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Authors: Anselm Audley

Tags: #Fantástico

Cruzada (16 page)

BOOK: Cruzada
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―No todos.

Les lancé una mirada de advertencia cuando oí el sonido de más personas acercándose por el sendero.

 

 

 

Una hora después seguíamos trabajando allí y estábamos cerca de acabar cuando se aproximó el resto del séquito del inquisidor. Eran personas casi tan irritantes como lo había sido Amonis: cuatro hombres vestidos con túnicas carmesí y espadas en la cintura y con las caras cubiertas salvo por un pequeño orificio en los ojos. Incluso la armadura que llevaban estaba pintada de rojo.

Los sacri, los sagrados, soldados de la fe.

Fanáticos asesinos, individuos responsables de los peores excesos de la cruzada ocurrida treinta años atrás, al menos en lo que respecta a brutalidad. Los sacri no participaban en saqueos, pillajes o violaciones. Sencillamente quemaban y masacraban.

En el centro de la guardia sacri había un thetiano barbudo con túnica y capucha negras y un martillo en la cintura. Apenas era más alto que la maga cautiva que llevaba encadenada. Se llamaba Memnón y pronto supe que no era thetiano de veras; Ravenna me había informado en el Refugio de que provenía de Tehama. Sin embargo, tan pronto como vi a la cautiva, medio oculta detrás de él, Memnón dejó de existir por completo para mí como si fuese un obstáculo.

Entonces, mientras mis ojos pasaban del rostro del mago al de ella, todo cambió. Sentí algo parecido a que chupasen de una sola bocanada todo el aire que había dentro de mi cuerpo, y la garganta se me estrechó demasiado para respirar. Debí de palidecer por completo, y por el rabillo del ojo vi a Vespasia moverse con violencia y luego volver la mirada.

«¡No, por todos los Elementos! ¡Oh,Thetis! ¿Por qué has permitido algo así?», grité en silencio y volví también la cara contra la pared de manera que nadie pudiese reconocerme. Durante un momento apoyé la cabeza contra el muro, sin intentar reanimarme, sin apenas respirar. De toda la gente, de todas las cosas que podían haber sucedido entonces, aquélla era la peor. Memnón la había traicionado, había trabajado todo el tiempo para el Dominio. Ella había confiado demasiado ciegamente en la lealtad de Memnón hacia Tehama y en su rechazo a la Inquisición.

El dolor en el pecho era tan fuerte que hubiese querido clavarme allí un puñal, sólo para librarme de él, pero era sólo el estómago, asimilando una emoción imposible de especificar. Permanecí aplastado contra el muro hasta que pasaron de largo, sintiéndome demasiado vulnerable a causa de esas sensaciones, que, era consciente, se podían leer sin dificultad en mi rostro.

La confiada calma que había mostrado desde que Ithien me habló de Palatina se esfumó como si jamás hubiera existido. Era aún peor que si la cautiva del mago hubiera sido Palatina (aunque la magia en ella era sólo latente), ya que Ravenna era la única persona que significaba para mí más que Palatina.

En todo ese tiempo yo la había creído a salvo con su pueblo, desde el mismo momento en que la había ayudado a escapar del Refugio para que fuese a contactar con Memnón, y me había dado en el proceso una salvaje reprimenda. Entonces estaba seguro de que Ravenna regresaría a buscarme con la ayuda de sus solitarios amigos para concluir lo que habíamos comenzado cuatro años atrás.

Lo más probable es que ella nunca llegase a pisar Tehama. Memnón debió de echársele encima en Thetia o durante el viaje, antes de que alcanzase el suelo seguro de la meseta que había abandonado hacía diecisiete años. Llevaba casi un año prisionera del Dominio, y quién sabía lo que le habían hecho.

Al pasar a nuestro lado, Ravenna no miró a nuestro grupo, como si no fuese consciente siquiera de nuestra presencia mientras caminaba encadenada junto al mago mental como un ave con las alas rotas.

Debía de quedarle, sin embargo, algún resto de energía vital, pensé, pues de otro modo no andaría encadenada. No era la primera vez que yo veía un mago cautivo, y por lo general quedaban convertidos en dóciles autómatas, con el espíritu aplastado hasta el punto de que los sacerdotes no precisaban encadenarlos. Lo consideraban una evidencia de la fuerza de voluntad de Ranthas.

Por otra parte, ¿por qué la habían llevado allí? Ravenna era una prisionera de increíble valor, la faraona de Qalathar, y lo primero que se me habría ocurrido es que la hubiesen utilizado como gobernante títere. Además, era maga del Aire, mientras que lo que los inquisidores requerían era sin duda un mago del Agua, aunque tampoco estaba demasiado seguro de eso, pero no tenía importancia.

Nada podía cambiar la realidad de que estaba prisionera del Dominio. Era una muerte en vida igual de terrible que la esclavitud, y en especial para alguien tan vital como Ravenna. Y con el mago mental allí presente, yo no tenía esperanzas de actuar, pues podía controlarme con tanta efectividad como a ella. Semejante circunstancia se me hacía intolerable, y el dolor de verla en ese estado no hacía más que empeorar las cosas.

―¿Cathan? ―me dijo Vespasia, que se había acercado para ayudarme en el trabajo.

―¿La has visto? ―tartamudeé, intentando respirar con normalidad. La garganta seguiría doliéndome durante horas.

―Sí. Pero mejor hablaremos de eso más tarde. Ahora debemos terminar el trabajo. Sevasteos no está de buen humor y descargará su enfado contra cualquiera que se le ponga delante.

―En otras palabras, poneos en movimiento ―añadió alguien más rompiendo la tensión.

 

 

 

Sevasteos estaba de un humor de perros, pero hacía enormes esfuerzos para no demostrarlo. Cuando el sol se estaba poniendo, ordenamos los materiales y emprendimos el camino de regreso hacia las cabañas, donde descubrimos que las «cuatro paredes y un techo» del inquisidor implicaban el mejor hospedaje del lugar. Por mucho que en teoría tuviesen idéntica jerarquía que los sacerdotes de cualquier otra parte, estábamos en el Archipiélago y la gente del Dominio estaba por encima de todas las autoridades seculares con excepción del virrey. E incluso la autoridad de éste era más o menos nominal.

De modo que los arquitectos y los ingenieros habían descendido un rango debiendo rebajarse a la indecible indignidad de compartir habitaciones (Ithien con Sevasteos; Emisto con Biades y Murshash). Otra de las mejores cabañas se había reservado para el mago mental y la cautiva a su cargo. Oailos me había dicho que él y algunos más habían construido a toda prisa una jaula de madera en un rincón de la sala. Vespasia le había contado algo, pues había en su voz una contenida compasión.

El ambiente fue muy diferente esa noche. La gente se sentía menos inclinada a hablar y con frecuencia las miradas se clavaban en los dos edificios que ocupaban los recién llegados. Ni una sola persona se refirió al inquisidor salvo con profundo desprecio, pero a mí todos los comentarios me eran indiferentes.

 

 

 

Amonis no perdió el tiempo. A la mañana siguiente, nada más amanecer, nos reunieron en el espacio abierto más amplio que había para que el inquisidor y un Sevasteos de aspecto fastidiado nos informasen de lo que estaba sucediendo. En un lado, con las muñecas y los tobillos encadenados y un tosco vestido gris y sandalias, Ravenna parecía más una prisionera condenada que cualquier otra cosa. En especial estando detrás del mago mental que la custodiaba, con sus rasgos angulares. El mago iba todo de negro, como era tradicional, y recordaba la figura de un verdugo. El hecho de que también él hubiese venido hacía la situación más insultante y, en mi caso, más peligrosa.

Tuve que contener con fuerza los deseos de lanzarlo al lago y hundirlo bajo el agua, manteniéndolo vivo sólo el tiempo necesario para que se enterase del motivo por el que moría.

―La cuestión es muy simple ―anunció Sevasteos―. La maga hará retroceder las aguas de la represa varios metros, produciendo un descenso leve de la profundidad. Emplearemos las dos balsas y prismáticos y revisaremos la superficie de la presa en busca de más grietas. Ignorad todo lo que sea tan sólo erosión.

―La represa estará cubierta de algas y barro cuanto más nos aproximemos al fondo, dómine ―señaló Emisto―. ¿Cómo esperáis que veamos a través de esas capas?

―La acción de retirar agua debería fregar la superficie hasta limpiarla, ingeniero ―sostuvo el inquisidor enfrentando a Emisto con su rostro inescrutable―. En caso contrario, ya encontraremos otros métodos que emplear. ―Entonces alzó un poco la voz y se volvió hacia nosotros―: Murshash y yo nos subiremos con vosotros en las balsas, uno en cada una, para asesorar a los ingenieros.

De modo que Ithien y Shalmaneser permanecerían en la cima, junto a los soldados haletitas y todos los esclavos que no se requiriesen en las balsas.

―El libro de Ranthas censura la utilización de poderes malignos ―explicó Amonis con la mirada fija en nosotros―. Las miserables criaturas que los empleen pagarán la máxima pena por sus crímenes cuando tras la muerte se enfrenten al ardiente infierno de Ranthas para quemarse en agonía durante toda la eternidad. Con todo, a veces los poderes del mal pueden usarse con un buen fin y por eso ahora le suplicamos a Ranthas su misericordia.

Bajamos la cabeza para que realizara su plegaria, una plegaria que nunca había oído con anterioridad pero que sonó totalmente corriente y canónica.

―Ranthas, Señor del Fuego, origen de la vida, te suplicamos que nos perdones esta utilización de bajos poderes en nombre de la seguridad de tus fieles y la preservación de tu mensaje. Pues mientras tu fuego siga proporcionándonos vida debemos trabajar también para preservar esa vida y volver las fuerzas del mal contra sí mismas para tu mayor gloria.

Mi suerte, que sin duda había empeorado tras la llegada del inquisidor, se volvió más negra todavía: ante mi absoluto terror, fui asignado a la balsa tripulada por Sevasteos y el inquisidor. ¿Por qué, en nombre de Thetis, tenía que venir con nosotros ese hombre? ¿Por qué no podía comportarse igual que cualquier inquisidor y permitir que sufriesen todos los demás? Era obvio que me reconocería, estaba seguro de ello; sólo era cuestión de tiempo.

Hasta que el mago, que estaba de pie en el parapeto, no elevó las manos, no ocurrió nada fuera de lo normal. Dos balsas flotaban en el lago, inmóviles por la ausencia de viento, mientras unas pocas figuras esperaban fuera.

Nuestra balsa medía apenas cinco metros de largo por tres de ancho y llevaba una protección de soga rodeando su perímetro. Todos nosotros, con excepción de Sevasteos y Amonis, íbamos aferrados a cubierta con sogas alrededor de nuestras cinturas. Me senté en la proa sosteniendo un remo, completamente mojado, pero no me molestaba en absoluto. Al menos no tenía que mirar a Amonis de frente.

Fui el único del grupo que sintió el momento exacto en que Ravenna comenzó su hechizo, pues sentí un familiar cosquilleo en la piel. A mi alrededor, los aprensivos rostros de los demás esclavos tenían los ojos clavados en la línea de costa.

El proceso se inició de forma casi imperceptible: una leve masa de agua perfilándose a nuestras espaldas fue creciendo hasta convertirse de pronto en una barrera, como si fuese un panel de cristal extendido con diferentes niveles de agua a cada lado. Y a continuación un bulto, detrás de la barrera, a medida que el agua era extraída de la represa.

Oí el sonido profundo de alguien respirando, luego un murmullo de asombro y una maldición. La mafia estaba en plena actividad. ¿Cuánto tiempo podría mantenerlo y en qué medida? Hasta entonces no me había puesto a pensar qué cantidad de poder era necesario para mover semejante caudal de agua, incluso para alguien dotado de la magia del Agua. Cientos, miles de toneladas de agua se elevaron colina arriba desde donde nos encontrábamos, y una muralla de agua azul crecía metro a metro detrás de nosotros. Ravenna estaba empleando también el Aire. Lo sentí por la pesadez de los hombros y porque existía una leve distorsión en el cielo, justo sobre el lago, un espacio libre de aves.

―Ranthas nos protegerá y nos guardará ―dijo el inquisidor con calma, concentrando la vista en uno de las esclavos más aterrorizados―. Tú trabajas en su nombre.

El hombre asintió febrilmente. Oí una serie de secos crujidos recorriendo el frente de la represa a medida que los andamios, ahora no apoyados en el agua, caían contra las sogas recién reforzadas. El muro de agua cada vez más inmenso que se erguía detrás de nosotros medía ya unos siete metros. En el lado opuesto, la oscura piedra de la represa, oculta y sumergida durante más de dos siglos, aparecía a la luz casi por completo.

Sentí un frío intenso en la boca del estómago. Esto no estaba bien. Forzábamos demasiado las leyes de la naturaleza y, tarde o temprano, sin duda, algo tendría que quebrarse. Ése no era el objetivo de la magia. Se suponía que debía emplearse para inclinar las fuerzas que no comprendíamos a nuestro favor. Pero ahora nos encontrábamos ante algo muy distinto. Y yo no tenía la menor idea de dónde había aprendido Ravenna a lograrlo; trabajaba sobre un orden de magnitud completamente alejado de cuanto estábamos habituados a hacer.

Incluso Sevasteos parecía nervioso, pero mantuvo la compostura mordiéndose el labio.

―Empezad a buscar las grietas ―ordenó―. Alineaos a lo largo de la orilla y luego retroceded hasta que podáis.

De modo que formamos una hilera, cosa nada sencilla avanzando contra las corrientes creadas por la imposibilidad física de la que éramos testigos. Los cuatro hombres del centro de la balsa, dos de los cuales estaban equipados con prismáticos, comenzaron a revisar las paredes de la represa.

Estábamos ya a diez metros por debajo del nivel del agua, que ya se drenaba mucho más lentamente para permitirnos examinar cada milímetro de la represa desde las dos balsas. Era como estar en uno de los desfiladeros que había visto en las montañas de Océanus, un gran túnel oscuro con paredes alzándose a ambos lados por encima de nosotros e impidiendo el paso de la luz. Estábamos totalmente a oscuras casi desde el mismo instante en que iniciamos el descenso.

Comprobé con satisfacción que aún no se había detectado ninguna grieta grave. Esperaba, de hecho, que no encontrase nada grave, ninguna excusa para retenernos allí durante otros seis meses o un año. La fecha final había parecido bastante cercana hasta la llegada de Amonis y su cautiva.

El poder que Ravenna estaba canalizando era suficiente para que el hormigueo de mi cuerpo fuese casi una picazón, un malestar que no podía ignorar. ¿Qué sucedería si el inquisidor se daba cuenta?, ¿Lo interpretaría como lo que en realidad era? Rogué que tan sólo pensase que me sentía tan infeliz con lo que hacía como cualquiera de los demás.

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