—Me alegro de que esté vivo.
D'Esterre se encasquetó de nuevo el sombrero ante la llegada del sargento de infantería, que venía corriendo sin aliento.
—¡Me temo que han tomado prisionero al otro guardiamarina, el señor Huyghue! —informó el oficial.
—Es culpa mía —dijo Quinn con desánimo—. Le mandé para avisarle.
Bolitho negó con la cabeza:
—No. Un grupo de enemigos logró cruzar nuestras líneas. Supongo que no estaban seguros de su victoria, por lo que habían planeado tomar prisioneros por si acaso.
Bolitho inició el gesto para colocar su sable en la vaina y descubrió que su mango estaba cubierto de sangre. Profirió un profundo suspiro. Necesitaba poner orden en sus pensamientos, pero no lo lograba. Como de costumbre, su mente trataba de protegerle, de encubrir el horror y la frenética salvajada del combate cuerpo a cuerpo que acababa de librar. Sonidos, destellos de caras y formas, miedo y odio implacables. Pero nada tangible. Más tarde, acaso, le sobrevendría todo junto, cuando su mente se sintiese más capaz de aceptarlo.
¿Había valido la pena? ¿Tanto valor tenía la libertad, que había que pagar ese precio por ella?
Porque al día siguiente el combate iba a empezar de nuevo. No, no al día siguiente. Ese mismo día.
—¡Más pólvora para esos cañones! —oyó gritar a Quinn—. ¡Ocúpese usted!
Una silueta anónima, ataviada con camisa a cuadros y calzón blanco, salió corriendo para cumplir el encargo. Un marino ordinario. Podía ser cualquiera de la dotación, pensó Bolitho.
Quinn se dirigió a Bolitho:
—Si quiere ir a dar su informe al comandante Paget, yo puedo quedarme aquí al mando. —El joven esperó ante él, observando la fatigada expresión de Bolitho. Parecía buscar algo que no encontraba en su superior—. De veras, puedo hacerme cargo.
—Se lo agradeceré, James —asintió Bolitho de un gesto—. No creo que me demore mucho.
Stockdale dejó oír su voz ronca:
—Ahora que no contamos con el señor Rowhurst, señor, necesitará una buena mano en los cañones. —Sonrió con una mueca al ver la expresión de Quinn—. No hay que bajar la guardia, ¿verdad, señor?
Para alcanzar el fuerte, Bolitho tuvo que andar junto a numerosos grupos de heridos. Cada uno de ellos parecía una pequeña isla de dolor bajo la temblorosa luz de una linterna. Pero sólo cuando asomase el alba se vería la auténtica dimensión de lo que esos hombres habían sufrido.
Paget se encontraba en su aposento; pese a que desde el primer momento del combate había controlado directamente la defensa, como le constaba a Bolitho, por su aspecto parecía que no hubiese salido de la habitación.
—Para esta noche debemos mantener nuestras posiciones en la calzada, por supuesto —dijo Paget, quien tras ofrecerle una botella de vino prosiguió—: Pero mañana nos prepararemos para la evacuación. En cuanto llegue el barco, lo primero será llevar a bordo a los heridos y a los hombres que han mantenido la guardia de esta noche. Ya no queda tiempo para engañar al enemigo. Habrán capturado algún prisionero con lo que ya deben saber cuántos somos y cuáles son nuestras intenciones.
Bolitho dejó que el vino se deslizase por su lengua. Le pareció delicioso. Mejor eso que nada, en cualquier caso.
—¿Qué haremos si el barco no llega, señor?
—Bueno, eso nos pondría las cosas más fáciles —respondió Paget escrutándole con una mirada inexpresiva—. Haremos saltar el pañol de municiones y nos abriremos paso luchando. —Al decirlo mostró su sonrisa durante un instante y prosiguió—: No llegaremos a ese extremo.
—Ya entiendo, señor —respondió Bolitho, que, de hecho, no entendía nada.
Paget revolvió entre los papeles de su mesa y ordenó:
—Quiero que duerma un rato, por lo menos una hora —dijo levantando la mano—. Es una orden. Usted se ha portado como un héroe esta noche. Doy gracias a Dios de que ese insensato de Probyn decidiera lo que decidió en su momento.
—Quisiera informar sobre el papel que ha jugado el señor Quinn, señor. —A Bolitho le dolían ya tanto los ojos que la imagen del comandante parecía temblar en el aire—. También sobre los dos guardiamarinas. Ambos son muy jóvenes, señor.
Paget juntó las yemas de los dedos de sus manos y le observó con semblante severo:
—A diferencia de usted, supongo, que es un guerrero experimentado en esas lides. ¿Me equivoco?
Bolitho recogió su sombrero y se dirigió hacia la puerta. Lo bueno de Pagel era que no se andaba con rodeos. Uno sabía siempre lo que se jugaba ante él. Le había elegido precisamente a él para ordenarle que durmiera. Sólo el pensar en ello le hacía desear estar ya acostado y con los ojos cerrados.
Aunque también se daba cuenta de cuál era la preocupación del comandante. Cuando evacuasen el fuerte, alguien debía quedarse atrás y encender las mechas de los explosivos. Para esa misión hacía falta estar despierto y atento.
Bolitho se cruzó con D'Esterre sin siquiera darse cuenta.
El capitán de infantería de marina alcanzó la botella de vino y preguntó al comandante:
—¿Le ha dicho la verdad, señor, sobre su misión para mañana?
—No —respondió Pagel encogiéndose de hombros—. Ese chico se parece a mí cuando tenía su edad. No hace falta que se le diga todo. —Dirigió una aguda mirada a su subordinado y profirió—: A diferencia de otros que yo me sé.
D'Esterre, tras sonreír, se dirigió hacia la ventana. Probablemente alguien observaba por aquella misma ventana, iluminada en la oscuridad de la noche, con un catalejo colocado en algún lugar más allá del canal.
Sabía que, como Bolitho, debería descansar por lo menos una hora. Pero ahí fuera, escondidos aún por las tinieblas, yacían muchos de sus hombres desparramados en las posturas descuidadas que les hacía adoptar la muerte. Le faltaba coraje para dejarlos ahí mismo durante toda la noche. Hacerlo le habría parecido una traición.
El sonido de un suave ronquido le sacó de sus pensamientos. Paget se había quedado dormido sobre su silla, y su expresión no mostraba la menor ansiedad.
Sería fantástico parecerse a él, pensó con amargura D'Esterre. Apuró de un trago el vino restante y salió a la oscuridad.
Por fin el sol asomó por encima del horizonte y sus rayos palparon con cuidado la tierra firme. La luz del nuevo día dio relieve a los restos y destrozos que cubrían el terreno. Pero no sólo desveló el horror producido por la lucha nocturna: también trajo una nueva ración de esperanza para los supervivientes.
Al iluminarse el horizonte, sobresalieron de la línea de agua dos aparejos de buques de guerra. En un principio se pensó que serían barcos americanos, y que de alguna forma el enemigo había logrado frustrar cualquier intento de evacuación. Pero a medida que los veleros daban bordadas, primero hacia un lado y luego hacia el otro, y con cada cambio de rumbo lograban aproximarse a la tierra, ambos aparejos fueron identificados y vitoreados por todos los hombres. No solamente venía a por ellos la balandra armada
Spite
, sino que allí estaba también la fragata de veintidós cañones
Vanquisher
, destacada, cabía suponer, por el mismísimo contraalmirante Coutts.
En cuanto la claridad lo permitió, los hombres se pusieron en marcha para recoger los cadáveres esparcidos y darles sepultura. El terraplén que comunicaba la isla con la tierra firme se hallaba ahora parcialmente sumergido por la marea. Algunos cuerpos flotaban todavía allí atrapados, girando y desplazándose según las veleidades de la corriente. Pero la mayoría habían sido ya empujados hacia aguas más profundas, o acaso los habían recogido sus propios camaradas.
Paget se hallaba en todas partes al mismo tiempo. Ordenaba, sugería, amenazaba y, en alguna ocasión, llegaba incluso a proferir algunas palabras de ánimo o felicitación.
La visión de los dos buques insufló nueva vida en el ánimo de sus hombres. Quizá su potencial poco podría hacer contra unas baterías de cañones bien instaladas en tierra firme, pero con ellos la evacuación sería más rápida. Habría más botes auxiliares para moverse; los marineros que remasen en ellos estarían frescos y descansados; los oficiales podrían ser relevados de las responsabilidades del mando.
Bolitho dedicó la mayor parte de la mañana a supervisar los trabajos del pañol de explosivos en compañía de Stockdale y uno de los cabos de infantería. En aquel sótano, repleto de material peligroso, se respiraba una terrorífica quietud, una atmósfera de muerte que le acariciaba la piel cual aliento helado. Los barriles de pólvora, apilados junto con las cajas de distintos equipos, se mezclaban con varios baúles abiertos, donde reposaban mosquetes de fabricación francesa y numerosas armas de mano. El fuerte traicionaba así muchos secretos respecto a pretéritos comercios entre americanos y franceses, los eternos enemigos de Inglaterra.
Stockdale canturreaba mientras conectaba las mechas al primer montón de explosivos. Trabajaba con plena concentración, encantado de no verse envuelto en la bulliciosa actividad que dominaba el mundo exterior del fuerte.
Las pisadas resonaban en el suelo del patio. Se oían los crujidos metálicos producidos por los hombres que, tras clavar los cañones para inutilizarlos, los empujaban hasta colocarlos encima del lugar donde iba a producirse la explosión.
Bolitho, sentado sobre un barril vacío, notaba en sus mejillas el ardor dejado por la cuchilla con que Stockdale le había afeitado una vez se despertó de su sueño, corto pero profundo debido al cansancio acumulado. Recordó algo que le dijo su padre cuando todavía era un muchacho: «Quien no se haya afeitado nunca con agua salada no sabe lo cómoda que es la vida de la gente de tierra en comparación con la de los hombres de mar.»
Podía haber usado tanta agua dulce como hubiese deseado. Pero aun en aquel momento, viendo ya tan cerca los buques que venían en su refuerzo, valía la pena no ablandarse ni dar nada por seguro.
Observó las manos de Stockdale, enormes pero ágiles y cariñosas al manipular el material inflamable de las mechas.
Era una apuesta difícil, como siempre. Encender las mechas y correr hacia un refugio seguro. Dispondría de pocos minutos para alejarse del lugar.
Un marinero asomó su cabeza por el extremo de la escala que descendía hasta el sótano.
—Con su permiso, señor, el comandante desea que se presente ante él. —El hombre, tras transmitir el mensaje, vio las mechas y explosivos con que trabajaba Stockdale y palideció—: ¡Dios mío!
Bolitho trepó a toda prisa por los peldaños y cruzó el patio. Los portones de la entrada estaban abiertos y le permitieron ver, más allá del terreno batido, las manchas de sangre seca y los siniestros montículos que denunciaban la presencia de sepulturas hechas a toda prisa.
—De nuevo vienen con bandera blanca —le explicó Paget con voz pausada.
Bolitho alzó una mano para protegerse del resplandor del sol y vio el trapo blanco, alrededor del que varias figuras se mantenían juntas en el extremo más alejado de la calzada, casi con los pies en el agua.
También D'Esterre llegó corriendo desde los establos donde varios soldados de infantería amontonaban papeles y mapas junto con el contenido de la torre y de los almacenes del intendente.
Tomó el catalejo que le ofrecía el asistente de Paget y, al instante, dijo con expresión lúgubre:
—Tienen con ellos a ese joven, Huyghue.
Pagel replicó con tranquilidad:
—Vaya usted a parlamentar con ellos. Recuerde lo que le dije esta mañana. —Hizo un gesto hacia Bolitho y añadió—: Vaya usted también. Posiblemente eso le dé ánimos a Huyghue.
Bolitho se encaminó junto al oficial de infantería hacia la calzada. Stockdale les seguía a pocos pasos sosteniendo una vieja camisa amarrada al extremo de una lanza. Como siempre, resultaba incomprensible que hubiese averiguado lo que ocurría y hallado tiempo para correr al lado de Bolitho.
Los minutos que tardaron en llegar a la calzada parecieron eternos. Durante todo el tiempo el grupo del otro extremo se mantuvo inmóvil, salvo el ondear de la bandera blanca sobre la cabeza de un soldado, que recordaba a todos la presencia imparcial del viento.
A medida que avanzaban hacia la patrulla enemiga, Bolitho notó que sus pies se hundían más y más en la arena y el lodo. A los lados era fácil adivinar restos del combate: una espada partida, el sombrero de un hombre, un bolsón lleno de balas para mosquete. Vio que un par de piernas oscilaban suavemente en una zona más profunda, como si el cuerpo al que pertenecían estuviese tomando un respiro antes de nadar de nuevo hacia la superficie.
—Yo no me acercaría más —dijo D'Esterre.
Los dos grupos se mantuvieron a corta distancia y se observaron. Aunque el hombre más cercano a la bandera no usaba ninguna chaqueta, Bolitho le reconoció: era el mismo oficial del día anterior. Lo confirmaba la presencia de su perro que, acomodado a su lado sobre la arena húmeda, resollaba y mostraba su lengua con cansancio.
Un poco más atrás se hallaba el guardiamarina Huyghue. Se le veía menudo y frágil, rodeado de fornidos soldados de piel bronceada.
El oficial hizo bocina con sus manos. Su voz, profunda y de tono sonoro, se trasladaba por el aire sin esfuerzo.
—Soy el coronel Brown, de la milicia de Charlestown. ¿A quién tengo el honor de dirigirme?
—¡Capitán D'Esterre, de la Infantería de Marina de Su Majestad Británica! —gritó a su vez D'Esterre.
Brown asintió con gesto pausado y prosiguió:
—Muy bien. He venido a parlamentar con ustedes. Estoy dispuesto a permitir que sus hombres abandonen el fuerte indemnes, con la condición de que depongan todas sus armas y no intenten destruir los suministros y las armas. —Hizo una corta pausa y añadió—: De lo contrario, mi artillería abrirá fuego e impedirá la evacuación, aun a riesgo de que nosotros mismos hagamos explotar el pañol de pólvora.
—Entiendo —vociferó D'Esterre, quien a continuación siseó hacia Bolitho—: Está intentando ganar tiempo. En cuanto tenga sus cañones de gran calibre instalados en la cima de la colina podrá lanzar disparos de largo alcance sobre los buques que fondeen en la rada. Le bastaría un tiro de fortuna, uno solo. —Alzó la voz de nuevo para comunicar—: ¿Qué tiene que ver nuestro guardiamarina con este asunto?
Brown se encogió de hombros.
—Estoy dispuesto a canjearlo, aquí y ahora, por el oficial francés que mantienen ustedes prisionero.