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Authors: Hans Küng

Tags: #Ensayo, Religión

Credo (27 page)

BOOK: Credo
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Creer en el Espíritu Santo, en el espíritu de Jesucristo, significa para mí —precisamente a la vista de tantas corrientes neumáticas y carismáticas— que el Espíritu no es
nunca mi propia posibilidad
, sino siempre fuerza, poder, don de Dios, que hay que recibir con fe y confianza. No es, pues, un espíritu del mundo, de la Iglesia, de la jerarquía o de la exaltación entusiástica; es siempre el Santo Espíritu de Dios, que sopla donde quiere y cuando quiere y que no es en modo alguno apto para una cosa: para justificar poderes absolutos de gobiernos y de doctrinas, dogmáticas prescripciones de fe carentes de fundamento e incluso el piadoso fanatismo y la falsa seguridad en la fe. Nadie —obispo o catedrático, clérigo o laico— «posee» el Espíritu, pero todos y cada uno pueden rezar una y otra vez: «Ven, Espíritu Santo».

Pero al poner toda mi esperanza en ese Espíritu, tengo motivos para creer no
en
la Iglesia, pero sí en el Espíritu de Dios y de Jesucristo, que están también
en
esa Iglesia, la cual consta de hombres que fallan, como yo. Y al poner mi esperanza en ese Espíritu, estoy preservado del peligro de despedirme, con resignación o cinismo, de la Iglesia. Al poner mi esperanza en ese Espíritu, puedo decir en conciencia, pese a todo: creo la santa Iglesia,
credo sanctam Ecclesiam
.

- VI -

Resurrección de los muertos

y vida eterna

¿Se puede seguir creyendo en el cielo después de Galileo? En aquel entonces, esta pregunta fue peligrosa para muchos. Recordemos: en el año 1600 fue condenado Giordano Bruno, en 1616 Copérnico, en 1633 Galileo. Y tampoco René Descartes, el fundador de la filosofía moderna, se atrevió a publicar su obra postcopernicana —lista ya para la imprenta—
Traité du monde ou de la lumiére
(
Tratado del mundo o de la luz
), pues la decisión, aprobada personalmente por el papa, debía ser impuesta con todos los medios de que disponían los inquisidores y las nunciaturas.

Pero el precio moral que pagó la Iglesia fue elevado. Y no carecen de razón quienes afirman que la condenación de Galileo —y, por ende, la pérdida para la Iglesia del mundo filosófico y científico—, junto con la segregación de las Iglesias oriental y occidental y con el cisma de la Reforma, es una de las tres mayores catástrofes de la historia de la Iglesia del segundo milenio: «Se hace uso de la sagrada Escritura con fines para los que Dios no la dio, y se abusa por tanto de ella, cuando se quiere extraer de ella el conocimiento de verdades que sólo son útiles a las ciencias humanas y no a nuestra salvación» , escribía entonces, en una carta, Descartes
[53]
.

Pero la Iglesia romana de aquella época, en el apogeo de la Contrarreforma y saturada de barroco triunfalismo, apenas se ocupó de ese desarrollo de la filosofía y la astronomía modernas, y contrapuso a éstas, sirviéndose del arte, una imagen propia del cielo. Una última vez había que mantener unida a Europa en la antigua fe —en todo caso Italia, España, Francia, los Países Bajos meridionales, Alemania del sur y Austria— mediante un estilo artístico unitario y con pretensión de totalidad: mediante el barroco. Con las cúpulas de tambor de las iglesias barrocas se mostraría una vez más palpablemente el mundo celeste, el cielo de todos los santos, para probar la verdad de la Iglesia católica. Y así se les dio a los pintores su tema favorito, como si en el cielo no hubiese cambiado absolutamente nada.

1. El cielo como ilusión artística

En la Roma de los Bernini y los Borromini, medio siglo después de la condenación de Galileo, el famoso pintor jesuita
Andrea Pozzo
(1642 - 1709), nacido en Trento, la ciudad del concilio, y fallecido en Viena, con perfecta técnica y aplicando una perspectiva de calculada precisión cubrió la bóveda de la inmensa nave de la iglesia jesuítica romana de
San Ignacio
con un único fresco, que no sólo se tiene hoy por su obra capital sino también por una de las cimas de la pintura ilusionista de bóvedas del barroco tardío: la acogida en el cielo del fundador de la orden, Ignacio, y la propagación, a través de él, del amor de Dios por los cuatro continentes. La arquitectura real de esa nave se transforma con toda naturalidad en arquitectura aparente, una especie de arco de triunfo poblado de santos y ángeles. En el centro, sobre las nubes, se abre el cielo, de forma que no sólo se ve al fundador de la orden, Ignacio, sino a la propia Trinidad —Dios Padre, Cristo con la cruz y el Espíritu en forma de paloma—, de la que sale un luminoso rayo de amor, que va directamente al corazón de Ignacio y desde allí, dividido en cuatro, a los cuatro continentes con sus representantes. En verdad: con mayor patetismo y más fuerza expresiva que aquí no es posible trasponer en imágenes el espíritu de la Contrarreforma y la pretensión de universalidad de la
Propaganda fide
. Una inigualable apoteosis de un santo, la glorificación sin par de una orden religiosa, un
theatrum sacrum
de la Iglesia única y verdadera y —50 años después de la condena de Galileo— una visión barroca de la configuración del cielo, como si no hubiese tenido lugar el cambio copernicano, como si no hubiese sido inventado el telescopio, como si en la astronomía, la física y la filosofía no hubiese habido un memorable cambio de paradigmas, de extraordinarias consecuencias.

El grandioso fresco de Andrea Pozzo y su escrito teórico sobre la perspectiva en arquitectura y pintura, la totalidad del «barroco jesuítico», han influido sobre todo en el sur de Alemania, si bien en el siglo XVIII pasó a ser más fuerte la influencia francesa, de manera que hacia 1730 también allí el barroco dio paso al rococó (Luis XV). Pues bien, un punto culminante del rococó bávaro-suabo, la —todavía hoy— más popular iglesia barroca, llamada muchas veces «la más bella iglesia de pueblo del mundo», es el santuario «in der Wies», cerca de Neugaden, en la Alta Baviera. Fue construida entre 1745 y 1754 por los
hermanos Zimmermann
, que fueron estucadores antes de que Dominik se hiciese arquitecto y Johann Baptist pintor. Un equipo perfecto, cuya última y más importante obra —después de Steinhausen, en la Alta Suabia— fue precisamente el
santuario de Wies
: realmente una obra de arte sacro total, en la que no sólo arquitectura, escultura, pintura, sino también la ornamentación, mezclado todo en imperceptible trasvase, gozan de igualdad de derechos. Una «arquitectura» al mismo tiempo pictórica y plástica. El recinto principal, oval, rítmicamente vibrante, del santuario de Wies está coronado, como en San Ignacio, por un gran fresco único. Pero, a diferencia de la pintura de Pozzo, la arquitectura aparente —salvo un gran trono vacío por el lado del coro y una puerta enorme del lado de la entrada— está muy reducida. Y por eso se puede extender, a todo lo ancho, el cielo, en un azul alegre, que todo lo domina, un cielo poblado por relativamente pocos personajes. En el centro geométrico no se halla ningún santo, ni tampoco (como en tantos santuarios, a lo largo y a lo ancho de la Alta Baviera) María, sino el propio Cristo, que llega al juicio. Ésa es también la solución más convincente teológicamente. Pero, a diferencia del fresco de Miguel Ángel, aquel fresco mural, amenazante, dei juicio final, Cristo aparece aquí como transfigurado, rodeado de luz, sentado sobre el punto más alto de un arco iris, que ha sido, desde el diluvio y la salvación de Noé, signo de reconciliación, signo de la alianza de Dios con toda la creación, una alianza con todos los hombres que precede a la alianza de Abrahán y por supuesto a la de Moisés con el pueblo de Israel.

Todo aparece dispuesto para el juicio: ángeles, apóstoles, María, los libros de la vida: pero el juicio aún no se celebra. La mano derecha de Jesús señala hacia la cruz, ya superada y rodeada de una aureola; la izquierda muestra la llaga del costado, el corazón como símbolo del amor. Llama la atención que no estén representados quienes van a ser juzgados, como lo están en el fresco de Miguel Ángel, que contiene, literalmente, cientos de ellos. Pero todavía es tiempo de gracia, de arrepentimiento, de perdón de los pecados. Y es a los peregrinos que un día serán juzgados a quienes se dirige esta escena de las «postrimerías», que no quiere infundir miedo, como la de Miguel Ángel, sino que, con sus claros colores en medio del recinto alegre y festivo, quiere trasmitir al peregrino de este mundo una honda seguridad y con fianza y al mismo tiempo hacerle anhelar la patria celestial: semejante, en su actitud básica, a una música precisa, la música de una obra creada en fecha inmediatamente anterior (1741) por un músico nacido el mismo año que Dominik Zimmermann,
el Mesías
de Georg Friedrich Hándel. Cuando el peregrino va a salir de la iglesia, aparece ante él, pintada al final de la nave, exactamente encima de la puerta de salida, la «puerta de la eternidad», formidable, orientada hacia el cielo, pero todavía cerrada, y escrita en ella la frase del evangelio de Juan: «
Tempus non erit amplius
» («Ya no existirá el tiempo»), puesto que detrás de esa puerta empieza la eternidad. Y no se trata de un mensaje apocalíptico, cargado de amenaza, sino un mensaje alegre que hay que entender de modo personal, como un llamamiento a pensar en la hora en que esa puerta se le abrirá al espectador. «Pero ¿a qué viene esa ilusionista apertura de los cielos?», me interrumpe mi interlocutor, «¿a qué viene esa ilusión de un mundo celeste orientado hacia el infinito, cien años después del proceso de Galileo, cincuenta años largos después de los
Philosophiae naturalis principia mathematica
del fundador de la mecánica del firmamento, Isaac Newton? Hoy ya no nos dejamos engañar por ese arte —sumamente decorativo, indudablemente—, un arte que, aprovechando todos los recursos de la ilusión óptica y todos los artificios posibles, da la impresión de un mundo celeste, aparentemente real y situado encima de nosotros. Hoy le vemos el juego a ese grandioso ilusionismo barroco, que trataba de borrar las diferencias, no sólo entre arquitectura real y arquitectura aparente, sino también entre cielo físico y cielo meta-físico. ¡Esas ideas sobre el cielo están superadas!».

Sí, imposible negarlo: no sólo tuvo que abdicar, a causa de las enormes deudas que contrajo con el proyecto, el hombre que mandó construir esa iglesia «celestial» de Wies, el abad Mariano II; no sólo se vio sustituido el rococó, ya en 1760/70, por la severidad del clasicismo: aún no habían transcurrido cuarenta años después de acabada la iglesia, y ya aquel mundo y su sistema religioso-eclesiástico entraron en crisis, crisis provocada por la Revolución francesa. En París y en otros lugares, Dios fue oficialmente «depuesto»; muchos sacerdotes acabaron «en la farola». Casi increíble: a comienzos del siglo XIX, en el curso de la secularización general, el santuario de Wies fue confiscado por el Estado y puesto a la venta, cayendo después en el olvido hasta entrado ya el actual siglo. Pero la pregunta de mi interlocutor apuntaba más lejos: «¿A qué viene hoy un cielo así? ¿No está definitivamente refutada la fe en el “cielo”?».

2. El cielo de la fe

No se puede pasar por alto el hecho de que las mediciones de los astrónomos, las desilusionadoras perspectivas y conocimientos que nos proporcionan los telescopios y satélites, las naves y sondas espaciales, han transformado radicalmente el concepto de cielo. La palabra «cielo» ha sufrido tal desgaste que, definitivamente, parece imposible seguir empleándola. Con esa palabra se expresa el asombro («¡cielos!»), el cariño («cielo mío») o se acude a todo tipo de clichés de mejor o peor gusto («es un cielo», «cielín», «cielito»). Y, sin embargo, hasta en ese desgaste se trasluce algo del hondo sentido arquetípico que ha conservado la palabra, desde el «T'ien» de los chinos hasta la «recompensa celestial» de los cánticos religiosos alemanes, algo que no es tan fácil de sustituir por algo distinto, por algo mejor, y, menos aún, por algo terrenal. Por todo esto yo no quiero preguntar por un cielo cualquiera, un cielo que deseamos con pasión, que anhelamos como refugio, que empleamos en nuestras fórmulas de juramento. No: yo pregunto aquí por una última (y primera) realidad en que creemos los hombres del siglo XX, y en que podemos confiar: el cielo de
la fe cristiana
. En este sentido, quisiera aducir tres puntos de vista que recogen y puntualizan al final lo que se dijo al principio sobre la creación.

  1. El «cielo» del que habla la fe no es —si reflexionamos un poco—
    un más allá supraterrenal
    : no es un cielo en sentido físico. ¿Habrá que seguir hoy aduciendo pruebas de que esa especie de bóveda semicilíndrica que se extiende por encima del horizonte y en la que aparecen los astros ya no puede ser tenida, como en los tiempos bíblicos, por el lado exterior de la sala del trono de Dios? Como sabemos, el cielo de la fe no es el cielo de los astronautas, cosa que confirmaron los astronautas que durante el primer viaje a la luna recitaron desde el cosmos el relato bíblico de la creación. No: ya no es posible aceptar la idea ingenuamente antropomórfica de un cielo situado más allá de las nubes. Dios no habita, en su calidad de «altísimo», en un sentido local o espacial, «más arriba» del mundo, en un «supramundo»: los cristianos creen que Dios está presente en el mundo.
  2. El cielo de la fe
    tampoco es un más allá fuera del mundo
    : no es un cielo en sentido metafísico. Para la manera de concebir el cielo no es factor decisivo el que el mundo —como se pensó largo tiempo en la Edad Moderna— sea infinito espacial y temporalmente o bien, como piensan hoy muchos científicos basándose en el modelo cósmico de Albert Einstein, limitado espacial y temporalmente. Ya vimos que ni tan siquiera un universo infinito podría limitar en todas las cosas al Dios infinito; la fe en Dios es compatible con ambos modelos del universo. Así que ese concepto, filosófico-deísta, de cielo también es inaceptable. Dios no habita, en sentido espiritual o metafísico, «fuera» del mundo, en un más allá extramundano, en un «trasmundo». Los cristianos creen que el
    mundo
    se halla, seguro y protegido,
    en Dios.
  3. El cielo de la fe
    no es
    , por tanto,
    un lugar sino una forma del ser
    , ya que el Dios infinito no es localizable en el espacio, no es limitable en el tiempo. Ya vimos que el cielo de Dios es ese «ámbito», ese «espacio vital» de Dios «Padre», cuyo símbolo, eso sí, puede seguir siendo el cielo físico visible con su magnitud, su claridad y su luminosidad. El cielo de la fe no es otra cosa que el ámbito, escondido, invisible-inaprehensible, de Dios, un Dios que no se sustrae en modo alguno a la tierra, sino que, llevando todo a la plenitud del Bien, hace participar en la gloria y en el reino. Por tanto, Ludwig Feuerbach, en su capítulo sobre la fe en la inmortalidad, realizó una interpretación perfectamente correcta al dar a Dios el nombre de «cielo no desarrollado» y al cielo real el de «Dios desarrollado». Dios y cielo son, en efecto, idénticos: «Actualmente, Dios es el reino de los cielos, en el futuro, el cielo será Dios»
    [54]
    .
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