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Authors: Jeff Grubb Ed Greenwood

Cormyr (51 page)

BOOK: Cormyr
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—¡Que sepas, Vangerdahast, mago querido, que soy yo, Ammanadas Silversword, quien da al traste con tus planes y te da lo que mereces! —espetó el joven petimetre.

¡Ammanadas, eso es! Lareth estuvo a punto de sonreír ante la figura arrogante del cachorrito, por el ridículo que estaba haciendo... hasta que vio la larga hoja del cuchillo abandonar la manga del noble.

El mago Ensibal se había vuelto al oír aquella declaración tan estridente, y al hacerlo expuso su garganta a la hoja del cuchillo, de modo que el Silversword tan sólo tuvo que empujarla un poco. Brotó la sangre a borbotones, y el mago guerrero cayó al suelo como un roble recién talado, mientras se producían gritos por doquier y la gente echaba a correr de un lado a otro, ya fuera para desaparecer, o para ver mejor lo sucedido.

El noble Silversword profirió una exclamación y saltó hacia atrás, casi en brazos del Dragón Púrpura. A aquellas alturas, Lareth ya había desenvainado su propia daga, con cuyo pomo asestó un golpetazo de tomo y lomo en la nuca del noble, dejándolo inconsciente. Ammanadas Silversword cayó sobre los guijarros, y Lareth se acercó al mago para examinarlo.

No era necesario que Lareth Gulur recurriera a sus recuerdos del campo de batalla para saber que la vida de Ensibal Threen pendía del más imperceptible de los hilos. Envainó la daga y agitó los brazos para que la gente se apartara, por si la muerte del mago pudiera provocar un estallido espontáneo de toda clase de magia violenta.

—¿Gulur? ¡Gulur! Por el bien del trono, hombre, ¿qué ha pasado aquí? —La voz airada, conmocionada, que habló a su espalda pertenecía a Hathlan, un oficial superior de los Dragones Púrpura.

—¡Vaya a por un clérigo! Un noble acaba de acuchillar a este mago, porque lo confundió por el mago supremo de Cormyr, o al menos eso dijo. Lo he dejado inconsciente, y quizá pierda un poco la memoria, pero vivirá —respondió Lareth sin volverse. Tenía la mirada clavada en la muchedumbre; quizá buscara a otro noble, a cualquiera que pudiera huir.

—Todos están un poco majaretas —se burló Hathlan—. Estos últimos días se han registrado asaltos como éste por todo el reino. Los nobles no desperdician ninguna oportunidad, y ajustan cuentas, ya sean reales o imaginarias. —Entonces se alejó, pidiendo ayuda a un sanador a voz en cuello.

Lareth observó a su superior, y después al mago guerrero que había sido herido.

—Cormyr pende del filo de una espada —murmuró—, nos esperan años de guerra sangrienta, caigamos de un lado, caigamos del otro.

—¿Ha oído las noticias? ¡Un noble acaba de asesinar a un mago guerrero en plena calle! —Quien así hablaba, acababa de irrumpir en la sala del Morro, estaba sin aliento de los nervios, pero no tanto como para no poder divulgar la noticia a los cuatro vientos.

—Entonces, es que está empezando —masculló Rhauligan. Tenía aspecto de acabar de presenciar cómo se derrumbaba sobre sus cimientos cualquiera de las torres que vendía.

Dauneth Marliir, el joven noble procedente de Arabel, miró boquiabierto al recién llegado cuando éste irrumpió en la sala del Morro para dar la noticia. Las palabras de aquel hombre habían distraído al noble del cálido tacto de la rodilla de cierta bailarina de taberna, que poseía además unos encantos de lo más reveladores, y que se sentaba en la misma mesa que él, bebiendo algo. Era una vieja amiga de Rhauligan, había dicho el mercader con cierta efusividad, pese a que en aquel momento la muchacha dedicara toda su atención a Dauneth.

La bailarina, Emthrara, besó a Dauneth en la mejilla con la intención de recuperar su atención. Dauneth se sonrojó y rogó para que no se notara demasiado lo mucho que la deseaba. Tragó saliva. ¿Qué hacía pensando en mujeres, cuando en Cormyr estaba a punto de estallar la guerra?

—Dicen allí, en palacio, que la princesa Alusair se ha adentrado aún más en las Tierras de Piedra —dijo Emthrara en voz baja y aterciopelada. Dauneth sintió la piel suave de la muchacha al rozarla con su brazo, y tuvo que tragar saliva por segunda vez.

El mercader de torres rió quedo. Rhauligan sabía exactamente qué sentía Dauneth respecto a la bailarina, y no quiso ocultar lo divertido que le parecía. Dauneth simuló no ver la sonrisa del mercader, sentado al otro lado de la mesa.

—También he oído más acerca de la posible traición de Vangerdahast —dijo Emthrara en voz baja.

Aquello sorprendió, y mucho, a Dauneth. Volvió la cabeza para mirarla y descubrió que sus labios apenas distaban unos centímetros de los suyos. Pudo sentir el cálido roce de su aliento en el rostro. Volvió a tragar saliva, e hizo una mueca. ¡Basta, Dauneth, esto es demasiado importante!

—¿Entraste en palacio? —preguntó en un tono de voz más elevado de lo que pretendía. Emthrara le sonrió y asintió. Dauneth intentó no reparar en cómo su pelo rubio como la miel acariciaba su mejilla.

—Voy a menudo a palacio, Dauneth —dijo con una voz profunda y musical, imbuida de misterio—. Yo... tengo cosas que hacer allí.

—Oh —dijo Dauneth, antes de darse cuenta de a qué se refería—. ¡Oh! —Deseaba no haberse sonrojado mucho, y dio gracias a los dioses porque ni Rhauligan ni la propia bailarina se rieron de él en aquella ocasión. Se esforzó por pensar en lo que parecía más importante, y se descubrió preguntando, casi con total tranquilidad—: ¿Podrías introducirme en palacio... sin que nadie me vea?

—¿Para qué? —Rhauligan se inclinó hacia adelante apoyado en la mesa, para plantear aquella pregunta en un susurro. Dauneth se sorprendió de la repentina proximidad de sus cejas pobladas, de la frente surcada de arrugas, y se encogió.

—Ah... Esto... —empezó a decir, suspicaz, cuando entonces, irritado por sus temores, descargó un golpe en la mesa con el puño cerrado y dijo en tono inflexible—: Algo oscuro y solapado amenaza la seguridad del reino, y pienso hacer algo por desenmascararlo.

Los otros dos lo miraron, y Dauneth sintió de pronto una sensación de orgullo. Tampoco aquella vez se rieron de él, pues tan sólo se apreciaba una solemne seriedad en los ojos que lo miraban pensativos.

—Conozco un modo de introducirme en palacio —dijo Emthrara—, donde pocos os verán llegar. Un pasadizo que conozco por... motivos profesionales.

—Yo no soy de los que esperan demasiado —le dijo Dauneth, con firmeza.

—Claro —apuntó secamente Rhauligan—. Ya me había percatado.

Entonces sí se sonrojó.

—Vamos, pues —murmuró Emthrara, apoyando una mano en su hombro.

Dauneth la siguió de cerca. Ya nada parecía importar tanto como aquello. Finalmente andaba a la zaga de algo importante, casi tenía la piel erizada de lo nervioso que estaba. Después de todos aquellos años, volvió a sentirse vivo.

—Agáchate aquí, a mi lado —dijo a su oído la bailarina de la taberna, y de pronto se puso con pies y manos en el suelo para gatear oculta entre unos arbustos. Dauneth echó un rápido vistazo alrededor de los jardines reales, donde vio algunos yelmos de los Dragones Púrpura, que no estaban muy lejos; entonces la siguió. El suelo parecía desnudo de vegetación a lo largo de un sendero estrecho que, a juzgar por la hierba aplastada, no era la primera vez que se transitaba. Emthrara estaba tumbada boca abajo, estirada junto a una pared—. A mi lado —murmuró de nuevo, y Dauneth se apresuró a obedecer cuando ella le metió prisa. Emthrara añadió—: Echa un ojo, y después sígueme deprisa. —Y estiró la punta de su bota para tocar cierta piedra de la pared, que cedió un poco. La cogió y estiró el brazo para tocar otra piedra que se movió apenas un dedo, momento en que todas las piedras de la pared que tenían ante ellos se doblaron hacia dentro, para dar paso a una abertura de techo bajo que se adentraba en la oscuridad. Sin titubear siquiera, la bailarina giró sobre su cuerpo dejando al descubierto las piernas pálidas y desnudas.

Dauneth se arrojó tras ella y, al topar con la bailarina, sintió el tacto de su piel suave en la oscuridad que los envolvió. A su espalda se produjo un ruido mecánico cuando las piedras volvieron a colocarse en su lugar. Se hizo una completa oscuridad.

Allí estaba él, oliendo la tierra fría y húmeda, la piedra y todas aquellas sensaciones que, al menos en aquel momento, lo llevaron a preguntarse por qué hacía todo aquello.

—Coge esto —dijo Emthrara a su oído, pareciendo saber exactamente dónde estaba, pese a la oscuridad—, y ponlo en tu bolsillo interior, el mismo en el que guardas las gemas y las cartas de recomendación que te dio tu padre.

Dauneth se quedó petrificado. ¿Cómo conocía ella todos aquellos detalles? Él... entonces se tranquilizó. Lo más probable es que todos los nobles que visiten la corte lleven, más o menos, las mismas cosas. Sintió algo liso que rozaba sus dedos: un tubo de lona... un pergamino, atado con un lazo.

—No lo aplastes —murmuró la bailarina de la taberna—. Si alguien cuestiona tu presencia, muéstralo y diles que has sido contratado por alguien cuyo nombre no te atreves a revelar, Alusair, si te obligan a responder, para entregar este mensaje al mago supremo de Cormyr, a Vangerdahast en persona. Si gateas todo recto en la oscuridad, encontrarás al final una escalera que te conducirá arriba. Entonces podrás levantarte, pero no antes, y subir las escaleras. Hay una puerta dos pasos más allá; se abre hacia dentro si tiras de la anilla y conduce a un espacio intermedio entre las cortinas de la sala de los Estandartes Azules. Procura que nadie te vea salir; después, camina sin prisas pero con garbo, como si supieras adónde vas y estuvieras familiarizado con el lugar. No corras si algún guardia te llama la atención... Ah, y procura no quemar el palacio ni matar a mucha gente. Buena suerte, joven esperanza del reino.

Entonces unos labios suaves y cálidos se fundieron en su boca en medio de la oscuridad, unos labios que lo besaron cariñosa e intensamente, antes de que ella desapareciera. Dauneth oyó el suave susurro de sus zapatos al rozar la piedra, después otro sonido imperceptible y, finalmente, nada en absoluto. Estaba a solas en la oscuridad, bajo la muralla de palacio. Aquella vía y forma de entrar no era, precisamente, lo que todos los miembros de la familia Marliir habían pretendido en un principio. Dauneth sonrió al pensar en ello, se aseguró de tener el pergamino, y gateó hacia adelante adentrándose aún más en la oscuridad. El reino lo necesitaba, le esperaba una aventura de las de verdad. ¿Qué valor podía tener Emthrara al lado de todo eso?

—Oh, aunque sólo sea una sonrisa —sollozó la princesa real de Cormyr—, ¡quiero que me sonría!

—Vuestro padre el rey aún sigue con vida —dijo suavemente Aunadar, que apoyó una mano en su hombro, con intención de consolarla—. ¿Acaso no supone eso una prueba fehaciente de su fortaleza?

Tanalasta se echó a llorar con la fuerza con que llora la mujer que no hace esfuerzo alguno por ocultarlo, ni por guardarse nada dentro. Se puso de rodillas en el banquillo que tenía ante ella. Aunadar la rodeó para tomarla en sus brazos de frente, y ella hundió el rostro en el pecho de él, donde sollozó con tal fuerza que le temblaba todo el cuerpo. Sus dedos eran como garras, y Aunadar se agachó un poco para murmurar a su oído, mientras el otro brazo la rodeaba hasta cogerla por los hombros:

—Mi señora, no todo está perdido. Suceda lo que suceda a este bello reino y a vuestro siempre valeroso padre, mi mano y mi corazón os pertenecerán. Yo os serviré con todo lo que poseo, nunca os fallaré en momentos de necesidad, sobre todo ahora, cuando la necesidad es aún más apremiante. Ahora que los lobos merodean por todo Cormyr, a la espera de que deis alguna muestra de debilidad, ¡sed fuerte, Tanalasta, reina de mi corazón! ¡Sed fuerte, soberana de este reino!

Su voz se alzó apasionada, y Tanalasta levantó unos ojos húmedos y desesperados para mirarlo, mientras las lágrimas surcaban sus mejillas. Rodeó su cuello con ambos brazos y murmuró su nombre entre sollozos.

¿Acaso había muerto el rey? Una mujer parecía muy turbada, allí delante de él. Dauneth casi apartó de un manotazo la cortina, y se acercó para ofrecer todo el consuelo de que fuera capaz, pero la palabra «soberana» se lo impidió una y otra vez. Aquella cortina le pareció de pronto un escudo afortunado, pero quizá demasiado volátil. Había vagabundeado a través de más estancias de las que podía recordar, ocultándose siempre tras todas aquellas cortinas, hasta llegar a aquélla en particular. Debía de encontrarse, con toda seguridad, en el ala real.

Miró hacia abajo para asegurarse de no tropezar ni hacer ruido. El suelo estaba despejado. «¡Si hasta quitan el polvo detrás de las cortinas!», pensó, asombrado. Entonces, de repente, reparó en la coletilla: «¿Cuándo fue la última vez que lo hicieron? ¿Sacarían el polvo muy a menudo?».

Sin embargo, las voces volvieron a llamar su atención, y distinguió claramente el nombre de Tanalasta. ¡La princesa de la corona! Recurría a su... pretendiente, en busca de consuelo. Un poco más allá las cortinas se separaban un poco; con mucho cuidado, Dauneth se acercó con la espalda pegada a la pared, dispuesto a echar un vistazo...

Una mujer vestida con sobriedad y elegancia permanecía arrodillada sobre un banquillo, y apoyaba la cabeza en el pecho de un hombre que la rodeaba con ambos brazos, doblada la cabeza sobre la suya mientras murmuraba algunas palabras de consuelo. Dauneth lo conocía ligeramente; era Aunadar, de la familia Bleth. Entonces, todo lo que había oído era cierto. Por encima de la cabeza de la princesa, le pareció que Aunadar sonreía un instante, momento en que decidió prestarle más atención que a ella.

No volvió a ver ni rastro de aquella sonrisa, si es que en verdad fue tal y no una mueca de cansancio; sin embargo, la mirada del hombre cuyos brazos rodeaban a la princesa era muy fría, y parecía tener un brillo que, de algún modo, le pareció triunfal.

¿Si yo estuviera tan enamorado y sintiera tanto dolor por mi amada, tendría ese aspecto? Dauneth se apartó, inquieto, pese a no saber qué hacer, qué decir. El hecho de que alguien lo descubriera en aquel lugar podía suponer su muerte. De modo que permaneció inmóvil, sin apenas atreverse a respirar, sin dejar por ello de prestar atención.

—De no ser por ti, Aunadar, no sabría qué hacer...

—Pero el caso es que estoy aquí, mi señora, aquí... ¡y dispuesto a serviros eternamente, si así lo queréis! Dejad que sea el escudo firme que reposa a vuestra espalda, el perro fiel que os acompaña entre tinieblas... ¡y juntos viviremos para ver los amaneceres que nos aguardan en el camino!

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