfermedad —citó Alaphondar—, al menos hay que contener los síntomas.»
—No sabemos si se trata de una enfermedad, de un veneno o de una combinación de maldiciones —prosiguió Vangerdahast, haciendo un gesto de asentimiento—. Pero, en cualquier caso, está en lo cierto. —Entonces se volvió a los clérigos, y ordenó—: Concéntrense en mantener la fiebre bajo control, y lleven a cabo un hechizo para extirpar el miedo en la persona de su majestad. Quizás eso mitigue la rigidez de su cuerpo. Asegúrense de que no tienen obstruidas las vías respiratorias y de que sus corazones mantienen el ritmo cardíaco. Si lo consideran necesario, practíquenles una sangría. —Miró a su alrededor, antes de preguntar—: ¿Dónde está el joven que los acompañaba? ¿Dónde está Aunadar Bleth?
Clérigos y magos no prestaron atención a su pregunta al inclinarse sobre sus pacientes. La respiración de Azoun se había vuelto entrecortada, pero Vangerdahast observó que, a medida que el hechizo se afianzaba en su organismo, recuperaba la normalidad y se tornaba más suave y regular. Por el momento, parecía poco probable que el rey y el barón se reunieran con sus dioses y abandonaran Faerun.
Vangerdahast paseó la mirada por la improvisada enfermería. Los dos sabios pasaron de un paciente al otro, deteniéndose tan sólo para intercambiar impresiones y comparar notas. Khelbor de Deneir y la joven atendían cada uno a su paciente. Algunos clérigos iban de un lado a otro con ropa limpia y jarras de agua fresca. El paje se había sentado sobre el arcón de los libros y, a juzgar por la expresión de su rostro, parecía nervioso.
Sin embargo, no había ni rastro de Aunadar Bleth.
—¿Adónde ha ido el joven Bleth? ¿Lo han visto? —preguntó el mago del rey, mirando al guardia que estaba a su lado y a los mayordomos de la estancia.
Cuando como única respuesta obtuvo silencio y gestos de ignorancia, Vangerdahast frunció el entrecejo y mandó a uno de los mayordomos a averiguar el paradero del joven noble, con instrucciones de que fueran a buscarlo a su biblioteca particular tan pronto como lo encontraran. Después de ordenar al solitario guardia impedir el paso a cualquier noble del reino o extranjero, abandonó la improvisada enfermería.
Su biblioteca particular, en cualquier caso la única que la corte conocía, era poco más que una gran antesala, con tres de sus paredes cubiertas de estanterías. Vangerdahast ladeó el pedestal que sostenía un cráneo guardián y sacó tres volúmenes de las estanterías: uno acerca de toxinas, otro sobre enfermedades, y un ensayo sobre criaturas mecánicas.
Tomó asiento en su sillón favorito, tapizado de piel de sahuagin, y dispuso los libros en una mesita de madera que tenía al lado, colocando el primero de ellos en un atril de plata en forma de mano. La mano se movió inmediatamente para abrir el libro por la primera página y, después, obviamente sin soltarlo, siguió recorriendo las páginas con la ayuda de los dedos meñique y pulgar.
Vangerdahast inclinó la cabeza en señal de agradecimiento por aquella capacidad mágica, y el libro se inclinó un poquito a modo de respuesta, antes de que la mano extendiera un dedo para tocar el yelmo de un caballero expectante, esculpido en la columna adornada de una de las estanterías. El yelmo se deslizó hacia atrás con un clic imperceptible, y los lomos de tres enormes e inmóviles volúmenes de una estantería cercana se deslizaron a un lado, para abrir paso a un compartimiento secreto, pequeño pero atiborrado de cosas.
El mago sacó una lámina de metal que había entre una pila; se trataba de un disco de espejo, con runas grabadas alrededor de su perímetro. Tocó con la yema del dedo la puerta del compartimiento secreto, que volvió a deslizarse para cerrarlo. Vangerdahast no le prestó la menor atención; murmuraba entre dientes un hechizo para grabarlo en el disco, dictando una serie de palabras para recuperarlas posteriormente.
Se produjo un zumbido que tan sólo él pudo oír. Vangerdahast puso una mano en la estatuilla que representaba una sílfide capaz de escupir un rayo si era necesario, y después de que alguien llamara cuidadosamente a la puerta, dijo:
—Adelante.
Al abrirse la puerta apareció el rostro inquieto del guardián, seguido por sus hombres. Había ido a comunicarle que habían encontrado al joven lord Bleth en los aposentos de la princesa Tanalasta. Vangerdahast profirió una leve maldición mirando al techo, y entregó el disco con el mensaje al paje, con instrucciones precisas sobre a qué mago guerrero debía entregárselo y lo que debía hacer con él. El joven inclinó la cabeza y salió corriendo, serio y con mirada severa.
Los mismos rasgos faciales de que hizo gala el rostro de Vangerdahast al recorrer los salones del ala real de palacio. La seriedad de sus facciones y las zancadas que daba al caminar, por no mencionar las maldiciones apenas audibles que murmuraba para sus adentros al pisar las alfombras de color púrpura, bastaron para confirmar a los sirvientes con los que se cruzaba que algo terrible le había ocurrido al rey.
El mago de la corte se llevó la mano a los labios para imponer silencio al pasar junto a los sirvientes y mayordomos de cámara, y entrar en la sala de estar de la princesa Tanalasta sin ser anunciado previamente. La habitación había pertenecido de joven a Azoun, cuando Rhigaerd ocupaba el trono, aunque saltaba a la vista que, desde entonces, la princesa había dado un toque femenino a la decoración. Habían desaparecido los armarios de madera, teñidos y pesados como muertos, así como las mesas y los mapas del reino que habían colgado de las paredes. Vangerdahast se abrió paso a través de sillas de filigrana, cuyas formas sinuosas se dibujaban en el espacio con madera pintada de blanco, y sillones dorados cubiertos con cojines y tapices de motivos florales. Los mapas también habían desaparecido. Los antiguos magos creían, como siempre habían hecho, que ahora había demasiados espejos en la habitación. Como mago, él también pensaba que los espejos eran unos objetos de los cuales podían surgir horrores innombrables, no simples superficies en las que admirar la propia belleza.
Encontró a la princesa Tanalasta sentada en su diván favorito. Lucía un vestido azul oscuro de cuello alto y ancho de hombros, con el que más bien parecía una sacerdotisa madura y sensata que una noble de posición elevada. Llevaba el pelo castaño oscuro recogido en una media coleta, que caía libremente sobre su espalda, y que inevitablemente se inmiscuía entre sus facciones cuando estaba muy inquieta, como en aquel preciso instante.
Aunadar Bleth, con una rodilla hincada ante ella, acariciaba su mano. Tanalasta estaba pálida como un muerto, y aparentaba mucha más edad de sus treinta y seis veranos. Las lágrimas daban luz a sus mejillas y a su barbilla. El pañuelo húmedo que sostenía en la mano daba a entender que aquéllas no eran las únicas lágrimas que había derramado. Bleth levantó la mirada y se incorporó deprisa al ver que Vangerdahast se acercaba hacia ellos.
—¿Cómo están su majestad y compañía...? —empezó a preguntar el noble.
—El duque Bhereu ha muerto —respondió Vangerdahast con crudeza, con la mirada fija en la princesa. Ésta ahogó un grito y echó hacia atrás la cabeza, como si aquellas palabras fueran golpes, pese a no parecer que corriera riesgo de desmayarse—. Su majestad y el barón se encuentran fuera de peligro, pero aún no han recuperado la conciencia y continúan sometidos a los efectos de lo que fuera que ha matado al duque. —Sin pausa, se volvió hacia Bleth y le preguntó sin rodeos—: ¿Puede saberse por qué nos ha dejado?
Aunadar miró a Vangerdahast y pestañeó como si no comprendiera la pregunta. El mago del rey parecía transpirar poder de mando, pero el joven delgado permaneció inmóvil como la piedra que hace caso omiso del viento en medio de un temporal. Por un instante, la perplejidad se dibujó en su rostro.
—Lo siento. ¿Me necesitaban? —se disculpó por fin, titubeante.
—Usted es el único que conserva las facultades mentales tras el ataque sufrido por el rey —respondió Vangerdahast, que a duras penas consiguió disimular su irritación—. Además, cabe la posibilidad de que todos ustedes estén infectados, quizá por un veneno, un hechizo o una enfermedad contagiosa y de carácter virulento. En caso de que así fuera, lo primero que ha hecho usted al regresar a palacio ha sido contagiar a la heredera del trono una enfermedad de carácter desconocido.
El rostro de Bleth adquirió una tonalidad purpúrea, y a continuación balbuceó algo ininteligible, mientras sus ojos empezaban a chispear. Tanalasta extendió una de sus elegantes manos para estrechar la suya. La miró, puso su otra mano sobre aquellos dedos delicados, y pareció recordar tanto su situación como a quién se estaba dirigiendo.
—Lo lamento, señor mago —respondió, haciendo un gesto de negación, como si quisiera despejar sus dudas—. En ese momento sentía que mi lugar y mi deber estaban junto a mi amada. Quería encargarme de darle la noticia...
—Muy bien, quiero que me cuente lo sucedido —lo interrumpió Vangerdahast, dejando caer su cuerpo sobre una de las sillas de insignificantes patas, acostumbradas al delicado trasero de cualquiera de las camareras que atendían a la princesa—. Y cuéntemelo todo.
Aunadar se sentó junto a la princesa, entrelazó sus manos y las apretó en su regazo, con el entrecejo fruncido para relatar la historia que hacía sólo unos minutos había explicado a Tanalasta. Vangerdahast lo interrumpía casi en cada frase, lo ponía nervioso y lo hacía tartamudear y sonrojarse. En dos ocasiones, el mago exigió a Aunadar que repitiera la secuencia en que atacaron a la bestia, y cómo, cuándo y en qué orden respondió a sus ataques.
—Bhereu fue el primero en caer, después su majestad y por último el barón —dijo Bleth, cuya exasperación era evidente a juzgar por el tono de su voz.
—Pero si lo que dice es cierto, el barón Thomdor atacó primero a la bestia —insistió Vangerdahast.
—¡Los dos atacaron al mismo tiempo, cada uno por un costado! —exclamó Aunadar, en tono de protesta. Miró a Tanalasta como esperando que zanjara el interrogatorio por real decreto, pero ella paseaba su triste mirada del mago al noble, una y otra vez, con los ojos abiertos como platos, enrojecidos, y los labios dibujando la fina línea, epítome de silencio. Aunadar profirió un suspiro y añadió—: Fue Bhereu el primero en acusar los efectos del aliento de la bestia.
—¿Parecía afectado el barón cuando volvió al combate? —preguntó el mago de la corte, tras asentir como si no creyera una sola palabra.
—Sí, supongo que estaba... es decir, estaba pálido y respiraba con dificultad.
—Dice usted que luchó con la capa enrollada alrededor del brazo, para taparse la cara. ¿Por qué?
—Creí que era una gorgona... —respondió Aunadar, pestañeando—. Una criatura metálica cuyo aliento convierte a sus enemigos en piedra...
—Pues no —negó secamente el mago—, y no hace tal cosa. Era un abraxus, una creación mágica similar al golem, o a un autómata.
El joven noble pareció sorprenderse al oírlo, aunque sus ojos no tardaron en mudar la sorpresa por la sospecha.
—¿De modo que ya había visto uno?
—Así es, es decir, mi mentor me habló de ellos —repuso Vangerdahast, antes de cerrar la boca y permitir que la pregunta tácita del noble quedara sin respuesta. Se miraron fijamente a los ojos en silencio, como en mudo desafío, por espacio de dos largos suspiros, durante los cuales la princesa paseó la mirada de uno al otro. Entonces, sin apartar los ojos de Aunadar, el mago del rey susurró—: Y después de caer los nobles, usted partió la varilla para llamar la atención del grupo de rescate.
—Yo... —El noble apartó la mirada de los ojos del mago y se volvió a Tanalasta, que, muda, parecía suplicarle. Entonces, a regañadientes, miró de nuevo al mago—. Cogí la varilla, pero... no supe qué hacer para activarla. El barón Thomdor me enseñó cómo hacerlo.
—¡Qué afortunado —exclamó, sarcástico, el mago—, que el bueno del barón no perdiera la conciencia hasta darle instrucciones!
—Sí, muy afortunado —repuso el joven Bleth con un hilo de voz, dejando caer los hombros a causa del cansancio. Tanalasta lo rodeó con uno de sus brazos.
Vangerdahast hizo un gesto de asentimiento. Sin duda el joven había pasado por alto aquel último detalle, al explicar lo sucedido a la princesa.