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Authors: Jeff Grubb Ed Greenwood

Cormyr (53 page)

BOOK: Cormyr
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Al otro lado había otro túnel.

—Podría moverme como pez en el agua por estos túneles —murmuró Dauneth—, de no haber tantos. —Los ojos esmeralda de la enmascarada parecieron ofrecerle una sonrisa por respuesta, al volver un instante la cabeza. Continuaron por un pasadizo polvoriento, en cuyo extremo parecía haber una estatua.

Al acercarse, Dauneth comprobó que se trataba de un bloque de piedra casi del tamaño de un hombre, que había caído del techo. Levantó la mirada. Parecía encajar perfectamente en la cavidad de la que se había desprendido; es más, vio una cadena cubierta de polvo que descendía en la penumbra desde la cavidad hasta el propio bloque. Entonces aquello no era fruto de la casualidad, sino que se trataba de una trampa mortífera. Bajó la mirada y vio unos huesos amarillentos y marrones que surgían por debajo de la piedra, así como un brazo esquelético que parecía querer alcanzar algo en vano. Algo que estaba más allá de su alcance por toda la eternidad.

De nuevo volvió a mirar hacia arriba para descubrir que la enmascarada lo miraba.

—No camine por aquí sin que yo lo acompañe —dijo en voz baja—. Hay dos más como ésa en el camino.

Dauneth asintió sombrío, y siguieron adelante. Llegados a un determinado lugar, que para el noble no parecía muy distinto del resto del pasadizo, la mago enmascarada se detuvo y se volvió hacia la pared que había junto a ella. Tocó algo y se limitó a adentrarse en la pared, pues su cuerpo atravesó la piedra sólida como si no existiera.

El joven noble observó fascinado la mano que reapareció a través de la pared, y que lo atraía con gesto impaciente. Obedeció después de coger la mano con fuerza, y se sintió atraído hacia la... hacia la nada. Se encontraban en un pasaje lateral. Pestañeó al rostro de la enmascarada, y a la mano luminosa que lo tenía cogido, y luego se volvió para mirar por donde había venido. Era una especie de velo o cortina mística, que parecía colgar en la boca del túnel en el que se encontraban. Extendió la mano a través de aquel velo, y movió los dedos. No notó ninguna resistencia. El velo debía de tener un carácter mágico, debía ser una ilusión, la imagen de una pared de piedra, que en realidad ocultaba una entrada.

Una mano firme lo cogió del hombro. Se volvió y siguió de nuevo a la enmascarada hasta que lo condujo a una escalera empinada y estrecha, que desembocaba en una habitación, donde se detuvo de nuevo para volverse hacia él.

—Ahora estamos en palacio —explicó—, es decir, debajo de palacio, en las criptas que la princesa de la corona ordenó sellar. Hemos seguido este último pasadizo secreto para evitar un puesto de guardia. No puedo arriesgarme a seguir manteniendo esta luz; espere.

El fulgor cedió en intensidad, y Dauneth tuvo la última impresión de que sus dedos habían trazado en el aire unos gestos intrincados antes de que dos yemas frías rozaran sus párpados. Retrocedió un paso, sorprendido, pestañeó, sólo para comprobar que podía ver claramente en lo que no era sino una completa oscuridad.

Los ojos esmeralda parecían sonreír de nuevo.

—Pero si estamos en las criptas reales, ¿cómo vamos a movernos por aquí? —preguntó Dauneth—. ¡Los bardos siempre aseguran que tan sólo lord Vangerdahast y la familia real tienen llaves! Nosotros...

Se guardó sus palabras al ver que los dedos gráciles de la enmascarada sacaban de su corpiño una cadena con tres llaves alargadas, negras y vistosas.

—Yo diría que los bardos se han equivocado, al menos en esta ocasión —dijo ella en voz baja—. Desenvaine la espada y no se distraiga. Nos espera el peligro.

Tres arcadas conducían fuera de aquella habitación; la enmascarada escogió la de la izquierda y entraron en una habitación llena de pequeños barriles, decorados con el símbolo del pájaro volador inscrito en un círculo de estrellas. La siguiente estancia estaba llena de cajones, y también contaba con un desván en lo alto, apuntalado por tres columnas. Una escalera con ruedas permanecía apoyada contra la columna central, y al acercarse algo pareció surgir del raíl y las plataformas que había en la parte alta del desván. Eran como tentáculos de humo, e incluso parecía que se movieran a voluntad.

—¡Atáquelo... Dauneth! —dijo la enmascarada, que dio un paso atrás. Sin titubeos, el noble hundió la punta de la espada en el corazón de aquella masa humeante. Su compañera pronunció algunas palabras, y algo parecido a un rayo surgió de sus manos para acariciar la espada.

Fue como si el arma saltara encabritada de sus manos, tanto es así que estuvo a punto de perderla; sin embargo, a su alrededor aquella cosa pareció resquebrajarse y desaparecer.

Un instante después había desaparecido por completo, dejando la cripta en silencio a excepción de los jadeos de Dauneth. Éste miró a su alrededor y vio que la mago ya se dirigía a la puerta que había al otro lado, y se apresuró a seguirla.

—¿Qué era eso? —preguntó entre jadeos.

—Un guardián —respondió— contra el que mis hechizos poco podrían haber hecho. Ahora, silencio.

La mujer de la máscara azul murmuró algunas palabras, y la puerta se hizo a un lado. Algo se movió en la oscuridad al otro lado: era el yelmo de una armadura, que colgaba suspendido del aire como si alguien lo llevara puesto. Se volvió ligeramente y, entonces, recorrió volando la habitación planeando como un pájaro, pasando por encima de la enmascarada.

Los ojos del yelmo despidieron fuego, dos haces de fuego que alcanzaron a Dauneth. El noble se ocultó detrás de la columna más cercana, susurrando algo a medio camino entre el ruego y la maldición. El fuego chamuscó la piedra, y las chispas que produjo brotaron como el agua de una fuente a ambos lados de la columna, cerca de la cabeza de Dauneth, que se tiró al suelo rodando sin soltar la espada, y recuperó pie de inmediato, momento en que una llamarada púrpura explotó por encima de su cabeza y la habitación tembló hasta los cimientos, sin producir ruido alguno.

Se puso en pie de un salto sin dejar de alejarse de la columna, y vio que la enmascarada le hacía un gesto para que permaneciera inmóvil. Obedeció, mirando a su alrededor como un poseso. Una esfera que despedía una luz purpúrea colgaba en pleno aire, no muy lejos de donde se encontraban. Dauneth la miró fijamente. En mitad de la esfera había una especie de sombra circular.

—¿Y el yelmo volador? —preguntó, consciente de que tenía la boca seca.

—Ahora nos servirá de guía —respondió la mago, haciendo un gesto de asentimiento—. Lo seguiremos de cerca a través de las siguientes estancias, y los guardias que encontremos a nuestro paso nos dejarán en paz, siempre y cuando no los toquemos.

Atravesaron una serie de estancias hasta descender por otras escaleras que desembocaban en un recibidor angosto, cuyas paredes parecían resquebrajadas en diversos nichos, cada uno de los cuales servía de morada a una armadura negra e inmóvil. La esfera púrpura flotaba por delante de ellos, y en dos ocasiones, a lo largo del pasadizo, las barreras mágicas invisibles despidieron primero un súbito fulgor violeta, seguido de un destello blanco, franqueándoles finalmente el paso.

La enmascarada hizo caso omiso de cuanto sucedía a su alrededor, y siguió caminando sin detenerse hasta alcanzar una puerta de piedra cerrada. Dauneth la observó con curiosidad; a excepción de un tirador redondo y una cerradura, no tenía ninguna otra marca. ¿Sería aquélla la puerta que buscaban?

La hechicera escogió una de las llaves, murmuró algo con ella en la mano, se la llevó a los labios y acto seguido la deslizó por la cerradura.

Dauneth no sabía qué encontrarían al otro lado: quizás a Vangerdahast y a una docena de importantes magos guerreros atados y amordazados, puesto que siempre había dado por hecho que la cripta donde la realeza guardaba el tesoro tendría unas puertas auténticas, inscripciones y guardias.

La enmascarada vestida de azul celeste entró sin titubear, echó un rápido vistazo a su alrededor y acto seguido se hizo a un lado, mientras la esfera púrpura se movía con ella. Dauneth la siguió, con la espada en alto y dispuesto para lo que pudiera suceder. Al andar levantó el polvo del suelo, excepto en algunos lugares donde no lo había, como si alguien —de hecho, se trataba sin duda de varias personas— hubiera entrado y atravesado aquella estancia recientemente. Algunos hombres enfundados en armadura los estaban esperando... No, tan sólo eran armaduras antiguas y ornamentadas, cubiertas de gemas y toda suerte de joyas. Dauneth las observó cansado, y después se volvió para mirar a su alrededor.

A lo largo de las paredes había una fila de arcones enormes, excepto a la derecha, donde la fila era de cráneos de dragón. Unas gemas pequeñas de color púrpura brillaban en el ceño de cada una de las cabezas de hueso enormes.

Un minotauro de considerables proporciones montaba guardia sobre una mesa baja, donde habían dispuesto una línea de coronas, todas ellas más espléndidas que el aro sencillo que prefería el rey Azoun. Dauneth pestañeó al ver el tamaño de algunas de las gemas que lucían, sobre todo al reparar en un rubí que tendría las dimensiones de su puño; después echó un rápido vistazo a su alrededor, esperando ser atacado. En otra pared se exponían espadas, alabardas y mazas. Entre ellas había una pequeña urna de cristal donde reposaba la punta quemada de un martillo.

Las huellas en el polvo conducían a un armarito de electrum empañado, que despedía un brillo azulado e intermitente, señal inequívoca de que estaba protegido mágicamente. Encontraron abierta la puerta doble, que daba paso a un interior devorado por las llamas, donde todo lo susceptible de fundirse se había fundido, precipitándose al suelo donde hacía tiempo se había vuelto a solidificar.

La enmascarada observaba con cuidado el mapa amarillento. Al volverse Dauneth para mirarlo, ella lo dobló y volvió a introducirlo en su corpiño.

—Bien... Ahora toca salir de aquí —dijo la enmascarada—. Mi esfera perderá fuerza, y en cuanto se evapore, el yelmo volverá a las andadas.

—¿Nos vamos? —preguntó Dauneth, frunciendo el entrecejo—. ¿No habíamos venido aquí para encontrar algo... algo con que salvar la vida del rey?

—Así es, y eso precisamente hemos hecho —dijo la enmascarada, volviéndose para irse—. Vinimos aquí para averiguar si había desaparecido algo de esta habitación, y así es. Ahora sabemos mucho más de lo que sabíamos antes.

—¿De veras? —inquirió Dauneth, enarcando las cejas, incrédulo—. Porque yo sigo igual.

—Vamos —se limitó a decir la enmascarada, volviéndose hacia él, mientras caminaba hacia la puerta, siguiendo a la esfera púrpura. Dauneth se encogió de hombros y obedeció.

Al alcanzarla en el umbral, la enmascarada retrocedió unos pasos y susurró unas palabras que hicieron volar todo el polvo, de modo que al sentarse de nuevo ocultara sus huellas.

—El toro dorado que ha postrado al rey —dijo secamente al cerrar las puertas— era un autómata llamado abraxus, una criatura construida y animada gracias a la magia. Una bestia así apareció en Cormyr en el pasado, y acabó, desmontada, en esta misma habitación. Ahora ha desaparecido, lo cual significa...

—Que alguien con acceso a las criptas es el responsable del estado en que se encuentra el rey —concluyó Dauneth—. O bien se trata de alguien capaz de obrar la misma magia que usted ha utilizado para que sorteáramos guardianes y barreras, o alguien en palacio... —su mirada se clavó en los ojos esmeralda de ella— es un traidor.

—Eso es —admitieron los labios que se ocultaban tras la máscara—. Lo cual nos lleva a emprender una tarea mucho más difícil...

24
Sembianos

Año de las Brumas Suaves

(1188 del Calendario de los Valles)

El rey Pryntaler se presentó ante la fogata del campamento agitando los brazos con tal violencia que Jorunhast pensó que podía echarse a volar en cualquier momento.

—Si guerra es lo que buscan, guerra tendrán —soltó por quinta vez en lo que iba de rabieta.

—No es guerra lo que quieren —replicó el mago tranquilamente—. Lo que quieren es Marsember. Si pueden conseguirlo sin guerra, mucho mejor.

Los dos estaban de pie en medio del grupo acampado, compuesto por nobles, clérigos, escribas y guardias, en la parte más estrecha del desfiladero del Trueno, frontera tradicional entre la Tierra del Dragón Púrpura y las colonias chondatianas de Sembia. Sin embargo, aquellas poblaciones sembianas ya no eran colonias, sino una nación de ciudades mercantes, regidas por el gasto y el oro en lugar de por monarcas y magos. Las tierras altas que rodeaban los picos de las Tormentas, que durante tantos siglos habían sido considerados naturaleza salvaje, eran en la actualidad lugar de paso para las caravanas de mercaderes.

El grupo de cormytas había acampado en la parte más cercana del desfiladero y los sembianos, con sus carros de gran capacidad, en el lado opuesto. El terreno que habían acordado para el encuentro quedaba a caballo del desfiladero, un campo enorme donde se habían erigido las tiendas purpúreas y negras. La intención era la de revivir el esplendor de los elfos, pero en lugar de radiantes pabellones élficos, las tiendas que habían dispuesto para celebrar las reuniones parecían más bien montañas humeantes hechas de nubes cargadas de tormenta.

En la tienda más grande se desplegaba una intensa actividad. Por espacio de tres días, el rey se había reunido con los representantes de las familias sembianas, y por espacio de tres días, tanto él como Jorunhast habían regresado a sus hogueras sin alcanzar un acuerdo. Cada día que pasaba, las amenazas de guerra de Pryntaler eran más frecuentes y las hacía en un tono de voz más elevado.

El punto más delicado de la negociación era, por supuesto, Marsember. Ciudad-estado independiente, al menos desde el punto de vista legal, situada en la parte cormyta de los picos de las Tormentas, disfrutaba de lazos importantes, unos legales y otros no tanto, con Sembia. Las familias de mercaderes más prominentes de Marsember, ansiosas de respetabilidad, favorecían la mezcolanza con el estado de Sembia, mientras que la nobleza y los mercaderes más secundarios querían que siguiera siendo una ciudad abierta. La nobleza de rancio abolengo, la familia Marliir, buscaba el apoyo, si no las huestes e impuestos, de la corona cormyta.

Jorunhast apoyaba una Marsember independiente, al menos de momento. En algunas ocasiones, los negocios de la corona precisaban el amparo sombrío de Marsember más que la bravura del escrutinio abierto de muchas miradas nobles en las estancias de Suzail. Se necesitaba cierta independencia para ello.

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