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Authors: Gore Vidal

Tags: #Historico, relato

Creación (47 page)

BOOK: Creación
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Aunque la corte aún estaba en Susa, Darío se había trasladado a sus cuarteles de invierno en Babilonia. La cancillería se aprestaba a partir, y el harén había iniciado ya su lenta marcha en carretas hacia el oeste. De la familia real sólo quedaba Jerjes.

Durante mi ausencia, la guerra del harén había concluido con la completa victoria de Atosa, como era indudable que debía ocurrir. Salvo en un caso, cuando quiso que me designaran jefe de la orden zoroastriana, no había fracasado nunca en nada que emprendiera. Había obligado a Darío a reconocer a Jerjes como su heredero, y eso era todo.

El príncipe de la corona me recibió en sus habitaciones privadas. Cuando me disponía a echarme a sus pies, me cogió con la mano izquierda y nos abrazamos como hermanos.

Comprendo ahora, al recordarlo, cuán afortunados éramos. Estábamos ambos en la flor de la edad. Lo lamentable era que no nos dábamos cuenta. Yo estaba cansado de viajar. Jerjes estaba cansado de Mardonio. Ningún hombre sabe nunca cuándo es feliz; sólo puede saber cuándo lo fue.

Bebíamos vino de Helbon mientras yo le contaba mis aventuras en la India. Jerjes estaba fascinado.

—¡Debo conducir el ejército! —Sus ojos gris claro brillaban como los de un gato—. El Gran Rey está demasiado viejo. Tendrá que enviarme. Sólo que —las cejas, habitualmente una línea recta mostraban una hendidura— no lo hará. Enviará a Mardonio.

—Podríais ir los dos. Y Mardonio estaría bajo tus órdenes.

—Si me permiten ir. —La luz de los ojos grises se apagó—. Él lo hace todo. Yo nada. Ha obtenido cien victorias. Yo, ninguna.

—Has conquistado Babilonia —dije—. O estabas a punto de hacerlo cuando yo me fui.

—Apenas sofoqué una rebelión. Y cuando pedí que se me hiciera rey de Babilonia, como lo fue Cambises, el Gran Rey dijo que no. Dijo que ya tenía bastante con administrar Babilonia, como lo estoy haciendo. He construido allí un palacio nuevo, en el que sólo se me permite residir cuando él no está.

Jamás he podido averiguar si a Jerjes le gustaba o no su padre. Sospecho que no. Ciertamente, estaba resentido por las dudas acerca de la sucesión, e interpretaba como un insulto deliberado el que no le hubieran ofrecido nunca un mando militar de alguna importancia. Sin embargo, era absolutamente leal a Darío; y le temía tanto como el propio Darío a Atosa.

—¿Por qué estás aquí cuando la estación se encuentra tan adelantada? —En privado, nos tratábamos de modo directo, y nos mirábamos a los ojos.

—Hace frío, ¿verdad? —La habitación estaba helada. No hay en el mundo una ciudad con cambios de clima tan bruscos como Susa. El día anterior había sido húmedo y caluroso. Y aquella mañana, cuando me dirigía desde mis habitaciones, situadas en la parte norte del palacio, hacia las de Jerjes, las piscinas ornamentales estaban cubiertas con una delgada capa de escarcha iridiscente, y mi aliento flotaba como humo en el aire brillante. Darío aborrecía el frío al acercarse a la vejez. Era comprensible: al primer amago de heladas, se retiraba a Babilonia—. Soy el principal albañil del Gran Rey. —Jerjes alzó sus manos. Las cortas uñas estaban llenas de cemento—. Le gustó tanto el palacio que construí en Babilonia, para mí, no para él, que me ha encargado terminar éste. Y también me deja hacer lo que quiera en Persépolis. Así que construyo y construyo, gastando y gastando. He reemplazado a la mayoría de los albañiles egipcios por jonios. Trabajan mejor la piedra. Y hasta tengo unos cuantos de tus indios como carpinteros. He acumulado de todo, excepto dinero. Darío me da el dinero gota a gota; creo que no veo un arquero desde las guerras griegas.

Era la primera vez que oía la popular expresión «arquero», usada por los griegos para denominar la moneda de oro que muestra a Darío, coronado, con el arco en la mano. Una broma persa habitual: ningún griego resiste a un arquero persa.

Jerjes me dio su versión de lo ocurrido mientras yo estaba en la India. Digo su versión, porque no existe algo que pueda llamarse un informe verídico. Cada uno ve el mundo desde su propia posición. Y no es necesario decir que un trono es muy mal sitio para ver nada, salvo espaldas de hombres postrados.

—Después de un largo sitio, Mileto cayó. Matamos a los hombres. Trajimos las mujeres y los niños a Susa. El Gran Rey se propone instalarlos en algún lugar cercano y, mientras tanto, tenemos viviendo aquí, en los antiguos depósitos, a varios miles de milesias muy atractivas. Puedes elegir. Ya casi han dejado de llorar y de quejarse. Y he traído a mi harén a una joven viuda. Me enseña griego, o por lo menos lo intenta. Es inteligente, como todos los milesios.

Esa mujer inteligente era la tía de Aspasia.

Y debemos mantenerlo en secreto, Demócrito. Los atenienses condenarían a Pericles al ostracismo si supieran que la madre de su hijo ilegítimo es sobrina de una concubina del Gran Rey. Demócrito no cree que la asamblea sea lo bastante perspicaz como para imaginar la relación. Seguramente no. Pero Tucídides sí lo es.

Una ráfaga fría sacudió el toldo que aún no había sido retirado para el invierno. Por la galería abierta pude ver hojas de color castaño girando en el aire. Pensé en mis días de escuela en ese mismo palacio y tuve un escalofrío. Cuando era un muchacho, en Susa, me parecía que siempre era invierno.

—Después de tomar Mileto, un grupo de medos —¿quiénes podían ser si no ellos?— incendió el templo de Apolo en Dídima, que quedó arrasado con el oráculo incluido. Y luego, el idiota de Artafrenes envió un mensaje a todas las ciudades griegas diciendo que el incendio del templo era la venganza por el incendio del templo de Cibeles en Sardis.

—¿Y no lo era?

—Hermano de la infancia: los sacerdotes de Apolo en Dídima, y en Delos, y en Delfos, son todos ellos sostenidos por el Gran Rey. Todos los años les manda divisiones enteras de «arqueros».

Demócrito quiere saber si aún financiamos el oráculo griego de Delfos. No, no es así. Ahora las guerras han terminado. Y además, los sacerdotes han aprendido la lección. Los oráculos rara vez comentan asuntos políticos.

—De todos modos, el Gran Rey está pidiendo excusas desde entonces. Y paga la reconstrucción del templo. Eso significa menos dinero para Persépolis.

En aquellos tiempos, Jerjes podía beber media docena de jarros de vino de Helbon puro en una noche sin malos efectos. Pero yo, aun en mi juventud, mezclaba siempre el vino con agua, como los griegos.

Jerjes ordenó al copero traer más vino. Luego describió el colapso de la rebelión caria.

—Tras la caída de Mileto, llegó el fin para esos palurdos. ¿Qué otra cosa podía ocurrir? Histieo fue capturado y ejecutado por el idiota de Sardis, lo cual enfureció al Gran Rey, porque Histieo le agradaba y jamás lo hizo responsable del asunto de Mileto. Por supuesto, a ese viejo delincuente lo acusaron de piratería, y no de traición, y ciertamente fue un pirata durante los últimos años de su vida. Tu madre se conmovió mucho cuando lo ejecutaron. —Jerjes encontró siempre divertidas las intrigas de mi madre.

—Ya no eran amigos después de la rebelión milesia. O por lo menos, eso es lo que me figuro. Verdaderamente, no lo sé. —Yo siempre tenía cuidado de mantenerme al margen de la facción griega.

—Sólo en el sentido de que nunca más volvieron a verse. Pero aún se querían. —Jerjes sonrió—. Lo sé muy bien —dijo, y naturalmente era cierto. Jerjes tenía una docena de espías en el harén. A diferencia de Darío, que tendía a ignorar las intrigas del harén a menos que Atosa estuviese involucrada. No es necesario agregar que la espiaba constantemente, como ella a él. Eran como dos reyes de países vecinos—. Después de Mileto, enviamos la flota a la costa de Jonia. Las ciudades griegas se rindieron. La flota, sobre todo los barcos fenicios, atravesó los estrechos y el tirano local se alarmó tanto que regresó a su hogar, a Atenas. No comprendo por qué. Como leal vasallo del Gran Rey, estaba perfectamente a salvo. Ahora es un traidor.

De ese modo despreocupado, Demócrito, Jerjes se refería a Milcíades, un jefe menor persa que menos de tres años más tarde fue elegido comandante supremo por la alianza griega. Se le acredita la supuesta victoria griega de Platea. Demócrito me dice que Milcíades no combatió en Platea, sino en Maratón. Detalles como éste son importantes, sin duda, para la historia griega. Pero ésta es una historia persa.

—Y en la primavera pasada, se encomendó a Mardonio el mando de la flota y el ejército. —Como Jerjes amaba a Mardonio como un hermano, su éxito era para él aún más insoportable—. En menos de seis meses, Mardonio conquistó Tracia y Macedonia. Desde que Cambises nos dio Egipto, nadie ha añadido tanto territorio al imperio. Es una suerte para mí que sea el sobrino del Gran Rey y no su hijo.

—¿Por qué no os da a ambos las mismas oportunidades?

Jerjes alzó el brazo derecho, con la palma de la mano hacia arriba; era el gesto de homenaje al Gran Rey en el ceremonial del estado.

—Dicen que mi vida es demasiado valiosa. ¿Pero cómo seré un Gran Rey si jamás salgo al campo de batalla? Necesito victorias. Necesito ser como Mardonio. Sólo que… —Jerjes dejó caer el brazo sobre la mesa, cerrando el puño.

—¿La reina Atosa?

—Sí. Gracias a ella soy el heredero. O gracias a ella soy menos que mi primo, menos que mis hermanos, menos que tú.

—Ciertamente, eres más que yo.

—Está bien, sí. Pero no he visto la India, como tú. Y por ti estamos hoy en condiciones de anexionamos todo un mundo. Roguemos porque sea ésa mi tarea. Y roguemos también porque Darío permita que Mardonio continúe combatiendo a los griegos, como desea. No comprendo por qué. En el oeste no hay nada que alguien pueda querer.

—¿El Gran Rey no desea vengar la quema de Sardis?

—Uno cualquiera, entre cien generales, podría ocuparse de eso. Lo único que hay que hacer es incendiar Atenas. Es fácil. E inútil. ¡Pero la India! —Jerjes se sentía más feliz a causa del vino que había bebido. Me cogió por el brazo. Sus dedos eran fuertes a causa de la práctica militar—. Cuando te presentes al Gran Rey, dile que… No, no puedes decirle a él que debe hacer algo…

—Puedo sugerirlo. Y también hablar con la reina Atosa.

—No. Ella quiere que esté en Babilonia, libre de todo riesgo.

—Si pensara que la conquista de los reinos indios no es difícil, no te impediría ir. Ciertamente, no es ninguna tonta.

Con la punta de una daga, Jerjes limpió el mortero que tenía debajo de la uña del pulgar.

—Tal vez ayudara. No es fácil saberlo. Veremos. —Sonrió—. Si vas a verla, iremos juntos.

Planeábamos, felices, la gloria, como hacen los jóvenes; un exquisito placer negado a la vejez, cuando todos los planes llegan a su término, como una telaraña cuando la araña muere.

—Con un poco de buena fortuna, pondremos las cosas en movimiento antes de que Mardonio esté curado. —Inesperadamente, Jerjes se hirió el pulgar. La roja sangre brotó en dos diminutas perlas. Lamió la pequeña herida.

—¿Mardonio está enfermo?

—Herido. —Jerjes trató de no mostrarse encantado—. Fue víctima de una emboscada durante el viaje de regreso de Macedonia. Fueron los tracios. Tiene cortado un tendón en una pierna. Así que cojea y se queja constantemente, aunque se sienta todos los días a la mesa del Gran Rey. Se sienta a su derecha cuando yo no estoy presente, y Darío le da de comer de su propio plato.

—Pero si él está herido, el asunto de Grecia está concluido.

Yo hacía siempre lo posible por distraer la atención de Jerjes cuando empezaba a lamentarse de la indiferencia de su padre hacia él. Aunque indiferencia no es la expresión adecuada. Darío veía a Jerjes como una prolongación de Atosa, la hija de Ciro; y no solamente respetaba a su mujer y a su hijo, sino que les tenía miedo. Pronto explicaré las razones de esto.

—Debería estar concluido. En realidad, lo único que nos retiene en el oeste es la ambición de Mardonio de ser sátrapa de todos los griegos. Afortunadamente, no estará en condiciones de iniciar una campaña de primavera. Y yo sí. De modo que con un poco de… buena fortuna —Jerjes usaba la frase griega— yo conduciré el ejército persa esta primavera. Iremos hacia el este, no hacia el oeste. —Luego, Jerjes habló de mujeres. Este tema le parecía de infinito interés. Quería saberlo todo acerca de Ambalika. Se lo dije. Concordamos en que mi hijo se educaría en la corte persa. Jerjes se refirió después a su esposa principal, Amestris—. ¿Sabes? Atosa la eligió. Al principio, yo no sabía por que.

—Yo diría que el motivo es el dinero de Otanes.

—Ése era un aspecto importante. Pero Atosa va más lejos. Ha elegido a Amestris porque Amestris es como Atosa. —Jerjes sonrió, sin mayor alegría—. Revisa todas las cuentas. Administra mi casa. Pasa horas con los eunucos, y ya sabes lo que eso significa.

—¿Le interesa la política?

—Le interesa. Atosa quiere asegurarse de que, cuando ella muera, yo quede al cuidado de otra Atosa. Naturalmente, quiero y respeto a mi madre. Por ella soy el heredero.

—El nieto mayor de Ciro debía ser el heredero necesariamente.

—Tengo dos hermanos menores.

Jerjes no tenía necesidad de decir nada más. Siempre había temido ser reemplazado, no por Artobazanes, sino por uno de sus reales hermanos. Después de todo, conviene recordar que cuando Darío se convirtió en Gran Rey, tenía tres hermanos mayores, un padre y un abuelo, todos vivos. Desde luego, no era probable la repetición de esa anómala situación en la historia persa; pero ha habido numerosos casos en que el hermano menor ha prevalecido sobre el mayor. Basta con pensar, por ejemplo, en mi amo actual, Artajerjes.

—Debemos buscar una esposa persa para ti. —Jerjes eludió el peligroso tema—. Te casarás con una de mis hermanas.

—No puede ser. No soy uno de Los Seis.

—No creo que esa regla se aplique a las muchachas de la casa real. Lo preguntaremos a los juristas —Jerjes terminó el último jarro de vino—. Los juristas deberán elegir también una esposa para ese indio…

—Ajatashatru.

Jerjes sonrió.

—Iré personalmente a su boda.

—Seria un gran honor para Magadha.

—Asistiré también a su funeral. Un honor aún más grande.

Al día siguiente, salimos de Susa bajo una granizada. En la India me había acostumbrado tanto al mal tiempo que no me preocupé en lo más mínimo; pero Jerjes consideró siempre el mal tiempo como un signo de menosprecio del cielo. Hubiese querido castigar al viento y a la lluvia.

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