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Authors: Alexander Kent

Tags: #Histórico

Corsarios Americanos (17 page)

BOOK: Corsarios Americanos
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—Prepare el
doris
—ordenó al coloso—. Quiero acercarme a esa playita que se ve más allá. —Señaló las dos formas encarnadas que asomaban por encima de la ladera—: Me cubrirán los soldados.

El torpe guardiamarina Weston se acercó jadeando por la cubierta. Sus pies tropezaban y hacían chirriar las planchas arqueadas de la tablazón.

—Se quedará usted al mando —dijo Bolitho. Podía prácticamente oler el miedo que impregnaba al muchacho—. No tema, no perderé el barco de vista.

Stockdale descendía ya al
doris
acompañado de dos marineros. Todos los hombres se morían de ganas de hacer algo para romper la angustia de la espera, o quizá para alejarse del escenario de aquella carnicería.

Bolitho se sintió aliviado nada más pisar la arena de la playa. Era un rincón no mayor que el propio barco de pesca. Pero el aire seco, con sus olores a tierra y hierba, distintos a los de a bordo, el sonido de los pájaros y el ajetreo de otras criaturas vivas allí cerca actuaban como un bálsamo.

El grito de uno de los marineros le sobresaltó:

—¡Aquí, señor! ¡Es el bote del señor Libby!

Bolitho divisó la cabeza y los hombros del guardiamarina antes de oír el susurro de los remos.

—¡Por aquí!

Libby agitó su sombrero y sonrió con una mueca. El consuelo, y algo más también, se podían leer en sus facciones bronceadas.

—¡Órdenes del segundo teniente, señor! —gritó el muchacho—¡Hay que llevar el cúter hasta la playa! No hemos visto ni rastro del enemigo. El señor Sparke piensa que huyeron en cuanto vieron nuestras embarcaciones.

—¿Qué está haciendo ahora? —preguntó Bolitho.

—Se dispone a embarcar en el bergantín, señor. Es un casco excelente, pero tiene una gran vía de agua.

Sin duda Sparke quería asegurarse de que no había ninguna posibilidad de unir el bergantín, junto con su carga, a su pequeño escuadrón.

El sonido de pies corriendo por la ladera le hizo darse la vuelta. Ahí llegaban sin aliento, tropezando y cayendo por la pendiente Moffit y un infante de marina.

—¿Qué ocurre, Moffit? —preguntó viendo la angustia dibujada en el semblante del marinero.

—¡Señor! —Estaba tan cansado que le costaba articular las palabras—. ¡Hemos tratado de avisarle, pero el señor Sparke no nos ha visto! ¡Hay una mecha encendida a bordo! ¡Puedo ver el humo! ¡Esos diablos han puesto un explosivo en el bergantín y piensan volarlo! ¡Seguro que nos estaban esperando!

Libby se volvió, aterrado:

—¡Todos a los remos! ¡Volvamos para allá!

Bolitho corrió hacia la orilla para detenerle, pero no hizo falta. Al mismo tiempo que empezaba a hablar, el suelo y la tierra parecieron partirse por la mitad en una tremenda explosión.

Los hombres del bote se lanzaron contra el fondo con la respiración entrecortada. Una lluvia de astillas y fragmentos de jarcia cayó sobre ellos, cubriendo la superficie del agua con multitud de surtidores de espuma.

Enseguida vieron la humareda que se elevaba y esparcía por la ladera de la playa, hasta cubrir por completo la luz del sol.

Bolitho se arrastró junto al
doris
. Su cabeza parecía a punto de explotar. Las orejas le dolían a causa del estruendo de la explosión.

Los soldados de infantería bajaron corriendo en desbandada y esperaron a que Libby se recuperase para conducir el bote hacia la pequeña playa.

En la mente de Bolitho sólo destacaba una imagen: la cara de Sparke al trazar las líneas maestras de su ataque. La calidad del valor. No le había servido para nada.

Intentó darse ánimos viendo llegar a D'Esterre. El capitán, acompañado de su sargento y dos fusileros, se dirigía hacia él a toda prisa.

De nuevo le pareció oír la voz afilada de Sparke. Le recordaba hablando cuando, ya terminada la batalla, su horror había empezado a embargar a todos los hombres.

«Nos están observando. Dejemos los lamentos para más adelante.»

La frase podía servirle de epitafio.

—Embarquen a los soldados y trasládenlos a bordo tan aprisa como puedan —ordenó Bolitho con voz ronca. Luego se giró para apartarse del olor a maderas chamuscadas y brea—. Nos pondremos en marcha inmediatamente.

D'Esterre le observó con una mirada extraña.

—Por unos minutos la explosión no ha alcanzado el bote de Libby. O el de usted.

Bolitho, tras plantar su mirada en los ojos del militar, replicó:

—No creo que dispongamos de mucho tiempo. Mejor darse prisa, ¿no le parece?

D'Esterre observó al último destacamento de soldados que se alineaba para esperar el retorno del bote. Vio también que Bolitho y Stockdale trepaban desde el
doris
hasta la cubierta de la
Faithful
. Frowd se precipitó a recibirles.

El capitán de artillería había vivido batallas de todo tipo para que el efecto del desastre le durase demasiado. Pero en esta ocasión había una diferencia. Pensó en la expresión de Bolitho, tan pálida de pronto bajo el mechón de pelo negro que se escapaba y le cubría perpetuamente un ojo. Decidido, concentrando hasta el último ápice de energía para reprimir sus sentimientos.

Tanto daba que fuese su cadete en el escalafón. En aquel momento, D'Esterre sintió que se hallaba en presencia de su superior.

6
OBLIGACIONES DE UN TENIENTE

Un ligero golpeteo en la puerta hizo que el teniente Cairns levantara la vista del pequeño pupitre, pegado a un mamparo de su camarote, ante el que estaba concentrado.

—¡Adelante!

Bolitho se introdujo en la habitación sosteniendo bajo el brazo su sombrero. Su semblante aparecía cansado.

Cairns señaló con un gesto la única silla disponible junto a él.

—Aparte esos libros y tome asiento, hombre. —Luego, tanteando con las manos entre las pilas de papeles, listas y mensajes cubiertos de minúscula caligrafía añadió—: Por aquí creo que debería haber un par de vasos. Por la cara que trae, juraría que necesita un trago. Yo lo necesito, sin duda alguna. ¡A cualquiera que le aconseje aspirar al cargo de primer teniente de navío, yo de usted le mandaría directamente al infierno!

Bolitho se sentó y aflojó el pañuelo de su cuello. En el camarote circulaba una mínima corriente de aire. Tras horas de recorrer las calles de Nueva York, el trayecto en la lancha del
Trojan
a través del puerto le había dejado fatigado y empapado de sudor.

Su misión en tierra consistía en reclutar nuevos tripulantes para reemplazar a los hombres muertos o heridos en la misión a bordo de la
Faithful
. Muchas bajas causó la explosión que, más tarde, destrozó el
cúter
de Sparke.

Todo aquello aparecía ahora en su memoria como un sueño distorsionado y vago. Habían pasado tres meses. Todavía le costaba ordenar los acontecimientos en un único esquema. El tiempo brumoso confundía aún más su cerebro. Los hechos ocurrieron en unos días lúgubres y fríos, con vientos duros y niebla que entonces parecía como un milagro. La estación había cambiado y ahora soportaban un sol luminoso y largos períodos sin brisa alguna. La tablazón del casco del
Trojan
crujía, reseca. En las costuras abiertas de su cubierta relucía la brea fundida por el sol, que se pegaba a las suelas de las botas y a las plantas descalzas de los marineros.

Cairns le observó pensativo. Bolitho había cambiado mucho, decidió. Desde su retorno a Nueva York, al mando de dos barcos apresados, era un hombre distinto. Más maduro, perdido ya el optimismo juvenil que le había hecho destacar entre sus compañeros.

Los acontecimientos responsables de este cambio, y en particular la terrible muerte de Sparke, fueron incluso notados por el comandante.

—Vino tinto, Dick —dijo Cairns—. Tibio, pero de lo menos malo a lo que se puede echar mano. Me lo consiguió un comerciante de la ciudad.

Vio que Bolitho echaba la cabeza hacia atrás. El rebelde mechón de pelo negro colgaba como siempre ante su frente y disimulaba la feroz cicatriz. A pesar de su estancia en aguas cálidas, Bolitho seguía apareciendo pálido; sus ojos grises recordaban el invierno que había quedado atrás ya hacía meses.

Bolitho sabía que el teniente le observaba, pero estaba ya acostumbrado a ello. Quizá se había transformado, pero lo mismo ocurría con su universo. Tras la muerte de Sparke, todos los oficiales habían ascendido un peldaño en el escalafón de mando. Bolitho era ahora tercer teniente del navío. El guardiamarina Libby había ascendido al rango de cadete de la oficialidad. Actuaba como sexto teniente del navío
Trojan
a pesar de no haber pasado el examen para el rango de teniente. El abismo de edad que separaba al comandante de sus oficiales era chocante. Bolitho iba a cumplir veintiún años el octubre siguiente. Las edades de sus subordinados oscilaban entre los veinte y los escasos diecisiete años de Libby.

Era el sistema habitual de ascenso en los grandes navíos. Sin embargo, Bolitho no hallaba ningún consuelo en su ascenso. Por suerte, sus nuevas obligaciones le tenían enormemente ocupado, y contribuían a mantener los recuerdos del horror escondidos en algún rincón oscuro de su mente.

—El comandante quiere que usted le acompañe al buque insignia esta tarde —dijo de repente Cairns—. El almirante da una recepción y se supone que todos los comandantes tienen que asistir acompañados de algún oficial. —Llenó de nuevo los vasos con actitud impasible y continuó—: Tengo un montón de trabajo con las listas de suministros del astillero; me temo que no me podré ir. Aunque tampoco me apetece oír conversaciones frívolas mientras ahí fuera el mundo se está desmoronando.

Esto último lo profirió con tanta amargura que Bolitho no pudo resistir y preguntó:

—¿Algún asunto le disgusta, señor?

Cairns mostró una sonrisa extraña.

—Casi todo. Esta inactividad me pone enfermo. Estoy harto de escribir listas de suministros y suplicar repuestos de cordajes y jarcias, cuando esos señorones que mandan en tierra sólo esperan de nosotros que traigamos oro. ¡Maldita sea su estampa!

Bolitho recordó los dos barcos que había traído de vuelta a Nueva York tras apresarlos durante la última misión. El tribunal de presas los había requisado en el mismo instante de dar las amarras; pocos días más tarde ya habían sido vendidos y navegaban al servicio de Su Majestad, casi sin tiempo material de izar los nuevos pabellones.

Ni uno solo de los hombres de la dotación del
Trojan
había sido destacado en ellos. El teniente que tomó el mando de la goleta
Faithful
había llegado de Inglaterra unas dos semanas antes. Era injusto y no podía verse de otra forma. Para Cairns resultaba, obviamente, duro de digerir. Le faltaban pocos meses para cumplir los treinta. La guerra terminaría y, sin apenas darse cuenta, se vería condenado a la guarnición de una playa, con grado de teniente y media paga. La perspectiva no era muy agradable para un hombre sin más recursos económicos que los del sueldo de la Armada.

—De cualquier forma —prosiguió Cairns recostándose contra la silla y mirando fijamente a Bolitho—, el comandante ha expresado con suficiente claridad sus deseos. Prefiere visitar al almirante en su compañía que hacerlo junto al borrachín de nuestro segundo teniente.

Bolitho sonrió. Resultaba sorprendente que Probyn sobreviviera. Para su fortuna, una vez el
Trojan
regresó de su misión de escolta con el convoy de Halifax, el navío apenas se había hecho a la mar un par de ocasiones. El trabajo de esos meses se había limitado a dos salidas como patrulla de apoyo al ejército de tierra, y unos ejercicios de artillería junto al navío insignia, a la vista de la ciudad de Nueva York. Unos cuantos temporales duros, y la debilidad de Probyn por el alcohol podía fácilmente terminar con él.

Bolitho se incorporó.

—Tendré que ir a cambiarme, entonces.

Cairns asintió.

—El comandante le espera cuando acabe la guardia de la tarde, a las ocho. Se trasladarán en la lancha de revista. Asegúrese de que los hombres de su dotación vayan ligeros y lo tengan todo listo. No está nuestro amo y señor de humor para tolerar negligencias, eso se lo puedo asegurar.

A la hora en punto, tal como había señalado, el comandante Pears irrumpió en el alcázar del
Trojan
. Impresionaba su uniforme de gala, decorado con galones dorados. El sable, colgado de su flanco, bailaba sobre cubierta señalando a diestra y siniestra como un puntero. Tanto oro bordado contra su pecho y tantas puntillas enmarcadas por el azul oscuro de la casaca y el blanco de los calzones tenían el efecto de hacerle parecer más alto y más joven.

Junto al portalón de estribor le esperaba Bolitho, también ataviado con su mejor uniforme, con un espadín que sustituía el habitual sable de combate colgado de un cinto cruzado sobre su chaleco.

Ya se había ocupado de pasar revista a la lancha y a su gente, para no encontrarse con ningún fallo cuando la abordase el comandante. Se trataba de una embarcación elegante, de casco rojo muy oscuro y brazolas pintadas de blanco. Los bancos de popa estaban cubiertos con cojines rojos a juego, y en el espejo se veía el nombre del navío escrito en pan de oro. El casco bailaba con elegancia contra el costado del
Trojan
. Las dos hileras de remeros presentaban los remos en dos hileras verticales, uniformados con camisas a cuadros blancas y rojas y sombreros negros. Aquella lancha, decidió Bolitho, tenía empaque suficiente para transportar a un emperador.

Cairns vino corriendo hasta el costado y habló en voz baja al oído del comandante. Viendo que el contador Molesworth esperaba junto al palo del trinquete, con su aspecto siempre agitado, Bolitho dedujo que Cairns planeaba bajar también a tierra en su compañía para tratar con los comerciantes de víveres. Éstos, al igual que los de efectos navales, pensaban más en obtener beneficios que en servir a la patria.

—¡Infantería! —vociferó el capitán D'Esterre—. ¡Presenten… armas!

Las bayonetas de los mosquetes brincaron hasta casi alcanzar el toldo de lona que protegía la cubierta. Bolitho olvidó por un instante al comandante Pears. Su imaginación veía a esos mismos infantes de marina cuando, meses antes, usaron la misma vigorosa decisión para cortar la retirada a los rebeldes americanos que saltaban al abordaje de la
Faithful
.

Pears pareció percibir la presencia de Bolitho por primera vez.

—¡Ah, es usted! —profirió examinando su sombrero, el mejor de que disponía el teniente, las solapas blancas y el chaleco recién planchado—. Por un momento, creí que nos habían asignado un nuevo oficial.

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