Authors: Jeff Grubb Ed Greenwood
—¡Pues los Wyvernspur! —exclamó, alegre, Giogi.
—¿Y quién más, si puede saberse?
—Veamos, los Wyvernspur —añadió Giogi, quien intentó imitar el tono vencido de Cat.
—Vamos, vamos, basta ya de bromas —se quejó ella, con un tono de voz que parecía más serio.
—Ah... la mayoría de la nobleza que reside en el campo y que tiene propiedades fuera de Cormyr: los Dauntinghorn, los Skatterhawk, los Immerdusk, los Wintersun, los Indimber, los Rowanmantle, la familia Indesm y los Rallyhorn... pero no los Roaringhorn, por ejemplo, dispuestos a apoyar a un rey o a un consejo, pero ni oír hablar de una reina en el trono.
—¿Crees que puede guardar relación con el hecho de que los Roaringhorn detesten tanto a la familia Bleth como al mago Vangerdahast? —preguntó Cat.
—No, jamás —respondió Giogi, que acompañó sus palabras con cierto tono de sorpresa burlón—. Ninguna familia noble de este reino estaría dispuesta a adoptar una posición tan corta de miras y tan personal. No cuando pueden proclamar que tales acciones forman parte de una política a mayor escala, cuyo objetivo sería el de fomentar los intereses de Cormyr.
—Hablando de lo que resulta más beneficioso para la bella tierra de Cormyr —preguntó Cat—, ¿cómo le va al invitado que tenemos en el sótano?
Fue como si Giogi se encogiera de hombros, pensó Dauneth.
—Nuestro invitado del sótano —declamó con grandilocuencia— está de perlas. Yo, sin embargo, estoy reventado, muy reventado. ¿Lo ves? —Entonces suspiró ruidosamente, y añadió en tono cansino y serio—: Un hatajo de niños maleducados nos habrían dado menos problemas. Nuestro invitado sólo se dedica a tres cosas, y en todas ellas destaca: exigir, discutir y aburrirse. —Volvió a suspirar—. Para mí supondrá una alegría que todo esto termine de una vez.
—Yo he odiado todo este espionaje y engaños a esos pérfidos nobles desde el principio —dijo ella.
—También yo —suspiró Giogi—, aunque no debes olvidar que estamos actuando exactamente, tal y como Vangerdahast nos pidió que hiciéramos, y él lleva en esto mucho más que nosotros dos juntos.
—Y cabe decir que no le ha ido nada mal —señaló Cat—. Eso de enfrentarse a todo el trabajo mundano de Estado, en calidad de mago de la corona, desde hace años, al tiempo que concretaba todos sus hechizos y acordaba pactos entre bastidores. Todo en nombre del servicio a la corona.
—Es un zalamero —admitió Giogi, que volvió a llenar el vaso—. Eso se lo concedo. Zalamero como un basilisco grasiento. O como cualquier cosa que sea tan zalamera.
Bajo la oscura ventana, Dauneth asintió con expresión inflexible. Ese viejo de Vangerdahast era un villano de tomo y lomo, por tanto... era la mano que tejía solapadamente los males que acosaban a Cormyr. Tenía claro que si con su magia había logrado derribar a los tres cazadores, esa misma magia le había servido para mantener en babia a clérigos y sabios, incapaces, por tanto, de curar a sus víctimas.
De pronto hubo un súbito estallido de luz procedente del exterior. Dauneth miró a través de la ventana para ver cuál había sido la causa, y sonrió, lentamente, sin humor.
Los dioses, después de todo, también tenían un sentido del humor particular, un sentido de la justicia. Ahí estaba el gordo lanzahechizos en persona, que hacía acto de presencia para visitar a sus compañeros de conspiración con una sonrisa de oreja a oreja dibujada en el rostro. Eso le ahorraría el trabajo de perseguirlo y evitar caer en las defensas mágicas que pueda preparar, pensó el joven Marliir, llevando la mano a la empuñadura de la espada.
Vangerdahast había aparecido surgido de la nada, a través de un fulgor mágico que desaparecía en aquel momento, y que lo había transportado desde palacio. Caminó complacido, tarareando una melodía, y se acercó a la puerta de la mansión Wyvernspur, que abrió como si estuviera en su casa.
Dauneth se movió sin dilación, y su sombra se separó del alféizar de la ventana, para después, en silencio, deslizarse por la puerta que aún no se había cerrado, espada en mano. Le costó algunos minutos de esfuerzo, de correr, acechar y esconderse mientras el robusto mago recorría el jardín, deteniéndose de vez en cuando a admirar tal o cual flor, con aspecto de sentirse satisfecho con la situación de Cormyr en general, y encantado de conocerse en particular.
Pese al peligro que entrañaba, Dauneth lo consiguió, aquel gordo idiota ni siquiera se había percatado del ruido, ni de su sombra... la sombra que acechaba en espera del momento adecuado.
Dauneth levantó la espada y dio dos pasos cortos y felinos, dos pasos amortiguados por la hierba. No era de los que atacan por la espalda, pero tratándose de un mago lo mejor era no tener tantos prejuicios. La muerte de Vangerdahast pondría fin a una amenaza tan importante para la estabilidad de Cormyr como cualquiera que pudiera resolver Baerauble en su época. ¡Si era necesario que el mago muriera por sorpresa, atacado por la espalda, adelante!
«¡Muere, mago!», murmuró para sus adentros, sin atreverse a decirlo en voz alta, cuando su acero reflejó la luz de la luna...
«¡Que sea rápido y que sea ahora, por Cormyr!»
Año del Grimorio
(1324 del Calendario de los Valles)
El mago real golpeó la puerta del aposento de una posada con los puños, hasta que estuvo a punto de saltar de los goznes.
—¡Balin! —gritó—. ¡Es hora de reemprender el camino!
Al lado de la puerta se oyó el rumor de sábanas y algunos murmullos apresurados.
—Salga ahora mismo de ahí —gritó Vangerdahast— o le juro que lo teletransportaré junto a su padre, en compañía de quienquiera que sea la invitada que ha tenido a bien visitarlo.
Los susurros cesaron, reemplazados por un movimiento frenético. Vangerdahast contó hasta diez. Al finalizar, volvió a contar hasta diez.
Andaba ya por el ocho de la tercera ronda cuando la puerta se abrió con un crujido para dar paso a la figura del príncipe Azoun, hijo de Rhigaerd y cuarto Obarskyr en llevar el mismo nombre. Abrió la puerta lo suficiente como para asomar su cuerpo, y al atravesar el umbral la cerró con una mano, mientras se apresuraba con la otra a meterse la camisa por debajo de los calzones.
—¿Es necesario gritar tanto, mago? —preguntó el príncipe, exasperado; a juzgar por su tono de voz, aún estaba un poco dormido.
—Está demostrado que es la única forma de que mis palabras alcancen esa sesera suya tan dura —repuso el mago—. A menos, claro está, que prefiera usted que me manifieste en mitad del aposento, acompañado por una salva de relámpagos y humo.
El príncipe Azoun, que viajaba por su propio país bajo el nombre supuesto de Balin el caballero, murmuró algo poco apropiado para tratarse del hijo de un rey.
—Déme diez minutos para recoger mis cosas —dijo el príncipe.
—Que sean cinco. De ese modo la joven no tendrá tiempo para distraerlo.
Azoun gruñó sin demasiada convicción, y seis minutos después se encontraba en el exterior de la posada, bostezando ruidosamente. Tenía la bolsa a la espalda y la espada corta envainada; cubría su cabeza, así como buena parte de sus rasgos faciales, un sombrero deforme y de ala ancha. Cumplidos los diecinueve inviernos, el joven noble era de espaldas anchas y atractivo. Dentro de poco no tendría más remedio que recurrir a disfraces mágicos, para evitar que lo reconocieran.
Vangerdahast, más alto que el príncipe y de buen porte, iba equipado de igual guisa, excepto en lo referente a la espada, puesto que esgrimía un bastón corto con el que se ayudaba para caminar. Azoun no albergaba ninguna duda al respecto sobre la naturaleza del bastón, seguro de que contenía más magia que cualquier otra vara retorcida, empuñada por un mago poderoso.
—¿Adónde iremos hoy, oh, mi sabio maestro? —preguntó el príncipe.
—A Estrella del Anochecer —respondió el mago—. Está a unos dos días de camino. Creo que hoy podríamos cubrir la mitad de esa distancia hasta que anochezca, descansar un poco y llegar a la ciudad mañana por la tarde.
—Llegaríamos hoy mismo si fuéramos a caballo —observó el príncipe, no por primera vez.
—Claro —repuso el mago—. Y también podríamos viajar rodeados de todo lujo si cogiéramos un carruaje o, incluso, llegaríamos en apenas un instante si recurriera a mis hechizos. Pero en tal caso nos perderíamos las vistas, el paisaje, mientras que con el carruaje no conoceríamos a nadie en el camino. Y con caballos no tendríamos ocasión de conversar. —Entonces añadió, aposta—: Yo no podría, por ejemplo, ayudaros a repasar vuestras lecciones.
El príncipe hizo una mueca.
—¿Sabe usted? Un día de estos tendré mi propio grupo de héroes y aventureros, ¡y todos ellos serán guerreros sobrados de arrestos! ¡Cuando esté con ellos, cabalgaremos día y noche!
—Me parece muy bien —dijo Vangerdahast con una sonrisa—, porque entonces podréis guiar a vuestros camaradas a través de todos los recodos del camino habidos y por haber, hasta llegaros a cualquier posada o fonda de Cormyr. Y todo gracias a que las visteis siendo un muchacho, y caminando como muchos otros viajeros.
—¡Un muchacho! —exclamó Azoun—. ¡Mi padre a mi edad ya era rey!
—¡Y que Tymora en su gracia os ahorre todas las penurias por las que hubo de pasar solo, sin contar con los consejos de un mago! —deseó el mago—. Ahora decidme, oh joven sabio, ¿qué otros reyes de Cormyr se vieron obligados a asumir el trono a tan corta edad?
Azoun gruñó y rumió la respuesta mientras emprendían el camino, despidiéndose de la posada del Oso Lechuza, que no tardó en desaparecer a sus espaldas. El mago escogió un sendero que corría paralelo al río Aguas de la Estrella, en lugar de regresar al camino principal. No era más que un sendero que seguía el curso del río, y que discurría sinuoso al amparo de las sombras que proyectaban las hojas de principios de verano.
Azoun recitó los nombres de diecinueve reyes jóvenes y siete reinas guerreras, empezando por Gantharla, así como de cuatro monarcas ilegítimos. Listó las familias nobles del momento sin demasiado esfuerzo, aunque fue necesario apuntarle algunos nombres de las que habían quedado sin descendencia y que, por tanto, habían desaparecido debido a la falta de herederos o de lealtad. Rememoró a la perfección la letra de la canción «La Fanfarronada cormyta», incluidas las partes más impúdicas, que había aprendido la noche anterior de labios de un bardo que se albergaba también en la fonda. Por supuesto, la conversación no tardó mucho en centrarse en las dificultades del camino, las agujetas y lo cansino que resultaba caminar a campo traviesa, y de incógnito.
—Aún no comprendo por qué no podemos decir a todo el mundo quiénes somos —se quejó Azoun, agitando la bota izquierda mientras descansaban. Una solitaria piedra, que lo había torturado a cada paso a lo largo del último kilómetro, cayó de su interior.
—Por dos razones. Primero por seguridad. No creo tener que recordaros que no estamos precisamente rodeados de Dragones Púrpura ni magos, que no contamos con la seguridad relativa de que disfrutaríamos estando en palacio. Puedo ayudaros y protegeros, pero no puedo estar en todo continuamente, de modo que la discreción es nuestra mejor salvaguarda. Los enemigos de la corona creen que los Obarskyr se aferran a sus castillos y a los círculos de la alta sociedad. Mejor será no hacer nada que los disuada de lo contrario.
El joven príncipe hizo un gesto para interrumpir sus palabras. Eso lo entendía perfectamente. El mago siempre se comportaba como una gallina clueca en lo referente a los peligros que acechaban al reino de Cormyr, aunque al menos le permitía abandonar el castillo para emprender esos viajes.
—Segundo, cuando ostentéis la corona, el resto del mundo se transformará. Todos tenderán a deciros precisamente lo que queráis oír, en lugar de lo que necesitéis oír. Las verdades sólo lo serán a medias, las identidades se ensombrecerán, así como la verdad de los hechos. ¿Creéis que habrá algún trovador dispuesto a enseñar al rey la letra más candente de «La Fanfarronada cormyta»?
Pero Azoun estaba preparado para aquel argumento en particular.
—De modo que, a juzgar por sus palabras —dijo—, el rey tiene que parecer una cosa que no es para encontrar la verdad. ¿Tiene que engañar a sus súbditos?
—Me refiero a que nadie es lo que parece —repuso el mago con elegancia—, y que un soberano tendría que ser consciente de ello, y actuar en consecuencia. Ahí tenéis, sin ir más lejos, a la joven camarera de la fonda.
—¿Qué ocurre con ella? —preguntó Azoun, perplejo.
—Me di cuenta de que anoche se mostró más bien fría y distante con vos. Al parecer, la situación había cambiado esta mañana. Confío en que, bajo ningún concepto, se os escapara revelar que no erais más que Balin el caballero, después de retirarme yo.
Azoun se sonrojó ligeramente, antes de encogerse de hombros.
—Quizá sí. No lo recuerdo. —Irguió la espalda y añadió como si eso lo explicara todo—: Bebimos ese vino de chirivía.
—Ah, ahí está el quid de la cuestión. Viajamos por Cormyr a pie, no por una cuestión de salud mía o vuestra, sino para que comprendáis tanto la tierra como a la gente que la trabaja. Incluso aquellos que se muestren de corazón leal, quizá no sean lo que parecen; es más, los más fríos y calculadores podrían ansiar la corona.
Aquella mañana viajaron durante dos horas más al amparo de los árboles, con una parada ocasional para librarse de las piedras del camino, y otra para disfrutar de un almuerzo frío. Vangerdahast lo aleccionó en la historia de Estrella del Anochecer, y en las estancias plagadas de monstruos que se extendían por la garganta que quedaba al norte de la población. Allí era donde había jugado de niño. Allí, señaló, había decidido de joven convertirse en mago, y desde donde lo habían llevado en presencia de Jorunhast, último de los magos supremos de la corte real.
—No sé mucho acerca de Jorunhast —dijo Azoun—, salvo que apoyó al bando equivocado durante el reinado de Salember, el Príncipe Rebelde.
—Eso no es todo —dijo Vangerdahast—. De hecho, mató a Salember cuando el Príncipe Rebelde amenazó con asesinar a vuestro padre y a vuestra abuela Truesilver. Acto seguido, el rey recién coronado agradeció al mago sus esfuerzos y lo expulsó de la corte. Oficialmente, Cormyr no tuvo mago hasta el nacimiento de vuestra hermana mayor, y a mí me enviaron aquí para actuar como tutor suyo, y vuestro también. Sin embargo, el rey Rhigaerd no me ha impuesto el título oficial de mago de la corte, y está en su derecho.