Stockdale cruzó el alcázar y se dirigió a la batería de estribor de popa.
Al pasar junto a él le siseó:
—El almirante, señor.
Bolitho se irguió y dio la vuelta en el mismo instante en que Coutts surgía de la toldilla y se quedaba inmóvil bajo el sol.
Bolitho se tocó el sombrero con rapidez. Se preguntaba si Weston había actuado deliberadamente al no avisarle.
—Buenos días, Bolitho —empezó Coutts con una sonrisa amable— Le veo todavía de guardia. —Su voz sonaba pacífica y carente de afectación.
—Un rato más, señor —respondió Bolitho.
Coutts empuñó un catalejo y dedicó varios minutos a estudiar en la distancia la balandra
Spite
.
—Un buen elemento, Cunningham. Si tiene algo de suerte, pronto será destinado al mando de un buque eficaz y hará carrera.
Bolitho no dijo nada, pero pensó en la juventud de Cunningham y en la suerte que tenía. Con el apoyo de Coutts, pronto alcanzaría el rango de capitán de navío. La guerra que estaba en marcha le llevaría a ser destinado al Alto Mando en menos de tres años: ya alejado del trabajo sucio, sin riesgos de ser degradado, llamado a destinos superiores.
—Adivino lo que está pensando, Bolitho —dijo Coutts mientras alargaba el catalejo hacia Weston. Una vez más su acción era relajada, pero planteaba la cuestión en el instante preciso—. No se impaciente. Cuando le llegue el momento, usted también descubrirá que en la vida de un capitán no todo es vino clarete y botines de guerra. —Hizo una pausa, durante la cual su mirada se endureció, y prosiguió—: Pero las oportunidades existen. Están ahí disponibles para quienes tienen el valor de cogerlas al vuelo, y no se apoyan en las órdenes en vez de usar su iniciativa.
—Sí, señor —dijo Bolitho.
No entendía a qué se refería Coutts. ¿Quería decir que él mismo todavía podía abrigar esperanzas? ¿O acaso le dejaba entrever sus sentimientos respecto al comandante Pears?
Coutts se encogió de hombros antes de añadir:
—Concédame el placer de cenar conmigo esta noche. Le diré a Ackerman que invite a otros oficiales.
De nuevo Bolitho adivinó en el almirante aquella mezcla de malicia juvenil y severidad de acero.
—En mis aposentos, por supuesto. Estoy convencido de que el comandante no se opondrá.
Se alejó con pasos perezosos y, al pasar cerca de Sambell y Weston, les saludó como a meros elementos de la decoración.
Al ver los grupos de marineros que se formaban en el combés, listos ya para tomar el relevo de la guardia, Bolitho pensó que Dalyell no tardaría en subir a relevarle. Dalyell, a diferencia de Probyn, nunca acudía con retraso a su guardia.
Las palabras del almirante confundían a Bolitho. Se sentía al mismo tiempo excitado por el interés mostrado por Coutts, pero también incómodo. Veía en ello una cierta falta de lealtad hacia Pears. Se sonrió de su propia confusión. Lo más probable era que Pears no le apreciase. ¿Para qué preocuparse, pues?
Dalyell se presentó ante él pestañeando, cegado por el resplandor del día. Algunas migas de galleta permanecían aún pegadas a su chaquetón.
—La guardia está lista, señor.
Bolitho fingió un semblante severo para dirigirse a él:
—De acuerdo, señor Dalyell.
Ambos se guiñaron en complicidad los ojos aprovechando que sus rostros no quedaban a la vista de los hombres. El buen humor y la amistad quedaban disimulados por la formalidad.
Desde el pasamanos de babor, Quinn observó a los dos tenientes que supervisaban el habitual desorden de los grupos de hombres en el cambio de guardia. El dolor de los recuerdos le parecía, en algunos momentos, más insoportable que el producido por la herida. Bolitho lo había superado; o acaso lograba apartar a algún rincón oscuro la trágica memoria de la lucha. Él, en cambio, no podía hacer otra cosa que medir cada uno de sus pasos, calcular la más mínima de sus acciones a medida que iba sucediendo. No dejaba de repetirse que su momentáneo acto de valor, en el que mantuvo la posición del terraplén, no había sido un hecho aislado, que aunque hubiese fallado una vez, más adelante luchó por sobreponerse y recuperar su orgullo.
Notaba que toda la dotación del navío le observaba y mesuraba su confianza en sí mismo. De ahí que se hiciese así el remolón, sobre el enjaretado del pasamanos. Esperaba a Bolitho para bajar a la cámara y asistir a la comida del mediodía. Bolitho era su fuerza. Su única posibilidad, si es que le restaba alguna.
Bolitho le saludó con un ademán.
—¿No tiene hambre, James? Pues me ha llegado el rumor de que hoy toca carne de buey, ¡que no lleva más de un año en el barril de sal! —Tras darle una amistosa palmada en el hombro prosiguió—: Hay que tomárselo con humor, ¿no le parece?
Quinn se encontró de pronto ante el semblante de Bolitho y, por la súbita gravedad que mostraba, entendió que sus palabras no tenían nada que ver con la comida.
Una vez las vergas orientadas en la nueva bordada, las velas empezaron a llenarse con sonoros chasquidos y gualdrapazos. Pronto el
Trojan
, estabilizado en la nueva bordada, tomó algo de arrancada.
Bolitho se dirigió a Cairns y le saludó, marcial, acercando los dedos a su sombrero:
—Tal como va, señor, velas portando y arrancado.
Cairns asintió:
—Ya pueden retirarse los hombres francos de guardia, si a usted le parece.
Mientras los corros de hombres se deshacían y los marineros desaparecían, agradecidos, hacia las profundidades del sollado, Bolitho echó una rápida mirada hacia Pears. Éste se hallaba en la banda de barlovento del alcázar junto al almirante.
De nuevo la puesta de sol se convertía en un gran espectáculo. Contra la luz anaranjada destacaban las siluetas de ambos hombres, cuyas caras permanecían en penumbra. Pero no costaba adivinar en ellas la irritación de Coutts y la testarudez de Pears.
Aquello parecía suceder a millas de distancia o siglos después de lo acontecido durante la relajada cena en la majestuosa cámara. Coutts había marcado el ritmo de la conversación, que se mantuvo divertida y animada, interrumpiéndose únicamente para rellenar las copas. Había logrado fascinar a los jóvenes tenientes con sus relatos sobre las intrigas y corruptelas del gobierno militar de Nueva York. También había hablado de las grandes mansiones de Londres y de los hombres —aunque había casos donde mejor valía referirse a sus damas— en cuyas manos estaban las riendas del poder.
Una vez Pears y el piloto concluyeron sus cálculos de navegación, la noticia sobre el destino y objetivo del
Trojan
recorrió las cubiertas con la rapidez de un relámpago.
Se trataba de una minúscula isla de un archipiélago situado en el canal que separaba Santo Domingo de Puerto Rico. Apartada de las rutas habituales y rehuida por la mayoría de navegantes, con la excepción de los más expertos, resultaba un punto ideal para la carga y descarga de armas y municiones con que traficaban los cada vez más numerosos buques de transporte de Washington.
Oyendo a Coutts expresar sus esperanzas de culminar rápidamente y con éxito la misión, Bolitho y los demás notaron su excitación, su ambición ante la perspectiva de una victoria fulgurante. El almirante jugaba con la baza de que ningún alto mando podía alcanzarle con una contraorden; tampoco había allí jinetes capaces de avisar al enemigo de la proximidad de los británicos. No en aquella ocasión. Contando con la vasta extensión del Atlántico en la popa y la vigilancia astuta de la balandra
Spite
por proa, las esperanzas de Coutts no eran vanas.
Pero todo eso había ocurrido hacía quince días. Los retrasos habían sido imposibles de evitar, pero en cualquier caso su huella se notaba en el cansancio de Coutts y sus oficiales. En varias ocasiones el
Trojan
se vio obligado a fachear las velas y mantenerse al pairo mientras la
Spite
avanzaba a toda vela hacia unas velas desconocidas, investigaba el barco a quien pertenecían y luego barloventeaba de regreso para transmitir su informe. También el viento había rolado primero en una dirección, luego en otra, siguiendo las predicciones de Bunce. En conjunto, sin embargo, la brisa había sido más favorable que contraria.
Ahora, cuando una nueva puesta de sol se cerraba sobre el navío, Bolitho notó en los agitados movimientos de cabeza y manos de Coutts una creciente impaciencia, acaso un cierto mal humor.
Una vez más la
Spite
se había avanzado en su misión para descubrir si la pequeña isla descubierta en la distancia correspondía a la descrita en los documentos de Paget. En caso afirmativo, Cunningham debía arriar un bote y mandar a tierra un comando de hombres, para descubrir en lo posible cuál era la fuerza del enemigo. Si no encontraban nada tenían órdenes de retroceder al instante. En cualquier caso, hacía horas que debían haber regresado. La luz del crepúsculo se extinguía con la rapidez habitual en los trópicos, y parecía improbable que la balandra pudiese establecer contacto con el navío antes del amanecer. Otro día de espera. Más ansiedad.
Se irguió y tocó su sombrero al notar que Pears desfilaba ante él dando sonoros pisotones sobre la tablazón. El golpe con que acababa de cerrar la puerta del cuarto de derrota evidenciaba aún más su mal humor.
Bolitho esperó, seguro de que Coutts le dirigiría alguna palabra.
—Un día muy largo, Bolitho.
—Sí, señor —respondió Bolitho mirándole a la cara, en su intento de descubrir sus sentimientos—. Pero el barómetro se mantiene. No debería haber problema para mantenernos en esta bordada durante la noche.
Coutts no le había oído. Reposó sus manos en la barandilla del alcázar y, mirando hacia el combés fijamente, pareció estudiar la batería de cañones de dieciocho libras de babor. Había olvidado su sombrero, y el pelo que revoloteaba por encima de su frente le hacía parecer aún más joven.
—¿Es usted como los demás? —le preguntó con voz queda—. ¿Opina, como ellos, que soy un loco porque insisto en seguir adelante con esta misión, una empresa según ellos con menos sustancia que un papel garabateado?
—No soy más que un teniente, señor. No estoy al corriente de esas dudas.
—¿Dudas? —replicó Coutts riendo con amargura—. ¡Por Dios, señor mío, si hay una montaña de dudas!
Bolitho esperó a que el almirante, en quien notaba los sentimientos de frustración y urgencia, prosiguiese:
—Cuando uno alcanza el rango de almirante se cree que el mundo le pertenece. Tiene razón, por supuesto, pero sólo en una pequeña parte. Antes de mi ascenso yo comandaba una fragata, y cumplía muy bien con mi trabajo.
—Lo sé, señor.
—Gracias —dijo Coutts, que pareció sorprendido—. La mayoría de gente, cuando ve un almirante, se cree que lo ha sido toda la vida, que jamás ha pertenecido a la especie de los hombres ordinarios. —Señaló vagamente a través de la negra telaraña de obenques y estayes del
Trojan
y prosiguió—: Pero yo creo que la información hallada en Fort Exeter es cierta. No arriesgaría mis navíos ni mi reputación si no lo creyera. No crea que me importa lo que un funcionario de hablar suave llegado de Londres pueda pensar de mí. Quiero que en esta guerra tengamos más triunfos en nuestra baraja que el enemigo.
Coutts hablaba ahora con celeridad y se acompañaba de elocuentes gestos de sus manos, que describían así sentimientos y temores.
—Cada día que amanece trae nuevos enemigos que se alzan contra nosotros: más barcos a los que acorralar y combatir. No disponemos de más escuadras para dedicar a la lucha, pero la agilidad del enemigo es tal que precisamos adelantarnos a sus movimientos. Ningún buque mercante puede hacerse a la mar ya sin una escolta. ¿Sabe que hemos tenido que mandar buques armados al estrecho de Davis, para proteger a nuestra flota de balleneros? No es hora de andarse con timideces o esperar a que el enemigo actúe primero para responder.
Aquella tajante forma de expresarse, tan enfática, mediante la que compartía sus íntimos pensamientos, a Bolitho le pareció una novedad. Era como si, de pronto, el mundo, o mejor dicho su mundo, se abriese para alcanzar hasta más allá del casco del buque, hasta los remotos rincones del océano en donde los rebeldes desafiaban la autoridad del Imperio Británico.
—Yo me preguntaba, señor… —Bolitho dudó un instante antes de soltar su pregunta—: ¿Por qué no solicitó que mandasen algún navío de guerra de los que recalan en Antigua? Nosotros hemos necesitado recorrer una distancia cuatro veces mayor a la de un buque en patrulla por estas aguas.
Coutts le observó en silencio, con la cara escondida en las sombras, como si buscase algún rastro de crítica escondido en la pregunta de Bolitho. Luego respondió:
—Por supuesto que podía enviar a la
Spite
con un mensaje para el almirante de Antigua. Habría llegado mucho antes que nosotros. —Se volvió de espaldas para proseguir—: Pero ¿hubiera tomado alguna medida ese almirante? Lo dudo. Desde el Caribe, tanto esos asuntos de Nueva York como la amenaza de los ejércitos de Washington se ven muy lejanos. Sólo valdría si la orden la firmaba el almirante en jefe de la plaza, y éste, mientras tenga detrás a sir George Helpmann, dudo que hiciese otra cosa que introducir la sugerencia en su informe para el Almirantazgo.
Bolitho comprendió lo que quería decir Coutts. Una cosa era oír el relato de una batalla victoriosa, pero otra muy distinta resultaba asistir como testigo a la entrada en el puerto de un buque enemigo remolcado por la Armada, y ondeando en su pabellón la bandera británica.
Por más que Coutts contase con informaciones veraces, eso no bastaba. Habían muerto ya demasiados hombres para que la superioridad apoyase un nuevo plan repleto de incógnitas. Tras la captura del barco mandado por Probyn, que volvía ahora a estar en manos enemigas, incluso la toma y destrucción de Fort Exeter debía de parecer una minucia en los lejanos salones de Londres.
La alternativa era un ataque decidido y veloz contra una base de suministros, a poder ser bajo las propias narices de los franceses, que hacían gala de su neutralidad cual hipócrita bandera. Eso sí podía desequilibrar la balanza, especialmente si se llevaba a cabo con éxito antes de que algún superior pudiese decir «no».
Coutts, que parecía leer sus pensamientos, dijo:
—Recuerde lo que le voy a decir, Bolitho: cuando alcance el Alto Mando, jamás le pregunte a nadie lo que debe hacer. Las mentes superiores del Almirantazgo siempre tienden a decir que no, y a alejarse de las opciones arriesgadas que pudieran desbaratar su confortable existencia. Aun a costa de poner en peligro su propia vida y su carrera, haga usted siempre lo que crea correcto, lo que le parezca mejor para su país. Quien actúa con la única finalidad de agradar a sus superiores vive inmerso en la mentira.