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Authors: Jeff Grubb Ed Greenwood

Cormyr (49 page)

BOOK: Cormyr
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Jorunhast oyó los gritos procedentes de arriba. A través de una de las ventanas del piso superior, sollozaba una de las jóvenes camareras, presa del pánico. El marco de madera de la ventana ya recibía la caricia del fuego, y el humo surgía en espiral a su espalda.

Entonces Jorunhast recurrió a uno de sus hechizos más modestos, uno de los pocos de los que aún disponía. Hizo un esfuerzo por despejar su mente del humo y el ruido que había a su alrededor, y murmuró una serie de palabras antiguas. Entonces, lentamente, empezó a subir por la pared, caminando.

Alcanzó la ventana abierta en menos de un minuto. La camarera tenía los ojos rojos a causa del humo, y estaba hecha un manojo de nervios, dispuesta a saltar. Rodeó con sus brazos el cuello del mago, y se agarró con todas sus fuerzas, a punto de empujarlo en el proceso. Jorunhast le dijo unas palabras tranquilizadoras y lentamente la llevó hasta el suelo.

Cuando los dos pusieron sus pies en tierra firme, el resto de caballeros y los nobles se habían hecho eco de las órdenes y combatían las llamas con tapices, capas y cualquier cosa que tuvieran a mano. Gerrin había organizado una cadena de cubos de agua, que discurría hasta el lago al que habían llamado Azoun, en recuerdo del primer Obarskyr así llamado; mientras, Thanderahast formulaba un hechizo para invocar la tormenta, cuyas gruesas nubes cargadas de lluvia empezaron a arremolinarse sobre Suzail, para ayudar a combatir las llamas que devoraban tanto el castillo como el conjunto de la ciudad.

Al llegar al suelo, la joven doncella no quiso soltar el cuello del mago y le confesó amor eterno y lealtad por la bravura con que la había rescatado. Jorunhast aceptó las alabanzas, y también los besos, a los cuales correspondió, pero al levantar la cabeza vio al príncipe de la corona mirándolo, frío como el hielo.

Hasta aquel preciso instante, el mago de anchos hombros no había reparado en que Azoun también había cortejado a la misma doncella.

Con mucho tacto, el mago se libró de la joven, aunque el daño ya estaba hecho. El príncipe de la corona no era tan atractivo, ni tan alto, ni tan educado como el aprendiz de mago. Jorunhast pudo sentir arder los celos de la real persona. Por supuesto, ¿acaso el joven Azoun no había arremetido contra un dragón, sólo para encontrar a su vuelta que todos aclamaban al mago como a un héroe gracias a su magia de opereta?

Hacía tres años que había ocurrido aquello. Desde entonces, los ciudadanos de Suzail habían enterrado a sus muertos, apagado los fuegos e inspeccionado a fondo entre los restos de la ciudad en busca de supervivientes o de cualquier cosa que pudiera aprovecharse. La mitad de todos los edificios de la ciudad habían resultado destruidos, y una tercera parte de la población muerta. Una cuarta parte del castillo había quedado reducida a un montón de escombros, y el resto, en su mayor parte, estaba quemado o negruzco a causa del humo. Sin embargo, algún que otro dios debió de sonreír a los Obarskyr, a juzgar por los hechos. La sala del Trono, por ejemplo, había sobrevivido intacta, al igual que las salas de las Cuatro Espadas y los demás tesoros importantes del reino. El corazón de Cormyr había escapado ileso de las llamas, por los pelos.

Arangor, a quien Jorunhast tachaba de gordo y vago, como consecuencia de su largo y pacífico reinado, no perdió el tiempo en recuperar el orden. Se despacharon a heraldos y jinetes a todas las poblaciones importantes, para recabar información sobre la importancia de las depredaciones llevadas a cabo por los dragones. La mayor parte de los caballeros nobles, liderados por lord Huntsilver, cabalgaron hacia el norte, a Arabel, donde un par de dragones verdes habían vaciado la ciudad.

Entonces llegaron noticias procedentes de los terrenos pantanosos cerca del prado del Bufón, antes conocido como prado del Soldado. Habían visto al Dragón Púrpura, a Thauglor, en el Bosque del Rey, donde al parecer se lamía las heridas sufridas durante la explosión en el castillo. Al contrario de lo que había hecho en otras ocasiones, no había ido a refugiarse en las montañas, donde poder dormir un largo sueño, sino que se había mantenido a su alcance, y podía, una vez que se hubiera recuperado, volver a caer de nuevo sobre Suzail.

Se celebró un consejo de emergencia en las estancias del rey. Pese a los esfuerzos de los mejores clérigos supervivientes de la ciudad, Arangor era incapaz de dar apenas unos pasos, sin verse aquejado por un dolor insoportable. Se dispusieron toda suerte de almohadas y cojines en todo el trono, y se colocó una pesada manta sobre sus piernas. Al hablar, pareció acentuar hasta la última frase con un quejido.

«Rey débil», pensó Jorunhast. Entonces, quizá como un castigo impuesto a sí mismo, recordó las palabras de su mentor respecto a la lealtad a la corona. Thanderahast debía de haber servido a cuarenta soberanos en todo aquel tiempo. ¿Alguno de ellos había sido tan llorica y lamentable como aquél?

—El Dragón Púrpura está detrás de todo esto —dijo el rey, afianzado sobre las almohadas—. Thauglor es el responsable de estos ataques.

—No —respondió lord Gerrin Wyvernspur, haciendo un gesto de negación—. Los dragones no piensan, no organizan los ataques. Son mucho más independientes.

—¿Y usted qué sabe sobre el comportamiento de los dragones? —preguntó el rey, con severidad.

Gerrin se volvió hacia el mago de la corona en busca de apoyo.

—Lord Gerrin se refiere a lo que nuestros sabios conocen acerca de los dragones —respondió Thanderahast—, en tanto en cuanto éstos juran fidelidad en todo lo referente al respeto del territorio, pese a no unirse para llevar a cabo ataques organizados. Creo que fuera lo que fuese lo que condujo a esos dragones a atacar Cormyr, también atrajo a Thauglor. Sin embargo, él no dirige los ataques, más bien se beneficia de ellos.

—¿Y por qué ahora? —preguntó el rey malherido, llevándose las manos a la cabeza. ¿Por qué tenía que aparecer precisamente ahora? El colofón, tácito, a sus palabras, hubiera sido algo parecido a: «Durante mi reinado».

—Nadie sabe por qué los dragones son tan feroces —respondió Thanderahast encogiéndose de hombros—, y este ataque en particular ha sido tan desastroso como cualquier otro del que haya quedado constancia. En lo que respecta a Thauglor el Negro, ya había sido avistado antes.

—Antes —repitió amargamente Arangor—. Lejos, en la espesura, lejos de cualquier población y de su rey. Y en cada una de esas ocasiones su aparición parecía subrayar la debilidad de la corona, de la nación. ¿Qué dice la gente, después de que el Dragón Púrpura haya atacado el castillo?

—Lo que ahora importa —dijo tranquilamente Thanderahast— es qué vamos a hacer.

La decisión que se tomó tuvo como consecuencia el que ambos se encontraran, precisamente en aquel momento, en la cima de aquella colina azotada por los vientos. Jorunhast, armado con una de las varillas de su mentor, y el joven príncipe real, enfundado en una armadura ligera. Ambos permanecían sentados en las sillas de sendos ponis, esperando la llegada del dragón. El anciano mago iría por su lado, acompañado de lord Gerrin, con la misión de obligar al dragón a abandonar el lugar donde se encontraba.

—Esto no me gusta nada —dijo Azoun.

—Eso ya lo habéis dicho antes —replicó el aprendiz de mago—. ¿Por qué no lo dijisteis cuando se propuso el plan?

—¿Y que todos pensaran que soy un cobarde? —protestó el príncipe.

—Mejor hablar y que piensen de uno que es un cobarde, que fracasar en la empresa y demostrar serlo —repuso tranquilamente Jorunhast.

—Tampoco tú me gustas nada —dijo en voz alta el príncipe, mirando fijamente al mago con cara de pocos amigos.

—No creo que a uno le den el cargo de mago de la corte por su popularidad, precisamente —contestó el mago, volviéndose en la silla de montar hacia el joven—. Cosa que también sucede con los reyes.

—Ah, pero yo sí soy popular —replicó el príncipe, con una sonrisa tensa.

—Con las damas, seguro —dijo el mago—. Es decir... con algunas damas. —Se permitió esbozar una leve sonrisa y no prestó atención al molesto príncipe.

—De haber estado allí, la hubiera rescatado... —empezó a decir Azoun, pero aquel rumor lo cortó en seco. El sonido parecía surgir del mismo suelo, y ambos jóvenes lo sintieron reverberar en las sillas, tanto como pudieron oírlo. Se trataba de un rugido que parecía envolverlo todo, y que provenía del este. Ambos se volvieron en esa dirección, donde un punto diminuto asomaba por el horizonte.

No tardó nada en sobrevolar su posición. De hecho, eran dos figuras las que volaban, una en persecución de la otra. En cabeza iba Thanderahast, montado a lomos de un wyvern. El wyvern es una especie afín a los dragones, pero más pequeña, que carece de patas delanteras; aquél en particular mostraba unas estrías en la piel anaranjadas y rojizas. De lord Gerrin, que había acompañado al mago al interior del bosque aquella mañana, no había ni rastro.

Al wyvern y al mago los perseguía un dragón. Jorunhast lo vio acercarse con toda claridad pese a que la distancia era enorme. Sus antiguas escamas reflejaban la luz del sol transformándola en lavanda y lila, colores, tonos, sombras que ocultaban los músculos poderosos. Agitaba el aire con fuerza y constancia, al contrario que los aleteos rápidos y atemorizados del wyvern. El Dragón Púrpura ganaba terreno. La energía mágica danzaba por entre los dedos del mago, y los proyectiles mágicos que le arrojaba no hacían sino rebotar en las viejas escamas del dragón.

Cazador y presa sobrevolaron su posición en apenas un latido de corazón, y la ventolera que levantaron al pasar aplastó la hierba. El wyvern se inclinó al pasar por encima de ellos, maniobra que imitó el dragón que lo perseguía. Su enorme tamaño lo obligó a trazar un viraje más abierto y, al llevarlo a cabo, sus inmensas alas estuvieron a punto de rozar el suelo, empeñado en la persecución de su presa.

Era incluso más grande de lo que Jorunhast recordaba. Ahora, sin tener una ciudad como parte del escenario, sin la protección de paredes, reductos y edificios, el dragón dominaba la visión del joven mago, quien de pronto se sintió muy pequeño, indefenso y solo en la cima de la colina, sin techo alguno bajo el que poder cobijarse.

Algo frío y húmedo pareció hacerse un hueco en la boca del estómago de Jorunhast, lugar que no parecía dispuesto a abandonar.

El dragón volvió a pasar sobre ellos, y el mago se dio cuenta de que el joven príncipe le gritaba algo.

—¡La varilla! —gritó con una expresión casi apopléjica en su rostro barbilampiño—. ¡Usa la maldita varilla!

El mago montado en el wyvern volvió a inclinarse sobre un ala, seguido por el Dragón Púrpura, que en esa ocasión completó el viraje casi encima de la colina. Los dos jóvenes vieron la monstruosa garganta de la criatura al tragar saliva. Azoun gritaba de nuevo, y Jorunhast tenía cogida la varilla, que movía frenéticamente sin éxito.

El dragón despidió por la boca un enorme esputo de ácido, y el wyvern y el mago se evaporaron. Jorunhast creyó haber visto a su mentor mover ambos brazos en un intento desesperado de lanzar algún hechizo, antes de que los alcanzara el esputo denso y brillante, momento en que tanto él como el wyvern que montaba desaparecieron de su vista envueltos en el aliento del dragón. Después de evaporarse el esputo de ácido, el dragón de escamas púrpura fue lo único que se recortaba contra el cielo.

Jorunhast gritó una palabra mágica en netheril antiguo y sintió que la varilla se iluminaba y temblaba rítmicamente en su mano. Un proyectil de fuego surgió de su punta en dirección al cielo. Jorunhast no apuntó, pero el dragón era tan enorme que no había forma de fallar. La lanza de fuego fue a dar contra las escamas que recubrían la barriga de la bestia.

El monstruo profirió un grito y, a continuación, acusando el golpe a juzgar por lo espasmódico de su vuelo, emprendió otro viraje cerrado que hizo temblar el aire. Mientras luchaba por mantener la calma, Jorunhast preparó el siguiente hechizo.

—¡Saludos, vieja sabandija! ¿De veras crees que podrás vencer a los verdaderos regentes de Cormyr? —gritaba, a su lado, Azoun a la bestia, que se batía en retirada.

La voz del muchacho se quebró al pronunciar la última palabra, y Jorunhast hubiera jurado que el viento se había llevado consigo el resto de aquel desafío, pese a que el dragón parecía haberlos oído perfectamente. Respondió con un rugido ensordecedor.

Jorunhast masculló la última frase de otro hechizo, y azotó con el dorso de la mano las grupas de ambos ponis, que emprendieron el galope como si hubieran esperado aquel momento, dispuestos en la parrilla de salida. Había alimentado sus poderosas patas con magia. Los ponis trotaron como nunca antes lo habían hecho, acelerados por el hechizo de velocidad de Jorunhast.

Lo único que pudo ver fueron las mandíbulas abiertas del dragón: enormes, llenas de unos colmillos clavados en pliegues de carne anciana. Se volvió de nuevo y se agachó mientras espoleaba su montura, animándola a trotar más deprisa.

Entonces oyó la risa y miró a su derecha para ver al príncipe de la corona sonreír, con sus cabellos ondeando al viento. Se preguntó si el muchacho habría perdido la cabeza.

Jorunhast se volvió de nuevo, cogido a la perilla de la silla. Habían ganado cierta distancia, mientras a su espalda el dragón ganaba altitud. Jorunhast apuntó la varilla y volvió a pronunciar las palabras eldritch. La varilla tembló, y una lanza de fuego salió despedida directamente hacia la enorme cabeza de aquella criatura de leyenda. El dragón la esquivó sin problemas, cedió altura hasta situarse un poco por encima de los jinetes a los que perseguía.

Jorunhast y Azoun espolearon sus monturas hacia un riachuelo de aguas poco profundas. Ambas orillas estaban flanqueadas por sendos montículos alfombrados de hierba, en cuya cima crecían los arbustos. En la orilla opuesta, el suelo se elevaba poco a poco hasta dar forma a un modesto altozano.

Picaron espuelas en las grupas de sus monturas, y los ponis aumentaron aún más su velocidad, ganando la orilla del riachuelo con apenas una docena de zancadas. Tiraron de las riendas y volvieron grupas, momento en que Azoun levantó el brazo, espada en alto.

El dragón se acercaba a baja altura y velozmente, casi tocaba la hierba que sobrevolaba, planeando con ambas alas extendidas, atento a las modestas colinas que había a ambos bandos. Azoun bajó el brazo con un movimiento seco, como el de quien corta algo.

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