Authors: Jeff Grubb Ed Greenwood
Thomdor volvió a recostarlo con mucho cuidado. Magia no, veneno. Sí, eso tenía sentido, sobre todo en lo concerniente a esa invención mecánica. Para tener alguna esperanza de supervivencia, tanto él como Bhereu, tendrían que regresar a Suzail inmediatamente después de que finalizara el combate y permanecer en observación en el real colegio de cirujanos.
El combate. Por cierto, ¿dónde estaba el toro?
Con un zumbido en la cabeza debido al veneno, Thomdor miró en derredor, mientras el túnel cambiaba y oscilaba como loco, hasta que divisó un resplandor dorado.
Aunadar volvía a la carga golpeando al toro sin éxito, aunque la bestia parecía decidida a matar a Azoun, para lo cual no cejaba de dar coces contra el rey, quien, a su vez, no cejaba de esquivarlas. Ante la mirada de Thomdor, Azoun se alejó bailando de una de las pezuñas, y descargó un tajo hacia atrás, hundiendo limpiamente la punta de la espada en el ojo derecho de la bestia. Se produjo un chisporroteo, y el globo ocular, una gema tallada, cayó al suelo.
El toro resopló y lanzó un furioso rugido. En su interior chirrió un fuelle, y del hocico del monstruo, así como de la cuenca vacía del ojo, surgió un humo con olor a naranjas quemadas.
Veneno, recordó Thomdor al dar un paso al frente con piernas temblorosas. Los cuernos hendieron el aire, pero Thomdor los apartó a un lado con la maltrecha hoja de su espada, que después levantó para hundirla débilmente en el agujero que había dejado la gema, inmerso en mitad del humo.
El toro agitó la cabeza, y Thomdor perdió la espada. Se retiró trastabillando, mientras el túnel se hacía más y más pequeño, y la bestia se perdía al fondo, en la distancia...
Azoun golpeó al monstruo en el otro ojo, pero la cabeza dorada animada por la mecánica volvió a evitarlo. El toro escarbó el suelo y cargó contra el rey con la intención de empalarlo con sus malignos cuernos. Tenía la boca abierta, y de ella surgía el humo acre que salpicaba su rostro de esputos aceitosos.
Esquivar a izquierda o derecha implicaba perder las entrañas a favor de aquella cornamenta. Azoun hincó la rodilla en tierra, y levantó la hoja de la espada ante él. Cuando la criatura cayó sobre él, el rey tiró una estocada desesperada que logró hundir hasta la empuñadura en el hocico abierto del toro.
Surgieron chispas y esquirlas de metal cuando la hoja de la espada hurgó en el interior del toro, de órgano invisible en órgano invisible, hasta que, después de un repiqueteo metálico, la punta asomó por la parte posterior de su cabeza, expulsando una suerte de espeso líquido purpúreo.
La bestia mecánica permaneció inmóvil durante un breve instante con los cuernos a unos centímetros del rey; parecía trinchada por la espada. Entonces, lentamente, casi con elegancia, apoyó la grupa en el suelo. De su cuerpo surgió una serie de zumbidos que reverberaron fugazmente, para quedar reducidos al silencio.
Precisamente el silencio se impuso de inmediato en aquel campo de batalla teñido de un hedor acre. El rey soltó la empuñadura de la espada y se levantó con paso inseguro y los hombros temblorosos. Aunadar, el único que aún empuñaba la espada, propinó un par de patadas a los restos brillantes de la criatura.
Estaba inmóvil, pero Thomdor apenas podía verlo al otro lado del estrecho túnel. Dio un paso al frente, y tuvo que decir a Azoun que pidiera ayuda para Bhereu...
El barón cayó de pronto al ver el aspecto de su majestad. El rey tenía la piel amarillenta, tan tensa en la cara como la de cualquier momia en la tumba. Tenía abiertos como platos los reales ojos, a punto de caer presa del pánico, y el ceño y la barbilla estaban completamente bañados en sudor.
El rey murmuró algunas palabras que Thomdor no entendió, y a continuación cayó ante los cuernos del toro áureo.
Thomdor lo miró, consciente de que le flaqueaban las piernas, mas Aunadar apenas tardó un instante en situarse a su altura para sostenerlo, y preguntó con una voz aguda, fruto del miedo:
—¿Qué sucede? ¿Qué les ocurre al rey... y al duque? ¿Están enfermos? El toro no los ha alcanzado, ¿qué es lo que pasa?
El túnel de su visión se empequeñecía de forma paulatina; Thomdor se apoyó en un hombro que parecía temer la fuerza de su peso. Tenía que ordenar al muchacho que pidiera ayuda, o la casa real de Obarskyr estaría perdida.
—Bota... derecha —logró decir el barón. Las palabras surgieron cómo ácido de su boca; apenas podía hablar—. Bota derecha del... rey —indicó, ronco—. Varilla.
Aunadar lo observó un instante sin comprender, como si intentara traducir las palabras confusas de Thomdor en un diálogo coherente. Después se arrodilló junto al rey y palpó en su bota derecha. Sus dedos se cerraron en torno a algo, y a continuación dedicó una mirada de interrogación a Thomdor mientras tiraba de ello: era una delgada varilla, envainada en el forro de la parte alta de la bota.
Thomdor apretó la mandíbula y se las apañó para inclinar la cabeza, mientras ordenaba mentalmente al joven que hiciera lo que tenía que hacer. El túnel se había estrechado tanto que apenas era nada, y la oscuridad que había a su alrededor estaba surcada de oscuras y monstruosas serpientes y arañas que esperaban a que el Guardián de las Marcas Orientales flaqueara, para así completar el trío de nobles.
Aunadar se volvió hacia el barón con la varilla extendida sobre la palma de la mano. Su joven rostro dibujó una expresión inquisitiva e inocente.
Thomdor se humedeció los labios, que de pronto sintió gruesos y entumecidos.
—Rómpela —intentó gritar, pero su voz se quedó en un susurro entrecortado.
El joven permaneció inmóvil. O bien Bleth ya no comprendía sus palabras, o no decía lo que pretendía decir.
Repitió la orden, pero el adolescente siguió inmóvil con la varilla en ambas manos y una expresión confundida y expectante en el rostro.
Con los últimos coletazos de fuerza, el barón Thomdor de Arabel, Guardián de las Marcas Orientales y real mano derecha del rey Azoun IV de Cormyr, se abalanzó sobre las manos del muchacho y cogió la varilla que chascó como si de un hueso quebradizo se tratara.
Un zumbido que al barón le pareció de lo más familiar se extendió por el claro, y una diminuta moneda de plata apareció surgida de la nada para flotar suspendida del aire, antes de girar de golpe, desprender un destello y agrandarse hasta dar forma a un aro, que volvió a aumentar su tamaño sin pausa ni descanso y adquirir la forma de un portal circular. De ese acceso a alguna otra parte surgió una escuadra de la guardia real, uniformada de púrpura y blanco, clérigos de Tymora de azul y plata, y magos guerreros enfundados en túnicas de color violeta. Vangerdahast fue el último en llegar, vestido el anciano y grueso mago con su habitual túnica marrón rojizo, balanceándose ligeramente al andar, gritando órdenes a diestro y siniestro.
El mago del reino se arrodilló junto al rey, y acto seguido levantó la mirada para gritar algo. Thomdor ya no alcanzaba a comprender qué era lo que se decía, y su visión se había estrechado hasta convertirse en un simple punto de luz, pues veía al mago de la túnica bermeja arrodillado en mitad de un vacío sin igual de resbaladiza oscuridad.
Habían llegado a tiempo. Había aguantado hasta pedir ayuda. Pasara lo que pasara, el mago se encargaría de averiguarlo y resolverlo. Vangerdahast lo arreglaría todo. La corona estaba a salvo.
Y con ese pensamiento en mente, Thomdor abandonó el último eslabón férreo que lo mantenía con vida, y dijo adiós a la tenue luz.
Un año de buena caza
(-205 del Calendario de los Valles)
El elfo permanecía en el último peldaño, esperando con el ademán impasible de una estatua. A su espalda, los amplios escalones de losa conducían a la cúpula de la torre, que a su vez asomaba por encima de las copas de los árboles desnudos, que hendían con orgullo un cielo cubierto de nubes. En lo más alto había un cristal parpadeante y enorme, tallado de forma que parecía la llama caprichosa de un fuego. El cristal, que emitía un brillo azulado recortado contra el alborozo del color otoñal, permanecía encendido a la espera del convidado.
El elfo no se volvió para mirarlo; no necesitaba recordatorio alguno del poder de su gente. Ni siquiera había vuelto a pasear la mirada por las palabras que había sobre la puerta de entrada a la torre, desde el día en que las grabó con un hechizo en la roca lisa. Conocía de sobra la advertencia tradicional hecha a los trasgos como para ahorrarse el tener que recordarla cada vez que pasaba por allí, como si fuera un niño olvidadizo.
Key'anna de Cormyr
, decían las runas: «Guardamos esta tierra boscosa». O, dicho sin rodeos: «Cuidado, esta tierra nos pertenece». Dentro de poco, al menos, aquellas palabras cobrarían sentido.
Una sombra negra y oscura como pocas pasó rápidamente sobre los escalones de la torre, seguida de otras dos. De no haber estado esperándola, el elfo se hubiera sorprendido, o hubiera echado a correr para refugiarse en la seguridad de la torre. Pero no hizo ni lo uno ni lo otro. A esas alturas estaba acostumbrado al modo que tenían sus invitados de aparecer, y, al menos por una vez, lo agradeció. Las hojas ocres y rojizas volaron y danzaron en espiral empujadas por el viento que las sombras levantaron a su paso; algunas acabaron arremolinándose a los pies del elfo, que ni siquiera se molestó en dirigirles la mirada.
Los tres invitados efectuaron un viraje sobre el bosque, apoyado el peso sobre una de sus gigantescas membranas, batiendo alas y colas hasta detenerse. Más hojas muertas se elevaron en remolino cuando el trío se posó con suavidad, y al unísono, sobre las respectivas colas enrolladas y las patas traseras. El más imponente de los invitados del señor elfo, cuyas escamas negras y antiguas tendían hacia el violeta, aleteó de nuevo para afianzar su equilibrio, resoplando de paso la túnica del señor elfo, antes de encararlo con un súbito chasquido.
El elfo se permitió el lujo de esbozar una sonrisa de medio lado. Era muy propio del dragón sacar provecho de su entrada para dejar bien claro su poder e importancia. Tenía la intención de asustar al elfo, que éste diera un paso atrás o que al menos levantara el brazo para protegerse de las hojas que volaban y el viento que levantaba el batir de las alas.
Juego de niños, pensó. Sólo que ninguno de los presentes era ningún niño.
Con una elegancia pausada, calculada, el elfo saltó del escalón y levantó ambos brazos a modo de saludo. Mantuvo el rostro impasible al acercarse a los dragones. Sus prendas verdes ondeaban como una vela, y la suave tela de la túnica, por no mencionar el largo capote ligeramente oscuro, flameaban igual que si vistiera una capa en toda regla. El bordado de oro se entrelazaba alrededor de la parte frontal del capote y de la gema que servía de broche, y por doquier, entre el esplendor cálido de su aspecto, relucía el delicado talle del ámbar. La melena de pelo rubio platino ondeaba tras el elfo, a causa de la falsa ventolera que había levantado el dragón. Un aro fino impedía que su pelo flotase con total libertad, un aro decorado con tres puntas en la frente, rematado por una amatista de color púrpura en mitad del ceño.
El elfo llevaba en la mano un báculo dorado, cuyo mango parecía retorcido a semejanza de una cuerda de gruesa mena, y en la punta lo adornaba otra piedra de color púrpura, tallada ésta con la forma de un pájaro en pleno vuelo. El fajín que lucía sobre la túnica, alrededor de su delgada cintura, estaba a rebosar de varillas, cada una enfundada en su propia vaina. Estas varillas de combate habían hecho famoso, entre los elfos, al mago guerrero, incluso antes de hacerse con el poder. Al otro lado de la cadera ceñía una larga espada élfica de hoja ancha, coronada por una empuñadura elegante, pero no más que el propio pomo.
Un aura casi imperceptible emanaba de algunas varillas a través de las fundas. Precisamente éstas eran el motivo de que los más afamados guerreros de la estirpe élfica de Amaratharr inclinaran la cabeza ante la figura grácil, y joven, de este elfo vestido de verde. Gracias a su poder habían salido victoriosos de cien batallas contra el enemigo más poderoso al que se habían enfrentado jamás, a la estirpe de dragones del temido Thauglor, hazaña que sus compañeros de armas no ignoraban. Por ello lo habían elegido, para tomar parte en esa reunión, al igual que por la temeridad de su comportamiento, por su constante ingenio.
Por su parte, el dragón era plenamente consciente del poco temor que despertaba en el elfo, pero la dignidad exigía de él la entrada adecuada. Ya antes se había encontrado con él, y no hubiera sido apropiado por parte del amo y señor del bosque arrastrarse como una sabandija ante ningún humanoide, por mucho poder que la pequeña criatura pudiera tener. Ni siquiera, o en particular, ante éste, por muy temible que fuera el poder de su magia. El dragón levantó el cuello para observar al elfo que se acercaba, y que no parecía muy diferente de un punto diminuto y verde, recortado contra aquella muralla viviente negra y púrpura.
La pareja de dragones pequeños, uno rojo y el otro azul, flanqueaban a la bestia de escamas negras, a una distancia respetable de su señor. Eran jóvenes, recién salidos del cascarón, brillantes sus colores, tanto como los del bosque que los albergaba. Ése también era un símbolo del poder del dragón, el haber escogido a jóvenes sin experiencia como sus segundos.
—Iliphar Nelnueve —dijo el gran dragón con voz cavernosa—, también conocido por Señor de los Cetros.
—Thauglorimorgorus —replicó el elfo con una leve inclinación de cabeza—, a quien se conoce por Thauglor el Poderoso, y Thauglor la Oscura Muerte.
El dragón asintió con un ala, y después con la otra.
—Gloriankithsanus. —El azul sacudió el cuello con cierta solemnidad—. Mistinarperadnacles. —El rojo también asintió mediante un movimiento seco y nervioso, mientras escudriñaba los alrededores con la mirada, en busca de elfos apostados en emboscada—. ¿Has traído a tus testigos?
«No segundos —pensó el señor elfo—, sino testigos.»
—Se encuentran en el interior de la torre, a la espera de mis órdenes.
—¿Tienes una buena razón para citarme a este parlamento? —inquirió Thauglor, en cuya pregunta, tan educada como precisa, creyó intuir el elfo un deje de advertencia.
—Le pedí que viniera, no lo cité —replicó Iliphar tranquilamente—. Agradezco el que haya venido, puesto que tenemos necesidad de discutir ciertos asuntos que conciernen a nuestras gentes. Confío en que se encuentre bien.