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Authors: Hans Küng

Tags: #Ensayo, Religión

Credo (30 page)

BOOK: Credo
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Pero lo que a mí me mueve, como a muchos otros teólogos, no es solamente la idea humanitaria, sino algo más profundo: ¿He de creer yo, como cristiano,
en un Dios así
? ¿En un Dios que puede contemplar eternamente esa tortura física y psíquica, una tortura sin esperanza, despiadada, horrible y cruel, de sus criaturas? ¿Y posiblemente teniendo a su lado, en el cielo, a los eternamente bienaventurados? Quienes defienden a un Dios así opinan que el Dios infinito, que ha recibido una ofensa supuestamente infinita, necesita, para restablecer su «honor» , aplicar una pena también infinita; ¿pero es realmente el pecado, en tanto que acto humano, algo más que un acto finito? ¿Y realmente presenta a Dios el Nuevo Testamento como un acreedor tan duro de corazón? ¿Un Dios misericordioso, de cuya misericordia estarían excluidos los difuntos? ¿Un Dios de paz que convierte en eterna la falta de paz y de reconciliación? ¿Un Dios de clemencia, de amor al enemigo, que, inclemente, se venga de sus enemigos por toda la eternidad? Me pregunto qué se pensaría de un ser humano que satisficiese tan implacable e insaciablemente su sed de venganza, aunque ésta fuese justificada.

Pero perspicaces teólogos apuntan que no es Dios quien condena al hombre mediante un veredicto exterior, sino que
es el hombre mismo
quien —desde el interior de su libertad— se condena a sí mismo por su propio pecado. De modo que la responsabilidad no está en Dios sino en el hombre. Y cuando el hombre muere, su autocondenación y su alejamiento (no un lugar, sino un estado) de Dios se convierten, inevitablemente, en definitivos.

Pero yo pregunto: ¿Qué significa aquí «
definitivo
»? ¿No reina Dios, ya en los Salmos, sobre el reino de los muertos, ¿Qué va a ser definitivo aquí, contra la voluntad de un Dios omnimisericordioso y omnipotente? ¿Por qué un Dios infinitamente bueno, en lugar de suprimir la enemistad, va a querer eternizarla, compartiendo de hecho eternamente su reino con cualquier antidiós? ¿Por qué no va a poder hacer nada a este respecto e imposibilitar así por toda la eternidad una purificación y un acrisolamiento del hombre culpable?

Tinieblas, llanto, crujir de dientes, fuego: son éstas, sin duda alguna, duras imágenes sobre la amenazadora posibilidad de que el hombre malogre totalmente el sentido de su vida. Pero ya Orígenes, Gregorio de Nisa, jerónimo y Ambrosio interpretaron el fuego metafóricamente, como una imagen de la ira de Dios contra el pecador. Y no sólo en el uso lingüístico moderno, sino también en griego y hebreo, la palabra «eterno» no se toma en un sentido estricto («esto está durando ya una eternidad, significa «esto no se sabe cuándo va a acabar»). En la «pena eterna» (Mt 25,46) del juicio final, el acento recae sobre el hecho de que esas penas son definitivas, irrevocables, decisivas para siempre, no sobre el hecho de que el sufrimiento haya de durar eternamente. E independientemente de cómo se interpreten en detalle los distintos textos de la Escritura,
la «eternidad» de las penas del infierno no debe ser entendida de manera absoluta
. Es una contradicción admitir el amor y la misericordia de Dios y al mismo tiempo la existencia de un lugar de eternas torturas. No: las «penas del infierno» están subordinadas, como todo lo demás, a Dios, a su voluntad y a su gracia.

Y, en todo caso, hay que tener en cuenta una cosa: hoy en día, la cuestión del infierno no debe ser reducida a la cuestión privada de la «salvación de mi alma», sino que remite al hombre a una realidad en la que él encuentra tantas veces su propio infierno. El hecho de que, desde la perspectiva del Cristo crucificado y resucitado, la condena al infierno no sea la última palabra, ha de darnos fuerzas para procurar eliminar
los infiernos de este mundo
, como lo expresa el teólogo protestante Jürgen Moltmann: «Si Cristo ha resucitado realmente de la muerte y del infierno, eso lleva a la conciencia a rebelarse contra los infiernos de este mundo y contra todos aquellos que los fomentan. Pues la resurrección de ese condenado está atestiguada y ya realizada en la rebelión contra la condenación del hombre por el hombre. La esperanza, cuanto más realmente crea en el infierno quebrantado, tanto más militante y política será para quebrantar los infiernos, los infiernos blancos, negros y verdes, los infiernos ruidosos y los silenciosos»
[64]
. Pero insisten: «Si existe la posibilidad de que el hombre cargado de culpa se purifique y acrisole después de la muerte, ¿cómo sucederá eso? En la existencia del purgatorio —atestiguado en algunas religiones, pero no en la Biblia hebrea ni en los escritos neotestamentarios— no va a creer ya nadie en el siglo actual, sobre todo sabiendo que el culto medieval a las ánimas y el asunto de las indulgencias fueron una causa importante de la Reforma». Esta cuestión preocupa hoy también a los católicos.

7. El purgatorio y la culpa no expiada

Las controversias de la época de la Reforma pueden considerarse hoy, también a este respecto, definitivamente superadas: ya hay muchos teólogos católicos que
han abandonado la idea de que exista un lugar o un tiempo
de purificación posterior a la muerte y, menos aún, un reino intermedio o una fase intermedia pospuesta a la muerte. En la Biblia no hay, en efecto, el menor fundamento para esa creencia. Se suele admitir, además, que la expresión alemana
Fegefeuer
, «fuego limpiador») es una poco afortunada equivalencia de lo que en ¡aún recibe el nombre de
purgatorium
, «lugar de limpieza»; incluso el concilio de Trento, que esperaba poder mantener la idea del purgatorio, dejó abierta la cuestión del lugar y el modo (¿fuego?), previniendo contra la curiosidad, la superstición y el afán de lucro.

Por otra parte, sigue en pie el hecho de la
culpa no expiada
en la historia universal, que no siempre es, desde luego, el juicio universal. Por eso se comprende la siguiente pregunta: ¿ha de ser la muerte hacia Dios, esa última realidad, la misma para todos?, ¿la misma para los criminales y para sus víctimas, la misma para los que han cometido múltiples asesinatos y para los múltiples asesinados, la misma para quienes se esforzaron toda su vida en cumplir la voluntad de Dios y fueron una auténtica ayuda para su prójimo, y para quienes impusieron su propia voluntad a lo largo de su vida, viviendo egoístamente y abusando de los demás?, ¿no habría que dudar de la justicia divina si todos accedieran de la misma manera a la divina bienaventuranza? No; un asesino, un delincuente, o, de un modo más general, un impuro, no iluminado, no puede en absoluto encontrar el eterno descanso en Dios si no se ha purificado y acendrado antes.

Y, por eso, la respuesta de muchos teólogos no apunta hoy al tiempo posterior a la muerte sino a
la propia muerte
: el morir en Dios no debe entenderse como una separación de alma y cuerpo, sino como una consumación del hombre entero, por la que éste es juzgado con clemencia, purificado, salvado y, así, iluminado y llevado a la plenitud por el mismo Dios. Entonces, el hombre se convierte plenamente en hombre, o sea, se «salva», por Dios y sólo por Dios. Dicho de otra manera: el purgatorio del hombre no es un lugar ni un tiempo específicos. Es el mismo Dios en la ira de su oculta gracia: la
purificatio
es el
encuentro con el tres veces santo
, un encuentro que juzga y purifica al hombre, pero que por ello mismo también libera e ilumina, salva y lleva a la plenitud. En ello está el verdadero núcleo de esa idea tradicional, hondamente cuestionable, del purgatorio.

Y como se trata de entrar, a través de la muerte, en dimensiones en que con la eternidad han desaparecido el espacio y el tiempo, no se puede decir nada, no sólo del lugar y del tiempo, sino tampoco del modo de esa consumación purificadora-salvadora. Lo cual —dicho sea muy brevemente— significa lo siguiente, en cuanto a la oración por los difuntos: lo indicado no es ese rezar pusilánime (y pagar «misas de difuntos») durante toda una vida, por determinadas «ánimas benditas del purgatorio», ni tampoco un rezar, apenas inteligible, «con» y «a» los difuntos. Pero sí es adecuado, en primer lugar, rezar por y con los moribundos (¿extremaunción?), y después recordar con respeto y amor a los difuntos y encomendarlos a la gracia de Dios, con la viva esperanza de que los muertos estén ahora definitivamente en Dios:
requiescant in pace
, «descansen en paz».

«Pero si usted parte de la idea básica de que morir es llegar a Dios, ¿no se vuelve cuestionable el antiguo concepto de infierno?». A eso respondo: cierto; la idea bíblica de un universo dividido en tres partes —cielo, tierra e infierno— y las ideas mitológicas de un ascenso y un descenso cósmicos ya no son aplicables hoy. Cierto; las Iglesias (aparte de algunas sectas «milenaristas») ya no entienden literalmente ese reino milenario, anunciado en el Apocalipsis, de Cristo en la tierra, y sin embargo el concepto de infierno sigue teniendo su sentido, un sentido al que no hay que renunciar sin más, una advertencia que habría que tener presente.

8. El destino del hombre

El infierno no debe entenderse mitológicamente, como un lugar encima o debajo de la tierra, sino teológicamente, como la
exclusión
, descrita con muchas imágenes y sin embargo no evidente,
de la comunión con el Dios
vivo: una última y extrema posibilidad, que el hombre por sí solo no puede excluir sin más, de la lejanía de Dios. Porque, efectivamente, puede suceder que el hombre malogre el sentido de su vida, que se excluya de la comunión con Dios.

Como ya hemos visto, los testimonios del Nuevo Testamento acerca del infierno no pretenden informar sobre el más allá, para satisfacer la curiosidad y la imaginación. Pero sí tienen por objeto hacer evidente
la absoluta seriedad, para esta vida, de la exigencia de Dios y la urgencia de la conversión
, aquí y ahora, del hombre: ¡lo decisivo es esta vida! El hombre es, pues, plenamente responsable: no sólo ante su conciencia, que es la voz de la razón práctica, sino sobre todo ante la última instancia a la que ha de rendir cuentas la razón. Y sería indudablemente una osadía que el hombre quisiera anticiparse al juicio que esa última instancia fallará sobre su vida.

Pero determinados pasajes bíblicos, contrastando con otros pasajes sobre el juicio, insinúan una reconciliación de todos, una misericordia total. Como dice Pablo en la carta a los Romanos: «Dios ha incluido a todos en la desobediencia, para compadecerse de todos» (Rin 11,32). Y quien crea estar mejor informado, que escuche también las frases que siguen a continuación: «¡Oh profundidad de la riqueza, de la sabiduría y del conocimiento de Dios! ¡Qué inescrutables son sus decisiones, qué inexplorables sus caminos! Pues ¿quién conoció los pensamientos del Señor? ¿O quién fue su consejero? ¿Quién le dio algo a él, para que Dios tenga que devolverle algo? Pues de él, por él y hacia él existe toda la creación» (Rin 11,33 - 36).

¿Se salvará entonces, al final, toda la creación, todos los hombres, incluidos los grandes criminales de la historia del mundo, como Hitler o Stalin? Aquí, en primer lugar, es necesario llevar a cabo un
doble deslinde
:

  • No podemos partir del supuesto de que
    todos los hombres estén destinados a la beatitud
    , como afirmaba, ya en el siglo III, Orígenes, quien defendía la
    apokatástasis pánton
    , la «reconstitución de todos», o también la «reconciliación de todos». Un aparente universalismo, que considera salvados de antemano a todos los hombres, no corresponde a la seriedad de la vida, a la importancia de la decisión moral y al peso de la responsabilidad del individuo. Es contrario, sobre todo, a la libertad soberana de Dios, quien no está obligado a salvar a cada persona, incluso a la que no lo desea.
  • Tampoco podemos partir de la solución contraria, de una positiva
    predestinación a la condenación
    de una parte de los hombres, como propugnaba sobre todo Calvino, con su idea de la
    praedestinatio gemina
    , de la «predestinación doble»: unos a la salvación, otros a la condenación. Esto es opuesto a la voluntad de salvación general de Dios, a su misericordia y amor, que quiere salvar a cada uno de los hombres, incluido el que se opone a ello. En este punto hay que tener en cuenta ante todo las palabras de Pablo, que, al menos, dejan entrever una misericordia total de Dios.

Si somos honrados, esta cuestión, dado que los pasajes del Nuevo Testamento no son completamente acordes entre sí, tiene que quedar sin resolver. Lo necesario es, más bien, tomar en serio ambas cosas: la
responsabilidad personal
, no delegable, que tiene cada uno de los hombres, y la
gracia de Dios
, que abarca a todos los hombres. Para la vida práctica, esto equivale a una doble advertencia, según la actitud y la situación de las personas a las que va dirigida:

  • Quien corre peligro de tomarse a la ligera la infinita seriedad de su responsabilidad personal, recibe la advertencia de que es posible un doble final: su salvación no está garantizada de antemano.
  • Quien, por su parte, corre peligro de perder la esperanza debido a la infinita seriedad de su responsabilidad personal, recibe ánimos al saber que cada uno de los hombres puede hallar la salvación: la gracia de Dios no tiene límites, ni siquiera en el «infierno».

O sea, bajo ningún concepto podemos dar órdenes a Dios, disponer de él. En este punto no se sabe nada, pero se espera todo: «Mi tiempo está en tus manos…» (Sal 31,16). Lo que cuenta, en último término, ante Dios no son mis méritos —esa línea se extiende de Jesús a Pablo—, pero afortunadamente tampoco mis numerosos fallos. Lo que cuenta es esa confianza ilimitada en Dios que llamamos fe. Es ése el mensaje central del Nuevo Testamento: el hombre no está «
justificado
» ante Dios mediante sus obras, por piadosas que éstas sean, sino únicamente mediante la «fe» que confía inquebrantablemente en Dios (Rm 3,28). «Dios, ten misericordia de mí, que soy pecador» (Lc 18,13).

Pero he hablado mucho, casi demasiado, del diablo, del infierno y del purgatorio, aunque, eso sí, debido a que, según mi experiencia, mucha gente siente hoy miedo o repugnancia ante esas cuestiones. Pero por fortuna el Símbolo de los Apóstoles no termina hablando de muerte, demonio e infierno, sino de la resurrección de los muertos y de la vida eterna. «¿Cómo es posible representarse hoy la “vida eterna”?». Ésta es la seria pregunta que se plantean muchas personas que tienen dudas, que quieren creer, pero que no pueden. Y añaden: «La “beatitud” está asociada, inevitablemente, a imágenes de santos sentados en sillas doradas, de aburridos cánticos de “alabanza”, en resumen, de un cielo que Heinrich Heine, en
Alemania, Un cuento invernal
, prefería ceder “a los ángeles y a los gorriones”». De ahí la siguiente pregunta:

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