Read Cuando éramos honrados mercenarios Online

Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Comunicación, Periodismo

Cuando éramos honrados mercenarios (11 page)

BOOK: Cuando éramos honrados mercenarios
3.47Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

El otro día, como digo, entré en un puticlub del sur –en realidad anduve por media docena larga– después de muchísimo tiempo, con un productor de cine gringo que sigue los pasos de Teresa Mendoza, vieja amiga que algunos de ustedes recordarán de cuando ella cruzaba el Estrecho con el pájaro de Vigilancia Aduanera pegado a la chepa. Y confieso que el ambiente me pilló desentrenado. En vez de señoras con vestido largo, luz roja y camareros canallas –lo que recordaba de toda la vida– encontré un discobar iluminado a tope, música chunda-chunda y doscientas jóvenes más o menos rubias de escueta vestimenta y visibles encantos. Espectaculares, dicho sea de paso. Y estando en ésas, aún de pie junto a la entrada, se acercó una jovenzuela de tetas libérrimas que, con un descaro y una naturalidad escalofriantes, me soltó, con fuerte acento eslavo: «¿Qué, tío, echamos un polvete?». Lo juro. Ni buenas noches, dijo la pava. Ni hola qué tal, ni me llamo Ana Karenina, ni invítame a una copa, ni pepinillos en vinagre. Niet de niet. Así, recién cruzada la puerta. Tío. Un polvete. Ni siquiera un polvo, o un polvazo, o un revolcón antológico que te vas a caer de la cama, chaval. Y encima, sin tratamiento adicional: simpático, caballero, guapo, por ejemplo. Calculen la diferencia entre «¿Qué, tío, echamos un polvete?» y, por ejemplo, «Hola, guapo, ¿crees que este cuerpazo merece que lo invites a una copa?». Porque eso es fundamental. Cualquier paquidermo, cualquier tiñalpa, cualquier cuasimodo, entran en un puticlub sobre todo para que alguien les diga guapo, aunque sea con pago de su importe.

Así que háganse cargo. Yo allí, con cincuenta y cuatro años y la mili que llevo a cuestas, y enfrente, Nietochka Nezvanova y su polvete. Hay que ser natural y directa, supongo que le habría explicado su macarra, o su explotador, o su traficante de blancas. Quien fuera. Que los españoles son así. Y entonces me entró una melancolía muy grande, la verdad. En esta ocasión –me van a disculpar las buenas conciencias– no fue por las connotaciones dramáticas del asunto, que también, ni por la triste realidad de las chicas explotadas, etcétera, aspectos todos muy dignos de consideración y de remedio, pero que hoy no son objeto de esta página. La cosa fue por la certeza de que, incluso si yo hubiera entrado en el local con intención de echar algo, lo que fuese, a alguna de las atractivas individuas que deambulaban por el cazadero, cualquier posible encanto del evento, cualquier espíritu jacarandoso por mi parte, cualquier lujuria manifiesta o predisposición al intercambio carnal mercenario, se habría visto enfriada en el acto por la torpe apertura de la moza. Por su qué, tío, y su polvete a quemarropa. Pero es que seguramente, deduje, esto es lo que ahora funciona. Lo que demanda el mercado. La distinguida clientela de los puticlubs ya no exige señoras lumis como las antes: esas que sabían escuchar durante horas en la penumbra de una barra americana, pacientes y profesionales, y al final, comprensivas, decían «muy guapos» cuando sacabas la foto de tu mujer y tus cinco hijos. Entonces todavía eran más eficaces, y necesarias, las putas que los psiquiatras.

El Semanal, 24 Abril 2006

Frailes de armas tomar

De vez en cuando me doy una vuelta por los viejos avisos y relaciones del siglo XVII, aquellas cartas u hojas impresas que, en la época, hacían las veces de periódicos, contando sucesos, hechos bélicos, noticias de la corte y cosas así. Con el tiempo he tenido la suerte de reunir una buena provisión en diversos formatos, y algunas tardes, sobre todo cuando tengo un episodio de Alatriste en perspectiva, suelo darles un repaso para coger tono y ambiente. Su lectura es sugestiva, a veces también desoladora –comprendes que ciertas cosas no han cambiado en cuatro siglos–, y en ocasiones muy divertida. Ése es el caso de una relación con la que di ayer. Está fechada en 1634, y se refiere a la peripecia de tres frailes mercedarios españoles que viajaban frente a la costa de Cerdeña. Me van a permitir que lo cuente, porque no tiene desperdicio.

El barco era pequeño y franchute, llevaba rumbo a Villafranca de Nizo, y a bordo, además de los tres frailes españoles –Miguel de Ramasa, Andrés Coria y Eufemio Melis–, iban el patrón, cuatro marineros y cinco pasajeros. A pocas millas de la costa se les echó encima un bergantín turco –en aquel tiempo se llamaba así a todo corsario musulmán, berberiscos incluidos– haciendo señales de que amainasen vela. El patrón se dispuso a obedecer, argumentando que, siendo francés el barco, podrían negociar con los corsarios y seguir viaje a salvo. Pero los tres frailes, súbditos del rey de España, no veían las cosas con tanto optimismo. Ustedes se escapan de rositas, protestaron, pero nosotros vamos a pagar el pato. Por religiosos y por españoles, pasaremos el resto de nuestras vidas apaleando sardinas al remo de una galera, o cautivos en Argel o Turquía. Así que, de perdidos al río, resolvieron cenar con Cristo antes que en Constantinopla. Que el diálogo de civilizaciones, apuntaron, lo dialogue la madre que los parió. De manera que se remangaron las sotanas, se armaron como pudieron con cuatro chuzos, tres escopetas y tres espadas sin guarnición que había a bordo, y amotinándose contra los tripulantes del barco, los metieron con los cinco pasajeros encerrados bajo cubierta. Después pusieron trapos en torno a las espigas de las espadas para que sirvieran de empuñaduras, y se hicieron una especie de rodelas amarradas al brazo izquierdo con almohadas y cuerdas. Luego se arrodillaron en cubierta y rezaron cuanto sabían. Salve, regina, mater misericordiae. Etcétera.

Ahora, háganme el favor y consideren despacio la escena, que tiene su puntito. Imaginen ese bergantín corsario de doce bancos que se acerca por barlovento. Imaginen a esos feroces turcos, o berberiscos, o lo que fueran –veintisiete, según detalla la relación–, amontonados en la proa y en la regala, blandiendo alfanjes y relamiéndose con la perspectiva, en plan tripulación del capitán Garfio. Imaginen la sonora rechifla del personal cuando se percata de que en la cubierta de la presa no hay más que tres frailes arrodillados y dándose golpes de pecho. Y en ésas, cuando los dos barcos están abarloados y los turcos se disponen a saltar al abordaje, los tres frailes –los supongo jóvenes, o cuajados y correosos, duros, muy de su tiempo– se levantan, largan una escopetada a quemarropa que pone a tres malos mirando a Triana, y luego, gritando como locos Santiago y cierra España, Jesucristo y María Santísima, o sea, llamando en su auxilio al santoral completo y al copón de Bullas, tras embrazar las almohadas como rodelas, se meten en la nave corsaria a mandoble limpio, acuchillando como fieras, dejando a los turcos con la boca abierta, perdón, oiga, vamos a ver, aquí hay un error, los que teníamos que abordar éramos nosotros. Con la cara del Coyote tras caerle encima la caja de caudales que tenía preparada para aplastar al Correcaminos. Y así, en ese plan, dejando la mansedumbre cristiana para días más adecuados, los frailes escabechan en tres minutos a doce malos, que se dice pronto, y otros cinco se tiran al agua, chof, chof, chof, chof, chof, y el resto, con varios heridos, pide cuartel y se rinde después de que fray Miguel Ramasa le atraviese el pecho con un chuzo al arráez corsario, «juntándose los dos tanto, que le alcançó el turco a morder en una mano, y acudiendo fray Andrés Coria le acabó de matar». Con dos cojones.

Ocurrió el 21 de octubre de 1634, día de santa Úrsula y de las Once Mil –una más, una menos– Vírgenes. Y qué quieren que les diga. Me encantan esos tres frailes.

El Semanal, 01 Mayo 2006

Olor de guerra y otras gilipolleces

Lo malo que tiene eso de largar en entrevistas y cosas así, salvo que respondas con monosílabos o frases muy cortitas, es que, digas lo que digas, lo que se publicará depende de la capacidad del periodista que tienes enfrente para sintetizar respuestas. Raro es el que, a la hora de redactar su entrevista, utiliza una frase larga absolutamente literal. Y resulta lógico. Pocos entrevistados aportan un texto breve y contundente que resuma, en pocas líneas, la intensidad de la respuesta posible. Así que el periodista intenta condensar, resumir, ajustarse en lo posible al espíritu de lo que le dicen. Eso, naturalmente, requiere una cultura previa que permita comprender lo que se escucha, un talento para el oficio y una ética profesional. Por eso mismo, nadie en su sano juicio que tenga algo importante o delicado que decir, acepta una entrevista con alguien que maneje, como únicas herramientas, un bloc y un bolígrafo. En lo que a mí se refiere, sólo cuando conozco mucho al entrevistador accedo a entrevistas serias sin magnetófono de por medio. Fui meretriz antes que monja, a ver si me entienden. Conozco el percal.

Aun así, por muchas precauciones que adoptes, siempre te la endiña alguien. Es inevitable, y alguna vez me referí a eso, en esta misma página, como daños colaterales. Hablar en público es ponerte en boca de otros: o callas, o te la juegas. Pero hay casos estremecedores. Sé de mucha gente en apuros al figurar, en titulares de prensa, cosas que nada tenían que ver con lo que dijeron. Y no siempre el culpable es el redactor. Un entrevistador riguroso, que suda tinta para ser fiel a lo que le confía su entrevistado, tiene un jefe de sección, un redactor jefe o un director que, por mil razones –prisas, sensacionalismo, descuido, mala leche– pueden titular de un modo u otro, alterando la verdad o cepillándosela para darle más garra al asunto. Conozco a escritores, actores, políticos y deportistas enemistados para siempre con compañeros de profesión o en graves aprietos por un titular infiel. Hay simplificaciones que son letales, y yo mismo fui objeto de ellas alguna vez, como todos. Mi favorita es la de cuando, tras una conferencia en la que dije que a veces era más reprobable moralmente el político infame que se beneficiaba del terrorismo que el terrorista propiamente dicho, ya que este último corría riesgos y el otro ninguno, un diario tituló, en primera página: «Pérez-Reverte prefiere un terrorista a un político».

Con mi última novela tuve oportunidad de ampliar la hemeroteca. Una revista publicó una entrevista en la que, entre otras cosas, yo decía que la guerra tiene un olor que se queda en la nariz y en la ropa y que tarda mucho en disiparse. Tanto debió de gustarle la idea al redactor jefe o al director, que, en un exceso de celo melodramático, decidieron titular en primera: «Llevo el olor de la guerra pegado a mi piel». Con lo cual, supongo que con toda la buena voluntad del mundo, me dejaron como un perfecto gilipollas. También hubo alguna carta al director –católicos ofendidos en lo más vivo– por una descontextualización de otro entrevistador, resumida en la frase «el humanismo cristiano ha hecho mucho daño», a palo seco, sin especificar que, innumerables bienes aparte, me refería al daño de persuadirnos de que los hombres tendemos a la perfección, al amor y a la bondad, dejándonos como corderos indefensos en manos de tanto lobo y tanto hijo de puta.

De todos modos, la perla de mi última presentación novelera es de las que costarían la amistad de amigos y colegas, de no ser porque los amigos y colegas saben, por experiencia propia, con quién nos jugamos los cuartos. Durante una conferencia de prensa, un periodista preguntó si, en mi opinión, Marsé, Vargas Llosa o Javier Marías podrían haber escrito El pintor de batallas, mi última novela. Mi respuesta fue la única posible: con el mismo asunto, mis colegas –amigos, además– habrían escrito magníficas novelas, pero no ésta. Para escribirla así, añadí, necesitarían mi biografía, y cada cual tiene la suya.

El comentario, recogido por una agencia de prensa, fue difundido correcta y literalmente; pero al día siguiente, un diario puso en mi boca, en titulares gordos: «Ni Marsé ni Vargas Llosa tienen mi biografía», otro precisó: «Vargas Llosa o Marías no habrían podido escribir esta novela», y un tercero, el premio Reverte me Alegro de Verte al tonto del culo de este año, tituló: «Vargas Llosa es incapaz de escribir esta novela».

El Semanal, 08 Mayo 2006

Aquí nadie sabe nada

Vaya por Dios. Ahora resulta que nadie sabía nada. Que todos estaban en la inopia, mirando hacia otro lado. Hacia cualquier lado, claro, que no fuera aquel donde no convenía mirar. Ahora van y dicen, mis primos, esos centenares y miles de primos que moran, trabajan y votan en los pueblos y ciudades de esa Costa del Sol, de esa Costa Blanca o de tantos y tantos lugares con o sin costa, que mientras toda esa peña de notorios sinvergüenzas robaba a mansalva sin distinción de ideología, lengua o bandera, se repartía cada ladrillo y cada metro cuadrado urbanizable o por urbanizar y se zampaba mariscadas maquinando cómo llevárselo muerto por la patilla, todo eso, cada chanchullo, cada chantaje, cada mordida, ocurría –y sigue ocurriendo– bajo sus napias sin que nadie, nunca, se percatara de ello. Sin que nadie se extrañase porque camareros o fulanos en el paro estuviesen, al cabo de pocos años, conduciendo cochazos de quince kilos y construyéndose casas de película entre campos de golf. Sin que a ninguno de tantos miles de ciudadanos honrados y honorables le pusiera la mosca tras la oreja el hecho probado de que, en cualquier ayuntamiento español, la concejalía de Cultura te cae sin que la pidas, mientras que por la de urbanismo, que es donde se mueve la mortadela, hay bofetadas y navajazos sin piedad.

Vayan y pregúntenles. Me refiero a ellos, a los ciudadanos ejemplares que ahora mueven la cabeza y dicen hay que ver. Asombra lo poco que advertían el estado real de las cosas. Lo despistados que andaban con su buena fe entre tanto hijo de puta de ambos sexos. Me recuerdan, salvando las distancias –que en el fondo tampoco son muchas–, a todos esos buenos ciudadanos alemanes que, después de haber sacudido cada mañana, durante años, la ceniza de la ropa que tenían colgada a secar en el balcón, pusieron ojos como platos al enterarse, perdida la guerra, de que en las afueras de su puto pueblo había hornos crematorios. Me recuerdan también –salvando igualmente las distancias, faltaría más– a todos esos buenos ciudadanos vascos y vascas que después de tantos años tomándose los chiquitos a gusto, paseando el domingo con la familia y murmurando «algo habrá hecho» cuando se cruzaban con un fiambre o con alguien que hacía las maletas, mueven ahora la cabeza comentado «ya decía yo que las cosas terminarían arreglándose solas». Me recuerdan, en resumen, a toda esa buena y honrada gente que, como don Tancredo, nunca se entera de nada, nunca mueve un músculo, hasta que pasa el toro. Y luego, por supuesto, se indigna un huevo. Faltaría más. O se es persona o no se es.

BOOK: Cuando éramos honrados mercenarios
3.47Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

A Harum-Scarum Schoolgirl by Angela Brazil
Danny Dunn and the Homework Machine by Abrashkin Abrashkin, Jay Williams
Organized for Murder by Ritter Ames
Unforeseen Danger by Michelle Perry
A Little Street Magic by Gayla Drummond
This Year's Black by Avery Flynn
Loving Me, Trusting You by C. M. Stunich
Heart of the Gods by Valerie Douglas
Secrets by Robin Jones Gunn