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Authors: Gore Vidal

Tags: #Historico, relato

Creación (51 page)

BOOK: Creación
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Esta representación que montamos con Darío fue la comidilla de la corte durante el resto del invierno. Hasta el más obtuso de los nobles persas estaba intrigado ahora por esa posible campaña en el este, y en el este del este.

De la noche a la mañana surgió la moda de usar alguna tela de Catay. La consecuencia fue que se vendió hasta el último retal de seda que había en plaza, para alegría de los Egibi, que entonces controlaban —y controlan ahora— el comercio de la seda. Las telas de Catay se compraban con oro persa, y Egibi e hijos extraían su veinte por ciento del préstamo a Fan Ch'ih, más el beneficio adicional por la venta de la seda.

El Gran Rey me llamó al día siguiente al de la recepción. Darío había tenido preferencia, siempre, por las habitaciones pequeñas. En el lugar en que me recibió parecía un león de la montaña que ha hecho su morada en una hendidura en la roca. Como la mayoría de los señores de este mundo que he conocido, se sentaba invariablemente de espaldas a la pared.

Lo hallé examinando una pila de cuentas. Por la edad, sólo podía leer acercando mucho la escritura a sus ojos. Me incliné. Durante unos instantes no me prestó atención. Escuché su respiración fatigosa y pude oír una especie de siniestro ronroneo en su pecho. Finalmente dijo:

—En pie, Ojo del Rey. Esperemos que no seas tan defectuoso como los verdaderos ojos del rey.

Lo estudié intensamente a través de los párpados respetuosamente bajos. El pelo, teñido en forma irregular, y la barba, ostentaban su habitual desorden. Su cara, sin pintura, estaba cenicienta. Por su túnica manchada y arrugada, podría haber sido un entrenador de caballos de Grecia. Sus debilitados brazo y mano izquierdos estaban colocados de forma natural sobre la mesa, y no se observaba ninguna incapacidad física.

—Has pagado demasiado por el hierro.

—Sí, Gran Rey. —No se discutía con Darío.

—Pero quiero un segundo cargamento. Esta vez no pagaremos en oro, sino en especie. ¿Sabes qué desea esa gente?

—Sí, señor. He preparado una lista y la he entregado en la segunda sala de la cancillería.

—Donde desaparecerá para siempre. Dile al consejero de oriente que deseo esa lista hoy mismo. —Darío depositó sobre la mesa los documentos que sostenía en la mano derecha. Se echó hacia atrás en su silla. Sonreía francamente. Sus dientes eran fuertes y amarillentos y, sí, como de león. Ésa es la persistente imagen que guardo del Gran Rey—. Sueño con vacas —dijo el león.

—Existen, señor. Por millones, y sólo esperan al pastor.

—¿Cuánto tiempo se necesita para traerlas al corral?

—Si el ejército partiera hacia el valle del Indo la próxima primavera, podría pasar el verano, que es la estación lluviosa, en Taxila. Y al comenzar el buen tiempo, correspondiente a nuestro otoño, tendrías cuatro meses para conquistar Koshala y Magadha.

—O sea que desde el principio al fin necesitaré un año. —Darío hizo a un lado los documentos, dejando a la vista el mapa de cobre que yo había preparado para él. Golpeó el metal con el anillo de oro de su dedo índice—. Háblame de las distancias. ¿Cómo es el terreno? ¿Y todos esos ríos? Jamás he visto tantos en un país. ¿Son rápidos? ¿Necesitaremos una flota? ¿O hay suficiente madera para construir una en el lugar? En caso contrario, ¿tendremos que llevar la madera? ¿Qué tipo de nave sería apropiado?

Nunca me han hecho tantas preguntas como en esa hora. Afortunadamente, conocía la mayor parte de las respuestas. Y afortunadamente, el Gran Rey poseía una memoria perfecta y jamás preguntaba dos veces la misma cosa.

Darío mostró especial curiosidad por Ajatashatru. Rió cuando le conté que yo era el yerno de su futuro vasallo.

—¡Es perfecto! —dijo—. Te haré sátrapa de Magadha. Después de todo, eres miembro de la familia real, y nuestra política consiste en cambiar la situación lo menos posible. Tendremos que oscurecerte un poco. Son todos negros, ¿verdad?

—La gente común, sí. Pero la clase gobernante es casi tan clara como nosotros. Son arios, también.

—Signifique eso lo que signifique. De todos modos, te teñiremos con henna. Aunque, ahora que lo pienso, eres ya bastante negro. ¿Y esa gente de Catay? ¿Son todos tan amarillos como ése que trajiste a la corte?

—Eso he oído decir, señor.

—Nunca había visto uno tan de cerca. Los ojos son muy raros, ¿verdad? ¿Cómo puedo llegar a Catay? —Darío estaba ya soñando con las vacas de Catay.

Señalé el ángulo noreste del mapa.

—Hay un paso a través de estas montañas. Sólo es practicable en la estación cálida. Se dice que es un viaje de seis meses.

—¿Y por mar?

—Llevaría, desde Persia, por lo menos tres años.

—O sea, uno desde la India. Pasaremos por muchas islas, seguramente. Islas ricas.

—Islas, penínsulas, un continente. Fan Ch'ih dice que al sur de Catay hay solamente una jungla. Pero dice también que hay una cantidad de buenos puertos, y que abundan las perlas.

—Entonces cogeremos las perlas de Catay después de ordeñar las vacas de la India. —Con el ceño fruncido, Darío se cogió el brazo izquierdo con la mano derecha y lo retiró de la mesa. Tuve una sensación extraña. Había visto hacer el mismo gesto a su padre, cien veces. Darío tuvo conciencia de lo que había hecho delante de mí—. Todavía puedo montar a caballo —dijo serenamente.

—Y conducir un ejército, señor. —Me incliné.

—Y conducir un ejército. A Jerjes le agradaría ir a la India. —La sonrisa de Darío era a veces la de un joven, a pesar de la enmarañada barba cuadrada que casi ocultaba los labios llenos—. Sé que te ha expuesto sus quejas.

Sentí que la sangre afluía a mis mejillas. Así comenzaban las acusaciones de traición.

—Señor, jamás se ha quejado…

—Tonterías. —Darío estaba de buen humor—. Así como tengo ojos leales —me señaló—, tengo también oídos leales. Y no le reprocho eso al muchacho. Tiene la misma edad que Mardonio, y mira todo lo que ha hecho Mardonio. La reina tiene la culpa de la vida que lleva mi hijo. Ella quiere que esté seguro. Y eso me ha guiado. —Darío tuvo un breve acceso de tos y agregó—: No soy demasiado viejo para conducir el ejército.

El hecho de que Darío sintiera la necesidad de repetir esa declaración fue, para mí, el primer signo de que empezaba a decaer y de que era consciente de ello.

—Me he mantenido al margen de las guerras griegas porque no valen la pena de que pierda mi tiempo y mi esfuerzo. Y estoy harto de griegos. En la última recepción de Susa había más griegos que persas.

Quizá Darío tuviese cierta dificultad para leer, pero podía contar con gran facilidad.

—Estoy rodeado de griegos hambrientos de arqueros. —Siempre me chocaba un poco que Darío emplease esa palabra vulgar—. De las dos clases —añadió—. Pero ahora he terminado con eso. No habrá campaña de primavera. Mardonio está consternado. Pero le dije que no podría conducir el ejército aunque la hubiese. Y me hizo un discurso acerca de las batallas que han ganado generales en litera, lo cual es un disparate. Yo sí que aún estoy en condiciones de cabalgar desde la madrugada hasta el ocaso. —Esa brusca salida de tono me convenció de que Darío no volvería a salir al campo de batalla. Me alegré. Jerjes tendría pronto su oportunidad—. Has hecho una buena tarea. —Darío hizo a un lado el mapa—. Informa a la cancillería de lo que, a tu juicio, deberíamos enviar a Catay. Escribe a esos dos reyes, los indios, haciéndoles saber que el Gran Rey dedica una sonrisa a sus esclavos. Las fórmulas habituales. Y que despacharemos una caravana antes del final del año próximo. —Darío sonrió—. No les dirás que yo seré el jefe de esa caravana. Y que nuestra mercancía será de metal: espadas, escudos, lanzas. Antes de morir, seré… ¿Cómo has dicho que se llamaba ese hombrecillo?

—Monarca universal.

—Seré el primer monarca universal verdadero. ¡Sueño con perlas y con sedas, con islas y con Catay!

Si Darío hubiese sido diez años menor, y yo diez años mayor, no dudo de que la porción más importante del mundo conocido habría sido ahora persa. Pero, como yo había calculado, Darío no había de conducir nunca más los clanes al combate. Antes de cinco años, estaría junto a su padre en la tumba de roca, en las afueras de Persépolis.

3

Mardonio me recibió en una casa flotante amarrada al embarcadero del nuevo palacio. El comandante en jefe de los ejércitos y las flotas del Gran Rey se veía pálido, frágil, y aún más joven de lo que era en realidad. Se encontraba en una hamaca suspendida entre dos vigas. Cuando la barca se movía, respondiendo a las corrientes del río, la hamaca se mecía por su cuenta.

—Cuando la barca se mece, el dolor disminuye —dijo Mardonio mientras yo descendía la escalerilla. La pierna infectada estaba desnuda, hinchada, negra. Dos esclavos ahuyentaban las moscas. El sándalo que ardía en el brasero no lograba disimular el olor a carne podrida que llenaba la cabina—. Feo, ¿verdad?

—Sí —dije resueltamente—. Córtatela.

—No. Necesito las dos piernas.

—Se puede morir de una infección como ésa.

—Lo peor ya ha pasado. O eso dicen. Si no es así… —Mardonio se encogió de hombros; luego hizo una mueca de dolor, a causa del esfuerzo.

A nuestro alrededor se oían los ruidos habituales de un puerto activo. Hombres que gritaban, maromas que crujían, el golpeteo de las barcas circulares babilonias que se movían contra la corriente.

—¿No te molesta el ruido?

Mardonio movió la cabeza.

—Me gusta. Cuando cierro los ojos, pienso que estoy con la flota.

¿Quieres venir conmigo la primavera próxima?

—¿A Tracia? —No sé cómo pude tener tan poco tacto como para mencionar el sitio en que había sido herido, y en que había perdido parte de la flota en una tormenta.

Mardonio frunció el ceño.

—Sí, también a Tracia, donde tus parientes se han rebelado.

—Abdera puede haberse rebelado, pero no la familia de Lais. Son pro-persas.

—Conocí a tu abuelo. No sabía que era tan rico.

—No lo conozco, lo siento. Sé que ha sido siempre leal al Gran Rey.

—Es griego. —Mardonio tiró de los cordeles de su hamaca para que describiera un arco mayor—. ¿Por qué incitas a Jerjes con esos cuentos de la India? —dijo, acusándome.

—Me ha preguntado. Le he contado. Si quieres, te contaré lo mismo. Nuestro futuro está en oriente.

—Dices eso porque has sido educado en la frontera oriental. —Mardonio parecía irritado—. No sabes cómo es Europa. Qué rica en plata, grano, gente.

—Darío intentó conquistar Europa, ¿recuerdas? Sufrió una grave derrota.

—Eso es traición —dijo Mardonio, sin preocuparse por moderar sus palabras—. El Gran Rey nunca ha sido derrotado.

—Ni su comandante herido.

Siempre hablé con Mardonio como un igual. Supongo que no le agradaba, pero, como Jerjes, él y yo habíamos sido como uno durante tantos años, no podía protestar. Por otra parte, me quería más que yo a él. Eso siempre le da a uno cierta ventaja. Y como yo no podría conducir jamás un ejército, no representaba la menor amenaza para él. Mardonio pensaba, además, que sus palabras podían influir sobre mis consejos a Jerjes.

—Ese fue un estúpido error. —Mardonio cambió de posición en la hamaca. Traté de no mirar la pierna herida, y, por supuesto, no pude mirar en ninguna otra dirección.

—Nada se opone a que conduzcas los ejércitos a la India.

Yo estaba absolutamente convencido de la llamada política oriental, y jamás he dudado de ella, hasta hoy. Pero Mardonio era el ejecutor de la política occidental. Su tarea no era sencilla. El Gran Rey había perdido interés por Europa después de su derrota en el Danubio. Pasaba su tiempo preocupándose por las tribus del norte e imaginando medios para ganar más dinero. En general, Darío no había tenido verdadero deseo de nuevas conquistas hasta que yo encendí su imaginación con mis relatos de la India y de Catay.

Durante varias horas, Mardonio y yo conversamos en esa fétida cabina, cuyo constante movimiento me mareaba un poco. Aunque Mardonio no ignoraba mi audiencia privada con Darío, era demasiado agudo para preguntarme qué se había hablado. Quizá ya lo supiera. No había demasiados secretos en la corte de Persia. Todo el mundo sabía que yo había llegado a Babilonia con Jerjes.

—Quiero que Jerjes conduzca la próxima expedición a Grecia. Yo seré el segundo. —Mardonio, según pude ver, se figuraba que eso era sutil.

—Atosa no lo dejará ir —respondí, sin la menor sutileza.

—Pero Amestris lo obligará. —Mardonio sonrió—. Tiene gran influencia sobre nuestro amigo.

—Eso he oído decir. ¿Quiere ella que él vaya?

—Por supuesto. Odia que yo reciba todos los honores. No se lo reprocho. Por eso deseo compartir el crédito de la conquista de Europa.

—Exactamente, ¿qué parte de Europa esperas adquirir?

Era una pregunta importante. En aquellos días, sabíamos aún menos que ahora acerca de la extensión y variedad de las tierras occidentales. Los navegantes fenicios nos habían proporcionado una visión correcta de los puertos reales y potenciales de la costa norte del Mediterráneo. Pero el interior de ese continente tan densamente poblado de bosques y en su mayor parte deshabitado, era entonces, como hoy, un misterio. Y, a mi juicio, no valía la pena desvelarlo.

—Inicialmente deberíamos destruir Atenas y Esparta y traer aquí a los habitantes, como hicimos con los milesios. Luego, ocupar Sicilia. Es una isla enorme, donde se puede cosechar bastante trigo para alimentar a toda Persia, lo cual nos tornaría menos dependientes de esta maldita cebada. —Mardonio hizo una mueca—. Si quieres comprender a los babilonios, piensa en cebada, y en vino de palma. Viven sólo de eso, y míralos.

—Son bastante guapos, para ser gente de cabeza negra.

—No hablo de belleza. No los quiero como gente de placer. Quiero soldados, y aquí no hay ninguno.

Pero muy pronto los hubo. Casi toda la facción griega de la corte se nos unió en la cabina.

Abracé al viejo Hipias.

—Esta será mi última campaña —susurró, junto a mi oído. Aunque era viejo y tenía los dientes flojos, aún podía montar como si él y el caballo fueran un solo ser—. Anoche soñé que mi madre me sostenía en sus brazos. Éste es siempre un buen signo. Ahora estoy seguro de que pronto estaré en Atenas, ofreciendo un sacrificio a Atenea.

—Esperemos que sea así, tirano —respondí cortésmente.

Demarato no se mostró cortés.

—Esperemos que haya una campaña. —El espartano me miró con desagrado, y los demás siguieron su ejemplo. Incluso la cara rosada de Milo parecía entristecida ante la idea de que yo pudiera ser, verdaderamente, un enemigo.

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