Cuando éramos honrados mercenarios (12 page)

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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Comunicación, Periodismo

BOOK: Cuando éramos honrados mercenarios
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Pero es que, como digo, ellos no sabían nada. En un país de golfos donde quienes mandan de verdad no son los políticos –que ya sería una desgracia por sí misma–, sino los capitostes de la mafia del ladrillo con sus políticos a sueldo, todo cristo estaba en lo alto de un guindo. Y sigue estando, claro. De los escándalos ya conocidos o los cientos por conocer, nunca supo ni sabe nada el vendedor de coches de lujo que se frota las manos cada vez que don Fulano o don Mengano –antes del pelotazo, Fulanillo y Menganillo a secas– se dejan caer por el concesionario con los bolsillos abultados de fajos de billetes de quinientos euros, de esos que las autoridades económicas acaban de saber –los ciudadanos normales lo sabíamos desde hace mucho– que uno de cada cuatro, o más, circulan en España. No sabe nada el honrado comerciante que les vende los televisores y el deuvedé, ni el que les amuebla la casa, ni el que les instala los cuartos de baño con grifería de oro. No sabe nada el del vivero que les pone el césped, ni el tendero que les vende el caviar, ni quien consigue que, gracias a tal o cual favor o sumisión, su hijo, su cuñado o su nuera consigan curro en tal o cual sitio. Tampoco sabe nada el notario que se ocupa de sus contratos, ni el dueño del restaurante en cuyo reservado, a setecientos euros cada botella de gran reserva, se reúnen a comer con los socios y los amigos para recalificar esto o aquello. No sabe nada el empleado de la agencia que prepara los billetes para el safari, ni el del hotel que dispone la suite de costumbre. No saben nada el electricista, ni el fontanero, ni el panadero, ni la florista, ni el del kiosco que les vende el Marca, ni yo, ni usted, ni el vecino. Nada, oigan. En absoluto. Ninguno sabemos una puñetera mierda. Todos somos asquerosamente inocentes.

El Semanal, 15 Mayo 2006

Despídanse del fuagrás

Si a usted le gusta el foie-gras –fuagrás para los amigos–, ya puede irse dando por jodido. Le aconsejo que, si tiene con qué pagarlo, se ponga hasta las trancas del producto, porque dentro de poco no podrá ni olerlo. En Chicago acaban de prohibirlo, gracias a un movimiento de defensa animal que aprieta mucho en Estados Unidos para que ese producto desaparezca de restaurantes y tiendas, bajo el argumento de que los grasientos y deliciosos hígados de patos, ocas y gansos se obtienen mediante el cruel engorde artificial de esos animales. El hecho es indiscutible, por otra parte. Cualquiera que sepa cómo se trinca por el gaznate a los bichos correspondientes y se les ceba, ahora además mediante cadenas de alimentación y procedimientos mecánicos, comprende que las pobres aves viven un mal rato. O un mal trago. Lo que pasa es que luego uno se sienta con una botella de vino, un bloque de foie-gras y unas tostadas, y qué quieren que les diga. Váyase una cosa por la otra. A fin de cuentas, nadie les dijo a los patos, ocas y gansos que la vida no fuese un valle de lágrimas. Aquí cada uno carga su cruz.

De todas formas, se me ocurre que, antes que el foie-gras, lo que deberían prohibir en Chicago es fabricar automóviles que alcancen los doscientos cincuenta kilómetros por hora, por ejemplo. O que se incumpla el protocolo internacional contra la contaminación industrial. O que se cebe con bazofia a las pequeñas morsas bípedas que entran temblándoles las grasas en los restaurantes de comida basura. Aparte que, puestos a argumentar, tampoco los pollos, ni las terneras, ni los conejos, ni los cerdos de granja llevan una vida como para tirar cohetes. Como dicen en Mursia: o semos, o no semos. Pero en fin. A mí, la verdad, que prohíban el foie-gras en Chicago, en los Estados Unidos o en donde viva la progenitora B de los prohibidores, me importa un carajillo de anís del Mono. Allá cada cual con lo que come y lo que cría. Lo que pasa es que, en un mundo donde gracias a internet, y a la tele, y a la globalización, está científicamente probado que la soplapollez no conoce límites, tengo la certeza absoluta de que, muy pronto, graves voces se alzarán aquí argumentando que, atención, pregunta, cómo si los gringos prohíben el asunto, Europa tiene la poca vergüenza de permitir esa lacra gastronómica y social. Hasta creo que hay alguna organización que ya se dedica a eso: Higadillos de Ave Sin Fronteras, se llama. O algo así. No sea que otras materias nos hagan perder de vista lo importante: el foie-gras. Resulta intolerable eso del foie-gras. Lo de Iraq y lo del foie-gras es la hostia.

Y en España, no les digo. Tiemble después de haber reído. Aquí no hay gobierno, ni ministro o ministra del ramo o la rama correspondiente, capaz de resistirse a las rentas y delicias de una buena, bonita y barata campaña de demagogia. Imagínense, dirán los estrategas de la cosa. Otra minoría feliz que llevarse a la urna por cuatro duros, con dos discursos y una ley. Imagino que a estas alturas ya andarán relamiéndose con la perspectiva de esos titulares de periódicos, de esos telediarios, de esas fotos y declaraciones. Siempre y cuando, claro, no madrugue la oposición, y el portavoz Acebes, para que esta vez no se lo pisen como lo del fumeteo, salga argumentando que ellos lo vieron antes, con el hígado de la gaviota del Pepé. Rediós. Ya imagino a esos portavoces y portavozas del gobierno, a esos titulares y titularas de Agricultura, manifestando con firmeza que tolerancia cero respecto al hígado de los patos. Y cada autonomía, a ver quién llega antes. Lo que ya no sé es cuánto tardaremos. Depende de nuestra fina clase política, de nuestra confederación de naciones nacionales y todo eso; pero les aseguro que, en cuanto se tercie, nos despediremos del foie-gras, tan fijo como yo de mis abuelas. El asunto, además, dará mucha vidilla política. Esos debates sobre foie-gras en el parlamento. Esos ciudadanos preguntándose unos a otros por la calle, ansiosos, qué pasa con las ocas y los gansos. Ese Gaspar Llamazares –adalid permanente de lo obvio y lo facilón– y esa Izquierda Unida Verde Manzana de Barrio Sésamo apuntándose, cómo no, a la causa avícola. Y así, después de tener a cincuenta millones de gilipollas durante unos cuantos meses pendientes del hígado de los patos, luego podremos seguir con el rabo de toro, con el lacón gallego, con el jamón ibérico, con la torteta de Huesca, con el conejo al ajillo y con la puta que nos parió.

El Semanal, 22 Mayo 2006

Sobre gallegos y diccionarios

Resulta que el Bloque Nacionalista gallego presentó una proposición, de las llamadas no de ley, para que el Gobierno inste a la Real Academia Española a eliminar del diccionario dos significados percibidos como insultantes. En la quinta y sexta acepciones de la palabra gallego, una con marca de Costa Rica y otra de El Salvador, se precisa que ese gentilicio es utilizado allí con el significado de tonto (falto de entendimiento o de razón) y de tartamudo. Y como el partido político gallego estima que eso es un oprobio para Galicia, quiere que se obligue a la RAE a retirarlo. Esto demuestra que nadie en el Benegá reflexiona sobre la misión de los diccionarios. Descuido, diríamos. O quizá no es que no reflexionen, sino que no saben. Ignorancia, sería entonces la palabra. Aunque tal vez sepan, pero no les importe, o no entiendan. Se trataría, en tal caso, de demagogia y torpeza. Y cuando descuido, ignorancia, demagogia y torpeza se combinan en política, sucede que en ésta, como en la cárcel del pobre don Miguel de Cervantes, toda imbecilidad tiene su asiento.

Al hacerse a sí misma y evolucionar durante siglos, cualquier lengua maneja valoraciones –a menudo simples prejuicios– compartidas por amplios grupos sociales. Eso incluye, por acumulación histórica, el sentido despectivo de ciertas palabras, habitual en todas las lenguas y presente en diccionarios que recogen el significado que esas palabras tienen en el mundo real. Por ello es tan importante el DRAE: porque se trata del instrumento de consulta –imperfecto como toda obra en evolución y revisión constantes– que mantiene común, comprensible, el español para quinientos millones de hispanohablantes. Quienes acuden a él buscan una guía viva de la lengua española en cualquier lugar donde ésta se hable. Refiriéndonos a gallego, si el DRAE escamoteara uno de sus usos habituales –por muy perverso que éste sea–, el diccionario no cumpliría la función para la que fue creado. Sería menos universal y más imperfecto. El prestigio de que goza el DRAE en el mundo hispánico no es capricho de un grupo de académicos que se reúnen los jueves. Veintidós academias hermanas lo mejoran y enriquecen con propuestas y debates –a veces enconados y apasionantes– a lo que se añaden millones de consultas y sugerencias recibidas por internet. En el caso de gallego, esas dos acepciones vinieron de las academias costarricense y salvadoreña. Y no podía ser de otro modo, pues el diccionario, al ser panhispánico, está obligado a dejar constancia de los usos generales, tanto españoles como americanos. Ni crea la lengua, ni puede ocultar la realidad que la lengua representa. Y desde luego, no está concebido para manipularla según los intereses políticos o socialmente correctos del momento, aunque ciertos partidos o colectivos se empeñen en ello. El DRAE realiza un esfuerzo constante por detectar y corregir las definiciones que, por razones históricas o de prejuicios sociales, resultan inútilmente ofensivas. Pero no puede borrar de un plumazo la memoria y la vida de las palabras. Retorcerlas fuera de sentido o de lógica, eliminar merienda de negros, gitanear, hacer el indio, judiada, punto filipino, mal francés, andaluzada, moro, charnego, etcétera, satisfaría a mucha gente de buena fe y a varios notorios cantamañanas; pero privaría de sentido a usos que, desde Cervantes hasta hoy, forman parte de nuestras herramientas léxicas habituales, por desafortunadas que sean. Por supuesto, el día que dejen de utilizarse, la RAE tendrá sumo placer, no en borrarlas del diccionario –los textos que las incluyen seguirán existiendo–, sino en añadirles la feliz abreviatura Desus.: Desusado.

Una última precisión. Con leyes o sin ellas, el Gobierno español no tiene autoridad para cambiar ni una letra del DRAE. La Academia es una institución independiente, no sometida a la demagogia barata y la desvergüenza de los políticos de turno. Eso quedó demostrado –creo que ya lo mencioné alguna vez– cuando se negó a acatar el decreto franquista de privar de sus plazas a los académicos republicanos en el exilio, manteniéndolas hasta que sus titulares fallecieron o regresaron, muchos años después. Y aunque el dictador, como venganza, dejó a la institución en la miseria, retirándole toda ayuda económica, la RAE –incluso con académicos franquistas dentro– no se doblegó nunca. Así que ya puede calcular el Bloque Nacionalista gallego lo que afecta a la Real Academia Española su proposición al Gobierno.

El Semanal, 29 Mayo 2006

Los calamares del niño

Hay criaturas por las que no lloraré cuando suenen las trompetas del Juicio. Niños que anuncian desde muy temprano lo que serán de mayores. A veces uno está paseando, o sentado en una terraza, y los ve pasar apuntando en agraz maneras inequívocas. Adivinados en ellos la inevitable maruja de sobremesa televisiva –ayer vi reconciliarse a dos hermanas en directo y eché literalmente la pota– o la viril mala bestia correspondiente. Dirán ustedes que ellos no tienen la culpa, etcétera. Que los padres, la sociedad y todo eso los malean, y tal. Pero qué quieren que diga. En cuestiones de culpa, denle tiempo a un niño y también él tendrá su cuota propia, como la tenemos todos. Sólo es cuestión de plazos. De que se cumplan los pasos y rituales que se tienen que cumplir.

El zagal que veo en el restaurante tiene nueve o diez años, que ya va siendo edad, y se parece al padre, sentado a su vera: moreno, grandote y vulgar de modos y maneras. La madre pertenece al mismo registro. Todos visten ropa cara, por cierto. Colorida y vistosa. Sobre todo la madre, una especie de Raquel Mosquera vestida de Paulina Rubio y con toquecitos de Belén Esteban en el maquillaje y en la parla. La familia ocupa una mesa contigua a la mía, junto al gran ventanal de un restaurante popular de Calpe, situado junto al puerto. Y al niño acaban de traerle calamares a la romana. De no ser porque su cháchara maleducada, chillona e interminable, a la que asisto impotente desde hace veinte minutos, ya me tiene sobre aviso, la manera en que ahora maneja el tenedor me dejaría boquiabierto. El pequeño cabrón –nueve o diez años, insisto– agarra el cubierto al revés, con toda la mano cerrada, y clava los calamares a golpes sonoros sobre el plato, como si los apuñalara. Observo discretamente al padre: mastica impasible, bovino, observando satisfecho el buen apetito de su hijo. Luego observo a la madre: tiene la nariz hundida en el plato, perdida en sus pensamientos. Tampoco sería difícil, me digo, con la edad que tiene ya su puto vástago, enseñarle a manejar cuchara, cuchillo y tenedor. Pero, tras un vistazo detenido al careto del progenitor, comprendo que, para hacer que un hijo maneje correctamente los cubiertos, primero es necesario creer en la necesidad de manejar correctamente los cubiertos. Y por la expresión cenutria del fulano, por su manera de estar, de mirar alrededor y de dirigirse a su mujer cuando le habla, tal afán no debe de hallarse entre las prioridades urgentes de su vida. En cuanto a la madre, cómo maneje el crío los cubiertos, o cómo los manejen el padre o el vecino de la mesa de al lado, parece importarle literalmente un huevo.

Tras un eructo infantil jaleado con suma hilaridad por el conjunto familiar –después de reír, eso sí, el papi parece amonestarlo en voz baja, a lo que la criatura responde sacando la lengua y poniendo ojos bizcos– llega la paella. Y, tras deleitar al respetable con el uso del tenedor, el indeseable enano exhibe ahora su virtuosismo en el manejo de la cuchara agarrada con toda la mano exactamente junto a la cazoleta, alternando la cosa con tragos sonoros del vaso de cocacola sujeto con ambas manos y vuelto a dejar sobre la mesa con los correspondientes granos de arroz adheridos al vidrio. Tan maleducado, tan grosero como el padre y la madre que lo parieron. Y así continúa el dulce infante, a lo suyo, camino de los postres, en esa deliciosa escena española de fin de semana, una familia más, media, entrañable, con su hipoteca, y su tele, y su coche aparcado en la puerta, como todo el mundo. Y yo, que gracias a Dios he terminado, pido mi cuenta, la pago y me levanto mientras pienso que ojalá caiga un rayo y los parta a los tres, y les socarre la paella. Y ustedes dirán: vaya con el gruñón del Reverte, a ver qué le importará a él que el niño se coma los calamares así o asá, peazo malaje. A él qué le va ni le viene. Pero es que no estoy pensando en la paella, ni en el restaurante, ni en los golpes del tenedor sobre los calamares. Aunque también. Lo que pienso, lo que me temo, es que dentro de unos años ese pequeño hijo de puta será funcionario de Ayuntamiento, o guardia civil de Tráfico, o general del Ejército, o empleado de El Corte Inglés, o juez, o fontanero, o político, o ministro de Cultura, o redactor del estatuto de la nación murciana; y con las mismas maneras con las que ahora se comporta en la mesa, cuando yo caiga en sus manos me va a joder vivo. Por eso hoy me cisco en sus muertos más frescos. ¿Comprenden? En defensa propia.

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