Read Cuando éramos honrados mercenarios Online
Authors: Arturo Pérez-Reverte
Tags: #Comunicación, Periodismo
Y ese final, pardiez. No se lo voy a contar a ustedes, porque me odiarían el resto de sus vidas. Pero aparte el comienzo espectacular, el desarrollo impecable y la extraordinaria actuación de los intérpretes –y cómo están todos, oigan: Unax, Elena, Ariadna, Eduard, Cámara, Blanca, Pilar, Noriega…– el final, o mejor dicho, toda la hora final, deja al espectador definitivamente sin aliento, atrapado por la pantalla, mientras se desmenuza y fija en su retina y su memoria el postrer tramo de la vida del héroe y sus últimos camaradas, desde las trincheras de Breda hasta la llanura de Rocroi. Todo se ve y suena como un escopetazo en la cara; como una sacudida que te deja turbado, suspenso el ánimo, clavado al asiento, consciente de que ante tus ojos, acaba de desarrollarse, de modo implacable, la eterna tragedia de tu estirpe. La imagen serena del capitán Alatriste escuchando acercarse el rumor de la caballería enemiga, el trágico recorrido de la cámara que sigue a Iñigo Balboa –«soldados antiguos delante, soldados nuevos atrás»– cuando retrocede en las filas para hacerse cargo de la vieja y rota bandera, su expresión sombría y lúcida –sombría de puro lúcida–, y todo esa culminación perfecta al espléndido recorrido que por las cinco novelas alatristescas ha hecho Agustín Díaz-Yanes, constituyen el retrato fiel, trágico, conmovedor, de la España de antaño y de siempre. Una España infeliz, feroz, a trechos heroica, a menudo miserable, donde es fácil reconocerse. Y reconocernos.
Quizá por eso, cuando al acabar la proyección privada se encendieron las luces, y con un nudo en la garganta miré alrededor, vi que algunos de los actores de la película que estaban en los asientos contiguos –no digo nombres, que lo confiese cada cual si quiere– seguían inmóviles en sus asientos, llorando a moco tendido. Llorando como niños por sus personajes, por la historia. Por el final hermoso, sobrecogedor. Y también porque nadie había hecho nunca, hasta ahora, una película así en esta desgraciada y maldita España. Como diría el mismo capitán Alatriste, pese a Dios, y pese a quien pese.
El Semanal, 21 Agosto 2011
Siempre he dicho –de broma, pero lo he dicho– que en su relación con el mar, los delfines y las mujeres, los fulanos de mi generación nos dividimos en dos grupos: los que de niños vimos La sirena y el delfín y los que no la vieron. Pero ojo. Que no se equivoquen los aficionados a la mermelada ecológico infantil, porque, pese al título, aquello no era precisamente Mi amigo Flipper. Basta recordar la primera secuencia de la película, con Sofía Loren emergiendo del Mediterráneo envuelta en una blusa mojada que moldeaba su contundente anatomía. Además, el delfín no era un bicho vivo, sino una estatua romana de bronce, cabalgada por un niño, que la Loren –creo que era buscadora de esponjas, aunque tal vez me patine el embrague con Duelo en el fondo del mar–, encuentra durante una inmersión. Y que el malvado elegante, que era Clifton Webb, y el bueno –el muchacho, decíamos en Cartagena– Alan Ladd, terminaban disputándose según las reglas clásicas del género.
En cualquier caso, la sonrisa de ese delfín de bronce quedó registrada en mis recuerdos, y sigue presente cada vez que me encuentro con tan entrañables cetáceos. No hay gozo marinero, de cuantos conozco, comparable a la voz del tripulante que los avista y grita «¡Delfines!», y el inmediato bullir de éstos alrededor del velero, saltando en el agua, resoplando mientras nadan con una velocidad asombrosa, pegados a la proa, donde se vuelven de lado para mirar hacia arriba, conscientes, en su extrema inteligencia, de los humanos que los disfrutan y animan, en uno de los espectáculos animales más hermosos del mundo.
Pero también los delfines son magníficos cuando van a su aire, ajenos a nosotros. La escena más bella que he visto en el mar ocurrió unas millas al norte de Alborán, durante una noche de magnífica luna llena. El barco navegaba hacia poniente con todo el trapo arriba. Yo estaba de guardia, y había bajado a la camareta para marcar la posición en la carta, cuando un rumor extraño me hizo subir a cubierta. Y alrededor, en el inmenso contraluz del mar rizado por un jaloque suave, vi centenares de delfines que nadaban y saltaban hasta el horizonte, con aquella luz plateada reflejándose en sus aletas y lomos. Cenando, supongo, pues el mar también estaba lleno de pescadillos que brincaban por todas partes, intentando escapar. Tan enorme concentración se debía a que un banco importante de peces había atraído a varias manadas a la vez, y por allí andaban, dándose un banquetazo.
He dicho la escena más bella, pero no la más tierna. Ésta ocurrió hace doce años, un día de calma chicha y en alta mar, navegando a motor y con las velas aferradas, en un Mediterráneo azul cobalto y limpio de toda nube. Una manada de quince o veinte delfines rodeó el barco. Paré el motor y quedamos al pairo en la mar tranquila, entre tan simpáticos vecinos. Se encontraba a popa una niña de diez años, tostada de agua y sol; una niña intrépida y hecha a todo eso, capaz de leer, impávida, La isla del tesoro en su litera de proa cuando el barco pegaba machetazos con viento de treinta y cinco nudos. De pronto oímos una zambullida: la niña se había puesto unas gafas de buceo, tirándose al agua para estar cerca de los delfines. Consideren el sobresalto del padre, a quien faltó tiempo para largar la escala y tirarse detrás. Y ahora imaginen el mar desde dentro, azul inmenso y oscureciéndose en profundidad, con los delfines en torno al casco del velero inmóvil. Y a popa, sumergida cosa de un metro y agarrada con una mano a la escala, la niña desnuda en el agua luminosa, mientras los delfines pasaban rozándola. Entonces, un ejemplar muy jovencito que nadaba junto a su madre se aproximó a la niña, observándola con curiosidad hasta quedar casi inmóvil ante ella; sólo agitaba suavemente la cola y las aletas, con esa sonrisa peculiar e indeleble que todos llevan impresa. El delfín y la niña se miraron así durante un rato, incluso después de que ésta sacase la cabeza del agua para respirar y se sumergiera de nuevo. Al fin la niña alargó despacio una mano, acariciándole el hocico. Y mientras el padre de la niña nadaba, cauto, manteniéndose a distancia pero atento a la escena, la madre del pequeño delfín también estaba detrás, junto a la cola de éste, sin intervenir, vigilando a su cachorro.
Excuso decir que la niña tiene hoy veintitrés años y mataría por un delfín. Y su padre también.
El Semanal, 28 Agosto 2006
Aú, aú, aú. Alarma, alarma. Inmersión. Este verano, las autoridades y el respetable público nos hemos enterado, con el sobresalto adecuado vía telediarios, de que el Mediterráneo está hasta las trancas de medusas perversas y malosas que hacen pupita. Todo un espectáculo, esas playas abarrotadas de gente acojonada en la orilla, sin osar mojarnos, con nuestros críos entusiasmados, eso sí, correteando con salabres, y la arena llena de medusillas y medusazas que todo cristo fotografiaba con los móviles mientras protestábamos indignados. No hay derecho. Uno viene de vacaciones, maldición. Que las autoridades hagan algo. Y las autoridades, claro, haciendo lo que mejor hacen de su oficio: salir en la tele contándonos lo que les preocupa el fenómeno, y cómo van a tomarse las medidas oportunas, etcétera. A fin de cuentas, profesionales de la mojarra como todo político que se precie, esos pavos –y pavas– saben perfectamente que no passsa nada. Para eso tienen asesores que los asesoran, explicándoles que lo de las medusas, señor ministro, se manifiesta con el calor y las corrientes, y va por rachas y por épocas del año; así que con algo de suerte, para septiembre mis primas se habrán ido a darse un garbeo por el fondo del mar, o a cualquier sitio discreto donde no den mucha murga, y el personal olvidará el asunto hasta el año que viene, porque en invierno chapotea poca gente. Y el año que viene es exactamente eso: el año que viene. Y luego, el otro. Ahí nos las den todas.
Lo que no he oído decir a ninguna de esas dignas autoridades, y miren que me extraña, es que el problema no tiene solución. Que lo de las medusas empezó hace tiempo, que en su momento no se hizo ni puto caso, y que ya es irreversible, porque el equilibrio ecológico se ha ido al garete a causa del calentamiento del mar, la sobrepesca, la urbanización salvaje, los vertidos y la contaminación. Consecuencia, todo ello, de nuestro egoísmo y nuestra inmensa estupidez. Cuando hablan de medidas para atajar el problema, no dicen la verdad: que tales medidas son ya imposibles de aplicar, pues exigirían actitudes que nadie está dispuesto a mantener y sacrificios que nadie quiere realizar. ¿O sí? ¿Los constructores sinvergüenzas y sus políticos lameculos a sueldo, que han convertido el litoral mediterráneo español en una pesadilla de hormigón, van a dejar de comprarse yates tamaño Pocero por unas medusillas de nada? ¿Los ciudadanos indignados y solidarios reaccionaremos con nuestra movilización y nuestro voto, mandándolos al paro y al talego?
¿O tal vez inflándolos a hostias? ¿Vamos a repoblar el Mediterráneo con las especies que antes se jalaban a las medusas, y que ahora, al desaparecer, les dejan campo libre y pajera abierta? ¿Con el atún rojo que cuatro golfos llevan años exterminando impunemente para exportarlo a Japón, gracias a la complicidad pasiva y activa de las autoridades de pesca y los poderes autonómicos correspondientes? ¿Con las tortugas marinas asfixiadas entre redes asesinas, que nadie ha movido un dedo por proteger? ¿Con los doscientos atunicos de palmo y medio que aficionados imbéciles alardean de capturar en sólo una mañana? ¿Con los miles de peces prematuros que cubren el mar frente a un puerto cuando los pesqueros llegan y se enteran de que dentro está la Heineken de la Guardia Civil?
Un consuelo queda, al menos. Que con esto de la pérdida de fauna y flora autóctonas, la sobreexplotación y el calentamiento, los científicos dicen que medio millar de especies forasteras invaden ya el Mediterráneo, que las medusas van a ser hermosas como para ponerles un piso, y que vía canal de Suez se nos cuelan hasta tiburones del mar Rojo, que después de una dieta de eritreos y sudaneses tienen unas ganas de jalar impresionantes. Y puestos a irnos todos a tomar por saco, como merecemos, y que aquí palme Sansón con todos los filisteos, a algunos eso nos hace albergar, al menos, la esperanza de que haya cierta justicia biológica en el orden de las cosas, y ver un día a la ministra Narbona, por ejemplo, haciendo de capitana Garfio ante las mandíbulas de un escualo de cuatro metros, tic-tac, tic-tac, o al portavoz Zaplana saliendo de la playa, en Benidorm, con una medusa Aurelia –las que tienen cenefa azul– pegada al ciruelo. Y entonces, que venga a comprar cemento sin agua ni luz, a defecar con todos en el colector de la misma playa, y a jugar al golf como si esta inmensa mierda fuera Irlanda, la puta que nos parió.
El Semanal, 04 Septiembre 2006
Los dos mil años de piedra e historia de la plaza de la Rotonda, en Roma, me gustan mucho. Es mi lugar favorito de esa ciudad, donde suelo sentarme durante horas, desde hace casi cuarenta años, a leer, a observar a la gente, o a sentir, cuando admiro el pequeño obelisco egipcio y la espectacular mole del Panteón, que no soy extranjero allí. Que aquellas piedras confirman mi verdadera patria: un mundo antiguo, culto y extraordinario que se llama la vieja Europa, en cuya memoria me educaron para que estuviese orgulloso de ella, pese a las contradicciones y emboscadas terribles de la Historia. Un mundo hoy en liquidación, sin duda; pero que, con las lecturas y la atención adecuadas, descubres siempre ahí debajo, útil y hermoso todavía, pese a tanto analfabeto, tanto bárbaro y tanto hijo de la gran puta.
Las terrazas de dos cafés de esa plaza son mi apostadero predilecto, que alterno según quedan al sol o a la sombra, las horas del día o las estaciones del año. A ellas debo momentos gratos, inolvidables páginas leídas, rostros an¢nimos que pasaron sugiriéndome una historia. Durante mucho tiempo admir‚ allí las evoluciones del jefe de camareros de uno de los pequeños restaurantes de la plaza; un profesional muy competente que atendía con una dignidad y una cortesía impecables. También allí cogí la borrachera más tonta de mi vida, cuando un día caluroso me calcé sin respirar una jarra de frascati frío, y luego tardé media hora, pese a mis esfuerzos, en poderme levantar de la silla.
Hace unos días volví a esa plaza, como suelo. Y después di un paseo por dentro del Panteón, bajo el artesonado de aquella cúpula fantástica, con su ojo luminoso derramando, sobre el recinto, la luz de los dioses, o de Dios. Me gusta, en horas tranquilas y de poco público, escuchar el sonido de mis zapatos sobre el mármol mientras hago el recorrido habitual: una vuelta al recinto y una parada ante la madonna que preside la tumba de Rafael. Pero esta vez era imposible captar el ruido de los zapatos, ni otro que el clamor ensordecedor de cientos de turistas parloteando a voz en grito. Tan turistas como yo mismo, supongo. Soy parte de la multitud como lo es cualquiera. La diferencia estriba en que ese día, en el Panteón, yo iba solo y estaba callado, sin gritarle a nadie que me hiciera una foto ni dejando restos de comida y vasos de plástico en el suelo. Además vestía pantalón largo, camisa y chaqueta. Quiero decir que no iba en chanclas por el centro de Roma restregándole pantorrillas y axilas peludas a la gente, ni me acompañában morsas luciendo tatuajes, piercings y sudorosas lorzas de tocino. Además, como me ducho cada día, mi contribución al hedor de transpiración colectiva que llenaba el recinto era, supongo, escasa. Se trataba, en fin, de circunstancias en las que -háganse cargo de mi estado de ánimo- resulta fácil odiar a la Humanidad. Uno de esos momentos en que, si de pronto apareciese sobre la bóveda el ángel Exterminador entre trompetas del Juicio Final, algunos, incluso sabiendo que nos íbamos al carajo con el resto de la peña, soltaríamos una carcajada vengativa mientras encendíamos un pitillo. A fin de cuentas, para lo que sirve la cultura es para eso: para no gritar cuando se cae el avión.
Entonces ocurrió el milagro. Entre aquel gentío había un grupo de quince o veinte hombres y mujeres; belgas, me parece. Y de pronto, improvisando, un par de ellos empezaron a cantar algo suave y armónico, de aire sacro y extraordinaria belleza. Debían de pertenecer a un coro profesional o aficionado; porque, sonriéndose unos a otros, el resto del grupo unió sus voces, y así se elevaron bajo la inmensa cúpula, por encima del griterío de la gente. Que, sorprendida al principio y admirada después, enmudeció poco a poco, hasta que el hermoso cántico sonó limpio, bellísimo, conmovedor, entre el más respetuoso de los silencios; creando un momento extraordinario, mágico, que se prolongó durante un par de minutos. Después, cuando se extinguieron las voces, de nuevo relampaguearon los flashes de las cámaras, resonaron los clics de los teléfonos m¢viles, y el griterío ensordecedor volvió a adueñarse del recinto. Entonces miré hacia lo alto, hacia el ojo impasible de la cúpula. Hoy, pensé, no vendrá el ángel de la espada. Sería demasiado injusto. Una vez más nos hemos salvado.