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Authors: Gore Vidal

Tags: #Historico, relato

Creación (49 page)

BOOK: Creación
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—Impostor o no, el Mago fue Gran Rey durante un año. Por lo tanto, su hija Parmys es la hija de un Gran Rey de Persia, y una digna esposa para mí.

—Debes prometerme en nombre de Anahita… bueno… del Sabio Señor, que cuando Darío y yo estemos muertos convencerás a Jerjes de la necesidad de sacar de esa tumba a esa mujer horrible. ¡Júralo!

Mientras lo hacía, Atosa me miró con suspicacia.

—Si rompes tu juramento, no podré hacerte nada corpóreamente. Pero la diosa es fuerte. La diosa está en todas partes. —Los ojos rojos de Atosa me miraban intensamente.

—Haré lo que pueda. Pero, sin duda, una palabra a Jerjes…

—Ya la ha oído. Pero es olvidadizo. Y también puede caer bajo la influencia de otras consideraciones. —No explicó cuáles—. Así que cuento contigo. Solamente contigo.

Atosa tenía otras quejas. Rara vez veía a Jerjes. Cuando la corte estaba en Susa o en Ecbatana, él estaba en Babilonia o en Persépolis.

—Tiene la manía de las construcciones. —Atosa frunció el ceño—. Como mi padre, naturalmente. Pero como él descubrió, es una afición muy costosa. E infinita.

Al cabo de los años, yo habría de contemplar cómo Jerjes creaba en Persépolis el más hermoso conjunto de edificios inconclusos del mundo. Cuando Calias fue a Persia a negociar la paz, lo llevé a Persépolis. Elpinice me dijo que se asombró a tal punto de la obra de Jerjes que encargó a uno de sus esclavos la realización de una serie de dibujos de los principales edificios. En este mismo momento, los atenienses están atareadísimos imitando el trabajo de Jerjes. Afortunadamente, he visto el original. Y, afortunadamente, jamás veré las toscas copias de Fidias.

Atosa reconoció sufrir cierta soledad, cierto aislamiento.

—Tengo a Lais, por supuesto. Pero está como loca con la política griega. En general, siempre he estado satisfecha de los eunucos. Han sido mis ojos, mis oídos, y mis manos desde la infancia. Pero esta nueva generación no es de ningún modo como la anterior. Se parecen demasiado a las mujeres, o a los hombres. No sé qué es lo que va mal. En los tiempos de mi padre, eran perfectamente equilibrados y fieles. Sabían qué quería yo sin necesidad de que hablara. Ahora son arrogantes, necios, descuidados, y las dos salas de la cancillería son un desbarajuste. Nada se hace bien. Debe ser por todos esos griegos de Samos. Son guapos, por supuesto. E incluso inteligentes. Pero no son buenos eunucos. Y lo único que hacen con gran eficacia es armar líos. ¿Sabes que Lais está conspirando de nuevo?

—Sí. He conocido al rey de Esparta.

—En el harén, la llaman la reina de Grecia. No, no me importa. Si no fuera por ella, jamás sabría lo que se propone esa gente tan turbulenta.

—¿Qué se propone? —En los asuntos serios, yo le hacía preguntas directas a Atosa. A veces, ella me daba respuestas directas.

—Quieren una ofensiva de primavera. La destrucción de Atenas y demás. Todo eso es absolutamente inútil, pero Hipias…

—Siempre Hipias.

—No interrumpas.

—Era un eco, Gran Reina.

—Detén el eco. Hipias ha convencido a Darío, una vez más, de que los atenienses quieren que vuelva como tirano. Darío se está haciendo viejo. —Atosa no era como Lais. No susurraba frases prohibidas: las gritaba, sabiendo que el servicio secreto repetiría cada una de sus palabras a Darío. Así se comunicaban entre sí. Sólo después de la muerte de Darío logré saber por qué ella no le tenía miedo, y sí él a ella.

—Darío está en un error. Cree realmente que Atenas quiere restaurar a los tiranos ahora, cuando todas las demás ciudades griegas se han convertido en democracias.

Eso me sorprendió.

—Pero seguramente las ciudades de Jonia son…

—Son ahora democracias. Los tiranos han desaparecido; hasta el último. Gracias a Mardonio. Al principio, Darío estaba furioso. Pero luego comprendió cuán inteligente era Mardonio. —Los ojos de Atosa eran, a la luz de la tea, como de esmalte polvoriento—. Mardonio es sutil. Demasiado, pienso a veces. De todos modos, mientras iba de ciudad en ciudad, comprobaba que los tiranos eran impopulares por su lealtad a Persia.

—Excelente razón para apoyarlos.

—Eso habría pensado yo. Pero Mardonio es más sutil que nosotros. Se preocupó especialmente por tratar con los comerciantes griegos. Ya sabes, la clase de gente que controla al populacho cuando se reúne y vota. Y luego, de repente, y en nombre del Gran Rey, Mardonio expulsó a los tiranos. Así, como te lo digo. Y ahora es el héroe de las democracias jónicas. Verdaderamente, me ha dejado sin aliento.

—Aunque los tiranos se hayan ido, estoy seguro de que Mardonio ha dejado una reina en Halicarnaso. —A la reina, estas cosas le encantaban.

—Oh sí. Artemisia es todavía reina. Es también una viuda hermosa.

—Una viuda aceptable.

—Todas las reinas deben ser consideradas hermosas —respondió Atosa con firmeza—, excepto por sus maridos. De todos modos, ahora, gracias a Mardonio, Persia se encuentra en la ridícula posición de defensora de la democracia en las ciudades de Jonia, al mismo tiempo que intenta derribar la democracia ateniense para restaurar la tiranía.

—Mardonio es muy impetuoso.

—En tiempos de mi padre, lo hubiesen quemado vivo ante las puertas del palacio por arrogarse la autoridad del Gran Rey. Pero estos tiempos son diferentes, como me digo a menudo. —Atosa dio un golpecito experimental a uno de los dientes que le quedaban, e hizo una mueca de dolor—. Mardonio ha tenido suerte al conquistar Tracia y Macedonia. De otro modo, quizá Darío se hubiera enojado mucho con él. Pero ahora Darío lo escucha a él, y sólo a él. Por lo menos, durante esta estación. Y eso significa que habrá otra campaña griega, con o sin Mardonio. A menos que… Dime más de la India.

Atosa era una política sumamente práctica y realista. Sabía que, tarde o temprano, Jerjes debía probarse en la guerra y, a la luz de las victorias de Mardonio, cuanto antes mejor. Atosa no temía que Jerjes fracasara en el combate, ¿no era, acaso, el nieto de Ciro? Temía que la facción de Gobryas lo asesinara. Y sabía que es mucho más fácil matar a un comandante en el campo de batalla que a un príncipe bien protegido, en la corte.

Cuando terminé, Atosa pronunció unas palabras terribles:

—Hablaré con Darío.

En todos los años que nos tratamos, creo que no le oí decir esas palabras más de tres veces. Era como una declaración de guerra. Con gran agradecimiento, besé su mano. Una vez más, éramos compañeros de conspiración.

Traté varias veces de ver a Mardonio, pero estaba demasiado enfermo para recibirme. La pierna estaba gangrenada y se hablaba de amputación. Era una vergüenza, decían todos, que Demócedes hubiera muerto.

Fan Ch'ih estaba encantado con Babilonia.

—Hay por lo menos seis hombres de Catay viviendo aquí; uno es socio de los Egibi. —Todo el mundo sabe, con excepción de Demócrito, que Egibi e hijos son los banqueros más ricos del mundo. Durante tres generaciones han financiado caravanas, flotas y guerras. Nunca conocí bien a ninguno, pero Jerjes tenía demasiada relación con ellos. A causa de su pasión por la construcción, Jerjes estaba constantemente necesitado de dinero. Los Egibi estaban siempre dispuestos a ayudar, y a veces hasta se mostraban razonables. Solían prestar dinero al veinte por ciento. Con Jerjes, reducían la comisión al diez por ciento. Por esta razón pudo iniciar, aunque no completar, la edificación de una docena de palacios, y conducir las guerras griegas. Roxana, la esposa de Jerjes, era nieta de un Egibi. Se avergonzaba de ello, lo cual divertía mucho a Jerjes.

—No le pueden negar dinero a un miembro de la familia —solía decir él.

Darío despreciaba a los banqueros, lo cual era extraño, porque era esencialmente un mercader. Supongo que deseaba eliminar intermediarios. En todo caso, dirigía las finanzas del reino mediante el tributo y el saqueo. Según Jerjes, Darío nunca tomó dinero en préstamo.

—No creo —decía— que mi padre comprendiera el sistema.

Nunca le dije al Gran Rey Jerjes que, en materia de finanzas, había muy pocas cosas que su predecesor no comprendiera. Los descuentos que retiraba Darío del dinero ingresado en el tesoro eran notorios. Aunque se supone que Hipias le enseñó la manera de engañar al estado en las cuentas, yo pienso que fue exactamente al revés. Y, por otra parte, la acuñación de monedas de oro fue siempre honesta en tiempos de Darío. «Yo soy el arquero» decía, arrojando una moneda sobre la mesa. «Aquí están mi cara, mi corona, mi arco. Todo el mundo debe apreciar mi verdadero peso.» Así fue hasta hace muy poco. Sólo recientemente se ha degradado la ley de las monedas de oro.

Logré organizar varios encuentros entre Jerjes y Fan Ch'ih. Como intérprete, me ocupaba de que se entendieran bien. No sólo conseguí interesar a Jerjes en la India; además, los relatos de Fan Ch'ih sobre las ciudades de Catay nos excitaban a los dos.

—¡Qué grande es el mundo! —exclamó una vez Jerjes. Nos faltaban mapas, y Fan Ch'ih no era muy preciso en la descripción de las vías de acceso a Catay. Nos dijo que había dos caminos terrestres. Uno pasaba a través de las altas montañas, al este de la antigua república de Sakya; el otro cruzaba el gran desierto del norte, más allá del río Oxo. Fan Ch'ih había llegado por mar hasta el puerto de Champa, en Magadha.

—Pero me llevó más de un año —dijo—. Y no quiero volver por el mismo camino. Quiero encontrar una buena ruta por tierra, un camino de seda que nos acerque a vosotros.

Más tarde, en Catay, Fan Ch'ih me dijo que había sido deliberadamente poco explícito acerca de los accesos al Reino Medio, porque le había anonadado la inmensidad del imperio de Darío.

—Yo había pensado que Persia sería como Magadha. En cambio, encontré un monarca universal que, por fortuna para nosotros, no sabía cuánto universo había. Decidí entonces que no era conveniente su visita a Catay. La llegada de un ejército persa al río Amarillo hubiera causado grandes perturbaciones.

Vale la pena observar el contraste entre un hombre de Catay y un griego. Un griego siempre está dispuesto a traicionar a su tierra natal por amor propio herido. Aunque el Reino Medio está dividido en docenas de estados en lucha, ningún hombre de Catay, salvo, quizás, el llamado hijo del cielo, soñaría en pedir ayuda al ejército de una potencia extranjera. La gente amarilla no sólo es excepcionalmente inteligente; está convencida de que es la mejor del mundo. A sus ojos, los bárbaros somos nosotros. Por eso únicamente algunas almas aventureras, como Fan Ch'ih, salen de Catay. El resto es indiferente a lo que pueda haber más allá del Reino Medio.

Fan Ch'ih hizo rápidamente una cantidad de arreglos comerciales con Egibi e hijos. Explotó con habilidad su pasión por la seda y las telas de Catay. Vendió lo que tenía, compró lo que podía, y tomó dinero en préstamo a cuenta de futuros beneficios.

Mientras yo esperaba todavía una audiencia privada con el Gran Rey, Fan Ch'ih organizó un convoy de naves de carga que lo llevaría a la India. Allí desembarcaría con sus mercancías, y continuaría con una caravana. Proyectaba atravesar la India y entrar en Catay por las altas montañas, un viaje largo y azaroso, de aquellos que los jóvenes suelen emprender sin pensarlo dos veces.

Después de un breve período de duelo por Parmys, Darío ofreció una recepción y yo aproveché la oportunidad para presentar a Fan Ch'ih en la corte. Al principio hubo toda clase de objeciones de la segunda sala de la cancillería. ¿El hombre amarillo era verdaderamente un embajador? ¿De qué rey? Si era sólo un mercader, no podía ser recibido. Esto era definitivo. Finalmente Jerjes intervino y el embajador Fan Ch'ih fue invitado a presentarse ante el Gran Rey y obsequiarle con el reconocimiento de su autoridad por el duque de Lu.

A mediodía llegamos a la sala de las columnas. Jerjes acababa de concluir ese bello edificio situado al noroeste del palacio. Fui recibido por el chambelán, y tratado con gravedad por los nobles persas, que nunca supieron muy bien qué pensar de mí. En principio, no les agradan los sacerdotes. Yo era, en realidad, tan poco sacerdote como noble. Sin embargo, aunque no era ni una cosa ni la otra, estaba próximo a la familia real. Por lo tanto, los nobles me ofrecieron sus mejillas, sus sonrisas corteses, sus cumplidos. Todos ellos, con la sola excepción de Gobryas, quien apenas me saludó con un leve movimiento de la cabeza. Como miembro del partido de Atosa y Jerjes, yo era su enemigo. Observé que las patillas del anciano habían sufrido una nueva transformación. De un color rojo vivo habían pasado, como las hojas en otoño, a un dorado opaco.

Aunque Mardonio no estaba presente, había más de un centenar de hijos y sobrinos del Gran Rey. Vi por primera vez a Artafrenes, hijo del sátrapa de Lidia. Se parecía a su padre, excepto por la expresión del rostro, como petrificada por la ambición. A su lado se encontraba el almirante medo Datis, a quien había conocido años antes, en el pabellón de caza del camino a Pasargada. El continente griego estaba agrupado a la izquierda del trono. Hipias parecía muy envejecido, pero resuelto. Se apoyaba en el brazo de Milo, ahora un hombre de gran belleza. Me incliné ante Hipias. Abracé a Milo, que me dijo asombrado:

—Te has vuelto negro.

—Por comer demasiado fuego —respondí, volviéndome. No deseaba hablar con el rey de Esparta.

Fan Ch'ih no se apartaba de mí. Los nobles lo miraban como si fuese un extraño animal, y él devolvía esa mirada. Aunque no le agradaba la arquitectura persa, admiró el esplendor de los vestidos.

—¿Dónde están los Egibi? —preguntó bruscamente.

—Esto es la corte. —Pensé que era una respuesta suficiente.

—Lo sé. Y también sé que le prestan dinero al príncipe de la corona. Entonces, ¿por qué no están aquí?

—Esto es la corte —repetí—. Los Egibi son banqueros y mercaderes. El Gran Rey no puede recibirlos.

—Pero su familia negocia con ellos.

—Sí, pero sólo en privado. En la corte, únicamente los nobles pueden presentar sus respetos al Gran Rey. ¿No ocurre lo mismo en Catay?

—Se dice que así era, seguramente, en los antiguos tiempos. —Fan Ch'ih era un consumado artífice de la reticencia informativa, arte cuya creación suele atribuirse a su maestro K'ung.

En cada una de las capitales del Gran Rey, el ceremonial de la corte se ajusta al protocolo existente antes de la creación del imperio persa. En Menfis, el Gran Rey es un faraón y un dios; en la ciudad santa de Pasargada, es el jefe del clan. En Babilonia, es el rey caldeo, cuyo poder deriva de la casta sacerdotal. Los sacerdotes entendían, allí, que si bien la ciudad puede pertenecer a un rey persa mortal, el ceremonial de la corte no debe ser otra cosa que un reflejo terrestre de la gloria inmortal de Bel-Marduk. Como resultado, los músicos tocan melodías más apropiadas para una fiesta con prostitutas que para una recepción del Gran Rey. Las bailarinas del templo, con movimientos indeciblemente obscenos, rinden homenaje a Ishtar, que es Cibeles, que es Anahita, que es Diana, y tantas diosas de otras partes.

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