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Authors: Hans Küng

Tags: #Ensayo, Religión

Credo (31 page)

BOOK: Credo
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9. ¿Sólo contemplar a Dios?

Todas las grandes religiones prometen un estado final libre de sufrimiento. Los
chinos
creen en un mundo superior, al que asciende el alma espiritual (
hun
) convertida en espíritu (
shen
). Y para los
hindúes
la más elevada meta es la definitiva «liberación» (
moksha
) del hombre de su dolorosa situación actual y el conocimiento o la unión con la divinidad, que recibe el nombre de
Saccidananda
y es descrita como un ser absoluto (
sat
) que, en pura conciencia (
cit
), exhala beatitud absoluta (
ananda
).

El
nirvana del budismo
, que significa literalmente «extinguir», equivale a un estado final sin codicia, odio ni ofuscación, o sea, sin sufrimiento. Son pocas las escuelas budistas que entienden ese estado final de manera puramente negativa, como aniquilación total del individuo. La mayoría cree que se trata, positivamente, de una conservación del individuo. Sabido es que el Buda no quiso dar respuesta a tales cuestiones metafísicas. Pero ya atestigua «un antiguo texto brahmánico de la antigua India que cuando el fuego se apaga no se destruye sino sólo que, al entrar en el éter del espacio, es inaprehensible. Y, en efecto, en algunos pasajes del antiguo canon budista (…) se afirma —con la imagen expresa de la llama apagada— que el modo de ser de quien ha hallado la salvación es un estado insondable, inaprehensibie, y hasta se caracteriza a veces ese estado como estado de gozo»
[65]
. Por tanto, en principio no tiene que haber necesariamente contradicción entre la opinión de la mayoría de las escuelas budistas sobre un positivo estado final (
nirvana
) y el concepto cristiano de un positivo estado final («vida eterna»). En ambos casos se trata de «otra orilla», de otra dimensión, algo trascendente, la realidad verdadera, última, que no se puede describir. Algunos budistas la llaman por eso también
sunyata
, «vacío» total, que es también, por otra parte, plenitud total.

En el budismo hay, pues, una resistencia a describir ese estado final, como hace, con todo el despliegue de los sentidos, no sólo la literatura apocalíptica judía sino también el Corán, que ve el
paraíso de los musulmanes
lleno de goces terrenales: en los «jardines de las delicias», ante la complacencia divina (de la visión de Dios se habla sólo al margen), la «gran felicidad»: una vida dichosa, en lechos ornados de piedras preciosas, exquisitos manjares, arroyos de agua que nunca se corrompe y leche con clara miel y exquisito vino, escanciada por donceles eternamente jóvenes, los bienaventurados en compañía de seductoras vírgenes del paraíso que nadie tocó hasta entonces
[66]
.

En el
cristianismo
, el centro de toda esperanza en la otra vida lo constituye, desde la época de los Padres de la Iglesia,
la visión beatífica de Dios
. Sobre todo en el modelo neoplatónico de Agustín, con una felicidad de orden totalmente espiritual, en la que el hombre, sólo espíritu, aparece tan concentrado en Dios que la materia, el cuerpo, la comunión, el mundo, reciben, todo lo más, una mención marginal. Al final de su gran obra histórico-teológica
La ciudad de Dios
, se habla del gran sábado, del día del Señor, del octavo día, el día eterno que aportará el descanso eterno al espíritu y al cuerpo: «
lbi vacabimus et videbimus, videbimus et amabimus, amabimus et laudabimus. Ecce quod erit in fine sine fine. Nam quis alius noster est finis nisi pervenire ad regnum, cuius nullus est finis
?»: «Allí seremos libres y veremos, veremos y amaremos, amaremos y alabaremos. He aquí lo que habrá en el fin infinito. Pues ¿qué otro fin hay para nosotros sino llegar al reino que no tiene fin?»
[67]
.

Esa visión beatífica, por otra parte, ha sido presentada en ciertas interpretaciones posteriores con tal exaltación de lo inmaterial que no les dice nada no sólo a muchos musulmanes sino tampoco a muchos cristianos. Por ejemplo, cuando, según el
Supplementum
a la
Summa theologiae
de Tomás de Aquino
[68]
,hasta los astros permanecen en eterno reposo, los hombres ni comen ni beben ni, por supuesto, se reproducen; las plantas y los animales no serán necesarios en ese nuevo mundo, que carecerá de flora, de fauna y hasta de minerales, pero que en cambio abundará en «aureolas» de santos, sobre lo cual el
Supplementum
, que es obra de un discípulo de Tomás, se explaya a continuación en varios artículos. Frente a tal tradición, más platónica que cristiana, vale la pena acudir a la
herencia judía
, en la que, ya en el libro de Isaías, se anuncia el final de los tiempos mediante grandes imágenes simbólicas, como pacificación de la naturaleza y de los hombres: «Entonces habita el lobo con el cordero, la pantera yace junto al cabritillo. El novillo y el león pacen juntos, un niño pequeño puede apacentarlos. La vaca y la osa se unen en amistad, sus crías yacen juntas. El león, como los bueyes, come paja. El niño de pecho juega ante la madriguera de la víbora, el niño mete la mano en el antro de la serpiente. Nadie hace daño, nadie hace mal en todo mi santo monte; pues la tierra está llena del conocimiento del Señor, como el mar está lleno de agua…» (ls 11,6 - 9).

Al final del libro de Isaías —en el Tercer Isaías, posterior a la cautividad de Babilonia— se halla también ese gran pasaje, ya citado, donde se anuncia, probablemente de modo más completo que en ningún otro pasaje, la plenitud final, que no debe entenderse en absoluto como huida del mundo, rechazo de la materia, menosprecio del cuerpo, sino como
nueva creación
—ya sea regeneración o recreación del antiguo mundo—, es decir, como «
nueva tierra y nuevo cielo
» y por tanto, como nuestra patria que nos llena de felicidad: «Pues he aquí que yo creo un nuevo cielo y una nueva tierra. Ya no se pensará en lo antiguo, nadie lo recuerda. Antes, habrá gozo y regocijo por siempre jamás por lo que estoy creando» (Is 65,17 s.). Y luego se habla de que los hombres ya no mueren siendo niños de pecho, sino que viven en edad juvenil, construyen casas, plantan viñas y saborean sus frutos… Y «nueva creación» significa, primero —según Jeremías (31,31 - 34)—, «nueva alianza» y —según Ezequiel (36,26 s.)— «nuevos corazones, nuevo espíritu».

Ésas son, pues, las imágenes del reino de Dios, de la consumación de la historia de la humanidad a través del Dios fiel, del creador y recreador, imágenes aceptadas y aumentadas por el Nuevo Testamento: novia y banquete de bodas, el agua viva, el árbol de la vida, la nueva Jerusalén. Imágenes de amor, comunión, claridad, plenitud, belleza y armonía. Pero también aquí hemos de recordar una última vez que las imágenes no son sino imágenes. No hay que eliminarlas, indudablemente, pero tampoco objetivarlas, cosificarlas. Tenemos que recordar lo que dijimos claramente en cuanto a la resurrección de Jesús: la consumación del hombre y del mundo es una nueva vida en las
dimensiones inaccesibles de Dios
, más allá de nuestro tiempo y de nuestro espacio. Y, por tanto, al final está también ese misterio inefable, ese gran
mysterium
que es Dios mismo: «El único inmortal vive en una luz inaccesible, que no ha visto ni puede ver hombre alguno», se lee en el Nuevo Testamento (1 Tim 6,16). ¿Cómo vamos a identificar nuestras imágenes con la realidad de Dios?

Más allá de toda experiencia, imaginación y pensamiento humanos está la plenitud de Dios. La vida eterna, en cualquier caso, es todo lo contrario de ese eterno aburrimiento, característico del infierno, que nos presenta
Huis clos
(
A puerta cerrada
, 1945) de Sartre o el paisaje muerto de la obra tardía de Max Frisch
Triptychon
(
Tríptico
, 1981): en la escena una luz blanca, invariable, todo se mueve en círculo, sólo estancamiento, inexorable repetición. Si hay también para los cristianos un núcleo de verdad en la doctrina de la reencarnación, ese núcleo es, ya lo he dicho antes, el siguiente: que la vida eterna no excluye sino que incluye otras evoluciones inimaginables en el ámbito del infinito. La magnificencia de la vida eterna es completamente nueva, imposible de imaginar y de captar, impensable e indecible: «Lo que ningún ojo vio ni ningún oído oyó, lo que no pensó ningún hombre: eso tiene Dios preparado para quienes le aman» (1 Cor 2,9).

En eso quiero, pues, confiar, con confianza razonable, con fe esclarecida, con esperanza acendrada: en que el reino de la plenitud no es un reino de los hombres sino el
reino de Dios
; el reino, pues, de la justicia cumplida y de la perfecta libertad, el reino de la verdad inequívoca, de la paz universal, del amor infinito y de la alegría desbordante: de la vida eterna.

«Eso suena como demasiado bien para ser verdad», opinan aquí algunos coetáneos, «yo he visto morir, morir una muerte horrible, a demasiadas personas para que pueda creerme todo eso». Yo respondo: Quien puede creer en una «vida eterna», también puede llegar a tener otra actitud ante la muerte.

10. Otra actitud ante la muerte

Indudablemente, sobre nuestro propio comportamiento a la hora de la muerte no vamos a hacernos, pese a todo, muchas ilusiones. Quien habla, hoy y ahora, lleno de valentía, puede enmudecer de miedo cuando le toque morir a él. Quien está erguido, que se cuide de no caer: empezando por los teólogos. Cada uno de nosotros tiene que morir su muerte propia y personal, con sus angustias, con sus temores y esperanzas. Y es, realmente, una vergüenza para la humanidad de finales del siglo XX que año tras año mueran una muerte atroz,, a veces lenta, a veces abrupta, millones de personas, a consecuencia del hambre o de la guerra, de la injusticia social y de violencias de todo género.

Por otra parte, en nuestra sociedad del bienestar la muerte presenta otro orden de problemas muy distinto: lo que muchas personas viven cada vez más como una carga, y no como un beneficio, es la prolongación artificial de la vida. A la vista de esta posibilidad, inimaginable en tiempos pasados, de prolongar la vida —aunque, por otra parte, muchas veces sólo se trate de una vida vegetativa— tomamos progresivamente conciencia de una dimensión totalmente nueva de la responsabilidad humana: la responsabilidad de la propia vida incluye también la
responsabilidad de la propia muerte
. La vida humana es, ciertamente, un regalo de Dios, pero también, conforme a la voluntad de Dios, una tarea para el hombre. La vida es, ciertamente, «creación» de Dios, pero, conforme a la. misión encomendada por Dios, también responsabilidad para el hombre. El hombre tiene que perseverar, ciertamente, hasta el «final dispuesto», pero ¿qué final le ha sido dispuesto? Y la «devolución prematura» de la vida es, ciertamente, un «no» del hombre al «sí» de Dios, pero ¿qué significa, a la vista de una vida aniquilada física y/o psíquicamente, «prematura»?

La cuestión de «ayudar a morir» no se plantea porque la vida del recién nacido no viable, del enfermo incurable o que ha perdido definitivamente la conciencia sea «indigna de ser vivida», o, menos aún, «inhumana», sino al revés: precisamente porque el hombre es y sigue siendo hombre en todas las circunstancias, tiene
derecho a morir con dignidad humana
. Y tal vez se le niegue ese derecho cuando se le tiene colgado todo el tiempo de unos aparatos o se le administran sin cesar medicamentos, o sea, cuando sólo se le da la posibilidad de vegetar, de llevar una existencia vegetativa.

Cuanto mayor va siendo la posibilidad de dirigir los procesos vitales, tanto mayor es la responsabilidad que le incumbe al hombre, y esto tiene como consecuencia un cambio, evidente en nuestra sociedad, en la conciencia de normas y valores, sobre todo en lo que se refiere al comienzo y al fin de la vida humana. Antes, muchos moralistas interpretaban y rechazaban el control activo, «artificial», de la natalidad, por considerarlo un rechazo de la soberanía de Dios sobre la vida, hasta que comprendieron que Dios también ha sometido a la responsabilidad (no a la arbitrariedad) del hombre el
comienzo
de la vida humana. Ahora, con los fantásticos progresos de la medicina, nos hacemos cada vez más conscientes de que también el
final
de la vida humana ha sido puesto bajo la responsabilidad (no arbitrariedad) del hombre por ese mismo Dios que no quiere que le hagamos tomar a él una responsabilidad que podemos y debemos asumir nosotros.

Por eso, la discusión sobre el «ayudar a morir» (eutanasia pasiva) debe ser llevada, por lo menos para el creyente, a un plano superior: quien está convencido de que el hombre, al morir, no pasa absurdamente a la nada, sino a una última y primera realidad, quien está convencido de que la muerte no es un «mutis» carente de sentido, una desaparición, sino que es entrada, regreso, asumirá su propia responsabilidad —como paciente o como médico— con menos angustia y menos nerviosismo. El Estado, sin embargo (la eutanasia practicada por los nazis es una advertencia perenne), no debe meter baza en este asunto: ningún poder de este mundo tiene el derecho de decidir si una vida humana es «digna» o «indigna de ser vivida». De lo que se trata aquí es, simplemente, de respetar una
sopesada decisión de conciencia de quien está mortalmente enfermo
(o, en caso de incapacidad, de los familiares o de los médicos). Y eso significa:

  • El médico debe hacer todo por curar al enfermo, pero no diferir la muerte artificialmente, con ayuda de la técnica —muchas veces a costa de insoportables sufrimientos—, durante horas, días, incluso años.
  • La terapia tiene sentido no si consigue que el enfermo subsista arrastrando una vida vegetativa, sino sólo en la medida en que tiene por objeto la rehabilitación, o sea, la restitución de las funciones corporales vitales y, de esa manera, la regeneración de toda la persona humana.
  • El enfermo tiene derecho a rechazar un tratamiento cuyo solo objeto sea prolongar la vida.
  • Por otra parte, los deberes para con un moribundo no deberían limitarse al tratamiento médico, sino que —según la situación— deberían incluir también la dedicación humana de médicos, enfermeras, capellanes, familiares y amigos.
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